UNA DE VAQUEROS, Y DE ESCARABAJOS

Me imagino que debe lucir de esta forma:
escarabajo

 

Nabokov

Hay un vagabundo, que no un mendigo, el cual vivía en las calles de mi barrio de infancia y adolescencia: La Raza, al norte de la ciudad, cerca del mar de fábricas. Le decíamos ‘el vaquero’ porque era lo primero que, al verlo, hubiera venido a la mente, con sus botas de siete parches y con agujeros como de bala en las suelas, sus entubados pantalones de mezclilla revolcados en tierra, su camisa de rodeo cuadriculada, su chaleco de cuero, lo mismo que su gabardina con botonadura dorada, y por encima de su siempre requemada tez, su barba y la mata de cabellos acerinos, sus ojos irritados color verde-melancolía y un sombrero de cowboy.
Este estrafalario personaje siempre podía ser encontrado en las inmediaciones de la colonia, ya sea sobre el camellón de Encarnación Ortiz, mejor conocido como ‘las canchitas’, por la vía del ferrocarril de carga que es Antonio Valeriano, las fuentes del Monumento a la Raza o el ‘parque de la ballenita’, los relojes de sol de Santa María Insurgentes o los prados verdes del Hospital. Cuando yo y mis amigos lo localizábamos; la mayoría de veces recosiéndose en sol cual caimán en letargo, o dando tragos a una pachita o contando nubes; suscitaba entre nosotros los más exagerados comentarios.
Dada la inducida cultura del ‘mundo Marlboro’ y sus comerciales de televisión del hasta entonces bien visto ejercicio del fumar, era imposible no compararlo a aquellos rudos montañeses; y aunque nunca lo vimos a caballo, sí que atestiguamos cuando salvó la vida a dos vacas que estaban a punto de ser devoradas por el ferrocarril, arriesgando su propia vida de vaquero para sacarlas de entre las vías; esto le procuró leche los años que aún permaneció el establo.
Era uno de los muchos que conformaban el manicomio del barrio, pero en realidad no estaba loco. Ya en mi adolescencia (contaría con dieciséis o diecisiete años) me enteré de su posible cordura. Yo entonces tomaba clases de filosofía con el maestro Jacobo Trejo y, como cualquiera que comienza a recibir las mieses de conocimiento, todo lo encontraba sorprendente y sin polvo, sin error ni ripio, sin pies ni cabeza dentro de mi verde cerebro. Volvía caminando de mis clases desde la nave anexa de la Iglesia de San Hipólito, afuera del Metro Hidalgo, hasta la colonia, trazando con los pies una diagonal perfecta para hacer atajo por todo Peralvillo; una vez atravesado Insurgentes, se podía divisar el Multicinema y la ‘iglesia de la bola’, sobre Paseo de las Jacarandas. Allí lo encontré, en el camellón, con su sombrero puesto, montando un columpio.
—¡Ese ‘vaquero’!— le solté a manera de saludo.
Él, al igual que los pistoleros del western, se tocó un ala del sombrero e inclinó la cabeza un poco, con cortesía; acto seguido, clavó sus ojos en los míos como si tuviera a tiro al enemigo, e interrogó, —¿Qué estás leyendo?—. Traía entre las manos “El Muro” de Sartre. —¡Oh, Sartre!… el existencialismo… necesitábamos creer de nuevo luego de la gran guerra— dijo, pausado, de manera inconexa. Tuve que mirar el suelo para no pisarme la quijada.

—Su literatura es buena, muy buena— exclamó, y apagó su voz y su sed con su anforita desechable. —Tú para dónde vas, ¿a la ficción o al saber?
—A los dos— respondí con firmeza.
A partir de aquel momento mantuvimos varias charlas sobre filosofía, literatura, religión y aleatorias disciplinas. Cuando le conocí más a fondo supe que había estudiado con los jesuitas, que había elegido la filosofía como su profesión, que dominaba el inglés, el francés, el latín y algo de griego antiguo, que dio clases de fenomenología y de filosofía clásica, que se enamoró y matrimonió a los veintiocho años, que su mujer lo engañó y lo dejó en la calle, y él, cansado y harto desilusionado de la vida programada, decidió renunciar a ésta y convertirse en cínico, un fiel alumno y seguidor de Diógenes de Sinope.
Todo el dinero que utilizaba, sacado en tres horas de carambola en los billares endémicos, era para procurarse sus necesidades más elementales: dos pachitas de ron al día, unas “Alas” sin filtro, tres comidas: desayuno y comida en las fondas del mercado y la cena en los tamales de bajo el puente, frente al cine. Dormía en algún carro o bajo las marquesinas del Mercado del Arenal cuando llovía, y bajo un edredón de astros cuando hacía calor, los inviernos álgidos le gustaba quedarse en las casas de lámina y cartón al lado de las vías de la colonia Atlampa, contigua a la vieja estación de trenes Buenavista, donde siguen ‘Los olvidados’ que se atrevió a mostrar, desde hace sesenta y cinco años, Buñuel.
Yo me iría a enfrentar con el mundo a mis tristes dieciocho y dejaría atrás mi viejo barrio. Iría sin brújula y pasaría las de Caín en un absurdo y a la vez terrible laberinto que resultó un viacrucis de trabajos que pronto abandoné, escuelas, viviendas, novias, deportes, lecturas y filósofos que también abandoné; vicios, malos hábitos, y uno que otro acierto, dentro de ello la adicción a los versos, que adopté; y rotundos fracasos y redondas vergüenzas, que pasé.
Hace poco volví de visita, después de casi seis años de no poner pie. El Cine La Raza, donde antaño vi toda la producción de éxitos hollywoodenses de finales de los 80 y todos los 90, se encontraba derruido y abandonado, las letras y estrellas rojas y azules de su brillante marquesina se habían caído. Me adentré por las calles, todo parecía igual pero había cambiado. Encontré a varios de mis compas; vagué por algunos rincones y fui por los mismos lugares que antes recorrí tratando de tropezar con el viejo cowboy. No lo hallé. De entre los muchos a los que pregunté, solo un amigo dijo —¡Ya voló!—, y nada más.
Di esa respuesta por verdadera. Una de las últimas charlas que mantuve con aquel practicante del autarquismo y la austeridad fue acerca de la metamorfosis. —Voy a volar, igualito que las moscas— mencionó. La plática, más que al orden científico se derivó a términos espirituales, y de allí a los insectos, para terminar en Kafka. —Nadie debería vivir como Gregorio Samsa— decía. —Nadie merece una vida tan pálida y servil. Transformarse en un escarabajo fue lo mejor que le pudo haber pasado … Conoció en toda su dimensión al hombre—. Yo rechacé que fuera un escarabajo y defendí la cómoda versión de la cucaracha. —¡Es un escarabajo!— recalcó.
Hace poco releí los cuentos y ficciones de Kafka. Al llegar a “La metamorfosis”, no pude evitar recordar a mi amigo, ‘el vaquero’ vagabundo, el último ‘perro’ discípulo de Diógenes que atizó aún más mi imaginación y mi curiosidad por la vida y sus misterios. Terminé de comprender el porqué de aquel comentario tan cruel (en apariencia): Transformarse en un escarabajo fue lo mejor que le pudo haber pasado. Y recordé mis pocos pero negros días como obrero en una envasadora de jugos piratas, y mis no tan pocos pero si muy grises de burócrata y capturista de datos, y comparé aquellas jornadas con las de vendedor ambulante de ropa de Gregorio Samsa.
El remate llegó hace unos días; cotejaba datos sobre Nabokov y me encontré por casualidad con una conferencia llamada “Sobre la metamorfosis”. Al leerla fue como si los cendales fueran cayendo de mis ojos uno a uno. Allí estaba, sustentada por la agudeza, claridad analítica y autoridad como entomólogo del padre de las nínfulas, la misma tesis de mi amigo.

Muchas personas dicen que es una cucaracha, lo cual no tiene sentido. Una cucaracha es un insecto de forma plana y con largas patas, y Gregorio es cualquier cosa menos plano: es convexo en ambos costados, vientre y espalda, y sus patas son cortas. Se parece a una cucaracha en un solo aspecto: su color es marrón. Esto es todo. Además posee un vientre abultado y convexo dividido en segmentos y una espalda dura y redonda, en la que podría haber una cubierta para alas. En los escarabajos, esta cubierta esconde pequeñas alas, que se expanden y los puede transportar a lo largo de varias millas en un vuelo errante. Curiosamente, Gregorio el escarabajo nunca se da cuenta de que tiene alas bajo la dura cobertura de su espalda. (Esta es una muy buena observación de mi parte para que la atesoren por el resto de sus vidas: Algunos Gregors, Joes y Janes, no saben que tienen alas). Vladimir Nabokov*

Hace poco volví a ver al ‘vaquero’ convertido en un fulgurante insecto.

* http://latraduccion.blogspot.mx/2007/09/vladimir-nabokov-sobre-la-metamorfosis.html

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