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SAN PULQUITO RULES

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LA LÍNEA DE FUEGO

Recuerdo que cuando iba con mi madre a ver a mi abuelo, algunas veces teníamos que ir por él a una pulquería que parecía un chiquero. Jugaba dominó o cartas con viejos que parecían pepenadores.

Mi abuelo salía sonriente y del brazo de su hija, como si no se acordara que la dejó venir al D.F. cuando apenas tenía doce años.

Yo me quedaba afuera en la puerta a esperarlos y me daba gusto que mi madre por fin encontrara a su padre. Yo nunca había sonreído de esa forma al ver al mío, siempre fue una relación lejana y fría.

Ahora que pensaba eso, me había metido a La Línea de Fuego, es una pulcata que está casi al salir del Metro Morelos. Era temprano, me senté en la mesa más grande, aunque no esperaba a nadie ni había ido a celebrar nada. “Nada qué celebrar” era de mis frases preferidas. “Nada qué celebrar”.

Así mascando mi frase predilecta tuve que ir a la barra a pedir un caguamón y pagar de inmediato, para seguir botaneando mi optimismo forrado de azulejos verdes, como en La Línea de Fuego.

Lo mejor de acá no era el decorado; después de los precios, eran los personajes, aprendes más acá en un par de horas que en ir a terapia durante un par de años.

En una mesa de al lado estaba un cincuentón platicando con una teporocha, la cual seguro dormía en el parque de enfrente. De vez en cuando sacaba un tequila de a cuartito y se servía en un caballito. Se la iba chiquitiando.

Después llegó el basurero. Pidió un litro en bolsa y se fue a seguir la faena, Minutos después entró otro basurero, saludó de mano a todos los asistentes del frente de guerra; me dio un poco de asco darle la mano pero sería más asco no dársela. También pidió para llevar y se fue dándonos las buenas tardes.

Al rato llegó un vagabundo con tres bolsas grandes de plástico, la teporocha le ayudó a cargarlas y lo llevó hacia una mesa cerca del baño. Ella le dio la bienvenida, lo besó en la frente y gestionó su plato de frijoles con epazote. También le llevó una jarra con un litro de pulque natural, le dejó servido un vaso.

La teporocha era chaparra, con panza más grande que la mía, desgreñada y usaba tenis. Parecía que comprendía los males y dolores de la gente que llegaba a la pulcata; ella debería ser la verdadera dueña, pero la vida es injusta, tenía que dormir en un cartón bajo un puente y vomitar en sus cobijas. No merecía eso después de verla atender al “Sísí”, me dieron ganas de pasar el sombrero y juntar unos centavos para ella.

Después entendí que seguro su actitud servicial se debía que había sido militante de doble A, y se le había quedado el hábito de servir café y llevar ceniceros. Pero ¡quién no iba a querer al “Sísi”! Pinche loco adorable, se la pasó mascullando, hablando a solas, sin molestar a nadie, comiendo frijoles como si fuera caviar y rascándose su calva para que callera un poco de caspa en su plato.

Fui al baño y pasé a propósito cerca del “Sísi”, estaba seguro que iba a apestar a aliento citadino, pero no olía mal, sólo escuché que, como si fuera una mosca lamiéndose sus patas, repetía: sí, sí, sí, sí, sí… Al regresar había un nuevo cliente.

El nuevo era un tipo débil, carne del Escuadrón de la Muerte, de cuerpo acabado, nariz en diagonal y molida a banquetazos. Bebió medio litro de pulque pagado con monedas de cincuenta centavos. Estuvo silencioso, viendo su vaso; se fue en cuanto terminó de beberlo. Sus costras en la cara le daban un sombreado como si fuera un personaje hecho en una computadora para un cómic.

Me paré a la rockola y puse unas rolas de los Doors, Riders on the storm, era un buen soundtrack para terminar mi tercer caguama.

La línea de fuego me hizo darme cuenta que yo era todos esos personajes que entraron y que me sorprendieron. Los espejos en esos lugares sobran. La teporocha por noble; el “Sísí” por imbécil, loco y hermoso; el basurero por mi vida que recojo a cada paso. El andrajoso con costras era mi futuro.

Bienvenido, no hay “nada qué celebrar”, sólo bebe despacio.

TERCIOPELO

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DE MANO EN MANO

Nunca he comprado ni leído el periódico Ovaciones. Lo he visto en los pasillos del metro, en cada esquina durante innumerables mañanas; corrijo, he visto la famosísima página 3, que exhibe a la encuerada del día. En México no paramos de ofrecer carne femenina, los puestos de revistas venden tetas y nalgas al por mayor, incluso enormes cartabones con la encuerada en turno de la Revista H (se llaman stand ups o así aparecen anunciados en la red); para muchos de nosotros es fácil confundir TvNotas con TvNovelas: su portada es idéntica hasta en la encuerada.

Las mujeres con poca ropa –siempre que posean cuerpos curvilíneos y estereotipados– saturan la mirada mientras caminamos, o viajamos en transporte público; los espectaculares nos imponen bikinis, lencería, y ni hablar de los afamados calendarios de taller mecánico, tlapalería o ferretería. Encueradas por todas partes: desde la Reata de Brozo en su quesque noticiero, pasando por la edecán aquella del vestido blanco entallado y escote durante el fingido debate de los candidatos presidenciales, hasta la novedosísima y creativa campaña de relojes Nivada donde la joya compartía espacio con otra joya, un culo redondo (relación semántica por demás obvia… para los diseñadores del anuncio).

El cuerpo femenino vende completo o en partes. Los creativos de la campaña de relojes o del tour de cine francés que está por iniciar, demuestran que se hacen pagar mejor a pesar de su nula capacidad de innovación en publicidad. ¿Por qué los escandalizados por los besos homosexuales en la calle o el aborto como elección de las mujeres, no se plantan en cada puesto de revistas para exigir se prohíba que los inocentes ojitos de nuestros niñxs sean seducidos por espectáculos tan inmorales?

Cuando una ve publicidad europea, estadounidense, brasileña, argentina sobre gran diversidad de artículos (neumáticos, relojería de lujo, ropa, autos, arte, comida, computadoras, servicios de internet o cable, etc.) el contraste pone la evidencia ante nuestros ojos: las campañas publicitarias en México son mediocres, por decir lo menos: si refresco, chichis; si agua purificada, chichis; si comida para niños, chichis; si cuadernos, chichis (la campaña vigente de Scribe es notable, nada de piel, hay esperanza); si noticieros, chichis (hay que ver algún reporte de noticias alemán o escandinavo para reconocer que las piernas de la Micha están sobreexpuestas y sobrebronceadas). Lo anterior sin contar los servicios que por una módica cantidad llevan fotos de “las mujeres más sensuales” a nuestros teléfonos celulares: mujeres al alcance de su mano.

El consumo de imágenes en México, como en el resto de Occidente, educa financieramente, es decir, se ponen en juego valores y creencias del consumidor para que compre o asocie ese valor con su consumo. De manera que la elegancia, la sofisticación, la inteligencia, la astucia, el éxito, la popularidad, la belleza, la fidelidad, la salud, la virtud, y un largo etcétera, están en manos de los publicistas y sus productos son omnipresentes, ubicuos, inescapables… En lugar de Un día sin mexicanos deberían filmar Un día sin chichis en México, un acabose.

Para mí existe una relación entre la saturación de encueradas y el derecho que creen tener los machines sobre las mujeres, ese derecho que se manifiesta en el acoso callejero, que incluye tomar fotos sin permiso (otra forma de transgresión y violencia por medio de la imagen), y que alcanza al feminicidio.

Hace décadas las encueradas eran de mal gusto y eran relegadas en la tele a horarios no familiares y en los puestos de periódicos a la parte inferior de los aparadores de los costados, donde las señoras preferían no ir, cosas hipócritas de la doble moralina mexicana; y es que era vulgar, de mal gusto, “cosas de albañiles” decía Toñis, mi mamá de crianza. Ahora nos imponen la vendimia de mujeres en su amplio sentido: se venden los cuerpos en imágenes, y con ello naturalizamos que los cuerpos femeninos deban ser vistos y aprobados para complacer. Dense una vuelta por Hooters y por Angus Butcher House (ah pa nombrecito). Las meseras que quieran trabajar ahí deben ser aprobadas a partir de sus cuerpos; no pasar por alto la asociación: comer “carne”.

De esa vendimia a la otra: la de mujeres y niñas, la trata. Tenancingo, Tlaxcala, es una de las capitales de la prostitución de mujeres a nivel mundial, el negocio se pasa de varón a varón, en familias, por generaciones, a las chicas se les recluta o rapta con la mejor carnada: un “te amo”, “me quiero casar contigo”, un “es para juntar dinero”, es el sacrificio por el amor. (http://www.sdpnoticias.com/nacional/2013/06/30/quiero-ser-sicario-padrote-nino-de-tenancingo-a-el-pais)

La derrama económica es de miles de millones, por encima de lo que generan los anuncios mediocres que usan y desvisten a las modelos; el fundamento, sin embargo, es el mismo: vender a las mujeres, enajenar sus cuerpos, porque sus cuerpos son para complacer a los hombres.

Es ingenuo pensar que es cuestión de acabar con la oferta… y ¿la demanda? Ésa es cultural (imagínense quince años de cárcel al cliente, ¡qué revolución!, ¡qué de amparos!). La demanda cultural se funda en las creencias acerca de las mujeres y de nuestros cuerpos, éstas deben verificarse para prevalecer, verificarse en las relaciones que sostenemos: ellas en la calle, en la casa, en la oficina, ellas impresas o reales siempre están para complacer, total, la cosecha de mujeres nunca se acaba.

ANARCRÓNICAS

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EL MARQUÉS

En los noventa, cuando querías entrar a la onda swinger, existían varias alternativas.

Una de las más socorridas era comprar la revista semanal Tiempo Libre. Ahí, en la penúltima y última páginas, publicaban una sección llamada “Amigos”. Eran los clasificados de carácter privado en donde se podían encontrar teléfonos para fiestas y reuniones con parejas amistosas. Otra fue la modalidad de las revistas especializadas. Eran –y son, algunas todavía existen–, horrendas publicaciones de tamaño media carta, hechas de papel revolución y a una sola tinta, en donde se encontraban anuncios para todo tipo de gustos: desde parejas buscando parejas y parejas buscando singles * y personas del mismo sexo, hasta transexuales y travestidos ansiosos de compañía. Por motivos de discreción, todos los que buscaban algo de acción usaban un apartado postal para el contacto.

Fue así como contacté al hombre que se nombró a sí mismo “El Mau”. Se presentó afirmando que le gustaba el triolismo *, que su novia también era afecta a esa práctica y que esperaban conocerme en persona para “armar algo rico”. En el sobre también venía una foto, visiblemente recortada de una mayor, con una mujer desnuda que mostraba su lindo culo. Estaba desnuda y de espaldas, por lo que el rostro permanecía oculto; no así su piel, que era de un aceitunado que esperaba una lengua como la mía. El asunto prometía, así que me puse en comunicación con el famoso Mau.

Quedamos de vernos en El Marqués, famoso cabaret de la colonia Guerrero. Este local es uno de los pocos giros de este tipo que sobrevivieron a la embestida, primero, de los table dances y sus aeróbicas bailarinas, y segundo, de la posterior cruzada contra el vicio de las autoridades capitalinas durante el periodo de Rosario Robles. El Marqués, recordará quien lo haya visitado, no tiene nada de bonito: aparenta ser una bodega macilenta apenas adecuada para funciones de restaurante bar. En él, por supuesto, pululaban las ficheras, damas de la vida galante especializadas en rentar su giratoria persona para efectuar un baile, o varios, si uno quería. La cuota en aquel tiempo eran veinte pesos por pieza, mismos que ellas hacían valer. También se podía tomar una copa en su compañía –con un costo más elevado–, y por supuesto, llegar a un acuerdo para probar alguna otra de las giratorias cualidades de sus caderas –lo cual, por supuesto, se hacía en alguno de los hoteles de la aledaña calle Mina–. No eran agraciadas: la mayoría pasaba de los cuarenta y padecía sobrepeso; sin embargo, lo compensaban con una gracia y un desparpajo dignos de elogio. Lo mejor de El Marqués era la orquesta: un tropigrupo de cincuentones que lo mismo tocaba salsa, cumbia o guaracha, con instrumentos bien afinados y buen ritmo. Curiosamente, eran todos mexicanos, contraviniendo a la norma de que sólo los caribeños le saben al bongó y al timbal.

El Mau era un individuo alto, de hombros escuálidos y cara ratonil. En lugar de sonreír, hacía un rictus como si proyectara sus dientes incisivos hacia fuera. Su risa sonaba como el tintinar de un centavo falso. Su novia –como la presentó–, era una mujer chaparrita, morena clara, que a leguas se notaba a disgusto en el lugar. Vestía un traje sastre blanco que, a pesar de ser una delicia, no tenía que ver con el trasero de la chica de la foto. El color de la piel tampoco coincidía, por lo que sospeché algún tipo de chanchullo. El Mau se presentó como vendedor de autos chocolate, dijo tener un departamento por el metro Zapata y estar interesado en todo lo relacionado al sexo. Cuando ella fue al baño, el tipo se me acercó para susurrarme: “mira, la neta, ella no está muy convencida. Pero vamos a mi depa y la empedamos. Vas a ver que chido va a estar”.

De inmediato, el individuo me causó náuseas. Le contesté que en estas prácticas todo debía ser consensual. “Nel, no hay pedo. Yo la conozco: es bien puta, sólo que si no esta peda se aprieta”. Ella llegó del baño y pedimos la cuenta. Pagamos y nos dirigimos al estacionamiento. Yo me sentía como una mosca en papel encerado: el Mau insistía en ir detrás de nosotros, como previniendo alguna posible deserción. Ella intentó hacerme la plática; de hecho, trató de sonreír, cosa que no había hecho en toda la noche. “Me da gusto que vengas con nosotros. Pareces gente decente”, me dijo. En el lugar de la entrega del auto había fila; el tipo se formó. Supe que era el momento. “Aguanta, carnal. Voy a comprar cigarros y regreso”. Le solté sin dejarle contestar. Llegué a la esquina justo en el momento en que un taxi dejaba a una de las trabajadoras sociales de El Marqués. Lo abordé. “Llévame en chinga al Ángel”, le dije. Mientras viajábamos por Reforma me volví hacia atrás varias veces.

Casi veinte años después, el Marqués aún existe. Todavía es centro gravitatorio de un cierto tipo de diversión nocturna que cada día desaparece un poco más. Las ficheras –casi puedo afirmar que son las mismas de aquel tiempo–, aún siguen meneándose al compás de Sergio el bailador y Una aventura. La orquesta sabrosona ha cambiado de miembros. Probablemente, los más jóvenes entraron por motivos de defunción de los más viejos. Siguen incendiando la pista con su ritmo.

Del Mau y su supuesta pareja ya jamás supe nada.

IN THE SHIRE

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EL NAUFRAGIO

He tenido la oportunidad de pararme frente a “El naufragio de la Medusa” en dos ocasiones distintas. Es una experiencia que debería consignarse en el currículum bajo cualquier rubro o inaugurar uno.

Durante mi primera visita al Museo del Louvre, en París, no esperaba ver la pintura, debido al rumor de que no se hallaba en exhibición porque se estaba muy deteriorada. Fue un chisme infundado. Todavía puedo sentir la conmoción de hace siete años. Mientras caminaba por la sala lo descubrí como esperándome. Al principio estaba incrédula. Él estaba ahí, irradiando su oscuridad, tan grande y majestuoso en su horror. Tan imposible de absorber en un vistazo. Yo gravité hipnotizada hacia él, hasta que quedamos de frente; así permanecí mucho tiempo, mirándolo.

“El naufragio de la Medusa” describe el hundimiento de la fragata francesa en costas senegalesas en 1816. El cuadro representa la esperanza del rescate y el abandono de la misma. Sobre un pedazo de la embarcación se sobreponen y amontonan cadáveres, cuerpos agonizantes y algunos pocos todavía aferrados a la ilusión de ser salvados. La pintura de Géricault representa la desesperación y el abatimiento.

Hace más de dos semanas por segunda ocasión pude experimentar esa conmoción que me provoca el cuadro. Otra vez me quedé frente a él recorriendo su inmensidad con mis ojos. Tan sólo el acontecimiento de ese reencuentro da para aquilatar las raras segundas oportunidades que se ofrecen durante una vida, la más radical —acaso— sea sortear la fatalidad y seguir viva. Sin embargo, conforme pasan los días este segundo cruce con la pintura de Géricault me remite con insistencia a la vida, pero no a la mía, sino a la de cientos de miles de personas que no conozco.

Para mí, después de este segundo encuentro, “El naufragio de la Medusa” representa la deriva de la humanidad, como más o menos Michelet ya había dicho. Esta idea y sensación no es una vaguedad pesimista. En estos días el cuadro de Géricault me permite formular y pensar dos situaciones concretas: la crisis migratoria en Europa y la violencia que campea en México.

Por un lado, he escuchado con asco la manera en que los medios, principalmente la BBC, y los políticos británicos, el primer ministro David Cameron sobresale entre todos, describen a las personas que intentan llegar a Gran Bretaña a través del Eurotúnel, cuya entrada está en la ciudad francesa de Calais. Por ejemplo, para algunos políticos británicos esas personas son “cucarachas”, “un enjambre”, una amenaza a la estabilidad de la unión, un inconveniente para los turistas ingleses (pobrecitos, van a llegar con retraso a su destino) y para los choferes de camiones de carga, quizá, los únicos con razones genuinas para quejarse. En realidad se trata de refugiados eritreos, sirios o afganos desplazados por la situación en sus países de origen y en busca de asilo político. La travesía ya les ha costado la vida a varios.

El discurso de los políticos británicos así como la propuesta de aumentar la vigilancia y levantar muros en la frontera británica evocan la aberrante actitud anti migratoria de la derecha estadounidense (que Donald Trump ha ejemplificado en las últimas semanas). Cuando, cabe aclarar, Gran Bretaña no es el destino principal de estos refugiados, puesto que el porcentaje que llega a la isla es menor en comparación con otros países europeos y el dinero gastado en las deportaciones podría emplearse en integrarlos a la sociedad (véase el texto de Patrick Kingsley).

Por otro lado, en mi otro lado muertos y desaparecidos continúan amontonándose; la impunidad y la corrupción parecen incontenibles y la atrocidad no tiene explicación ni responsables. México se ha convertido en un país donde desaparecen y matan personas por estudiar, por mostrar las verdades incómodas, por reclamar, por ser mujer, por defender, o por estar en el lugar y en momento equivocados. México se ha convertido en un país donde la justicia asemeja cada vez más una ilusión como la esperanza a la que se aferran los náufragos de la Medusa.

En la crisis migratoria, el gobierno británico es el barco en el horizonte de “El naufragio de la Medusa”. Los políticos no pueden o no quieren ver la tragedia que se desarrolla enfrente de ellos, indolentes y xenófobos, podrían ofrecerle una segunda oportunidad a esas personas. En el caso mexicano, el país es el pedazo de la fragata que está a punto de hundirse bajo el peso de los muertos, los desaparecidos y la corrupción. Ese pedazo de la embarcación está agujerado. Y la segunda oportunidad no se atisba todavía.

CRÓNICA DE UN SUICIDIO A CIEGAS

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El sino trágico, la voluntad de interrumpir la vida de la cual uno es dueño, escoge con recelo a sus posesos, siendo de su predilección los artistas, los imposibles de amar porque carecen de amor propio y los adictos a la melancolía; mas no desdeñemos a aquellos que sucumben ante la desesperación, ya que el desenfado nunca les visitó durante su quebranto.

Los métodos son mecánicos, lugares comunes, como beber sosa, cloro, detergente; ahorcarse con cables, tendederos, lazos, corbatas; tragar barbitúricos, opiáceos, psicotrópicos; colocarse balas en el boca, en el corazón, en la frente; acostarse sobre las guías del ferrocarril o sobre las olas; tirarse a las vías del metro o a un autobús en marcha sobre la carretera; arrojarse desde un puente, desde una ventana u azotea. Pero hay otros harto complejos, enigmáticos e interesantes.

Va para un año que ocurrió una singularidad, me dormí temprano. Habré caído cerca de la media noche, yo que siempre garrapateo hasta altas horas de la madrugada. Me levanté muy de mañana (las manecillas apuntaban siete veinticinco); me incorporé como nuevo, sin los ojos arenosos, sin secuelas inducidas por ese viejo colchón de infierno, sin resabios de los sueños todavía frescos. Dicha vitalidad sin telarañas me empujó a ir a caminar al bosque, ubicado a pocas calles.

Propio del incipiente verano, el cielo estaba zarco, sin nubes; la tierra transpiraba calor tierno. Dos calles adelante doblé la esquina y me encontré con un remolino de gente afuera de una casa, cuyas puertas del zaguán se encontraban abiertas de par en par, como una boca, de la cual escapaba un llanto impregnado de incredulidad y desamparo. Se escucharon sirenas anunciando el arribo próximo de la policía o la ambulancia. Me abrí paso entre veinte o treinta chismosos para adentrarme en aquel domicilio, actuando alarmado, como si fuera habitante de ese hogar.

Aquel llanto era desgarrador, subía con estruendosa pena y luego se sofocaba en sollozos dentro del pecho convulso de una anciana con las manos extendidas hacía el cielo; la mantenían, más sujeta que abrazada, dos señores que se obviaba eran verdaderos familiares. Miré hacia donde apuntaban las manos implorantes; la escena fue impactante, súbita. En el primer piso, en una ventana rota, se hallaba un jovencito incrustado por el cuello en los picos del vidrio. Un hilo de sangre corría desde los antepechos y descendía en línea recta dividiendo en dos la pared lila, hasta el suelo, donde se hallaba un charco de sanguaza que contenía trozos de vidrio y algo que, en un acercamiento, logré atestiguar se trataban de astillas de hueso con piel pegada.

Fue demasiado. Una sensación de ingravidez hizo que dudaran mis rodillas, acto seguido llegó la náusea y una lágrima rodó perseguida por el: Dios mío, que resbaló de mi boca abierta; había presenciado el horror. No soporté más y salí de inmediato. Quería alejarme lo más posible, y rápido, pero tras burlar a los curiosos, apenas traspasado el umbral, llegaron dos patrullas que estacionaron justo en la entrada. Descendieron cuatro policías que de inmediato comenzaron a sacar a la gente del patiecillo de cemento.

Una señora que llevaba un bebé en brazos me preguntó si estaba bien. No, no estoy bien, balbucí. Está usted gris. Siéntese en lo que llega la ambulancia para que le mida la presión. Hice caso y me senté en el escaño de la banqueta. Los alaridos seguían inundando el aire, tensándolo aún más. Mi mente no paraba de proyectar la imagen de aquel hombre con el pescuezo metido en los filones del vidrio. No llegó la ambulancia sino una camioneta del SEMEFO. Descendieron tres sujetos en trajes plásticos color blanco, ya con los guantes puestos. Un policía tomaba declaración a uno de los señores que antes sujetaban a la anciana.

Se escuchó un ruido, como un cuete, y, pues todos salimos. Yo salí de mi habitación preguntando a todos si estaban bien, pero Rubén no contestó, y se escuchaban como bufidos en su cuarto. Tratamos de abrir pero no pudimos. Luego se escuchó que se rompió un vidrió, luego algo como un gargareo y luego ya nada. Mi hermano rompió la puerta a patadas y lo vio empotrado en el vidrio, ya muerto. No pudimos detener a mi amá, que salió al patio y, ya ve.

Lo escuché claro, y me sorprendió que su voz no titubeó en ningún punto del relato; también me llamó la atención que hubiera utilizado el participio: empotrado. Mis sospechas se disolvieron al leer en su mirada, anegada y estrábica, algo roto por dentro de su ser. La sirena de una ambulancia se escuchó, y su presencia aún dilató cosa de un eterno y escandaloso minuto; un paramédico, un enfermero y un camillero descendieron. Fueron a atender a la quebrantada vieja, que en esos momentos, gracias a la plática de unas señoras y un chaval, me enteré era la abuela de aquel desdichado; de paso supe que la madre no se encontraba, había ido a llevar a su hija a la secundaria, y también a los hijos de sus hermanos, éstos a la primaria.

El camillero llevó una silla de ruedas en la que transportaron a la abuela a la ambulancia. Me puse en pie. No hubo tiempo para seguir padeciendo y sintiendo conmiseración por mi enorme imprudencia, así que decidí llegar a las máximas consecuencias.

Los policías formaban ahora una cerca en la entrada, aun así, los fisgones seguíamos estirando el cuello para ver qué proseguía. Uno de los oficiales que conformaban la valla, ante mi ansiedad y un temblor que no hubiera percibido si él no lo hubiera señalado, me preguntó si era familiar del occiso. Le respondí que era un amigo muy cercano a Rubén, haciendo énfasis en el nombre. Hecho aquel movimiento, le pedí que no me retirará del lugar, que quería saber qué había pasado con mi amigo; él crispó el rostro en señal de compasión y no preguntó más, incluso sentí que formó un espacio para dejarme avanzar un poco más.

Se escuchó un ¡ayyy! ahogado que soltó uno de los presentes. Elevé la vista hacía la ventana y noté cómo uno de los forenses agarraba con diplomacia el rostro del muerto, solo para de inmediato, en un único movimiento, como el que libera la espada de la piedra, desencajar de los filos transparentes la testa; unos pocos fluidos escurrieron y por un instante se pudo advertir un boquete en una de las mejillas. Luego solo vi la ventana con manchas escarlatas y la línea de sangre en la pared que desembocaba al charco viscoso y brillante del patio.

Una mujer llegó corriendo y pegando gritos intraducibles, abriéndose paso entre los curiosos a codazos y empujones; apretaba un celular en la mano. ¡Soy la madre!, argumentó a los policías, que hicieron un hueco para dejarla pasar; yo aproveché y me colé atrás de ella; una poli trató de detenerme, pero el otro al que había dicho que el muerto era mi amigo le hizo un gesto que enfatizaba: no hay problema. La madre, desesperada, cruzó el pequeño patio y penetró en el interior de la casa, yo la seguí a un ritmo más atenuado. La casa estaba desordenada; el aire era denso y cálido, olía a tristeza y ropa húmeda; el televisor de la sala estaba encendido; una cubeta con una jerga abandonada en su interior indicaba que alguien se disponía a trapear. Justó cuando subía la estrecha y empinada escalera se escuchó: Ay, hijo, ay ayy ayyyy, ¡Dios míoooo!. Aquel grito cortó de tajo la atmósfera.

Caminé por el primer piso, guiado por el llanto de la madre. Un policía se hallaba recargado sobre el muro del pasillo, mascaba chicle con celeridad maniaca. No dijo nada, se limitó a observarme con gesto impasible. Me asomé a la habitación, allí estaba ella, hincada, sosteniendo una mano del cadáver y llorando, muda, porque la voz se negaba a emerger por el tanto dolor. Uno de los forenses le indicó al policía que la acompañara a la ambulancia, que allí le brindarían la atención necesaria; que ellos comenzarían con la extracción del cuerpo. Yo permanecí en el pasillo, sin poder mirar, sólo escuchando lo que uno de los forenses dictaba a su grabadora mientras el otro ejecutaba fotos; nunca supe qué había pasado con el tercero.

Hallazgos autópsicos, pronunció uno de ellos. Cadáver masculino, raza caucasoide, edad biológica inmadura, concordante con la anagráfica. Presenta lesión en el pómulo derecho, correspondiente a un orificio de entrada de proyectil de arma de fuego, con tatuaje y ahumamiento periorificial excéntrico sin orificio de salida. Interrumpió su dictado y preguntó a su colega qué pensaba de aquello. Escuché como se inclinó sobre el cuerpo.

Trató de dispararse en la sien, pero no se pegó el arma sino que la mantuvo al vuelo, el tan pendejo… se dio en la quijada superior, el proyectil ingresó y siguió un breve trayecto en diagonal ascendente, de derecha a izquierda. La bala debe estar alojada debajo de la órbita izquierda, mira cómo presenta una deformación en la base craneana del pómulo no perforado, aparte que el negruzco en ese ojo hace evidente la lesión interna.

¿No se te hace raro qué haya permanecido vivo? ¿Crees que en un acceso de locura trató de arrojarse por la ventana rompiendo el vidrio con la frente? Mírale la frente, tiene un buen madrazo.

No seas güey, colega. ¿A poco piensas que fue un homicidio? La bala no comprometió el cerebro, le deshizo internamente el maxilar superior de este lado, ¿ves? Pero se quedó ciego; sin duda, la bala comprometió todos los músculos oculares, y no creo que haya oído algo más después del disparo, solo un zumbido. Ve como tiene el chingo de excoriaciones en la cara, el impacto proviene desde adentro.

Eso no quiere decir que sea un suicidio, que es a lo que yo me refiero, apeló su compañero.

Cuando se disparó estaba sentado en la cama; ¡mira!, la pistola está sobre las cobijas; y allí, en el suelo, empieza el rastro de sangre; luego, ciego y sordo atravesó el cuarto hasta esa cómoda, donde a tientas buscó algo que tal vez no encontró, las cosas están revueltas y manchadas de sangre…

Pero entonces, ¿dices que rompió el vidrio y metió la garganta él solito?

Buscó la ventana tentando, por eso están sus manos tatuadas en ese muro. Cuando la encontró golpeó el vidrio con el puño; ve cómo los nudillos de la derecha están magullados, y tiene un corte en el meñique.

Yo creo que intentó saltar, pero ha de ver pensado que una caída así no lo mataría.

Eso mero creo yo; y al tentar los vidrios a lo mejor se dio cuenta cuál era la salida.

Tiene lógica, colega… pero ya ves cómo la lógica nada tiene que ver luego, sino al revés.

Un flashazo relampagueó en la habitación trágica. El otro volvió a prender su grabadora para proseguir su análisis preliminar.

El cadáver presenta una gran herida en el cuello con exposición de vía aérea. Las incisas, de diferente longitud y profundidad, cercenaron hasta un grado medio la garganta…

Se escuchó que alguien subía por la escalera. De repente apareció en el pasillo el oficial que había llevado a la madre a la ambulancia, mas venía acompañado de otro sujeto. Conforme se acercaba, aquel tipo con traje y guantes de látex en las manos no me quitaba la vista.

Señores, pronunció por saludo a los forenses. Desde adentro del cuarto sus voces con tonos afectados dieron los buenos días al jefe.

¿Y usted quién es?, interrogó, justo cuando volvía a ensartar sus ojos sobre mí.

Soy amigo de Rubén… el fallecido. Venía con su mamá y quise quedarme para averiguar qué ha ocurrido.

¡Sáquelo de aquí!, ordenó con fastidio al oficial.

Me acompañó hasta la entrada, igual que los humores espesos de aquel hogar, la pólvora y la mierda en el primer piso, el aroma a tristeza y humedad en la planta baja, más el tufo a fatalidad y meados de gato en el patio. Me sentía turbado, ensimismado con la imagen descrita por los peritos. Caminaba por inercia, como a ciegas, abriéndome paso entre nuevos curiosos. De repente volteé hacia el interior de la ambulancia; la abuela yacía recostada en la camilla, le habían colocado una mascarilla de oxígeno; la madre, desconsolada, emitiendo sollozos inaudibles, mordía una gasa, sentada en la silla de ruedas que habían llevado antes para transportar a la anciana; una vecina le sobaba la mano con cariño, podía leerse comprensión en aquel gesto. De repente levantó la mirada, como buscando entre la chusma de vecinos el ánima de su hijo. Me vio, fijo, endureció la mirada y cobrando fuerzas gritó, ¡Agárrenlo!, ¡él es el asesino!

Todos los ojos me rodearon, como intentando recordar mi rostro para el resto de sus días. Un impulso de adrenalina arribó a mi cerebro y activó todo mi ser; en ese segundo pensé que me había incriminado yo mismo de la manera más estúpida. Ya corría y me libraba de las manos enardecidas que querían asirme a como diera lugar. Logré tomarles corta ventaja, entonces, de reojo, vi un policía; tropecé y caí de bruces; no me esposó, me hizo ‘manita de puerco’ para inmovilizarme y me subió a una patrulla. Ya desde el asiento del copiloto, preguntó con sequedad, ¿Por qué ‘corristes’?

Fue por impulso. ¿No vio cómo ya querían golpearme; si me dejo me linchan. Y eso que son vecinos, añadí con intención.

El hecho de estar dentro de la patrulla no me sugería protección, todo lo contrario. Mi corazón seguía alterado; mas afuera veía las caras escrutadoras y furiosas de la muchedumbre dirigidas a mí; podía leer lo que sugerían si me tuvieran un minuto entre sus manos. Algo volvió a gritar la señora desde la silla de ruedas y todos voltearon a mirar a alguien más; luego volvió a gritar y miraron hacia otro punto. El policía se fue, dejándome cautivo en la patrulla. Tardó poco en volver; se puso al volante, cerró la portezuela e inquirió con displicencia, ¿Dónde vives?

Indiqué mi dirección como si lo hiciera a un taxista, me llevó hasta la puerta. En camino me comentó que la señora se encontraba mal, que parecía estaba enloquecida; luego de señalarme a mí como el asesino de su hijo, acusó a una señora de haber sido ella, luego a un niño. El doctor le inyectó algo… ¡quién sabe qué ‘haiga’ sido!, expresó. Me vi obligado a entrar a la casa para ir por la exigida identificación oficial; la miró unos instantes, sin interés, luego dijo que esperaba su chesco y se iba. Resignado, pero también dispuesto a desembarazarme de todo aquel asunto lo antes posible, le extendí un billete de veinte, molesto por la cantidad, los extirpó de mi mano a una velocidad sorprendente y arrancó la patrulla a igual celeridad. Noté que los vecinos se hallaban asomados desde sus ventanas y puertas. Cerré la mía.

Es curioso como el morbo, la excitación que comulga con lo (en evidencia) desviado, la atracción por lo prohibido, puede empujarnos a episodios de estupidez, donde satisfacer dichos apetitos o necesidades aparentes ponen en riesgo nuestra integridad y salud, tanto física como psíquica.

Las imágenes de aquel chaval las mantengo frescas, ya no palpitan con la misma violencia y he logrado escarzarlas de la antesala de mis sueños. Pienso desde entonces de forma cotidiana en los suicidios, tanto simples como complejos, ya sean planificados o improvisados; roen mi curiosidad, alimentan mi obsesión e interés por los insensatos; la etiología suicida se ha transformado en uno de mis pasatiempos predilectos. Los métodos son mecánicos, lugares comunes; pero hay otros harto complicados, enigmáticos e interesantes.