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UNA DE VAQUEROS, Y DE ESCARABAJOS

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Me imagino que debe lucir de esta forma:
escarabajo

 

Nabokov

Hay un vagabundo, que no un mendigo, el cual vivía en las calles de mi barrio de infancia y adolescencia: La Raza, al norte de la ciudad, cerca del mar de fábricas. Le decíamos ‘el vaquero’ porque era lo primero que, al verlo, hubiera venido a la mente, con sus botas de siete parches y con agujeros como de bala en las suelas, sus entubados pantalones de mezclilla revolcados en tierra, su camisa de rodeo cuadriculada, su chaleco de cuero, lo mismo que su gabardina con botonadura dorada, y por encima de su siempre requemada tez, su barba y la mata de cabellos acerinos, sus ojos irritados color verde-melancolía y un sombrero de cowboy.
Este estrafalario personaje siempre podía ser encontrado en las inmediaciones de la colonia, ya sea sobre el camellón de Encarnación Ortiz, mejor conocido como ‘las canchitas’, por la vía del ferrocarril de carga que es Antonio Valeriano, las fuentes del Monumento a la Raza o el ‘parque de la ballenita’, los relojes de sol de Santa María Insurgentes o los prados verdes del Hospital. Cuando yo y mis amigos lo localizábamos; la mayoría de veces recosiéndose en sol cual caimán en letargo, o dando tragos a una pachita o contando nubes; suscitaba entre nosotros los más exagerados comentarios.
Dada la inducida cultura del ‘mundo Marlboro’ y sus comerciales de televisión del hasta entonces bien visto ejercicio del fumar, era imposible no compararlo a aquellos rudos montañeses; y aunque nunca lo vimos a caballo, sí que atestiguamos cuando salvó la vida a dos vacas que estaban a punto de ser devoradas por el ferrocarril, arriesgando su propia vida de vaquero para sacarlas de entre las vías; esto le procuró leche los años que aún permaneció el establo.
Era uno de los muchos que conformaban el manicomio del barrio, pero en realidad no estaba loco. Ya en mi adolescencia (contaría con dieciséis o diecisiete años) me enteré de su posible cordura. Yo entonces tomaba clases de filosofía con el maestro Jacobo Trejo y, como cualquiera que comienza a recibir las mieses de conocimiento, todo lo encontraba sorprendente y sin polvo, sin error ni ripio, sin pies ni cabeza dentro de mi verde cerebro. Volvía caminando de mis clases desde la nave anexa de la Iglesia de San Hipólito, afuera del Metro Hidalgo, hasta la colonia, trazando con los pies una diagonal perfecta para hacer atajo por todo Peralvillo; una vez atravesado Insurgentes, se podía divisar el Multicinema y la ‘iglesia de la bola’, sobre Paseo de las Jacarandas. Allí lo encontré, en el camellón, con su sombrero puesto, montando un columpio.
—¡Ese ‘vaquero’!— le solté a manera de saludo.
Él, al igual que los pistoleros del western, se tocó un ala del sombrero e inclinó la cabeza un poco, con cortesía; acto seguido, clavó sus ojos en los míos como si tuviera a tiro al enemigo, e interrogó, —¿Qué estás leyendo?—. Traía entre las manos “El Muro” de Sartre. —¡Oh, Sartre!… el existencialismo… necesitábamos creer de nuevo luego de la gran guerra— dijo, pausado, de manera inconexa. Tuve que mirar el suelo para no pisarme la quijada.

—Su literatura es buena, muy buena— exclamó, y apagó su voz y su sed con su anforita desechable. —Tú para dónde vas, ¿a la ficción o al saber?
—A los dos— respondí con firmeza.
A partir de aquel momento mantuvimos varias charlas sobre filosofía, literatura, religión y aleatorias disciplinas. Cuando le conocí más a fondo supe que había estudiado con los jesuitas, que había elegido la filosofía como su profesión, que dominaba el inglés, el francés, el latín y algo de griego antiguo, que dio clases de fenomenología y de filosofía clásica, que se enamoró y matrimonió a los veintiocho años, que su mujer lo engañó y lo dejó en la calle, y él, cansado y harto desilusionado de la vida programada, decidió renunciar a ésta y convertirse en cínico, un fiel alumno y seguidor de Diógenes de Sinope.
Todo el dinero que utilizaba, sacado en tres horas de carambola en los billares endémicos, era para procurarse sus necesidades más elementales: dos pachitas de ron al día, unas “Alas” sin filtro, tres comidas: desayuno y comida en las fondas del mercado y la cena en los tamales de bajo el puente, frente al cine. Dormía en algún carro o bajo las marquesinas del Mercado del Arenal cuando llovía, y bajo un edredón de astros cuando hacía calor, los inviernos álgidos le gustaba quedarse en las casas de lámina y cartón al lado de las vías de la colonia Atlampa, contigua a la vieja estación de trenes Buenavista, donde siguen ‘Los olvidados’ que se atrevió a mostrar, desde hace sesenta y cinco años, Buñuel.
Yo me iría a enfrentar con el mundo a mis tristes dieciocho y dejaría atrás mi viejo barrio. Iría sin brújula y pasaría las de Caín en un absurdo y a la vez terrible laberinto que resultó un viacrucis de trabajos que pronto abandoné, escuelas, viviendas, novias, deportes, lecturas y filósofos que también abandoné; vicios, malos hábitos, y uno que otro acierto, dentro de ello la adicción a los versos, que adopté; y rotundos fracasos y redondas vergüenzas, que pasé.
Hace poco volví de visita, después de casi seis años de no poner pie. El Cine La Raza, donde antaño vi toda la producción de éxitos hollywoodenses de finales de los 80 y todos los 90, se encontraba derruido y abandonado, las letras y estrellas rojas y azules de su brillante marquesina se habían caído. Me adentré por las calles, todo parecía igual pero había cambiado. Encontré a varios de mis compas; vagué por algunos rincones y fui por los mismos lugares que antes recorrí tratando de tropezar con el viejo cowboy. No lo hallé. De entre los muchos a los que pregunté, solo un amigo dijo —¡Ya voló!—, y nada más.
Di esa respuesta por verdadera. Una de las últimas charlas que mantuve con aquel practicante del autarquismo y la austeridad fue acerca de la metamorfosis. —Voy a volar, igualito que las moscas— mencionó. La plática, más que al orden científico se derivó a términos espirituales, y de allí a los insectos, para terminar en Kafka. —Nadie debería vivir como Gregorio Samsa— decía. —Nadie merece una vida tan pálida y servil. Transformarse en un escarabajo fue lo mejor que le pudo haber pasado … Conoció en toda su dimensión al hombre—. Yo rechacé que fuera un escarabajo y defendí la cómoda versión de la cucaracha. —¡Es un escarabajo!— recalcó.
Hace poco releí los cuentos y ficciones de Kafka. Al llegar a “La metamorfosis”, no pude evitar recordar a mi amigo, ‘el vaquero’ vagabundo, el último ‘perro’ discípulo de Diógenes que atizó aún más mi imaginación y mi curiosidad por la vida y sus misterios. Terminé de comprender el porqué de aquel comentario tan cruel (en apariencia): Transformarse en un escarabajo fue lo mejor que le pudo haber pasado. Y recordé mis pocos pero negros días como obrero en una envasadora de jugos piratas, y mis no tan pocos pero si muy grises de burócrata y capturista de datos, y comparé aquellas jornadas con las de vendedor ambulante de ropa de Gregorio Samsa.
El remate llegó hace unos días; cotejaba datos sobre Nabokov y me encontré por casualidad con una conferencia llamada “Sobre la metamorfosis”. Al leerla fue como si los cendales fueran cayendo de mis ojos uno a uno. Allí estaba, sustentada por la agudeza, claridad analítica y autoridad como entomólogo del padre de las nínfulas, la misma tesis de mi amigo.

Muchas personas dicen que es una cucaracha, lo cual no tiene sentido. Una cucaracha es un insecto de forma plana y con largas patas, y Gregorio es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos costados, vientre y espalda, y sus patas son cortas. Se parece a una cucaracha en un solo aspecto: su color es marrón. Esto es todo. Además posee un vientre abultado y convexo dividido en segmentos y una espalda dura y redonda, en la que podría haber una cubierta para alas. En los escarabajos, esta cubierta esconde pequeñas alas, que se expanden y los puede transportar a lo largo de varias millas en un vuelo errante. Curiosamente, Gregorio el escarabajo nunca se da cuenta de que tiene alas bajo la dura cobertura de su espalda. (Esta es una muy buena observación de mi parte para que la atesoren por el resto de sus vidas: Algunos Gregors, Joes y Janes, no saben que tienen alas). Vladimir Nabokov*

Hace poco volví a ver al ‘vaquero’ convertido en un fulgurante insecto.

* http://latraduccion.blogspot.mx/2007/09/vladimir-nabokov-sobre-la-metamorfosis.html

DISECCIONES

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LAS MOSCAS DEL LETARGO

Los parásitos son organismos interesantes; la mayoría, complejos también. Quizá Giardia lamblia, formada por una sola célula, con un ciclo de vida sencillísimo y un cuadro clínico intestinal bastante típico, no resulta especialmente atractiva, pero otros especímenes, como Trypanosoma brucei rhodesiense o Trypanosoma brucei gambiense, son llamativos, no sólo por su aspecto similar al de una anguila en diminuto, sino por la peculiar enfermedad que causan: Tripanosomiasis Humana Africana, también conocida como la Enfermedad del Sueño.

La Enfermedad del Sueño afecta casi exclusivamente a poblaciones rurales localizadas en África Subsahariana, donde los seres humanos cohabitan los ecosistemas donde residen las distintas especies de moscas tse-tsé, responsables de albergar y transmitir la enfermedad. Al oeste del continente, los patógenos en las tripas de las moscas son Trypanosoma brucei gambiense y, al sur y este, Trypanosoma brucei rhodesiense; Uganda es el único país donde se superponen ambas subespecies.

El ciclo de la enfermedad inicia mucho antes de la interacción mosca-humano, cuando ésta se alimenta de la sangre de un animal infectado por Trypanosoma. En ese momento, los microorganismos ingresan al sistema digestivo de la mosca, donde se desarrollan. Una vez maduros, en su forma infectante, migran a las glándulas salivales y esperan hasta que la mosca succione la sangre de un ser humano y los inyecta por error en el torrente sanguíneo.

Entonces inicia la infección. La primera manifestación puede ser una roncha en el sitio del piquete, pero ésta rara vez se presenta. En general, los síntomas inician una a tres semanas después a la picadura y comprenden molestias generales e inespecíficas como fiebre crónica e intermitente, dolor de cabeza, dolor articular, fatiga, pérdida de peso, caída de cabello, comezón e inflamación de los ganglios linfáticos, las capas del corazón, el iris, la córnea y la conjuntiva del ojo y, en menor medida, el hígado y bazo; también puede verse afectada la fertilidad, pues se presenta disfunción eréctil en varones y alteraciones menstruales, esterilidad y abortos recurrentes en mujeres. La segunda etapa de la enfermedad inicia cuando los parásitos migran de la sangre al sistema nervioso central, causando una inflamación del cerebro y las meninges, que son las capas que lo recubren. Por lo anterior, las manifestaciones se vuelven específicas y claramente neurológicas. El paciente puede desarrollar alteraciones mentales, del movimiento, de la sensibilidad o del comportamiento; además, es posible que convulsione. Por supuesto, los cambios más significativos son aquellos que tienen que ver con la modificación en los patrones de sueño: los enfermos presentan insomnio seguido por somnolencia diurna, así como episodios incontrolables de sueño en cualquier momento del día. Sin el tratamiento correcto, la enfermedad evoluciona naturalmente a coma y, posteriormente, a la muerte. La velocidad de la progresión desde los síntomas generales hasta la muerte está determinada por la subespecie del parásito, siendo mucho más rápida en los pacientes con Trypanosoma brucei rhodesiense (semanas a meses) que con Trypanosoma brucei gambiense (hasta tres años).

Afortunadamente, hoy en día existen anti-parasitarios efectivos, con los que se consigue un porcentaje de curación del 70 al 95% tras ser administrados durante la primera etapa de la enfermedad. No obstante, brindar un manejo farmacológico oportuno resulta complicado, ya que la poca especificidad de los síntomas iniciales favorece el progreso de la infección. Por lo anterior, en muchas ocasiones, el tratamiento se instaura hasta la segunda etapa, donde los medicamentos empleados son menos efectivos y más tóxicos, lo cual contribuye a un mal pronóstico; peor aún si se considera que la infraestructura de las zonas geográficas afectadas carece frecuentemente de los insumos necesarios.

Acá, del otro lado del charco –como dicen–, quizá también escasearían los medicamentos, pero tenemos la suerte de vivir libres de moscas tse-tsé. De hecho, los únicos casos reportados en América son de inmigrantes, refugiados, expatriados o turistas que vienen de África sin saber que traen consigo esa infección en la sangre. Así que no hay excusa para quedarse dormido a media clase o en el trabajo: nadie tiene la Enfermedad del Sueño, aunque a veces lo parezca.

IN THE SHIRE

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BASEL
Martha Patricia Reveles

La primera visita una ciudad es un preludio. Él dirime si se regresará o no a profundizar la relación. Tengo una lista de ciudades a la cuales pretendo volver: Basel, Budapest, Florencia, Londres, París, Río de Janeiro, Sevilla y Sidney. Un encuentro no bastó.

Al terminar el congreso en que mi esposo participó, él y yo nos fuimos a Basel (o Basilea), en Suiza. El traslado lo realizamos sólo por tren. Aunque es un medio de transporte cómodo y estético (porque permite ver el paisaje circundante y, en lo personal, puedo estirar mis largas piernas), resulta muy cansado cambiar tres veces de convoy con todo y maletas. Fuimos de Bad Honnef a Konblenz, de éste a Frankfurt y de allí a Basel. Ver el mundo tiene sus retos.

Esta fue mi segunda visita. La primera vez que estuve en Basel fue hace tres años. Mi novio de entonces (ahora mi esposo) y yo asistimos a la boda de un amigo en Serbia. Después de unos días en la hermosa Budapest visitamos a una amiga que reside ahí. En esta segunda ocasión, como en la primera, decidimos ir a Suiza porque la representación cartográfica del mundo es engañosa, el continente europeo no es tan grande como parece y sus ciudades están muy bien comunicadas entre sí.

Durante mi introducción a Basel experimenté el transitar por tranvías (su forma de transporte público) y los puentes que cruzan el Rhin y conectan la ciudad. Vi el Rathaus, un edificio rojo decorado al estilo art nouveau, donde se concentra el gobierno de la ciudad y que flanquea la Markplatz, una plaza donde se vende comida, como un tianguis pero a la suiza. En esa primera vez entré a una tienda de juguetes a la que regresé en mi recuerdo varias veces, escuché su llamado a misa a las nueve de la mañana los domingos, que parece un concierto de campanas cuyo sonido traspasa el cuerpo, y comí flatbread, una especie de pizza pero más delgada, un pan plano sobre el cual se pone queso y otros ingredientes como salmón, hongos, espinacas, peras etcétera, y que se cocina al horno. El flatbread fue mi granada, como la que Perséfone probó y que le hace retornar al inframundo al lado de Hades, pero con más sabor y calorías.

En esta segunda visita, al inicio del verano, Basel nos recibió con un calor que nadie se imagina en Suiza. Esos días la temperatura estuvo cerca de los treinta grados centígrados y la potencia del sol nos obligó a usar bloqueador solar. El buen clima alegra a los europeos; en Basel lo constaté viendo a la gente, en su mayoría jóvenes veinteañeros, meterse al río para ser llevados por la fuerza de la corriente, no se nada en sentido estricto en él, y refrescarse durante el trayecto. Las personas se reúnen a orillas del Rhin a tomar el sol, platicar, beber, fumar y hasta comer, ya sea que se compre comida en los negocios que ahí se encuentran o que lleve la propia para celebrar un picnic.

Si en la parte previa de mi viaje, en Bad Honnef, comí y caminé, en Basel pude convivir con los locales, probar su comida e ir al museo. Mi excursión por la panadería y los quesos prosiguió. El esposo de nuestra amiga es suizo, lo cual nos dio acceso a probar, por ejemplo, el raclette. Se trata de queso derretido sobre diferentes alimentos, como papas, carnes frías, pepinos y cebollas de cambray encurtidos. Se prepara derritiendo el queso en sartencitos individuales (coupelles), uno por persona. El sartencito se mete en una especie de hornito eléctrico, cuando el queso se ha derretido se vierte sobre los alimentos y se come. Conocí también el desayuno suizo, que consiste en cuernitos con mermelada y pan con queso, unos suaves, otros maduros y unos más para untar (la variedad suiza es riquísima en sabor y diversidad).

La pareja de nuestra amiga forma parte de un club que participa en la celebración del carnaval cada año en la ciudad. Por eso, asistimos a la cena mensual que organizan para recaudar fondos. La comida estuvo deliciosa, pero lo que más me impresionó fueron dos bebidas: el waggis (vino blanco con agua quina, sí, leyeron bien y no sabe nada mal) y el appenzeller (digestivo, o sea sirve para el desempanze, preparado a base de cuarenta hierbas, que me recordó al licor de Damiana).

Los días que pasamos en Basel, nuestra amiga y su esposo no pudieron estar todo el tiempo con nosotros debido a unos compromisos previos, pero la ciudad se ofrece para continuar la relación y es fácil, con seguridad se puede caminar o usar el transporte público. Resulta atractiva por su origen romano, por ser la sede de varias farmacéuticas, por sus dos orquestas y por sus museos. A mí me interesaba visitar el Kunstmuseum, porque es una de mis actividades favoritas cuando viajo, pues no todo es comer. Se trata de uno de los museos públicos más viejos de Europa, pero como lo están renovando algunas de las piezas han sido colocadas en otros museos de manera temporal.

En el Museum der Kulturen (Museo de la Cultura) está la exposición Holbein. Cranach. Grünewald, la colección de obras realizadas por la familia Holbein es una sola razón para visitar Basel. Mientras que en el Museum für Gegenwartskunt (Museo de Arte Moderno) se exhibe Cezánne to Ritcher. Masterpieces from Kunstmuseum Basel, esta exposición presenta un recorrido que parte de los pintores que rompieron con la academia (Paul Cézanne), pasando por los impresionistas (Monet, Renoir), Van Gogh y las vanguardias (Picasso, Braque, Kandinsky, Nolde, Klee) para llegar al abstraccionismo de Fontana y de Ricther.

Esta segunda visita a Basel fue el primer aparatado de una relación que espero se prolongue durante los siguientes años. La segunda estancia deja la sensación que hay partes por descubrir, por ejemplo, no pude entrar al Kunstmuseum. Apenas estoy comenzando a conocerla.

ANARCRÓNICAS

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13 COSAS QUE USTED QUERÍA SABER DE LOS DARKIES
(Pero le daba mucha hueva preguntar)

1º Efectivamente, fui Darks. Como cualquier nerd gordo de los noventa, al llegar a mi adolescencia tardía me sedujo la subcultura que tenía como una de sus características más importantes el gusto por la literatura –oscura, pero literatura en sí–, y el color negro en la ropa, mismo que, si bien no elimina las lonjas, si las disimula. Fue una maravilla, pues en un rato pasé de ser un ñoño risible a un amenazante Hijo de la Noche con libro de Baudelaire bajo el brazo ¿O bajo el ala?
1bis. Sí, fui tan Darks que no cagaba murciélagos, sino gatos negros.

2º Los darkies no son hijos putativos de los punks. Son, cuando mucho, sus hermanos lelos. Si en los ochenta los punkies se destacaban por su activismo político hacia la anarquía y su aguerrida naturaleza contestataria –especializada en agarrarse a madrazos con la policía–, los darkies aborrecían cualquier militancia política. Por lo tanto, mientras sus hermanos mayores daban de putazos, los oscuros se refugiaban en los bares y cervecerías para hablar de la oscuridad, de su repugnancia por la luz del sol, y de la vida eterna a la que, por supuesto, accederían algún día.

3º Los emos son como los darkies, pero con síndrome de Down.

4º A los darkies les –nos–, encantaba la noche. Parte de sus –nuestras–, productivas actividades era rondar las calles del centro en busca de los antros de cerveza barata para seguir hablando de la eternidad y de la oscuridad. Por supuesto, al llegar a uno, las putas de inmediato los –nos–, comenzaban a bulear con aquello de “traigo la regla, mi vampirito. ¿No vas a Querétaro?”.

5º Cuando los darkies caminaban en las calles del centro, traían la actitud de un coven de brujas o una manada de licántropos. Cuando la gente los veía, sin embargo, se imaginaba un atajo de guajolotes negros.

6º La vestimenta del darkie era esencial, pues determinaba la tendencia que se seguía. No era lo mismo un dark ciberpunk que se vestía con viniles y tonos neón –onda Matrix–, que un Goth, que prefería los largos abrigos y las camisas de olanes. También estaban los leather –tendencia extendida entre las damiselas de la noche–, que preferían la piel, las cadenas y el look de dominatrix. Por supuesto, la calidad de las prendas era factor determinante: no era lo mismo un abrigo fino que uno de terciopelo (ciertopelo para la banda), de los que vendían en el Chopo, y no era lo mismo una buena gabardina de cuero que una adquirida en las pacas de La Lagunilla, a la cual todavía se le apreciaban las manchas de sangre del dueño anterior.

7º Esos famosos ciertopelos tenían una característica particular: luego de dos meses de que su dueño los usaba diario, entraban en la categoría de arma bacteriológica. Esto era evidente los sábados en el Chopo, pues el visitante a veces no sabía si estaba en un tianguis cultural o en una narcofosa. Por ello, la mayor parte de los darkies fumábamos: matar el olfato era la manera más efectiva de sobrevivir a esos hedores.

8º Había una tendencia, por demás simpática, de los darkies locales de emular a sus pares anglosajones, por lo que hacían lo imposible por negar su condición de Raza Cósmica. Ese famoso invento de la cosmética mexicana, consistente en un pomo de crema Teatrical mezclada talco Mennen fue creado para aclarar sus jetitas de ídolo maya y hacerse un poco más güeros. A estos representantes del movimiento les encabronaba sobremanera que les dijeras “¿Qué pedo? ¿Dónde haces tu número de mimo?”.

9º La inmensa mayoría de los darkies tenían un poco de cultura. Sin embargo, otros preferían pasar de largo al ver el ancho de las novelas góticas onda Melmoth el Errabundo o El Castillo de Otranto y preferían comprarse la versión resumida de Drácula o fotocopiar las primeras páginas de los Cantos de Maldodor. Con eso ya daban la piña de muy cultos. Eso sí, por las bolsas de sus abrigos siempre sobresalía un Sensacional de Teiboleras o un Teleguía para echarlos de cabeza.

10º La música era otro tema central del movimiento: los más rudos –o los que nos decíamos rudos–, escuchabamos Therion o Haggard. Las princesas se iban por Nightwish –qué también me gustaba, pero a escondidas–, los oscuros intelectuales también escuchábamos Dead Can Dance o Atraxia, y por último, aquellos que en sus casas se habían criado con José José y Los Panchos los identificaba su gusto por Lacrimosa.

11º Un darkie que se dijera darkie nunca, pero nunca, bailaba, aunque en las bodas y los quinceaños las cumbias le cimbraran los huesos. Cuando mucho, daba madrazos durante el slam.

12º Si hay una subcultura generadora de forevers es la darkie. Debido a su lustre semicultural, el movimiento oscuro hizo que muchos de sus acólitos se quedaran en un viaje aun peor del de los hippies que se perdieron en las brumas del LSD en los sesentas. Otros, más astutos, lo hicieron su vehículo de manutención, y a los cincuenta o setenta años siguen vistiendo sus camisas negras con iconos del cine Gore o de bandas oscuras. Algunos más continúan publicando sus fanzines fotocopiados o dando sus cursos –seminarios– coloquios de literatura oscura, vampirismo o asesinos seriales.

13º Dejas de ser dark –si tienes vergüenza–, en el momento en que la panza es tan prominente que, en lugar de un personaje de Bram Storker, pareces Rafael Inclán vestido de padrecito, o cuando tu calvicie es tan pronunciada que, en lugar de emular a Lestat de Anne Rice, te dicen que eres igualito a Brozo o al padre Miguel Hidalgo. Quedan como recuerdo de tus eras oscuras algunas playeras con temas macabros –y que usas durante el Ciclotón dominical–. y los tatuajes que te hayas hecho, y que ahora ruegas porque no te los vean en las entrevistas de trabajo.

Sea, hijos míos, la oscuridad sobre ustedes.

VHS

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EL AUTOMÓVIL GRIS

Durante el gobierno de Victoriano Huerta surgió un grupo de la delincuencia organizada, como ahora se dice, conocido como La Banda del Automóvil Gris. Sobre éste trata una de las primeras películas del cine mexicano, aunque enfocada en su actividad durante el novel régimen revolucionario de Venustiano Carranza, en 1915.

La película El Automóvil Gris, fue estrenada como una serie de doce cortos seriados en 1919. Se reestrenó en 1933 editada como largometraje que resulta visualmente bastante afortunado, pues es imperceptible la seriación capitular previa. Sin embargo, una posproducción de mediados de los años cincuenta, que es la disponible en nuestros días, les da voz innecesariamente a los personajes con un doblaje semejante al de una radionovela. Ante ello, pude hallar como remedio devolverle su carácter silente con ayuda del botón mute y aprovechando la opción de subtítulos.

Los hechos delictivos presentados y representados en la película corresponden al mandato del presidente Venustiano Carranza, en 1915. La banda la constituyen alrededor de una decena de tipos que se visten como militares para cometer sus delitos y se trasladan en un automóvil gris, lo que les dio su particular característica para el reconocimiento público, en una ciudad y una época en que la mayoría de los coches eran tirados por caballos.

Los bandidos tocan la puerta del domicilio de alguna familia adinerada identificada previamente y presentan una orden de cateo. Al ingresar, engaño de por medio, someten a las víctimas y se apoderan de dinero y joyas. No dudaban en torturar a quien no quisiera confesar dónde guardaba los valores. Pero no sólo comenten robo a casa habitación y negocio, sino otros crímenes deleznables, como rapto, violación y homicidio, inclusive el de un niño. La trama nos resulta familiar y de actualidad: el jefe de la banda, Higinio Granda, es agente de la policía. Con un cómplice en la propia Inspección obtiene las órdenes de cateo.

Los criminales llevan una doble vida. Guardan bajo llave sus objetos para delinquir: armas y cloroformo, por ejemplo. Ni siquiera saben mucho unos de otros. Fuera de su actividad delictiva no conviven. Cada uno lleva su vida lo más discreta y ordinariamente posible. A la vez, la ciudad resulta irreconocible, apenas porque pueden verse algunos rótulos como uno que identifica posiblemente a la colonia San Rafael y otro más a San Cosme.

Para los estándares de la época, la película está estupendamente producida y dirigida. Si bien carece de motivaciones artísticas, no descuida en absoluto la dirección actoral y de cámaras ni la edición. De tal modo que resulta más verosímil la narración, no sólo en cuanto al conocimiento de los hechos públicos, sino también respecto a la vida personal y las experiencias de víctimas y victimarios.

Lo que me parece más interesante de la película es su objetivo: no quiere contar una historia —la de unos delincuentes que se volvieron un problema prioritario de seguridad pública—, sino dirigir un mensaje moral a la población; un mensaje de Estado, a la vez: que no habría impunidad para quien violara la ley y fuese una amenaza a la sociedad.

Entonces no estaba muy claro cuál debía ser la función que podría cumplir la cinematografía. El entretenimiento no es el de este rodaje. Ni el arte. Es un auténtico producto de comunicación social gubernamental como muy pocos hay actualmente. Su conclusión es un mensaje contundente por parte del nuevo régimen constitucionalista: hará prevalecer el estado de derecho sin la menor impunidad y nos da una exhibición de ello.

Enrique Rosas, el director, nos da muestra de un funcionamiento eficaz de la corporación policiaca: a una orden del general Pablo González, jefe de Gobierno de la Ciudad, en el plazo de una semana la banda queda desarticulada y en fuga. Unos aprehendidos, otros abatidos y algunos más en fuga fuera de la capital. Pero a todos les llega la hora gracias a la labor de los agentes de investigación.

La escena final, la del fusilamiento de los miembros de la banda, es auténtica; es decir, se trata de la ejecución de la sentencia filmada por el propio Francisco Rosas. “Hemos querido demostrar cuál es el único fin que espera al delincuente”, concluye como lección moral. En realidad, a partir de ella inicia la filmación de la “versión cinematográfica del conocido proceso del mismo nombre, El Automóvil Gris”.

El motivo íntegro de Rosas es el de un documentalista: graba las escenas en los lugares donde tuvieron lugar los hechos: los robos, los domicilios de los bandidos, los sitios donde fueron aprehendidos y otros más se exponen como “rigurosamente auténticos”. Se supone que por interés personal del general González de que así fuese.

Una de las escenas más significativas y sorprendentes, considerando el afán documentalista, es la de la última cena de los condenados. Se les permitió comer en abundancia y beber como en una pequeña fiesta con ponche, cerveza y vino. Inclusive uno de ellos recibe la gracia de recibir el sacramento del matrimonio durante la ocasión, aprovechando ahí la presencia del sacerdote para confesarlos.
La película es entretenida, pero tiene mucho más que ello. Es un documento para el estudio de la historia de la propaganda y la comunicación política. El discurso llama la atención en el presente de manera especial por contraste con los resultados adversos en seguridad pública y los tropiezos en la comunicación gubernamental.

Año de producción: 1919
País: México
Dirección: Enrique Rosas, Joaquín Coss, Juan Canals de Homs
Producción: Enrique Rosas
Guion: José Manuel Ramos
Fotografía: Enrique Rosas
Edición: Miguel Vigueras
Música: Miguel Vigueras
Compañía productora: Azteca Films
Reparto: Juan Canals de Homs, Joaquín Coss, Juan Manuel Cabrera, Ángel Esquivel, Manuel de los Ríos