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BANSHEE: EL ABC DE (CÓMO ESCRIBIR) UNA SERIE

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l abuso de la pirotecnia narrativa en los contenidos generados para el “entertainment” masivo no es un secreto, y conscientes de ello, los creadores de Banshee en vez de optar por ese camino, supieron dosificar los excesos. Y claro que los hay: escenas violentas, peleas con mucha sangre, relaciones incestuosas y subtramas desbordadas. No obstante, para bien del producto final, se evita la grandilocuencia. Es así como el riesgo de la ridiculez, en cambio, se convierte en una suma de sutiles guiños a referencias tanto clásicas como de culto. Aunque originalmente se presentaría en HBO, el estreno se prefirió en Cinemax, el canal “B” del gigante mediático, y no sin razón.

Es improbable que esta historia ocupe un sitio privilegiado en las preferencias del gran público. Quien se precie de gustos menos predecibles quizá la valore, (insistimos: quizá). Las audiencias más exigentes con toda seguridad la podrían minimizar, o hasta ignorar, con todo y mirada de desdén, más la discreta risilla burlona a espaldas de quien aquí reseña.

A veces quienes son propensos al name-droppismo justifican la calidad de los productos por las personalidades que estuvieron a cargo de una u otra responsabilidad creativa. Allan Ball (American Beauty, Six Feet Under, True Blood) podría ser pretexto para este tipo de actitudes irresponsables. Tal vez alguien que aprecie westerns raros, thrillers intencionalmente predecibles o tramas burlonas podría gozar de Banshee.

No obstante, cuando se pone bajo la lupa la construcción dramática y el uso acertado, casi didáctico, de los elementos que se requieren para una composición afortunada, llega el momento placentero de la serie que ocupa la columna de este mes. Ahí es donde está uno de sus grandes valores, algo a lo que pocas veces se le dedica tiempo y atención.

El inicio de la serie es sencillo: un EX-PRESIDIARIO, tras cumplir su condena vuelve a las calles. La testosterona acumulada lo lleva a la trastienda de un restaurante: sexo inmediato con la camarera, el robo de una motocicleta y la visita a su mejor amigo: JOB (Hoon Lee) un musculoso hacker y drag-queen de rasgos orientales (así, desbordado), propietario de un salón de belleza en Manhattan.

El ex-presidiario rompe la armonía del oriental, quien lo lleva a la trastienda y luego de interrogarlo accede a brindar ayuda. La amenaza de persecución se intuye, y sí, un par de malandrines ingresan al local, son vistos en los monitores de las cámaras de vigilancia. En la huída, JOB hace estallar a control remoto el que fuera su negocio, no sin reclamar a su amigo, de quien hasta ahora no sabemos cómo se llama.

Algunas secuencias en carretera, descanso visual con mucho verde y naturaleza boscosa. Finalmente llega este personaje recién liberado de la cárcel a un pueblo llamado “Banshee” (así, como suspiro en inglés). En ese lugar está ANASTASIA, una mujer de su pasado que ahora se ha cambiado el nombre a CARRIE (Ivana Milicevic).

Después nos enteraremos que es hija de un gran mafioso con quien el protagonista tiene una cuenta pendiente. ¿Por qué no sabemos cómo se llama el protagonista? Porque nunca se menciona su nombre, y es importante la omisión dado que es el verdadero resorte dramático con el que detona la trama.

Tras la llegada a Banshee y un encuentro poco afortunado con la mujer amada, el ex-presidiario tiene una primera visita al bar de SUGAR BATES (que interpreta el enorme Frankie Faison, sí, el comisario Ervin H. Burrell en The Wire). Ese breve diálogo de arquitectura casi excelsa, guarda los subtextos necesarios con la sutileza y los silencios de la buena escritura dramática para dejarnos claro el pasado de uno y otro personaje.

Los personajes no han terminado de conocerse cuando llega quien será el nuevo sheriff del pueblo: Lucas Hood. Apenas logra presentarse con el barman y el primer forastero como único parroquiano, un asaltante irrumpe y sin terminar su amenaza fanfarrona el ex-presidiario hace gala de buen oficio con los puños y gran puntería con las armas de fuego.

El Sheriff, que ni siquiera ha llegado a su nueva oficina, pierde la vida durante la pelea. El asaltante también muere. Para limpiar la escena del crimen, Sugar Bates y el ex-presidiario llevan los cadáveres al bosque y los entierran. Entonces la identidad de Lucas Hood queda en el cuerpo de un ladrón que todavía esa mañana había despertado tras las rejas. Sí, Don Draper también era un usurpador de la identidad, sólo que Mad Men está escrita como Pieza (y vaya inmensidad de Pieza), pero Banshee no, y sin embargo, a pesar del préstamo (o cuasi-plagio) también logra sostener una trama con este mismo recurso narrativo, primero gracias a las dotes de hacker de Job, quien acude en auxilio de su amigo y cambia cuanto puede en la red (licencia autoral que agradecemos por el nivel de sarcasmo), y después por una acertada composición orquestal con los frentes dramáticos que se desarrollan a lo largo de las temporadas.

Asumimos que al interior del universo de la historia el uso de redes sociales no había llegado a los niveles que hoy conocemos, pero el voto de confianza en cuanto a la inverosimilitud se le otorga a David Shickler y Jonathan Trooper, creadores de la serie, dado que el uso y disposición de los demás elementos es cuidadosa.

Usurpar una identidad en pleno siglo XXI no todo el mundo se la cree, y ese fue uno de los motivos por los que con Homeland nos quedamos insatisfechos (¿a poco en Washington D.C. puedes tener una vida secreta luego de ser el militar más vigilado de la ciudad?). Pero en el pueblito en medio de la nada que es Banshee, se vale pasar por el arco del triunfo esa clase de exquisiteces.

El encuentro del supuesto Lucas Hood con el mafioso del pueblo no tarda mucho: KAI PROCTOR (el implacable Ulrich Thomsen) desertor de la comunidad Amish que ha forjado su fortuna e imperio comercial a costa de someter a los habitantes del pueblo, y con el toque híper-kitsch que necesitaba esta historia: un Rolls Royce, que conduce su guardaespaldas CLAY BURTON (Matthew Rauch). Proctor, ese mismo cacique, identificable con los personajes más reaccionarios de la “Deep America” poco a poco se convertirá en el gran antagonista del falso LUCAS HOOD (Antony Starr), un usurpador que será investido como el Sheriff con todos los honores, ante la gente distinguida del pueblo. No tardará en aparecer con las hormonas a flor de piel REBECA BOWMAN, una joven Amish (Lili Simmons, bbbbbbaby!!!… Beth en True Detective y New Clementine en Westworld), quien además complicará el antagonismo entre Lucas Hood y su tío, Kai Proctor, al huir de la comunidad familiar que se niega a vivir en el siglo XXI y convertirse en la protegida y amada del Sheriff y del Mafioso.

Vaya, ¿triángulo de melodrama? Sí, pero con la maldad suficiente como para no entrar en arrepentimientos ni mojigaterías.

Los métodos de Lucas Hood definitivamente no coinciden con los protocolos policíacos. De eso se da cuenta en el primer arresto el policía BROCK LOTUS (Matt Servito, el agente Dwight Harris en The Sopranos), quien además tenía la esperanza de convertirse en el Comisario después de la muerte de sus varios antecesores. Banshee es un pueblo que no escapa de violencia y crimen, pero a pesar de todo, sus habitantes quieren vivir ahí, otro aspecto que podría rayar en lo improbable, si bien podemos darle la licencia dramática para seguir explorando la historia.

Los elementos sociológicos y antropológicos están presentes: comunidades indias en sus reservas, no como los buenos apaches que fuman la pipa de la paz, sino en su realidad de vicios y ambiciones como socios de Kai Proctor en un hotel casino.

Los prejuicios del pueblo chico, el racismo, un grupo neonazi, el abuso, la celebración del éxito económico por encima de cualquier marco ético, todo visto con un ojo crítico y mordaz, pero sin perder jamás el buen uso de las curvas de personajes y los infaltables cliffhangers al final de cada capítulo.

Cabe destacar que después de la secuencia de créditos, se agregaban escenas que conformaron un spin-off poco habitual en este tipo de proyectos, y que se puede ver como mini-serie web, llamada Banshee Origins,

Las tres primeras temporadas de diez capítulos cada una, y la cuarta que por complicaciones entre la producción y el condado en donde se realizaba hubo que mudar la locación, bien valen la pena para gozar de una serie que no en muchos lugares veremos con puntajes altos de recomendación.

Y sí, es un ABC para escribir historias de largo aliento que llegan a la pantalla chica. Personajes con vicios y virtudes en equilibrio, una arena dramática que tiene su propia voz y fortalece la propuesta visual, una trama que a pesar de sus orificios (que podrían inferirse como deliberados) se sostiene al internarse en las fauces de una bestia que no está dispuesta a conceder.

En Banshee se estira la capacidad para construir el discurso hasta donde se tiene la experiencia y el dominio en la técnica narrativa. No busca más allá de sus posibilidades, con lo cual evita la arrogancia. Ese es uno de sus muchos méritos: ante cada riesgo de melcocha se detuvieron justo antes de convertirla en una molestia; donde los excesos de sangre y violencia podrían parecer, incluso, una caricatura de la misma serie, los creadores se dieron el lujo de autofestejar sus ironías y restregárnoslas en la cara para reírse con el público y chocar las palmas en alto o brindar con un whiskey gringo chafa de alambique.

En ese gran cinismo está otro de los valores de esta historia.

FEOS, SUCIOS Y MALOS

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xiste la idealización de la pobreza en el arte; al otro lado está Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi), la comedia negra que Ettore Scola estrenó en 1976. Feos, sucios y malos es un paseo en ficción, grotesco y disparatado, por la podredumbre periférica de la metrópoli. Y hace unos 12 años fue mi primer aviso indirecto de que el mundo se escupe sobre un lienzo de grises expansivos.

El escenario es una cartolandia de Roma, a las afueras de un complejo de edificios residenciales. Allí Giacinto Mazzatella vive amontonado en una casucha con su madre, esposa, hijos, nietos, nueras, ratas y animales domésticos. En un accidente laboral con cal viva, perdió la visión de un ojo y la indemnización suma el millón de liras. El paquete de dinero es codiciado por toda la familia, por lo que Giacinto se dedica a esconderlo en una parte u otra del hogar, escopeta y vino en mano, mientras maldice día y noche a los de su sangre por lacras y mantenidos.

Todos lo odian y se odian, pero se mantienen unidos en pos de conseguir una parte de la marmaja del patriarca. Nadie quiere ni pretende salir de la covacha donde viven, fornican y pelean con la tribu familiar. Está la abuela, madre de Giacinto, vieja loca y bipolar obsesionada con la tv estadunidense, que en un segundo arremanga a Matilde, la esposa, para que acuchille a Giacinto; al siguiente dice lo contrario.

Los hijos, unas perlas. Están, entre otros, Plinio, peluquero de la barriada obsesionado con comprar un local; Camilio, ladrón de poca monta; Nando, travesti que se tira a su cuñada a la menor provocación; Lisseta, madre soltera, dejada y con ínfulas de monja que masturba ancianos convalecientes; Gaetana, maquiladora de cajas; Domizio, timador; Paride, el único hijo que no vive con todos; Romolo, ladrón en motocicleta en las colonias de moda, junto a su hermano cojo.

Pero hay momentos dulces. Cuando la familia se pone de acuerdo para llevar a la abuela y cobrar el cheque de su pensión. Los hermanos de reparten el motín y dejan a la vieja a la suerte de los más pequeños. El revés de la trama viene cuando Giacinto lleva a una prostituta, Iside, a vivir con él a la casa, para que duerma de su lado de la cama. Entonces las cosas se ponen serias y la madre trama un plan para frenar las humillaciones y exprimirle el millón de liras de una buena vez.

Feos, sucios y malos fue presentada en la 29ª edición del Festival de Cannes en 1976 y obtuvo el premio a mejor director (en la misma que Martin Scorsese se llevó la Palma de Oro con Taxi Driver y en la que Tennessee Williams fue presidente del jurado). La filmografía de Ettore, que nació en 1931, fue vasta, desde que incursionó en el cine como ghostwriter. Debutó en 1964 con Con su permiso, hablemos de mujeres (Se permettete parliamo di donne) y murió recién, en 2016.

Para alguno críticos, Feos, sucios y malos es la contraparte de la moral que enarboló el neorrealismo italiano durante la posguerra. Éste colocaba a los pobres en una condición pintoresca o víctimas de las circunstancias. Scola va al fondo, sin cortapisas ni correcciones políticas o estéticas; mira la maldad en estado puro del jodido —finalmente del ser humano— pero con un humor corrosivo. Es una pieza no apta para los tiempos que corren, de puritanismo en clics a la Change.org.

Pero Scola fue militante. Plasmó su visión frente al fascismo, por ejemplo, en la gran Un día muy particular (Una giornata particolare), del 77, que le valió el Globo de Oro y la nominación al Oscar como mejor cinta extranjera. Fue “el gran retratista de Italia”, amigo de Fellini y Ruggero Maccari. Su tipo de militancia bien se podría explicar con una de sus disertaciones: “el pesimismo es mucho más progresista que el optimismo, encierra más fe en el futuro. El optimismo es cosa de beatos”.

Estoy de acuerdo. Y sus Feos, sucios y malos siempre estarán allí para refrendarlo.

CRECE LA MITOLOGÍA

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a noche del viernes 23 de febrero recibí un mensaje de UNOTV en mi celular, anunciaba la muerte de dos narcomenudistas en Ciudad Universitaria tras una balacera. La noche siguiente me encontraba en una fiesta, recibí la llamada de un amigo (taxista) -el celular registró la llamada a las 00:09-, me dijo: Ves los dos güeyes que balacearon ayer en CU, uno es “el Paquito”, ahorita lo están velando en su cantón, acabó de pasar por allí. Una línea de imágenes, como fotogramas, corrió por mi mente, contenían momentos fugaces en los que conviví con el occiso; una vez terminada la proyección, archivé el suceso en mi libreta virtual de pendientes y volví al trago; el domingo extendí el naufragio.

El lunes me hirió con su presencia impostergable, con su temple estoico de recaudador hacendario. Cada vez me cuesta más echar a andar el motor luego de navegar en botella; para mitigar síntomas fumé y bebí café, prendí la computadora y me dispuse a realizar una rápida visita a la mitología; algunos contactos del Facebook habían compartido un enlace del diario La Razón, que contenía un irresponsable encabezado: “Líder narco asesinado en CU traficaba droga hasta en Q. Roo”; el contenido del mismo reportaje desmiente su amarillo título, ya que en él se relata que Francisco Axel Gallo había sido detenido en varias ocasiones, mas no por tráfico sino por consumo de marihuana en la vía pública: el 22/06/2008 a las 02:20, en el barrio de San Lucas, Coyoacán; el 22/01/2014 a las 05:00, en Playa del Carmen, Q. Roo; y el 12/11/2016 a las 03:00, en la calle Isabel la Católica, Centro Histórico.

Me creció una preocupación (nada nueva), dos raíces:

  1. La prensa reproduce los comunicados que les lanza nuestra confiable y congruente PGJ como si las verdades contingentes que arroja la investigación fueran concluyentes.
  2. A cualquier hijo de vecino pueden fabricarle un historial de peligroso capo, de líder de cártel, de “el más buscado”.

Respigando la parafernalia en torno al suceso, siguiendo la cronología de las publicaciones, logré darle cierto orden:

El viernes 23 de febrero, unos diarios dicen que a alrededor de las 13:30, los más las 15:30, David Eugenio Alvarenga y Francisco Axel Gallo, de 20 y 29 años, fueron baleados dentro de Ciudad Universitaria, en el área de “los frontones”, entre el Anexo de Ingeniería y la Facultad de Contaduría y Administración. Los medios dijeron que: Los dos murieron en el hospital / Los dos murieron mientras eran transportados en la ambulancia / Uno murió en la ambulancia y otro en el hospital / Uno murió al estar recibiendo asistencia médica en el lugar de los hechos y el otro en la Clínica 8 del IMSS.

Todas las notas coinciden en que “entre sus ropas encontraron marihuana”, en que ambos fallecidos eran integrantes de la banda de Raúl “N”, alias “el Barbas”, y en que el autor de los homicidios y su acompañante eran narcomenudistas que forman parte de la banda de “Los Carniceros”. La UNAM dio a conocer que ambos muertos eran ajenos a la comunidad universitaria. La prensa filtró que ese mismo día, luego del tiroteo, se detuvo a dos sujetos que manipulaban marihuana en la cajuela de un Tsuru con cromática de taxi, se les incautó la droga, una pistola calibre .25 y fueron dispuestos a proceso.

El sábado 24 los medios destacaron las declaraciones del rector Enrique Graue, quien dijo que la riña entre los dealers pudo “ser consecuencia de alguna forma de las medidas implantadas por la Rectoría a fin de combatir el narcomenudeo en nuestras instalaciones”; también aseveró que “la vigilancia armada nunca fue, ni será, una opción a ser considerada”; las medidas implantadas hasta la fecha han sido enrejar los espacios de esparcimiento y reducir, igual con rejas, los de tránsito; aumentar el número de cámaras de vigilancia, patrullas y elementos de seguridad; una estrategia fallida que ya ha emprendido y continúa practicando el Estado.

Ese mismo día, el portal noticiasenlamira.com anunciaba: “Descartan militarizar CU”. Algunos medios relacionaron a los abatidos con: El Cártel de Tláhuac / El Cártel de la Plaza de Santo Domingo (Centro Histórico) / La banda de Raúl “N”, alias “el Barbas” / La banda de “el H”, “el Hugo” o “Hijo de Pancho el Perro HPP”.

El domingo 25, al medio tiempo de la justa de fútbol que protagonizaron Pumas y Chivas, en la cabecera norte del estadio olímpico, una pantalla, aprovechando la cobertura televisiva, transmitió el mensaje: “¡Fuera narcos de la UNAM!”; algunos comentaristas deportivos aprovecharon el suceso para exponer sus amplios y lapidarios conocimientos sobre narcotráfico, adicciones, política de drogas, derechos del usuario, inteligencia e investigación, moral pública y demás. También se propagó en algunos medios que Eugenio Alvarenga tenía como epíteto en su muro de Facebook: (LoveDrugs), que según su perfil era casado, le gustaba la música psicodélica, la electrónica y acudía a festivales rave; también mencionaron que en sus fotos aparecía siempre fumando porros o montando patinetas.

Para el lunes 26, carteles en el metro y en las paradas del camión, cápsulas televisivas en el metrobús y un debate sabor a veredicto inquisitorial en las cadenas noticiosas repetían: “No es tu Amigo. Es un Narco”. Ese mismo día, en dos acciones distintas, las autoridades aprehendieron a cinco narcomenudistas en las inmediaciones del campus.

El martes 27, los medios propagaron el retrato hablado de “el Güero”, de quien las autoridades dijeron que a través de los videos de seguridad comprobaron que fue el único que detonó su arma durante la pelea, también que estaba relacionado con veinte ejecuciones más dentro de las demarcaciones de Coyoacán; el occiso Francisco Axel pasó (abracadabra) de ser integrante de la banda de Raúl “N”, “el Barbas”, a encarnar a éste, y los que antes eran “Los Carniceros” fueron rebautizados como la “Banda de los Güeros”, encabezada por Héctor Hugo “N”.

Ese martes aparecieron las declaraciones de “el Víctor” (Víctor Martínez Azpeitia) y “el Tortugo” (Alberto Rivera Martínez); según éstas, ambos sujetos, junto con “el Paquito” (F. Axel Gallo) y “el Niño Mariguano” (D. Eugenio Alvarenga), iniciaron una discusión con “el Güero” y otro joven que le acompañaba, esto se debió a que aunque “eran tolerados en la zona”, ese día “el Paquito” decidió correrlos. Luego de intercambiar golpes e insultos, “el Güero” sacó una 9 mm, “el Niño Mariguano” extrajo de su mochila una calibre .25 para repeler el ataque pero el arma se le encasquilló, cayó abatido de dos disparos a quemarropa; “el Paquito”, revela el parte médico CI-FCY/COY1/UI-1/C/DO677/02-2028, “recibió tres disparos con un arma de fuego 9 milímetros. Uno lo lesionó del costado izquierdo de las costillas, el otro en la axila del mismo lado y el tercero en el pecho”.

“El Víctor” y “el Tortugo”, quienes salieron ilesos de la trifulca, cargaron a Francisco hasta el circuito vehicular adyacente para que lo subieran lo más pronto posible a una ambulancia, de allí emprendieron la fuga. Nunca se menciona si asistieron a su otro compañero, tampoco si ellos son (aunque se obvia que sí) los dos sujetos que fueron apresados la noche del 23, cuando manipulaban marihuana en la cajuela de un taxi; otra versión es que los aprehendieron mientras iban caminando sobre la avenida Delfín Madrigal, se les incautó un arma calibre .25 (seguramente aquella que le jugó mal a Eugenio Alvarenga) y un paquete con marihuana, el cual tenía escrito: “Frontón”. Uno de los detenidos llevaba sangre en su ropa, mas se comprobó que la sangre pertenecía a Francisco, a quien había cargado horas antes. Según la prensa, “el Tortugo” declaró que “el Paquito” era el líder de los narcomenudistas y que él (ahora detenido) era su segundo, entonces “el narcomenudeo en CU quedó acéfalo”. Dudo que “el Tortugo” expresara la palabra “acéfalo”, y dudo mucho más de que él mismo se haya declarado el líder segundo de la venta de drogas en el campus.

Estudiantes y trabajadores testigos de los hechos declararon que los agresores: Huyeron a pie hacia el metro Universidad / Corrieron hacia el circuito vehicular interno y tomaron un taxi con rumbo a la colonia Santo Domingo, Coyoacán / Corrieron hacia la avenida Insurgentes / Eran cuatro, uno salió corriendo hacia la Facultad de Química, otro huyó en una bicicleta y otros dos a bordo de una moto.

El miércoles 28 de febrero, la UNAM y la PGJ tuvieron un enfrentamiento de declaraciones. El 29 de enero, “el Paquito” había detonado un arma de fuego cerca de “las canchas”, a escasos cien metros de donde sería ultimado tres semanas después. La Universidad, según Graue, ya había presentado una denuncia contra Axel Gallo y facilitó a la prensa el número de la carpeta CU/FACCION2-TC/D, misma que el Abogado General de la casa de estudios presentó “en la agencia del Ministerio que está cerca de la Universidad”; por su parte, la PGJ-CDMX aseguró que la UNAM no interpuso ninguna denuncia, sino que fue la misma dependencia de justicia la que inició la averiguación que contiene la carpeta CI-FAAE/CU/UI-3/0027/01-2018. (Aún no sabemos cuál de las instituciones fue la que mintió acerca de este hecho).

El 30 de enero, “el Paquito” había sido detenido, en ese momento dijo llamarse Jorge; llevaba en una mochila: dos bolsas con marihuana, metanfetaminas, una báscula gramera y dinero. “Cuando nosotros hicimos el análisis de bases de datos pronominales no nos arrojó al principio ningún antecedente, cuando ya checamos por huellas dactilares fue cuando nos apareció el antecedente penal, esto fue el 30 de enero de 2018. Nosotros lo llevamos a juez de control por delitos contra la salud en su modalidad de narcomenudeo por el fomento al comercio y en el juez de control se determinó la suspensión condicional por dos meses y eso implica que obtuviera su libertad”, explicó a los medios el procurador capitalino Edmundo Garrido Osorio. La UNAM dijo que era el mismo joven que habían identificado como el autor que disparó al aire un día antes dentro de sus instalaciones, causando pánico y confusión.

Volviendo a febrero, para el miércoles 28, la prensa y la PGJ manejaron, cual verdad definitiva, que Francisco Axel Gallo era oficialmente “el Barbas”, peligroso líder del narcotráfico, cabeza y capo de la venta dentro de la UNAM. Desde esa fecha han sido detenidos cuarenta y nueve narcomenudistas, dieciséis fueron vinculados a proceso; incluso, el 26 de marzo pasado, cayó Héctor Hugo “N”, alias el “H”, el “Hugo” o Pepe “Hijo de Pancho el Perro HPP”, quien, igual que “el Ojos”, igual que “el Barbas”, también resultó “el principal distribuidor de droga en Ciudad Universitaria”.

Yo conocí a Francisco a finales del 2014, quien tenía un pequeño negocio de cancelería y aluminio a unas cuantas calles de mi domicilio; lo contraté para que hiciera y colocara unas ventanas en mi baño. La tercera ocasión en que visité su accesoria (para llevarle unas medidas) me percaté de que vendía marihuana a discreción. Le dije que me vendiera pero se negó: Yo no vendo, carnal, fue su respuesta. Cedería tiempo después.

Durante el 2015, su negocio de la venta de marihuana creció. Yo lo veía cada dos o tres semanas, cuando iba a resurtirme mi medida de remedio para el estrés. Me preocupó que su venta se había hecho descarada, sabía que los días del local estaban contados y tendría que buscar otro dealer. Eso pasó a finales del 2016, cuando un operativo clausuró el negocio y fueron aprehendidos los dos chalanes que tenía; todo el dinero que había juntado de la venta se fue en pagar por la libertad de sus compañeros.

No supe de él hasta el año pasado, no recuerdo el mes pero, en todo caso, fue un encuentro fortuito. Yo había tomado un microbús en la Picacho Ajusco, entonces, alguien desde el asiento trasero me palmeó un hombro. Sobresaltado volteé, era él, llevaba una olorosa pizza que había comprado en el Little Caesars de la carretera. ¿Cómo estás, Panyagua?, exclamó. Bien, carnal, ya te la sabes, respondí. En el corto trayecto no hablamos mayores cosas, ni siquiera le pregunté si seguía vendiendo; sólo nos dio tiempo para saludarnos y de que él me invitara a su fiesta de cumpleaños, a la cual no asistí. No volví a verlo.

Esto no es una apología al narcomenudeo, tampoco una catarsis, es, en todo caso, un ejemplo de cómo la justicia confecciona sus monstruos, de cómo la prensa, engrosando el mito, le sigue la tras. Durante la guerra calderónica fuimos testigos de la desfachatez con que se mostraba a cualquier sicario como si tratase de la cabeza de uno de los tantos cárteles y sus respectivas células; peor aún, las ejecuciones extrajudiciales donde a víctimas inocentes se les siembran armas y se les fabrica un expediente de despreciable monstruo, de emisario del mal (basta asomarse ahora al caso de las adolescentes Nefertiti y Grecia en Río Blanco, Veracruz). Lo más siniestro es que el actuar de la justicia y del 90% de la prensa volqué sus esfuerzos en que el ciudadano acepte estos actos barbáricos como simples hechos que forman parte de nuestra realidad cotidiana, como si no tuvieran remedio.

La prohibición sigue dejando un jugoso derrame económico a unos cuantos y un reguero de víctimas, todo consumidor en el imaginario pasa a ser, sin presunción de inocencia, un despreciable vago o raterillo o psicópata o sicario o el mero mero que señaló Jesús Malverde. Mientras otros países han liberado el uso médico y recreativo, formando miles de empleos y logrando resultados importantes en cuanto a investigación científica, a la vez que desestigmatiza a los usuarios (médicos, abogados, atletas, artistas, químicos, ingenieros, etc.), aquí sigue escalando la violencia, aquí se sigue midiendo con la vara de la hipocresía (el consumo de antidepresivos y ansiolíticos iguala en cifras al de la marihuana y el lsd juntos). La legalización es un tema tabú, porque entonces el enorme soborno (para operar clandestinamente dentro de la prohibición) se convertiría en un impuesto regular.

La UNAM tiene la responsabilidad de no entrar en cerrazón y pasar sobre las barricadas puristas de la corrección política, y atender con responsabilidad, capacidad crítica y objetiva, las distintas aristas que al tema de la despenalización refiere, o seguir tolerando un esquema en el que la sangre y una sospechosa tolerancia a éste son la cuota. Si los alumnos creen que viven otra realidad, como señaló el rector luego de la balacera, estaría exhibiendo la burbuja en la que están inmersos (al menos las autoridades y un gran sector de su comunidad), como si el recinto estudiantil fuera una isla flotante lejos del mal que la acecha junto a todos sus angelitos, otro planeta al que diario viajan desde sus inseguras y violentas colonias, con sus tan arraigadas populares costumbres. En toda universidad, sin excepción, distinción de país o reputación, hay drogas, desde ahí hay que partir, no desde la falsa supremacía moral y el timorato discurso del bueno y el malo; el tímido llamado de Graue a replantear la política de drogas no tuvo eco (eso no interesa a la prensa), y eso no basta, porque por cada plaza vacante en la venta hay un ciento queriendo ocuparla.

El caso de Francisco es un caso como el de muchos cientos de miles. En el barrio en que crecí, y en el que hoy habito, no es extraño que un chiquillo que escucha todo el día canciones de banda y narcocorridos conciba el sueño de volverse un chiquidiler y adore a los narcos como si de héroes se tratase, y que todos sus esfuerzos se encaminen a lograrlo, así como tampoco es raro que un hijo de narcomenudista herede el negocio como algo natural e inevitable o que alguien desesperado y asediado por la pobreza decida pasar de la fábrica al narcomenudeo: hay bocas que alimentar, deudas que pagar, necesidades que satisfacer y usureros que exterminar. Y aunque el caso de “el Paquito”, ahora “el Barbas”, es como el de muchos otros, no es igual, contiene el plus de que un vende bolsas de 50 pesos haya sido convertido en leyenda, en cerebro del trasiego de narcóticos en la zona sur de la ciudad y su máxima casa de estudios, en un peligroso líder del narcotráfico en México. Queda el antecedente, porque a falta de héroes, hay que fabricar archivillanos.

El mito crece y se muerde la cola; muchas mentiras con algunas verdades se mezclan, la rueda de la historia las ampara. La gente de la colonia sigue hablando de “el Paquito”, dicen: que en el funeral lanzaron balazos al aire compartidos con cinco horas de mariachi / que repartieron bolsas con remedio para evitar las penas / que su muerte fue por encargo / que había una escuadra armada vigilando el sepelio / que el finado mantenía ocho hijos / que no tenía hijos / que ayudaba con cuantiosas sumas a la iglesia / que estudió computación / etcétera. Yo seguiré recordando a un chavo vivaracho y respetuoso, me tomo la licencia de decir: a todo dar. (Cada cual lo recuerda a su manera).

Quise acercarme a la madre de Francisco, mi intención era entrevistarla. En el zaguán verde, un moño negro y otro blanco; una rendija se abrió y vi asomarse a la señora, mis ojos se cruzaron con los suyos, sus ojos estaban desiertos, y desconfiados, como alejando las cosas de este mundo, me hirieron. No me atreví a preguntar nada, No es el momento, me dije mientras fingía que esperaba a alguien de una casa contigua. La señora salió con una bolsa de mercado, y conforme avanzaba sobre la calle, las puertas se cerraban a su paso, tenderos y clientes cuchicheaban en los negocios, el dedo de un adolescente (dijo algo a sus amigos que rieron) la señaló; sí, el repudio, el ostracismo, el chismerío insensible y jamás comprensivo, también la señalaron, como lo hizo la PGJ con malicia y lo resaltó la prensa con ironía, cuando ella declaró que su hijo hacía trabajos de cancelería y aluminio. La última víctima que se ha cobrado el caso desfila por el tianguis como en un vía crucis.

 

SANTA JULIA

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alí del Barba Negra hecho una cuba y me boté a caminar de regreso a casa porque me quedé sin un clavo. El día se declaraba en el cielo. Iba con buen ritmo por la Progreso cuando de improviso sentí el torzón. El imperativo categórico de las ganas de cagar. Pero no veía dónde a esa hora tan prima del domingo. Si al menos tuviera un pedazo de papel periódico me arrimaría a un coche y ámonos. Pero no llegaría a casa como emparedado de Nutella.

Todavía avancé apretadamente unas cuadras esperando encontrar algún negocio abierto para rogar que me dejaran usar el baño. Imprimí velocidad al asunto. Sentí la angustia invadirme. Entonces me precipité corriendo como pingüino, como ceñido por una falda de tubo, arrostrando, crispado, luchando, sudando frío. Hasta que a lo lejos detecté una luz neón que anunciaba: Alcohólicos Anónimos, 24 horas, grupo La Progreso. ¡Puta!, pensé.

Un calosfrío me erizó la dermis. ¿En serio? Algo se removió dentro de mí además de la materia, era cierta perversidad de ocasión, cierto “oportunismo demoniaco”. ¿Me explico?

Asomé al interior a través de una reja. A cada segundo la incertidumbre me escamaba y cedía hacia lo inminente. Descubrí una galera sucia donde varios internos yacían dormidos sobre colchonetas y trapos.

Buenos días, grité con desesperación hasta ver venir a un cabrón renqueando y aterido como una momia de Guanajuato, enfurruñado y con las greñas de arbusto y el rostro marcado por la almohada. ¡¿Qué quieres pues?! Prorrumpió amenazante.

Jefe, de inmediato me tendí, es que me vengo cagando, le expliqué contrayendo fuertemente las entrañas. Por fa´ déjeme usar su baño. Pero de repente me surgió una sonrisa guasona. Quisiera decir que sin saber por qué. (…) Lo que nunca entiendo es por qué siempre arriesgo mi salvación. No comprendo ese pulso de jugarme las cartas en una tirada o dejar pasar las oportunidades mientras atestiguo cómo voy yéndome autosuficientemente al diablo.

El verdugo espabiló como para estudiarme y creerlo: ¡Vienes hasta la madre de borracho! Bramó ofendido. Tampoco supe de dónde me surgió el ponerlo en su lugar recordándole que la Asociación estaba para ayudar a las personas con problemas relacionados con el alcohol. ¿Sí o no?, lo insté a darme la razón. Y a mí el exceso me había descompuesto el sistema digestivo. Desde luego se ofendió más pero en lugar de replicarme se contuvo y se tomó su tiempo para abrir la reja.

Me puse alerta porque esa cachaza y suspicacia de sus actos no eran nada fiables. Bueno, jijuesiete, pensé, ¿quieres agarrarme desprevenido? Pensaba que debía cuidarme de aquella ambigüedad de intención. El tipo me ofreció abiertamente el paso. Dudé antes de entrar y observé la calle solitaria. Apenas adentro de la galera el verdugo se me pegó amenazante a la cara. Olía a sangre contaminada por azúcar y a sobaco. Vestía sólo un viejo short de futbol y Calzaletas transparentes.

Adentro hacía calor.

¡Apendéjate y te encierro!, me encañonó poniéndome dos dedos entre las cejas como si fuera una escopeta cuata. Casi me cago. Es que hay un efecto constatado por la psicología que consiste en que entre más cerca estás del baño más intensa es la demanda. Aun así me le puse pesado al gallo. Bróder, me arrebaté señalándome, me estoy cagando por si no lo sabes, ¿puedes ser un poco amable y prestarme un baño? Aquel gerente de la doble A no tenía claro si mi comportamiento socarrón era intencional o el de un inofensivo borrachín.

¡¿Te quieres pasar de verga?! Rugió. ¡¿Eh?! ¡¿Te quieres pasar de verga conmigo?! Se me plantó a milímetros como si fuéramos a sacarnos un trompo. Pero quedé más alto y todavía lo miré despectivo. Incrementamos el torrente eléctrico con nuestras miradas de verduguillo siciliano. En medio de aquel trance creí descifrar el arquetipo de mi adversario. Aposté por que fuera uno de esos espíritus perfectamente asimilados por Dostoievsky, que entre más son presionados menos capaces de oponer resistencia, y en lo exterior reflejan un carácter pusilánime que en las mujeres provoca esa deliciosa languidez de la putilla. Así que a pesar de que estaba en una crisis de resistencia fisiológica, aún exploré si el paisano ascendería al siguiente nivel de mi provocación. Así que me hice el indio. Bróder, hice una pausa dramática y le recriminé con la autoridad que otorga el ostentar la verdad como un fajo de billetes en la mano. ¿Acaso nunca has necesitado que te presten, aunque sea, una maldita bacinica? ¡¿Nunca has necesitado de alguien más que no seas tú mismo?! Somos seres humanos. Somos-herma-nos.

Y entonces le provoqué un silencio contrito. Pero a mí se me escapó un gesto de sorna. Y en aquel instante creí que si este verdugo se aflojaba podría persuadirlo para que me pagara el taxi a la casa. Hay intersticios de irracionalidad en la conciencia de los hombres que pueden ser muy provechosos, es cuestión de saber descifrarlos. Pero el sujeto ante mí no era de esta categoría. Enfatizaba exageradamente con la cabeza y desplegaba un aspaviento de brazos reiterando su amenaza. ¡Al chile!

Despotricaba y me apuntaba desde lo alto con su rifle de dedos, te encierro. Ira, juró con un beso la cruz, me cae que me vale verga, te amarro un pinchi mes. Orita levanto a los batos y entre todos te apañamos. El cadenero de la doble A parecía un pollón con énfasis de cholo. Gritó dos nombres por lo bajo llamando hacia una habitación sin puerta. Supe que cumpliría su amenaza si me empeñaba en extremarlo. Me imaginé encarcelado en esta pocilga y en manos de estos cerebros fundidos. Y confundí los calambres del miedo con los de las ganas de obrar. Sin embargo persistí ante la última instancia de aquel mono. Ése, le deslicé ahora con supuesta inocencia, en serio, yo no quiero dar ningún reporte a la Central de Servicios Generales. Me cae que no quiero, lo amenacé implícitamente.

Y justo antes de que el sujeto reventara de coraje como una vesícula de sapo me transformé en sumiso otra vez. Jefe, suavicé con docilidad infantil, lo único que quiero es usar un baño. Entiéndalo, por favor, le supliqué plañidero. En el fondo, el tipo era uno de esos espíritus guangos a los que alude Fiodor, pero el tuyo dejó cundir su autoridad haciendo un minuto de silencio en el que me sobajó con pura actitud picuda. En el clímax noté cómo aquella galera apestaba a rancio. El verdugo señaló pesadamente hacia un cuartito con un pedazo de tela como puerta, sin apartar ni relajar la amenaza de su mirada sobre mí.

Gracias, chillé y corrí enhiesto hacia el desahogo. Pensaba que al menos había defendido mi dignidad. Porque es cosa de desventaja estar condicionado por la urgencia de descomer. El famoso bandolero, el Tigre de Santa Julia, comprendió lo infausto luego del episodio épico en que fue tomado por sorpresa.

Rincón inmundo aquel baño. De pie ante el inodoro todavía me eché un zapateado de desesperación. Sentía que desabrocharme el pantalón me tomaba siglos. Por fin me lo bajé de golpe hasta los tobillos y como iba sentándome disparé un chorro de agua sucia orquestado con truenos, retahilas y trompetillas que sonaron tragicómicas. Pero el alijo fue sensacional. Mi vientre se desinfló como globo. Constaté la transformación y recuperé mi humanidad. Aun desde la paranoia consideré que los muchachos de la doble A podían estar preparándome una trampa a la salida. Espié recorriendo un ápice la cortina y perfilando un ojal: nada.

¿Por qué haces esto?, me confronté. ¿Cuál? Todavía me hice el occiso. Joder tu propia suerte, me planteé expedito. Reí cínicamente a coleto. Aunque en realidad me sentí muy triste porque carezco de una respuesta. Y el único argumento parece absurdo: por tener algo que contar. Para agasajar a una chica a la hora de parlar en la barra de un pub o después de hacernos el amor, para narrar a mis amigos las aventuras de El Acapulco. Eso es todo. No sé qué más decir. En casos como así uno se hace un cráneo y listo. Únicamente sabía que estaba borracho y hundido en un sarroso baño de Alcohólicos Anónimos jugando a ¿lobo, estás ahí? y arriesgándome a que me encerraran un mes sin que nadie sepa dónde quedé. Fue cuando me enteré de que no había papel de baño.

¡Chin-gá! ¡Chin-gá! Rabié en mandarín. Dio lo mismo que hacer en la calle. Al menos habría evitado meterme en líos. Sentí desesperación. Me torcí como serpiente para ver qué había sobre la tapa del tanque, para ver qué podía ver como el marinero e improvisar como papel sanitario. Y ahí estaba el short de alguien. Y fue muy mala onda lo que sucedió a continuación.

Es que no me iría sucio. La realidad era que estaba en medio de una desgracia y aquella prenda apenas fue suficiente. Me vi obligado a hacerle varios dobleces para lograr un buen resultado.

Mientras devolvía el short a su lugar reconocí que no me hacía nada feliz esta clase de fechorías. ¿Pero qué alternativa? Fue cuando la irrupción del verdugo me detonó la adrenalina.

¡¿Qué cosa pues?! ¡¿Vas a quedarte ahí todo el día?!

Sentí que acto seguido correría la cortina de golpe y me descubriría en flagrancia con ese short de quién sabe quién. El terror me paralizó. Podrían darme una paliza. Además me agarrarían con los pantalones abajo como al de Santa Julia. Pero luego de unos segundos no pasó nada y fui cordial cuando respondí “¡ya voy, ya terminé!”, y bajé la manecilla para que la descarga de agua acreditara mis palabras. Me subí los pantalones y salí transformado en el joven educado y elegante que soy en realidad.

El verdugo continuaba en guardia y preparado para lidiar con más monserga. Simplemente le saqué vuelta vigilándolo y agradeciéndole el favor, desconcertándolo antes de salir huyendo.

Ésa es toda la historia. Cuando estuve a salvo me puse a imaginar el instante en que el dueño se daría cuenta de que un hijo de la chingada se limpió el culo con su short. También imaginé al verdugo enterándose retorcido de coraje, arrepentido de no haberme encerrado un “pinchi” mes. Qué cosa tan sucia, pensé.

Me alejé de aquella sucursal de la doble A echando vistas a retaguardia para advertir una posible reacción. “Cierto oportunismo demoniaco”, reviví las palabras de Kush. De esa manera resumía el género de ocasiones que se presentan cíclicamente en mi vida, como un género de provocación, de escarmiento negro, ¿me explico? No importa. Hice la parada a un taxi que surgió por la avenida Niños Héroes. Ya dije que no traía un quinto pero me urgía llegar a casa a bañarme, desayunar y tirarme a dormir.

Durante el trayecto del taxi me pregunté si ese dichoso “oportunismo demoniaco” justificaría lo díscolo y lo displicente que puede llegar a ser uno. Estaba tan desesperado por aquellos días. Aquella mañana al llegar a casa apliqué el método del “taxi corrido”.

 

 

 

 

ALFONSO REYES Y SUS CUESTIONES GONGORINAS

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e llaman la atención tres aspectos de este tomo de obras completas que Alfonso Reyes (1889-1959) vio publicado poco antes de morir y que tan pocas reediciones ha tenido. La primera es su visión de Luis de Góngora, la cual construyó como una hormiguita trabajadora, entre 1915 y 1926, pues cortó el torrente de anotaciones bibliográficas en 1927, justo a tiempo para publicar su homenaje al poeta en ocasión de los tres siglos de su muerte.

Su visión, me parece, está en el otro polo, distinto al que frecuentan los lectores actuales.

Si Góngora ha renacido y tiene un distinguido primer lugar entre los grandes autores del mundo, en gran medida se lo debe a las Soledades su majestuoso poema inconcluso. Y Reyes apenas se ocupa de él; por el contrario, se dedica a obras que hoy son el pasto de los académicos más especializados.

Es lo que pasa con el tiempo: que al pasar cambia de manera extraña nuestros gustos. Sin embargo, creo que llegó a haber familiaridad en el trato entre estos dos escritores. Dice Reyes que Góngora “nunca da por acabada una poesía y siempre vive corrigiendo”.

El segundo aspecto, su visión del Ateneo de la Juventud, que apareció en unas notas escritas en 1916 y 17 y recopiladas aquí. Le interesa decir que las revoluciones no impiden las labores de la cultura, y cómo los jóvenes de entonces se dedicaron a dar conferencias. Pienso que fueron ellos, los ateneístas, los que trajeron a México la noción de “conferencia”: ir a un lugar a escuchar a una persona hablar de un tema de interés, sin ser discurso cívico obligatorio, curso escolar o sermón religioso era un hábito desconocido entonces.

Es decir, formaron la idea de extensión universitaria, lo que significa que sería algo iniciado hacia 1908.

La época de la revolución es época de poesía, pues el teatro no figura, y la novela… pues Reyes y los ateneístas no se especializaron en ese género, así que no vieron que existía Mariano Azuela.

Nos dice que no era tiempo de revistas: estaba La Nave, pero naufragó en el primer número, y los escritores tuvieron que volver nadando a la orilla. Había un filósofo, Antonio Caso, que salía entre aplausos de sus alumnos al finalizar sus clases. Gran época, sin duda, pero Reyes cortó el hilo que lo unía, pues salió en exilio disimulado luego de la muerte de su padre, en 1914.

Y el tercero de estos aspectos: la selva de libros que reseña, la gran mayoría del libro formado por sus notas bibliográficas.

Pone atención a la manera en que los imperios se dividirán luego de la Gran Guerra (estamos en 1918, aproximadamente), las relaciones diplomáticas con China o un autógrafo del Cid aparecido en un documento de 1101. Somos especialistas en lo inmediato, profundizamos aunque tengamos prisa, y dejamos pequeñas sortijas cotidianas.

Lo que dará con el tiempo un vasto campo de tesoros enterrados.

En este sentido, mis notas bibliográficas, las que dejo tiradas por todas partes, son un homenaje a las que leo en este libro.

Alfonso Reyes. Cuestiones Gongorinas, Tres alcances a Góngora, Varia, Entre libros, Páginas adicionales (1958), 2ª reimp. México, FCE, 1996.