CRÓNICA DE UN SUICIDIO A CIEGAS

El sino trágico, la voluntad de interrumpir la vida de la cual uno es dueño, escoge con recelo a sus posesos, siendo de su predilección los artistas, los imposibles de amar porque carecen de amor propio y los adictos a la melancolía; mas no desdeñemos a aquellos que sucumben ante la desesperación, ya que el desenfado nunca les visitó durante su quebranto.

Los métodos son mecánicos, lugares comunes, como beber sosa, cloro, detergente; ahorcarse con cables, tendederos, lazos, corbatas; tragar barbitúricos, opiáceos, psicotrópicos; colocarse balas en el boca, en el corazón, en la frente; acostarse sobre las guías del ferrocarril o sobre las olas; tirarse a las vías del metro o a un autobús en marcha sobre la carretera; arrojarse desde un puente, desde una ventana u azotea. Pero hay otros harto complejos, enigmáticos e interesantes.

Va para un año que ocurrió una singularidad, me dormí temprano. Habré caído cerca de la media noche, yo que siempre garrapateo hasta altas horas de la madrugada. Me levanté muy de mañana (las manecillas apuntaban siete veinticinco); me incorporé como nuevo, sin los ojos arenosos, sin secuelas inducidas por ese viejo colchón de infierno, sin resabios de los sueños todavía frescos. Dicha vitalidad sin telarañas me empujó a ir a caminar al bosque, ubicado a pocas calles.

Propio del incipiente verano, el cielo estaba zarco, sin nubes; la tierra transpiraba calor tierno. Dos calles adelante doblé la esquina y me encontré con un remolino de gente afuera de una casa, cuyas puertas del zaguán se encontraban abiertas de par en par, como una boca, de la cual escapaba un llanto impregnado de incredulidad y desamparo. Se escucharon sirenas anunciando el arribo próximo de la policía o la ambulancia. Me abrí paso entre veinte o treinta chismosos para adentrarme en aquel domicilio, actuando alarmado, como si fuera habitante de ese hogar.

Aquel llanto era desgarrador, subía con estruendosa pena y luego se sofocaba en sollozos dentro del pecho convulso de una anciana con las manos extendidas hacía el cielo; la mantenían, más sujeta que abrazada, dos señores que se obviaba eran verdaderos familiares. Miré hacia donde apuntaban las manos implorantes; la escena fue impactante, súbita. En el primer piso, en una ventana rota, se hallaba un jovencito incrustado por el cuello en los picos del vidrio. Un hilo de sangre corría desde los antepechos y descendía en línea recta dividiendo en dos la pared lila, hasta el suelo, donde se hallaba un charco de sanguaza que contenía trozos de vidrio y algo que, en un acercamiento, logré atestiguar se trataban de astillas de hueso con piel pegada.

Fue demasiado. Una sensación de ingravidez hizo que dudaran mis rodillas, acto seguido llegó la náusea y una lágrima rodó perseguida por el: Dios mío, que resbaló de mi boca abierta; había presenciado el horror. No soporté más y salí de inmediato. Quería alejarme lo más posible, y rápido, pero tras burlar a los curiosos, apenas traspasado el umbral, llegaron dos patrullas que estacionaron justo en la entrada. Descendieron cuatro policías que de inmediato comenzaron a sacar a la gente del patiecillo de cemento.

Una señora que llevaba un bebé en brazos me preguntó si estaba bien. No, no estoy bien, balbucí. Está usted gris. Siéntese en lo que llega la ambulancia para que le mida la presión. Hice caso y me senté en el escaño de la banqueta. Los alaridos seguían inundando el aire, tensándolo aún más. Mi mente no paraba de proyectar la imagen de aquel hombre con el pescuezo metido en los filones del vidrio. No llegó la ambulancia sino una camioneta del SEMEFO. Descendieron tres sujetos en trajes plásticos color blanco, ya con los guantes puestos. Un policía tomaba declaración a uno de los señores que antes sujetaban a la anciana.

Se escuchó un ruido, como un cuete, y, pues todos salimos. Yo salí de mi habitación preguntando a todos si estaban bien, pero Rubén no contestó, y se escuchaban como bufidos en su cuarto. Tratamos de abrir pero no pudimos. Luego se escuchó que se rompió un vidrió, luego algo como un gargareo y luego ya nada. Mi hermano rompió la puerta a patadas y lo vio empotrado en el vidrio, ya muerto. No pudimos detener a mi amá, que salió al patio y, ya ve.

Lo escuché claro, y me sorprendió que su voz no titubeó en ningún punto del relato; también me llamó la atención que hubiera utilizado el participio: empotrado. Mis sospechas se disolvieron al leer en su mirada, anegada y estrábica, algo roto por dentro de su ser. La sirena de una ambulancia se escuchó, y su presencia aún dilató cosa de un eterno y escandaloso minuto; un paramédico, un enfermero y un camillero descendieron. Fueron a atender a la quebrantada vieja, que en esos momentos, gracias a la plática de unas señoras y un chaval, me enteré era la abuela de aquel desdichado; de paso supe que la madre no se encontraba, había ido a llevar a su hija a la secundaria, y también a los hijos de sus hermanos, éstos a la primaria.

El camillero llevó una silla de ruedas en la que transportaron a la abuela a la ambulancia. Me puse en pie. No hubo tiempo para seguir padeciendo y sintiendo conmiseración por mi enorme imprudencia, así que decidí llegar a las máximas consecuencias.

Los policías formaban ahora una cerca en la entrada, aun así, los fisgones seguíamos estirando el cuello para ver qué proseguía. Uno de los oficiales que conformaban la valla, ante mi ansiedad y un temblor que no hubiera percibido si él no lo hubiera señalado, me preguntó si era familiar del occiso. Le respondí que era un amigo muy cercano a Rubén, haciendo énfasis en el nombre. Hecho aquel movimiento, le pedí que no me retirará del lugar, que quería saber qué había pasado con mi amigo; él crispó el rostro en señal de compasión y no preguntó más, incluso sentí que formó un espacio para dejarme avanzar un poco más.

Se escuchó un ¡ayyy! ahogado que soltó uno de los presentes. Elevé la vista hacía la ventana y noté cómo uno de los forenses agarraba con diplomacia el rostro del muerto, solo para de inmediato, en un único movimiento, como el que libera la espada de la piedra, desencajar de los filos transparentes la testa; unos pocos fluidos escurrieron y por un instante se pudo advertir un boquete en una de las mejillas. Luego solo vi la ventana con manchas escarlatas y la línea de sangre en la pared que desembocaba al charco viscoso y brillante del patio.

Una mujer llegó corriendo y pegando gritos intraducibles, abriéndose paso entre los curiosos a codazos y empujones; apretaba un celular en la mano. ¡Soy la madre!, argumentó a los policías, que hicieron un hueco para dejarla pasar; yo aproveché y me colé atrás de ella; una poli trató de detenerme, pero el otro al que había dicho que el muerto era mi amigo le hizo un gesto que enfatizaba: no hay problema. La madre, desesperada, cruzó el pequeño patio y penetró en el interior de la casa, yo la seguí a un ritmo más atenuado. La casa estaba desordenada; el aire era denso y cálido, olía a tristeza y ropa húmeda; el televisor de la sala estaba encendido; una cubeta con una jerga abandonada en su interior indicaba que alguien se disponía a trapear. Justó cuando subía la estrecha y empinada escalera se escuchó: Ay, hijo, ay ayy ayyyy, ¡Dios míoooo!. Aquel grito cortó de tajo la atmósfera.

Caminé por el primer piso, guiado por el llanto de la madre. Un policía se hallaba recargado sobre el muro del pasillo, mascaba chicle con celeridad maniaca. No dijo nada, se limitó a observarme con gesto impasible. Me asomé a la habitación, allí estaba ella, hincada, sosteniendo una mano del cadáver y llorando, muda, porque la voz se negaba a emerger por el tanto dolor. Uno de los forenses le indicó al policía que la acompañara a la ambulancia, que allí le brindarían la atención necesaria; que ellos comenzarían con la extracción del cuerpo. Yo permanecí en el pasillo, sin poder mirar, sólo escuchando lo que uno de los forenses dictaba a su grabadora mientras el otro ejecutaba fotos; nunca supe qué había pasado con el tercero.

Hallazgos autópsicos, pronunció uno de ellos. Cadáver masculino, raza caucasoide, edad biológica inmadura, concordante con la anagráfica. Presenta lesión en el pómulo derecho, correspondiente a un orificio de entrada de proyectil de arma de fuego, con tatuaje y ahumamiento periorificial excéntrico sin orificio de salida. Interrumpió su dictado y preguntó a su colega qué pensaba de aquello. Escuché como se inclinó sobre el cuerpo.

Trató de dispararse en la sien, pero no se pegó el arma sino que la mantuvo al vuelo, el tan pendejo… se dio en la quijada superior, el proyectil ingresó y siguió un breve trayecto en diagonal ascendente, de derecha a izquierda. La bala debe estar alojada debajo de la órbita izquierda, mira cómo presenta una deformación en la base craneana del pómulo no perforado, aparte que el negruzco en ese ojo hace evidente la lesión interna.

¿No se te hace raro qué haya permanecido vivo? ¿Crees que en un acceso de locura trató de arrojarse por la ventana rompiendo el vidrio con la frente? Mírale la frente, tiene un buen madrazo.

No seas güey, colega. ¿A poco piensas que fue un homicidio? La bala no comprometió el cerebro, le deshizo internamente el maxilar superior de este lado, ¿ves? Pero se quedó ciego; sin duda, la bala comprometió todos los músculos oculares, y no creo que haya oído algo más después del disparo, solo un zumbido. Ve como tiene el chingo de excoriaciones en la cara, el impacto proviene desde adentro.

Eso no quiere decir que sea un suicidio, que es a lo que yo me refiero, apeló su compañero.

Cuando se disparó estaba sentado en la cama; ¡mira!, la pistola está sobre las cobijas; y allí, en el suelo, empieza el rastro de sangre; luego, ciego y sordo atravesó el cuarto hasta esa cómoda, donde a tientas buscó algo que tal vez no encontró, las cosas están revueltas y manchadas de sangre…

Pero entonces, ¿dices que rompió el vidrio y metió la garganta él solito?

Buscó la ventana tentando, por eso están sus manos tatuadas en ese muro. Cuando la encontró golpeó el vidrio con el puño; ve cómo los nudillos de la derecha están magullados, y tiene un corte en el meñique.

Yo creo que intentó saltar, pero ha de ver pensado que una caída así no lo mataría.

Eso mero creo yo; y al tentar los vidrios a lo mejor se dio cuenta cuál era la salida.

Tiene lógica, colega… pero ya ves cómo la lógica nada tiene que ver luego, sino al revés.

Un flashazo relampagueó en la habitación trágica. El otro volvió a prender su grabadora para proseguir su análisis preliminar.

El cadáver presenta una gran herida en el cuello con exposición de vía aérea. Las incisas, de diferente longitud y profundidad, cercenaron hasta un grado medio la garganta…

Se escuchó que alguien subía por la escalera. De repente apareció en el pasillo el oficial que había llevado a la madre a la ambulancia, mas venía acompañado de otro sujeto. Conforme se acercaba, aquel tipo con traje y guantes de látex en las manos no me quitaba la vista.

Señores, pronunció por saludo a los forenses. Desde adentro del cuarto sus voces con tonos afectados dieron los buenos días al jefe.

¿Y usted quién es?, interrogó, justo cuando volvía a ensartar sus ojos sobre mí.

Soy amigo de Rubén… el fallecido. Venía con su mamá y quise quedarme para averiguar qué ha ocurrido.

¡Sáquelo de aquí!, ordenó con fastidio al oficial.

Me acompañó hasta la entrada, igual que los humores espesos de aquel hogar, la pólvora y la mierda en el primer piso, el aroma a tristeza y humedad en la planta baja, más el tufo a fatalidad y meados de gato en el patio. Me sentía turbado, ensimismado con la imagen descrita por los peritos. Caminaba por inercia, como a ciegas, abriéndome paso entre nuevos curiosos. De repente volteé hacia el interior de la ambulancia; la abuela yacía recostada en la camilla, le habían colocado una mascarilla de oxígeno; la madre, desconsolada, emitiendo sollozos inaudibles, mordía una gasa, sentada en la silla de ruedas que habían llevado antes para transportar a la anciana; una vecina le sobaba la mano con cariño, podía leerse comprensión en aquel gesto. De repente levantó la mirada, como buscando entre la chusma de vecinos el ánima de su hijo. Me vio, fijo, endureció la mirada y cobrando fuerzas gritó, ¡Agárrenlo!, ¡él es el asesino!

Todos los ojos me rodearon, como intentando recordar mi rostro para el resto de sus días. Un impulso de adrenalina arribó a mi cerebro y activó todo mi ser; en ese segundo pensé que me había incriminado yo mismo de la manera más estúpida. Ya corría y me libraba de las manos enardecidas que querían asirme a como diera lugar. Logré tomarles corta ventaja, entonces, de reojo, vi un policía; tropecé y caí de bruces; no me esposó, me hizo ‘manita de puerco’ para inmovilizarme y me subió a una patrulla. Ya desde el asiento del copiloto, preguntó con sequedad, ¿Por qué ‘corristes’?

Fue por impulso. ¿No vio cómo ya querían golpearme; si me dejo me linchan. Y eso que son vecinos, añadí con intención.

El hecho de estar dentro de la patrulla no me sugería protección, todo lo contrario. Mi corazón seguía alterado; mas afuera veía las caras escrutadoras y furiosas de la muchedumbre dirigidas a mí; podía leer lo que sugerían si me tuvieran un minuto entre sus manos. Algo volvió a gritar la señora desde la silla de ruedas y todos voltearon a mirar a alguien más; luego volvió a gritar y miraron hacia otro punto. El policía se fue, dejándome cautivo en la patrulla. Tardó poco en volver; se puso al volante, cerró la portezuela e inquirió con displicencia, ¿Dónde vives?

Indiqué mi dirección como si lo hiciera a un taxista, me llevó hasta la puerta. En camino me comentó que la señora se encontraba mal, que parecía estaba enloquecida; luego de señalarme a mí como el asesino de su hijo, acusó a una señora de haber sido ella, luego a un niño. El doctor le inyectó algo… ¡quién sabe qué ‘haiga’ sido!, expresó. Me vi obligado a entrar a la casa para ir por la exigida identificación oficial; la miró unos instantes, sin interés, luego dijo que esperaba su chesco y se iba. Resignado, pero también dispuesto a desembarazarme de todo aquel asunto lo antes posible, le extendí un billete de veinte, molesto por la cantidad, los extirpó de mi mano a una velocidad sorprendente y arrancó la patrulla a igual celeridad. Noté que los vecinos se hallaban asomados desde sus ventanas y puertas. Cerré la mía.

Es curioso como el morbo, la excitación que comulga con lo (en evidencia) desviado, la atracción por lo prohibido, puede empujarnos a episodios de estupidez, donde satisfacer dichos apetitos o necesidades aparentes ponen en riesgo nuestra integridad y salud, tanto física como psíquica.

Las imágenes de aquel chaval las mantengo frescas, ya no palpitan con la misma violencia y he logrado escarzarlas de la antesala de mis sueños. Pienso desde entonces de forma cotidiana en los suicidios, tanto simples como complejos, ya sean planificados o improvisados; roen mi curiosidad, alimentan mi obsesión e interés por los insensatos; la etiología suicida se ha transformado en uno de mis pasatiempos predilectos. Los métodos son mecánicos, lugares comunes; pero hay otros harto complicados, enigmáticos e interesantes.

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