Julián Robles
Ganar no lo es todo, sino lo único, grabó Vince Lombardi en el inconsciente colectivo norteamericano (nunca mejor utilizado al hablar de cultura gringa). El postulado no ha sido exclusivo del ámbito deportivo, pues ha permeado a diversas disciplinas de su sociedad, incluyendo la industria cinematográfica. Sólo en Estados Unidos podrían tener la misma filosofía para un deporte de tacleadas que para una expresión artística. En Hollywood el cine no es un arte sino una competencia. El éxito depende del número de estatuillas o de boletos vendidos. La calidad es lo de menos. Nadie les ha dicho aún que el arte no es comparativo y que los halcones nocturnos de Hopper no son más importantes que las salpicaduras de Pollock. Por encima del goce estético la mayor parte de nuestros vecinos y sus adoradores lamentablemente prefieren oír “And the winner is…”
La culpa es del placer de las listas, como lo llamó Umberto Eco. ¿Qué pensarían los fanáticos de los premios si supieran que las dos mejores películas de la historia fracasaron ante los críticos de su momento? A nadie le importa el dato, por supuesto, cuando lo que se pretende es pensar igual que los demás. Los primeros meses de cada año los Óscar le dan a millones de personas la oportunidad de calificar una obra por encima de otra -una emoción actoral, una partitura, unos cortes de edición- como si los mil millones de espectadores que ven la ceremonia de la Academia de Ciencias y Artes de Televisión supieran diferenciar las particularidades técnicas de un diseño sonoro, un guión o la fotografía de un film. ¿Cómo pueden opinar la mayoría sobre paletas y encuadres si ni siquiera distinguieron la degradación de la imagen cuando los proyectores de 35mm fueron sustituidos por los actuales de formato digital? Los mismos que juzgan con falsa severidad la calidad de una película nunca se enteraron que los dos mil pixeles en la pantalla (2k) no equivalen ni a la quinta parte de la nitidez que ofrecía la emulsión de plata. La experiencia cinematográfica, aquello que vemos en la sala, es un fragmento apenas de lo que hace unos pocos años solía ser.
Ante el empobrecimiento cualitativo de las grandes producciones de Hollywood, no es casualidad la relevancia que a últimas fechas han ido adquiriendo en los Óscares las cintas habladas en otra lengua. A falta de pan tortillas. El primer caso de un film internacional nominado como Mejor Película fue un clásico pacifista en plena efervescencia bélica (“La gran ilusión” de Renoir, con o sin comillas) y durante un lustro de vacas flacas a principios de los años setenta los yankees echaron mano de Costa Gravas y los suecos para rellenar sus ternas; sin embargo, la tendencia ha aumentado y en tiempos recientes han tenido que recurrir casi todos los años a la legión extranjera para engalanar su absurda y ceremoniosa competencia cinematográfica.
Ya con un Óscar en la mano Roberto Benigni brincó de felicidad las butacas poco antes de que a Javier Bardem le robaran uno por hablar en cubano y otro por hablar en español, pecado que no cometió Jean Dujardin quien por quedarse callado y ocultar su nacionalidad regresó a París con el premio bajo el brazo. A Marion Cotillard le perdonaron lo francesa al hacerse pasar por chaparra, malhumorada y fea, razón por la cual tiene asegurada la derrota este 2015 con su magnífica actuación en la fábula socialista de los hermanos Dardenne. Una brasileña y tres franceses más han perdido ya el premio en actuación; fotógrafos, maquillistas, diseñadores de arte y hasta un cantante uruguayo -al que le negaron la oportunidad de interpretar en vivo su propia canción- volvieron a sus respectivos países con el “pequeño hombrecito” en la maleta.
Nación de inmigrantes, el cine de EUA siempre ha recibido con los brazos abiertos a los cineastas extranjeros. Muchos de sus mejores exponentes nacieron lejos de sus fronteras (dato curioso, ninguno de los directores premiados en está década es gringo). En 2011 finalmente una producción foránea obtuvo el premio principal, aunque se trató de film mudo y los resabios de xenofobia en la cultura estadounidense no pudieron ser cortados de tajo: muchos de nuestros vecinos del norte tal vez supongan que El artista es más americana que Casablanca. Sin embargo, si los ejecutivos de los grandes estudios no reparan en la bazofia que producen, pronto la globalización penetrará en Hollywood y veremos al fin una cinta que recibirá el reconocimiento a la Mejor Película, sea de donde sea.
No todo es basura en los premios de la Academia. Muchos de los directores de cine más importantes de la historia y algunas de las películas esenciales de cualquier compendio del séptimo arte han recibido el Óscar a Mejor Película Extranjera, razón más que suficiente para arrellanarse en un sillón este año para ver a Pavel Pawilkowski dar un discurso de agradecimiento después de obtener el premio por Ida.