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RELEVOS AUSTRALIANOS

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Paradas continuas

A la larga lista de frases que resumen la idiosincrasia del mexicano —en otra entrega abordaremos las grandes frases de nuestros siempre perdedores héroes nacionales independentistas, revolucionarios o deportistas—, el transporte público ha acuñado algunas por demás célebres, suficientes como para ocupar un pabellón entero del Museo Nacional de Antropología e Historia. “Niños mayores de tres años pagan pasaje aun sentados en la piernas”, demuestra como el mexicano, desde su nacimiento, posee el antídoto contra su propio ingenio, ya que debió de ser práctica común que las amas de casa se ahorraran unos pesos al cargar a sus vástagos sobre el regazo, durante la ominosa época en que algún vivales tomó la decisión de utilizar la Combi de Volkswagen como el medio más eficiente de transporte en la ciudad de México, bajo la lógica de que entre más unidades circularan más dinero se ganaría por permisos, tarjetones, revistas, placas, amparos más aquellos medios legales u oscuros para hacerse de recursos y de una buena clientela política. Dependiendo del criterio del impresor, en la frase de marras puede aparecer la figura de Tío Rico McPato, ataviado con sombrero de copa y un bastón, en actitud desafiante y prepotente. ¿Cómo llegó ahí este millonario personaje? ¿Se trata de la imagen del rico que explota al pobre y que no le deja ningún espacio posible para la evasión total o la distracción en la fábrica? Resulta evidente que ningún personaje mexicano de historieta podría ocupar el lugar de Tío Rico, sobre todo porque ¿les haríamos caso a pobretones como Memín Pinguín, Borola Burrón o Capulina?

Calcomanía clásica aquella que reza: “No tires basura no seas…” y que se complementa con el rostro de un Porky sudoroso y apenado, que se limpia con un pañuelo la vergüenza de su estirpe. La difundida idea que el cochino es un puerco porque sí, se desecha al leer las páginas de Vacas, cerdos, guerras y brujas, libro de Marvin Harris, quien explica que los cerdos se revuelcan en el lodo debido a la falta de glándulas sudoríparas.

Hace pocos días, al abordar un microbús, leí una frase escrita en la parte de atrás del respaldo del conductor. Estaba escrita con una tinta color naranja fosforescente, de esa que tiene la cualidad de expandirse, que se emplea comúnmente en adornos para despedidas de soltera o fiestas infantiles. Decía: “Favor de no jalar el asiento”. La idea me pareció descabellada, puesto que era incapaz de imaginar a alguien que por el hecho de pagar cinco pesos decidiera de buenas a primeras jalar el asiento como para asustar o desconcentrar al chofer. La respuesta llegó por sí sola cuando el susodicho entró con mucha dificultad por la estrecha puerta del microbús y dejó caer, literalmente, los más de cien kilos de peso de su humanidad, y convirtió al asiento en una tripa de borra y hule-espuma que aprisionó a una viejita que buscó comodidad en el peor lugar posible. Precisamente al descender, la viejita no tenía de otra más que apoyarse en el respaldo, para salir de esa trampa mortal. Su vida entera dependía de la resistencia de las bisagras del asiento, corroídas y polvosas.

El exterior de los vehículos de transporte es el mejor escaparate para el ingenio mexicano. La frase “A que no me pasas…”, cuya contundencia la coloca a la par de “Acaso estoy yo en un lecho de rosas” o “Va mi espada en prenda”, se rotula en la defensa trasera de los vehículos, sobre todo en los camiones “materialistas” (denominación para los que transportan grava, cemento, o varillas, nada que ver con marxismo). Al momento en que algún conductor bragado, de esos que abundan a lo largo de las decenas de miles de kilómetro de caminos asfaltados de la ciudad, acepta el reto y rebasa al camión, se topa con que en la defensa delantera, la frase remata: “…a tu hermana”.

Si estos cafres, verdaderos dueños de calles y avenidas, poseyeran un escudo con blasones, su insignia sería “Paradas continuas”, con lo que justificarían el entorpecer todos los días las vialidades de la ya muy congestionada Ciudad de México.

PuebLONDON

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NO SOY DE AQUÍ, NI SOY DE ALLÁ

Hace seis años mandé todo al cuerno y emigré a América del Norte, a los vastos territorios de Canadá, donde me esperaba una vida mejor en un lugar mejor como resultado natural de la ecuación “a mayor educación, mejor trabajo”. Todo mejor, lo mejor de lo mejor. Las puertas del primer mundo eran anchas y no tan ajenas. Obtuve una beca en una universidad situada en la que entonces era considerada la décima ciudad más grande de Canadá, London, en Ontario, y el futuro era brillante. El choque cultural no se dejó esperar. La décima ciudad más grande de Canadá tenía 320 mil habitantes (no manchen, solamente la delegación Azcapotzalco tiene 415 mil). El total de la población canadiense (30 millones de almas) se podía acomodar en la zona urbana de la Ciudad de México y un poquito más. La metrópoli más cercana, Toronto, contaba entonces con dos y medio millones de inquilinos, la más poblada de Canadá, y la gente se refería a ella como “ciudad monstruosa”, demasiado grande para vivir en ella según la mayoría.

Los Canuks, como se llaman a ellos mismos, tenían serios problemas de relación con su población indígena (ya les iré contando algunas historias sobre las Escuelas Residenciales, el sistema educativo separatista de los años setenta que es la vergüenza canadiense). Y, en general, la nación percibida como la más amable del mundo (Canadians are nice), reventaba de racismo. London pasó entonces a ser Pueblondon para mí. La provincia protestante del Canadá inglés donde los “verdaderos” canadienses se ocultan a la vista pública y se relacionan exclusivamente entre ellos. El Pueblo en el que, si no fuiste con los residentes a la preparatoria, jamás te invitarán a cenar.

El paraje casi surrealista de la película de Wim Wenders, “París, Texas”, cobró una brillantez cegadora: el sitio con el que sueñas y al que llegas se pueden llamar igual, pero no siempre son lo mismo. Estas provincias del primer mundo suspiraban por las capitales europeas, igualito que en mi ciudad, que es chinampa en un lago escondido. Por otro lado, volver a una rutina de estudiante después de una vida profesional de mediano éxito no se presentó tan fácil. El retorno a la universidad a los cuarenta años significaba que mis pares, aspirantes a doctores, serían al menos diez años menores que yo. Sin embargo, yo esperaba que el compañerismo y la buena onda latinoamericana limara los conflictos generacionales y todo fuera coser y cantar. En inglés y en español, porque primero que nada, la mayoría de nosotros venía al encuentro con la cultura anglosajona para aprender junto con mis hermanos latinoamericanos. Solo que mis hermanos latinoamericanos preferían reunirse en grupos de acuerdo a su nacionalidad, haciendo de una minoría una comunidad más pequeña aún. Con el paso del tiempo he ido perdiendo algunas de las particularidades de la idiosincrasia mexicana, debido a que la cotidianidad de la vida en Canadá exige una visión distinta de la convivencia y la vida diaria. Por otro lado, nunca me podría considerar canadiense porque su cosmovisión es totalmente diferente de la mía.

Me he convertido en el personaje border/híbrido de que hablan los antropólogos, que se define muy bien con el verso de la canción: “No soy de aquí ni soy de allá”, lo que me da un punto de vista peculiar sobre los acontecimientos globales, o mejor dicho, siempre tengo un “pero” para añadir a la conversación. Son todas estas las cosas que les quiero contar, algunas veces opinar de lo que pasa aquí y allá. Otras, desproticar así nomás sobre los mitos del primermundismo. Aunque ya sabemos que si en gustos se rompen géneros, en opiniones se rompen madres, pero después de la golpiza todos vamos por las chelas y tan cuates. Por eso, desde Pueblondon, seguiremos opinando.

ANARCRÓNICAS

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BACCARAT

Baccarat es el nombre de un juego de cartas en el que se juega contra la banca. El objetivo es lograr un valor exacto a nueve. Al contrario que en el Blackjack, si el valor de los naipes del jugador excede los nueve puntos, el total se resta de los naipes del jugador –es decir, si suma diez, estos diez se le restan, y vuelve a comenzar–. El Baccarat es un juego que requiere muchísima suerte, y en el que no hay vuelta atrás.

Baccarat también fue un tugurio de mala muerte que existió en la década de los noventa en la calle Morelos, a media cuadra de Bucareli, en la colonia Centro, justo en la zona de los grandes periódicos nacionales. Durante las primeras horas de la noche el lugar no era muy distinto de los otros que en aquella época pululaban en la ciudad: table dances llenos de mujeres de más de treinta, la mayoría entradas en carnes y con las marcas de la maternidad en el vientre que con aliento a Bacardí solicitaban al parroquiano “una copa, papito chulo”, al tiempo que buscaban el mejor ángulo para bolsearlo. Muchas de ellas madres solteras, la mayoría, provenientes de las periferias –Cuautitlán, Ciudad Nezahualcóyotl, Xochimilco–, que alternaban su oficio de sirvientas o de secretarias con el de escorts región cinco. Sin embargo, a partir de las cuatro de la mañana, el Baccarat se distinguía de los demás por su show, mismo que, debido a su naturaleza, debía de hacerse publicidad de boca en boca.

Cuando entrabas al lugar, de inmediato te hacía saber su condición de antro pobretón: una puerta de madera, cascada por los años de uso que daban paso a tres escalones empinados en donde los indispensables cadeneros hacían el cateo de rigor –es decir, sin rigor alguno–, al tiempo que pedía unas cuantas monedas de propina. Al ver a aquellos gandules de barrio, con puños de amplia experiencia en el asunto de romper cráneos, preferías darle una generosa gratificación, lo que inmediato te ganaba su favor. “Pásele jefe, que hay mesa de pista, y dicen que hoy llega Samantha”, lo decían así, casi con fervor, como si la mencionada fuera una diosa nocturna que bendijera con sus efluvios vaginales a quien tuviera el honor de encontrarse con ella. Caminabas por una alfombra que en sus mejores épocas había sido color vino, tomabas el asiento que te asignaban y pedías una bebida –cerveza siempre, por seguridad, cerrada, pues era conocida la afición del barman de agregar somníferos a los tragos–, y esperabas. Las pupilas del lugar bailaban alrededor de un tubo precario, sin soporte al techo, que se balanceaba peligrosamente ante cualquier intento de la danzante de realizar cualquier acrobacia extravagante. La mayoría de ellas hacía su trabajo con desgano, pegando el culo al tubo mientras se quitaban el sostén y mirándose a sí mismas en los espejos de las paredes. Casi ninguna de ellas hacía contacto visual con el público que, por lo demás, tampoco era muy entusiasta. Después de todo, ellas no eran el plato fuerte de la noche.

A las cuatro de la mañana el lugar tomaba un nuevo respiro. Llegaban nuevos andantes, muchos de ellos parejas swinger, y otros, curiosos que habían escuchado del show underground. A esa hora exactamente, previa presentación del dijey, hacía acto de presencia una pareja de strippers profesionales, hombre y mujer. Él, con visible trabajo de gimnasio, y ella, rubia de neumáticas nalgas que eran la obra de un cirujano de medio pelo. Dos meseros acomedidos subían un taburete a la pista y, luego, los bailarines la ocupaban vestidos para la ocasión –de soldados, médico y enfermera, policía y presa–, e iniciaban el baile. Se desnudaban con frialdad profesional y luego, sin más, ella le colocaba un condón con la boca a su compañero. Perrito, Chivito en el precipicio, Patita de ángel, algunas variaciones de las posturas sexuales más conocidas que ejecutaban con el hastío dibujado en el rostro, con la misma expresión que si despacharan un café o sacaran copias en un Office Max. Luego de dos o tres estertores fingidos del hombre, la pareja desaparecía, provocando en el público un aplauso tan apasionado como su actuación. Ellos, por supuesto, tampoco eran el plato fuerte.

Samantha llegaba únicamente ciertas noches. A veces los jueves, o los sábados, siempre rayando las cinco de la mañana. Era menuda, de cabello castaño, sucio; poca teta y trasero aceptable. Su rostro, sin una gota de maquillaje, estaba adornado con unos ojos grandes y mortecinos. Llevaba un abrigo y zapatos de aguja. Al verla entrar al local, el dijey hacía sus mejores esfuerzos por presentarla como la “Reina de la sensualidad”, “Princesa de la noche”,”Diosa del Sexo”. Ella se subía a la pista, se despojaba del abrigo, quedando desnuda y retadora frente al público. Invitaba a los parroquianos que quisieran acompañarla a su show, y varios aceptaban la oferta. Samantha se dejaba penetrar por sus tres orificios, con y sin condón, gozando cada embate con esa gallardía que solo se ve en los mártires y los locos. Era materia dispuesta en las manos de aquellos valientes que retaban al destino: la colocaban en todas las posiciones posibles, la volvían, la suspendían en el aire, la acostaban para eyacular sobre su rostro, sus pechos, sus nalgas. Al terminar, Samantha descendía de la pista con la dignidad de un gladiador, llevándose el aplauso de pie de la concurrencia. Salía por la puerta de servicio, y no volvía a aparecer, sino hasta otra noche aleatoria. “Joven, debería animarse a subir”, me dijo uno de los gorilas cuando me retiraba, ya rayando la mañana. Nunca me sentí con la suficiente suerte como para jugar naipes con la muerte.

El Baccarat, como muchos de sus lupanares hermanos, no aguantó el embate que Rosario Robles inicó contra los giros negros luego de la tragedia del Lobohombo. Actualmente, el local sigue abandonado, esperando quizá, la aparición de una Samantha que lo llene de magia otra vez.

METROPOL

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AGUARRACES PORTEÑAS

Esplendorosas y miserables, rudimentarias o maravillosas, las ciudades verdaderas son un imán de las pasiones. Pesadas como la culpa o ligerísimas como las nubes, todas las ciudades encierran un misterio. Quebrantar sus fortalezas o abandonarse a sus embrujos son las únicas posibilidades para palparlo y, con un poco de suerte, hacerlo nuestro.

Describir las ciudades es descubrir el cuerpo propio. Caminar sus calles es poseer pasos perdidos y olvidados; de allí que viajar implique obedecer las intuiciones. A veces sólo es necesario agarrar el mapa, coger un vuelo –¡los barcos de la Magenta Star son tan vintage!– y mandar todo al carajo: lo más bello de recorrer el mundo es dejar partes esenciales de uno mismo en el camino, para llegar ligero de culpas, pertenencias y mujeres al nuevo puerto.

Roberto Artl, uno de los escritores más potentes y verdaderos de este lado del Río de la Plata, escribió en su tiempo unas “Aguafuertes porteñas” que se leen con gran placer y de paso dibujan un contorno muy singular de los habitantes de esta urbe cosmopolita –no por lo que tiene de europeo y norteamericano en barrios como Palermo, Recoleta y Puerto Madero, que todavía recuerdan a París, Barcelona y Nueva York, sino por la migración de un lugar como Once y el Abasto, donde se ven paraguayos, bolivianos (dedicados a la venta de verdura), rusos, peruanos (presentes con su exquisita cocina y los giros negros) ucranianos, chinos –mafiosos, esclavizando a sus paisanos recién llegados con los mini súperes– coreanos, armenios, incontables colombianos en el área de servicios, toda suerte de judíos y cada vez más negros, principalmente senegaleses, pero también de Nigeria, Camerún, Liberia y Sierra Leona, abocados a la venta de bisutería. Buenos Aires es un gran laboratorio en el que todo sucede ante los ojos como por vez primera, arrasando en su tráfago volátil símbolos, mercancías, furores y espasmos para pergeñar instantes, recuerdos algunos textos. Esta ciudad tiene swing y está cantando en este momento.

Con esta entrega, piedra de toque de aventuras por venir, haremos de los itinerarios sensibles de un vagabundo profesional –a salto de mata entre el inmigrante y el turista– un territorio para compartir el incidente: ensayaremos caminando, platicaremos describiendo.

LINDY, EL CABALLERO DEL AIRE

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Antes de que saliera el sol, la mañana del 14 de diciembre de 1927, más de cincuenta mil personas esperaban la llegada de Charles Lindbergh a los Llanos de Balbuena, el mismo sitio donde Alberto Braniff, en 1910, volara un aeroplano por primera vez en la historia de la aeronáutica nacional. Según la información publicada en la primera plana del periódico Excélsior, “Lindy” aterrizaría a las nueve horas y sería recibido por el presidente Plutarco Elías Calles y Dwight D. Morrow, embajador de los Estados Unidos. No exageraban las notas periodísticas cuando afirmaban que “Nunca en la historia de México se verán como el día de hoy, las multitudes enloquecidas que irán como arrastradas por una vorágine de gloria, hacia los campos de Balbuena.”

Para asegurarse un buen lugar, cinco mil personas habían pasado la noche en las cercanías de los llanos, un extenso y árido terreno que desde hacía varios años funcionaba como aeropuerto militar y escuela de aviación. Cientos de vehículos congestionaban desde la noche anterior la Calzada de Balbuena y la carretera a Puebla, lo mismo que las calles habilitadas como vías de llegada al aeródromo como República de Colombia, San Ildefonso, Tomatlán y Lecumberri. Los vehículos oficiales, identificados por medio de una tarjeta expedida por la Dirección de Tránsito, tenían paso franco a través de la calle de Moneda. El servicio de transporte público, incluyendo el tren, ofrecía viajes hasta el sitio para que nadie se quedara sin ver la llegada de Lindbergh, el más famoso de los pilotos, el hombre que había realizado la hazaña de atravesar el Atlántico sin hacer escalas, trazando una línea entre Nueva York y París apenas unos meses antes, en mayo de 1927.

En el aeródromo, cuatro regimientos del ejército circundaban las instalaciones para evitar que la multitud invadiera la pista de aterrizaje una vez que “El espíritu de San Luis” apareciera en el aire. Por su parte, cordones de policía se extendían desde el zócalo hasta Balbuena para mantener el orden y dejar el paso libre al automóvil descubierto que llevaría a Lindy a la embajada norteamericana. Días después de que se filtrara la noticia de que el “águila solitaria” vendría desde la ciudad de Washington, la recepción se fue organizando con tal ímpetu que no pasó mucho tiempo para que los camiones de transporte público fueran bautizados como “Lindbergh”, o que se vendieran en las esquinas paletas con ese mismo nombre, o que las damas usaran sombreros modelo “Lindy”. Ya en el colmo de la euforia, una fonda cercana a la Secretaría de Gobernación ofrecía quesadillas “Lindbergh”.

Antes de que dieran las nueve, tan solo en los llanos había más de ciento cincuenta mil personas, y una cifra semejante aguardaba desde las inmediaciones del aeródromo y hasta el zócalo. Por órdenes de Plutarco Elías Calles todos los comercios estaban cerrados y las casas lucían en sus balcones banderas mexicanas y estadounidenses. El viaje de Lindbergh a México ocurría en un contexto complejo: a nivel interno la guerra contra los cristeros alcanzaba su máxima intensidad, al tiempo que Elías Calles forcejeaba contra las poderosas petroleras estadounidenses que se oponían a los cambios constitucionales en materia de hidrocarburos. Desde el inicio de la Revolución Mexicana las relaciones entre ambos países se tensaban de vez en vez al grado de quedar al borde de una nueva guerra. Dwight D. Morrow, el embajador que sustituyó al beligerante James R. Sheffield (quien pugnaba por una nueva intervención norteamericana), actuó como el hombre de negocios que era (además de banquero presidía la General Electric), calmando las aguas y ganándose la confianza de del presidente mexicano.

Pasadas las ocho de la mañana se recibió en el Castillo de Chapultepec un telegrama: “El Espíritu de San Luis” había sido visto en la ciudad de Tampico. Calles partió hacia Balbuena junto con la comitiva oficial, integrada por figuras como Genaro Estrada, secretario de Relaciones Exteriores, y el general José Álvarez, jefe del Estado Mayor Presidencial. El trayecto fue breve. A las ocho cuarenta y cinco ya estaban en el campo de aviación, donde se encontraron con Morrow, acompañado por su esposa y su hija; el embajador de Brasil, y los ministros de Francia, Inglaterra y Bélgica, países a los que Lindbergh había llegado en su famoso viaje. Una banda de guerra rindió honores al presidente quien luego subió hasta la azotea de la Escuela de Aviación en donde se había construido una pequeña tribuna de madera apenas cubierta por una lona. Los demás invitados especiales también subieron a la tribuna que resultó tan pequeña que otros funcionarios públicos se quedaron abajo, de pie, a la espera de Lindbergh.

La noticia del viaje se filtró a la prensa el 8 de diciembre de ese mismo año. En los periódicos se decía que una fuente de mucha credibilidad aseguraba que Lindy vendría a México una vez que el Departamento de Estado aprobara la solicitud del embajador Morrow, aunque también se decía que el permiso estaba pendiente porque la presidencia de México no había emitido la invitación correspondiente . Al día siguiente, el piloto nacido en Detroit en 1902 confirmó que vendría. Lo hizo en el “Racquet Club”, después de recibir la medalla de aeronáutica “Langley” del Smithsoniano, instituto al que donaría “El Espíritu de San Luis”. “Fue una invitación personal del presidente de México”, dijo. “Haré el viaje en ‘El Espíritu de San Luis’ que no ha sido reparado pero que sí ha sido examinado cuidadosamente”. Sería una viaje no oficial, de “buena voluntad”, en el que no intervendría ni el Departamento de Estado ni el embajador Morrow. Sin embargo, era necesario que el gobierno de Estado Unidos dejara subir a Lindy a su aeroplano, porque seguía en vigor un embargo de armas y municiones que también impedía el paso de aviones hacia México. Lindy lo sabía. Gracias a su buen olfato político, destacó que la iniciativa de Calles, la buena disposición de Washington y los esfuerzos del embajador Morrow para normalizar las relaciones entre los dos países, eran claras señales de que la amistad se impondría al encono, y que los vuelos de larga distancia fomentaban la paz entre los países.

Los reporteros le preguntaron si él mismo cubriría los gastos del viaje. Lindy se rió y les contestó que aunque la Fundación Guggenheim no auspiciaría este nuevo viaje, sí lo haría el grupo de San Luis Missouri. En el aire quedaba la fecha exacta y si el “aviador loco” realizaría un vuelo directo o con escalas. Al día siguiente el “embajador del aire” confirmó al Jefe Máximo que viajaría a México el miércoles 14 de diciembre, sin hacer escalas, lo que sería el último viaje del famoso aeroplano. Despegaría de Washington hacia el Golfo de México, para luego internarse en territorio mexicano. Si todo salía bien, el vuelo le tomaría poco más de veinticuatro horas.

El domingo 11 de diciembre, en la tercera sección del Excélsior apareció un dibujo con el recorrido que Lindbergh realizaría entre Washington y la Ciudad de México. Se destacaba, no sin razón, que la capital lo recibiría con “loco entusiasmo”. Por instrucciones de Calles, en Balbuena cuadrillas de soldados y trabajadores preparaban el campo y se instalaban seis potentes reflectores en caso de que Lindy aterrizara de noche. La Secretaria de Guerra y Marina, por medio del Departamento Aeronáutico, elegiría a un grupo de pilotos mexicanos para escoltar a Lindbergh cuando éste cruzara la frontera.

Sin embargo, el día del aterrizaje, las cosas no marchaban según lo previsto. En Balbuena, cuatro bandas de guerra se turnaban para entretener a los invitados especiales y a la multitud que se apretujaba intentando acercarse lo más posible a la pista de aterrizaje. Los soldados repartían órdenes y uno que otro culatazo para contener los ánimos y la expectación. Y así habrían de pasar varias horas más, porque el avión de Lindbergh no aparecía.

En la tribuna era palpable el nerviosismo. A pesar de no ser un viaje oficial, cualquier incidente podría enturbiar de nuevo las relaciones entre ambos países. Ayudantes del presidente Calles llamaban a la Dirección General de Telégrafos, al Palacio Nacional o al Castillo de Chapultepec. Después del telegrama que informara del supuesto aeroplano en Tampico, nadie más lo había vuelto a ver. Es probable que para tranquilizar a la multitud se diera la orden de que un camión provisto de un gran pizarra recorriera la pista. En la pizarra decía que el avión de Lindbergh había sido visto a las ocho y cincuenta de la mañana en Tampico, y que llegaría pasadas las diez y media de la mañana. Conforme leían el mensaje, las miles de personas gritaban entusiasmadas.

A las diez y veinte se ordenó que los aviones que escoltarían a Lindy tomaran pista y se elevaran en busca de “El Espíritu de San Luis”. Uno de ellos tuvo problemas para despegar y terminó con la punta clavada en la tierra. Cinco minutos después el presidente Calles recibió la noticia de que el “esperado pájaro de los aires” había sido visto en Platón Sánchez, población de la Huasteca potosina. La información, desde luego, era errónea. El camión con la pizarra volvió a encaminarse a lo largo de la pista anunciando ahora que Lindbergh había pasado por Tantoyuca a las diez de la mañana. La emoción volvió a desbordarse: el invitado estaba a punto de llegar. A las diez cuarenta y cinco, el sonido lejano de una hélice se empezó a escuchar. Durante unos segundos la muchedumbre guardó silencio hasta asegurarse de que, efectivamente, se trataba de un avión. Las más de ciento cincuenta mil personas miraron hacia el noreste. El júbilo estalló en gritos, cientos de sombreros se agitaron y volaron al viento, mientras que miles de índices señalaban el punto negro que aparecía en el horizonte. El aparato se fue acercando a la pista solo para callar a la multitud y desesperar por enésima vez a los invitados de la tribuna: el avión que descendió en la terrosa pista de Balbuena era un aparato nacional que regresaba de Pachuca.

El presidente Calles ya no creía en nadie. Todos sus subalternos le fallaban una y otra vez, dejándolo en ridículo. A las once y doce minutos se recibió un nuevo telegrama: el avión que todos esperaban había sobrevolado la capital de Hidalgo. La noticia se dio por cierta. El embajador Morrow bajó de la tribuna acompañado del general Álvarez y ambos abordaron el automóvil que recogería al piloto al pie del avión. Entonces se volvió a escuchar el rumor de una hélice que inyectó ánimos a la muchedumbre. Parecía que esta vez la espera de tantas horas llegaría a su feliz final pero de nueva cuenta la esperanza y los buenos deseos se empolvaron con la tierra de la pista: el aparato que descendía era conocido como “La chata”, y pasó lo mismo minutos después cuando “El espíritu de San Diego”, un avión idéntico al de Lindbergh, llegó a Balbuena, transportando al señor Rihl, dueño de la Compañía Mexicana de Aviación, quien traía las cámaras para filmar la llegada de su paisano. Después se sabría que este avión Fairchild era el mismo que había sido visto en Tampico (de ahí había despegado), y que supuestamente iba a indicarle el camino a Lindy.

Como si la decepción no fuera suficiente, de los cuatro aviones que habían despegado para buscar a Lindbergh, sólo dos regresaron. El otro tuvo que aterrizar de emergencia en la Villa de Guadalupe Hidalgo.
Calles y Morrow se imaginaron el peor de los escenarios: que Lindy ni siquiera había podido entrar a territorio nacional. Según sus propias palabras, confiaba en recorrer las poco más de dos mil millas entre Washington y la Ciudad de México en veinticuatro horas. Sin embargo, frente a la buena disposición de los políticos, el servicio Meteorológico de Estados Unidos había advertido de los peligros que enfrentaría el piloto, al considerar que el viaje era comparable a cruzar el Atlántico porque se desconocían las condiciones climáticas. Por ello, Lindbergh había estudiado dos posibles rutas, dependiendo de la dirección del viento. En caso de un aterrizaje forzoso, el piloto llevaba alimentos para una semana —pan, tabletas de chocolate y sopa—, agua y un rifle para cazar. Desde su partida el día anterior, a las 12:28 horas, del aeródromo de Bolling Field, en Washington, el viaje parecía destinado al fracaso. Una copiosa lluvia anegó la pista y le impidió despegar en dos ocasiones; en la tercera y definitiva, pasó muy cerca de los árboles que rodeaban el campo. El avión dejaría suelo norteamericano en Punta Isabel, Texas, población que encendería antorchas a la media noche para señalarle el camino correcto. De ahí en adelante solo quedarían los deseos de un hombre y la capacidad de su avión.

Hacia la una de la tarde, la desesperación y el cansancio terminaron con la paciencia de miles de personas que comenzaron a caminar a lo largo de la Calzada de Balbuena. Se sentían decepcionados. De nada había servido pasar mala noche en descampado ni sufrir los empujones y hasta el maltrato de la tropa. El sol de invierno calentaba con tanta intensidad que la Cruz Roja sacaba en camilla a hombres y mujeres insolados o que caían por agotamiento. Pisotones, magulladuras y niños perdidos eran el saldo de la espera. Regresar a la ciudad se convirtió en un nuevo calvario: la saturación de vehículos convirtió a la Calzada de Balbuena en un extenso estacionamiento. Los coches de alquiler, desde luego, hacían su agosto en diciembre, cobrando cantidades estratosféricas para llevar a los desgraciados de vuelta a la civilización. En la tribuna, el presidente ordenó que toda la red telegráfica se concentrara en buscar al “El espíritu de San Luis”.

A las 2:25, uno de los ayudantes del presidente le entregó el último telegrama: el general Calles empezó a leer el cable, deseando que no anunciara una tragedia. Eran buenas noticias: a las 2:08 un avión sobrevoló la ciudad de Toluca. El presidente ordenó que todas las naves disponibles despegaran hacia la capital del Estado de México. Diez minutos después, las miles de personas que aún permanecían en los llanos, contemplaron los tres puntos que aparecieron en el cielo. El avión del centro era “El Espíritu de San Luis. “Ahí está, ahí está”, gritó la gente que de nueva cuenta empezó a saltar y aplaudir. Quienes no habían perdido aún el sombrero volvieron a lanzarlo al aire, y los rijosos empezaron otra vez a empujar para romper el cerco de la tropa que resistió hasta que el más famoso de los monoplanos, tras dar algunas vueltas de reconocimiento, se posó con delicadeza en la pista de aterrizaje. El embajador Morrow bajó de la tribuna acompañado del general Álvarez, subieron otra vez al coche, seguidos de una compañía de motociclistas que debía de rodear al avión. En la tribuna los invitados se abrazaron y aplaudieron, algunas damas norteamericanas lloraron de la emoción.

Cuando se detuvo “El Espíritu de San Luis”, Charles Lindbergh salió del avión y pisó la tierra de Balbuena. Acostumbrado a los recibimientos multitudinarios, no se inmutó al ver a los motociclistas que se aproximaban y a la muchedumbre que corría a través del llano para acercársele. El embajador, al llegar, le sonrió al famoso coronel. Le dio un abrazo. “¿Está cansado?”, le preguntó. “Not much”, respondió lacónicamente el piloto. Los motociclistas cerraron el paso al gentío justo a tiempo, permitiendo que el piloto subiera al vehículo que arrancó en dirección a la tribuna. Sin perder los ánimos, de acuerdo con la crónica de Manuel Becerra Acosta, la gente cargó el avión y lo llevó hasta al pie de la tribuna, ubicada a un kilómetro de distancia.

Al bajarse del coche, como ocurre en estos acontecimientos, alguien le entregó a Lindy un sombrero de charro y un sarape de Saltillo. El piloto le pasó a alguien los obsequios y, antes de subir a la tribuna, se sacudió el polvo. Nunca dejó de sonreír, como si no hubiera viajado más de veinticuatro horas, sentado en una incómoda silla de mimbre. Una vez arriba, Plutarco Elías Calles y Lindy se saludaron. “Todo el pueblo de México ha sentido una verdadera angustia por usted”, dijo el general. “Siento mucho que por una ligera desviación haya causado inquietud entre ustedes”.

El acto que culminó la fiesta en Balbuena fue la entrega de las llaves de la ciudad a Charles Lindbergh, designado huésped de honor. Bajó de la tribuna y abordó de nuevo el coche descubierto que partió a toda velocidad hacia el zócalo. Guardias presidenciales a caballo abrieron el camino junto con los motociclistas que atropellaron a una que otra persona; detrás de ellos tres operadores abordo de un coche filmaban el recorrido, después venía Lindbergh junto con el embajador. Ya sobre la calle de Moneda, serpentinas y confetis llovieron de los balcones, la gente que aplaudía parada en las aceras, otras arrojaban flores al paso del héroe que seguía sonriendo y saludando.

El coche dio vuelta al zócalo, luego tomó Madero hasta avenida Juárez, siguió por Reforma, Insurgente y se detuvo en la embajada norteamericana en la calle de Niza, sitio al que fue muy difícil entrar debido al gentío que abarrotaba la calle. Una vez dentro, Lindy subió al primer piso de la casa y fue a asomarse a uno de los balcones. La gente siguió aclamándolo al grado de que un espontáneo logró silenciar a la gente y soltó una arenga en honor al piloto más osado de la historia. El sujeto seguiría hablando de no ser porque el general Álvarez lo mandó callar: el piloto tenía que descansar antes de ser recibido por el presidente en Palacio Nacional.

Después, el coronel Charles Lindbergh pidió un teléfono. Llamó a Detroit para avisarle a su madre que ya estaba en México.