BIRDMAN (O LA INESPERADA VIRTUD DE CAMBIAR DE COLABORADORES)

Juan José Arreola —cuyo ingenio y maledicencia sólo eran comparables a su talento— comentó alguna vez que el original de Pedro Páramo no poseía la particular estructura que le conocemos sino que el manuscrito se le había caído a Juan Rulfo y al recoger los papeles del suelo olvidó ordenarlos de nuevo, para fortuna de él y de la literatura. Lo mismo parece haberle sucedido a Guillermo Arriaga en los tres guiones que le entregó a su entonces amigo Alejandro González Iñárritu, con quien colaboró en Amores perros, 21 gramos y Babel antes de retirarle el habla —según las malas lenguas, incluyendo las de ellos mismos— por una competencia de egos desiguales. El reconocimiento no siempre le tocaba al que más lo quería.

Tras el pleito, el guionista volvió a las andadas y escribió utilizando los mismos recursos Los tres entierros de Melquiades Estrada, Palma de Oro que seguramente le habrían negado si el jurado hubiese sabido que iba a hacer después El búfalo de la noche y posteriormente Fuego (horrendo título que los distribuidores en México le enjaretaron a su ópera prima para no traducir The burning plain y meterse en líos con los herederos de Rulfo.) Convencido de que para contar una historia lo mejor es jamás empezar por el principio, Arriaga ha hecho todo lo posible por alejarse de la narrativa convencional, a veces de manera innecesaria. Lo suyo es el breve formato, ya sean cortometrajes o largos con historias paralelas, donde el tema suele ser más importante que los personajes. No tiene nada de malo, por supuesto, pero tal vez le vendría bien un poco de variedad, probar las formas tradicionales de contar una trama, aunque sea nada más por curiosidad.

Caso contrario, cuando González Iñárritu puso fin al matrimonio creativo quiso filmar una película muy diferente. Nada de tesis globalifóbicas, alegorías antropomorfistas ni disquisiciones místicas que pesaban no gramos sino toneladas. Al revés, se tomó cuatro años en realizar su siguiente proyecto, Biutiful, una historia lineal, sin saltos temporales ni tramas corales; poco pretenciosa también y con una fuerte carga social. Parecía más un trabajo de Ken Loach que de Iñárritu. No era el despertar de una mariposa sino la hibernación del gusano, un film crisálida donde maduraron sus virtudes como cineasta. Otros cuatro años después el capullo se ha roto y el creador despliega sus alas en Birdman, con la cual toma altos vuelos como director en la industria más difícil de todas, la de Hollywood. Lo hace curiosamente en las antípodas de su estilo previo, pues ahora el tiempo fluye siempre hacia adelante al igual que la cámara, detrás de su protagonista, como si fuéramos el odioso álter ego que lo atormenta. En lugar de trozar el cuadro en mil piezas para que el público arme el rompecabezas, se dedica a desvanecer la transiciones y ensambla el mosaico en una calculada secuencia de imágenes unidas de forma imperceptible, como los 24 cuadros que el ojo no alcanza a reconocer.

Iñárritu debe la concepción de su película a muchos otros cineastas. De entrada a la influencia de Godard, primero en entender que el cine no necesariamente tiene que ser ficticio ni tampoco verdadero sino todo lo contrario; a Ronald Harwood, el extraordinario guionista de El vestidor, claro antecedente de Birdman; pero sobre todo a Tommy Lee Jones, pues gracias a él Rodrigo Prieto estaba ocupado y tuvo que recurrir a otro director de fotografía. Nadie duda del talento de Prieto, fotógrafo fetiche del Negro, sin embargo la disponibilidad del Chivo fue un regalo de la Diosa Fortuna que cualquier cinéfilo debe agradecer (si no hacía el juego de palabras me iba a salir un grano). Emmanuel Lubezki es el artista mexicano más importante en el cine actual y aquí lo demuestra: resulta irrelevante si el plano secuencia que fraguó tiene escondido uno o mil cortes, lo importante es la sensación que produce el flujo continuo del film gracias su capacidad de engañarnos con artificios de polvo y luz o técnicas sofisticadas de composición digital. Como los grandes ilusionistas, Lubezki sabe mezclar trucos elementales y magia de alta tecnología. Sus dos últimas nominaciones al Óscar lo ejemplifican, por un lado una película lírica, profundamente espiritual, y por el otro una espectacular recreación de la Tierra vista desde el espacio.

El logro artístico de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) y los premios que recoja pondrán contentos a millones de compatriotas que les gusta colgarse la medallita y caravanearse con sombrero ajeno. En este país cantar el “Cielito lindo” no es un acto de orgullo sino de apropiación. ¿A quién le importa si Iñárritu y Lubezki nacieron en Tlalnepantla o en Tombuctú? Los nacionalistas, acostumbrados a ennoblecer la bazofia siempre y cuando sea de un paisano, suelen volverse locos con el éxito de los mexicanos en el extranjero. Lástima que Stanley Kubrick no fue jarocho. Sin embargo, podrán estar contentos una larga temporada, pues se hablará de la película de González Iñárritu durante mucho tiempo.

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