ANARCRÓNICAS

BACCARAT

Baccarat es el nombre de un juego de cartas en el que se juega contra la banca. El objetivo es lograr un valor exacto a nueve. Al contrario que en el Blackjack, si el valor de los naipes del jugador excede los nueve puntos, el total se resta de los naipes del jugador –es decir, si suma diez, estos diez se le restan, y vuelve a comenzar–. El Baccarat es un juego que requiere muchísima suerte, y en el que no hay vuelta atrás.

Baccarat también fue un tugurio de mala muerte que existió en la década de los noventa en la calle Morelos, a media cuadra de Bucareli, en la colonia Centro, justo en la zona de los grandes periódicos nacionales. Durante las primeras horas de la noche el lugar no era muy distinto de los otros que en aquella época pululaban en la ciudad: table dances llenos de mujeres de más de treinta, la mayoría entradas en carnes y con las marcas de la maternidad en el vientre que con aliento a Bacardí solicitaban al parroquiano “una copa, papito chulo”, al tiempo que buscaban el mejor ángulo para bolsearlo. Muchas de ellas madres solteras, la mayoría, provenientes de las periferias –Cuautitlán, Ciudad Nezahualcóyotl, Xochimilco–, que alternaban su oficio de sirvientas o de secretarias con el de escorts región cinco. Sin embargo, a partir de las cuatro de la mañana, el Baccarat se distinguía de los demás por su show, mismo que, debido a su naturaleza, debía de hacerse publicidad de boca en boca.

Cuando entrabas al lugar, de inmediato te hacía saber su condición de antro pobretón: una puerta de madera, cascada por los años de uso que daban paso a tres escalones empinados en donde los indispensables cadeneros hacían el cateo de rigor –es decir, sin rigor alguno–, al tiempo que pedía unas cuantas monedas de propina. Al ver a aquellos gandules de barrio, con puños de amplia experiencia en el asunto de romper cráneos, preferías darle una generosa gratificación, lo que inmediato te ganaba su favor. “Pásele jefe, que hay mesa de pista, y dicen que hoy llega Samantha”, lo decían así, casi con fervor, como si la mencionada fuera una diosa nocturna que bendijera con sus efluvios vaginales a quien tuviera el honor de encontrarse con ella. Caminabas por una alfombra que en sus mejores épocas había sido color vino, tomabas el asiento que te asignaban y pedías una bebida –cerveza siempre, por seguridad, cerrada, pues era conocida la afición del barman de agregar somníferos a los tragos–, y esperabas. Las pupilas del lugar bailaban alrededor de un tubo precario, sin soporte al techo, que se balanceaba peligrosamente ante cualquier intento de la danzante de realizar cualquier acrobacia extravagante. La mayoría de ellas hacía su trabajo con desgano, pegando el culo al tubo mientras se quitaban el sostén y mirándose a sí mismas en los espejos de las paredes. Casi ninguna de ellas hacía contacto visual con el público que, por lo demás, tampoco era muy entusiasta. Después de todo, ellas no eran el plato fuerte de la noche.

A las cuatro de la mañana el lugar tomaba un nuevo respiro. Llegaban nuevos andantes, muchos de ellos parejas swinger, y otros, curiosos que habían escuchado del show underground. A esa hora exactamente, previa presentación del dijey, hacía acto de presencia una pareja de strippers profesionales, hombre y mujer. Él, con visible trabajo de gimnasio, y ella, rubia de neumáticas nalgas que eran la obra de un cirujano de medio pelo. Dos meseros acomedidos subían un taburete a la pista y, luego, los bailarines la ocupaban vestidos para la ocasión –de soldados, médico y enfermera, policía y presa–, e iniciaban el baile. Se desnudaban con frialdad profesional y luego, sin más, ella le colocaba un condón con la boca a su compañero. Perrito, Chivito en el precipicio, Patita de ángel, algunas variaciones de las posturas sexuales más conocidas que ejecutaban con el hastío dibujado en el rostro, con la misma expresión que si despacharan un café o sacaran copias en un Office Max. Luego de dos o tres estertores fingidos del hombre, la pareja desaparecía, provocando en el público un aplauso tan apasionado como su actuación. Ellos, por supuesto, tampoco eran el plato fuerte.

Samantha llegaba únicamente ciertas noches. A veces los jueves, o los sábados, siempre rayando las cinco de la mañana. Era menuda, de cabello castaño, sucio; poca teta y trasero aceptable. Su rostro, sin una gota de maquillaje, estaba adornado con unos ojos grandes y mortecinos. Llevaba un abrigo y zapatos de aguja. Al verla entrar al local, el dijey hacía sus mejores esfuerzos por presentarla como la “Reina de la sensualidad”, “Princesa de la noche”,”Diosa del Sexo”. Ella se subía a la pista, se despojaba del abrigo, quedando desnuda y retadora frente al público. Invitaba a los parroquianos que quisieran acompañarla a su show, y varios aceptaban la oferta. Samantha se dejaba penetrar por sus tres orificios, con y sin condón, gozando cada embate con esa gallardía que solo se ve en los mártires y los locos. Era materia dispuesta en las manos de aquellos valientes que retaban al destino: la colocaban en todas las posiciones posibles, la volvían, la suspendían en el aire, la acostaban para eyacular sobre su rostro, sus pechos, sus nalgas. Al terminar, Samantha descendía de la pista con la dignidad de un gladiador, llevándose el aplauso de pie de la concurrencia. Salía por la puerta de servicio, y no volvía a aparecer, sino hasta otra noche aleatoria. “Joven, debería animarse a subir”, me dijo uno de los gorilas cuando me retiraba, ya rayando la mañana. Nunca me sentí con la suficiente suerte como para jugar naipes con la muerte.

El Baccarat, como muchos de sus lupanares hermanos, no aguantó el embate que Rosario Robles inicó contra los giros negros luego de la tragedia del Lobohombo. Actualmente, el local sigue abandonado, esperando quizá, la aparición de una Samantha que lo llene de magia otra vez.

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