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ISIS

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Sobre Avenida de los Insurgentes, casi a tres cuadras de la Glorieta, hay actualmente un restaurante de cierta famosa cadena de pizzerías. Quienes entran a comprar sus viandas con doble queso y salami no recuerdan -o ni siquiera saben-, que en ese mismo local se encontraba, hace más de quince años, uno de los templos del placer nocturno más gozosos de la ciudad: el Isis.

Se podía llegar a él a oscuras, sólo por el anuncio en neón que coronaba su entrada: un magnífico Ojo de Horus conformado por más de cien tubos luminosos de distintos colores que invitaba al noctámbulo a participar de los ritos paganos que en el interior se efectuaban; ritos que, indudablemente, dejaban una marca en quien aceptaba la invitación.

El Isis estaba en un local estrecho y muy largo, en donde sólo cabían dos filas de mesas y la pista. Esta última, de sesenta centímetros de ancho y diez metros de largo, corría como una columna vertebral que unía todo el recinto y el parroquiano podía sentarse a la orilla, poner su trago ahí e incluso platicar con las odaliscas mientras hacían su baile. Huelga decir que las mujeres, debido a las reducidas dimensiones del escenario, debían hacer verdaderas acrobacias para no caer o no dar una patada involuntaria a los espectadores; quizá por ello, la mayoría eran jóvenes y atléticas; algunas incluso, estudiantes de danza que se presentaban con los pies descalzos. Los privados, improvisados con lona y herrería, tenían vocación de cuarto de hotel: cadenas en donde las chicas se suspendían para mejor complacer al cliente, soportes en donde el caballero colgaba su ropa, sillas altas y cómodas para disfrutar mejor de las formas de la acompañante. Ellas, por general, eran pródigas en sus caricias; sólo había que tener cuidado de que la pasión no desbordara, pues se corría el riesgo de que ambos cayeran y derrumbaran todos los demás privados, haciendo que el cliente quedara, además de magullado, con una deuda bastante generosa.

Los bailes en la pista también eran una fiesta: las tabledancers, generalmente madres solteras, eran bastante agradables, e incluso, podía decirse, maldosas. Debido a la corta distancia entre ellas y los clientes, las bromas entre ambos eran frecuentes: limonazos, besos y lamidas imprevistas, hielos en la tanga y/o en el cuello de la camisa no eran raros. Recuerdo en especial a una de ellas, de facha anarcopunk, que durante su acto acostumbraba robar la cerveza de la mano a algún desprevenido para, acto seguido, masturbarse con el cuello de la botella. Todos observábamos esa maravilla y reíamos cuando la ninfa regresaba el trago, ya condimentado, a la víctima de la broma, quien por lo general lo tomaba de buena manera y solicitaba un privado. Por supuesto, no faltaba el valiente que le daba el trago a su cerveza luego del número y afirmaba que sabía a clamato con limón.

Sin embargo, la memoria más clara que tengo del lugar fue un 15 de Septiembre. Ese día, el administrador tuvo la puntada de conseguir una orquesta de pueblo para amenizar el grito de independencia. Los músicos, casi todos pueblerinos, en su mayoría no pasaban de los dieciocho años. Esto hizo que las bailarinas, bastante maliciosas, se mancharan con ellos: pasaban desnudas a su lado, se les repegaban a la espalda, les sonreían; una incluso se exprimió un limón en los senos justo cuando ellos tocaban Dios nunca muere con sus desafinadas trompetas: los chicos, temblando de sudor, apenas si podían contener sus erecciones mientras seguían tocando con el profesionalismo de los músicos del Titanic.

El Isis tampoco sobrevivió a las razias posteriores al incendio del Lobohombo: fue clausurado y jamás volvió a abrir como lugar non-sancto. Años después, se instaló ahí una farmacia de Similares que no tuvo éxito y, actualmente, opera la pizzería que se mencionó al principio y en donde probablemente algunas de las bailarinas, actualmente respetables amas de casa, comen junto con su familia. El anuncio, que merecía estar en un museo de la vida nocturna chilanga, probablemente terminó sus días en el basurero.

BLAKE, BAJTÍN, EASTON ELLIS Y EL JERRY EN ACAPULCO

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“El ángel me dijo: Tu fantasía se ha impuesto a mí; esto debería ruborizarte” (Blake)
En Acapulco la fiesta nocturna es estatuto. ¿Rechazaría usted la posibilidad de vivir en un éxtasis continuo? Desde la pandilla de Hollywood hasta las generaciones de muchachitos que terminaban nadando en la lluvia de espuma del Disco Beach, pegados a los cuerpos de las güeras spring breakers. Gerardo Ramírez, el Jerry, nigth lifer profesional, party boy de altos vuelos ahora en retirada, es alguien quien puede hablar con autoridad del alto precio de tomar la vida hasta no verte, Jesús mío.

Si yo pudiera ponerle rewind al casete
Si en lugar de zamparme cinco Babies mangos, más cinco shots de tequila, whiskies, y hacer un revoltijo en una noche, y luego andar queriendo otras cosas por la nariz… (Hace una rápida elipsis.) Al final todo es el balance, concluye, pero el balance nadie lo tiene. Muchos tenemos que volarnos la cabeza para entender que el balance es la vida. Es mucho el precio, man. Me deprimí, me quise ahorcar. Está cabrón. Al rato no puedes ni chingarte un chocolate envinado porque luego ya quieres todo. Al menos he conservado el límite de no llegar hasta la doble A. Tiene sus consecuencias nacer en ciertos tipos de ambiente: te vuelves autodestructivo. Si uno pudiera echar un clavado profundo a los pensamientos y analizar por qué nos gusta ir suicidándonos lentamente, sería un panorama muy triste. ¿Me entiendes?

“La jeringuilla se llena de sangre. Eres un chico muy guapo y eso es lo único que importa” (Easton Ellis)
Imagínate parties donde te reciben con una cajita con cincuenta toques, las M&M´s, con la charolita del polvorón. Pasabas al baño y te encontrabas con alguna artistilla. Comencé bien chavito, desde los quince años, trabajaba como gio, en el hotel Majestic, el primer hotel de concepto all inclusive, nuestro deber era divertir a todas las chavitas, con barra libre todo el día, haciendo la pool partie, con el alcohol de batalla. Fui todo un personaje, estaba bien morrito y ya conducía los concursos en el News a reventar de gente, ante casi mil personas, me tenía que meter como seis o siete tequilas antes de entrar a la pista: ¡Good evening every body to our famous bikini contest…!, claro. Era capitán de estación y andaba con el clásico trapito, el caballo, una servilleta de tela que te avientas al hombro, con mi radio colgado, sintiendo la vibra de la noche, pasando nenas gratis, atendiéndolas, cotorreando con la gente. Me volteaban a ver chavas que hoy ni me tirarían un pedo, y que tómate una copita, esto lo otro. Se vive mucha adrenalina, man. Te pasan muchas cosas extraordinarias. Un día mi padre me dijo: Si vas a ser burro vago, sé burro vago internacional. Y como varita mágica sus palabras, al tiempo me fui a trabajar con la familia Funtaner, los dueños del agua Bonafont. A los veinticinco años ya viajaba con gente como Salinas de Gortari, los hijos de Slim, mientras recorrían Europa. (Pausa para prender un toque.)

¿Cómo describes la fuerza de atracción del exceso?
Netamente personal. Uno solito va dejándose llevar. Te vuelves muy inestable, empiezas a reaccionar poco consciente: go whit the flow. Aunque ya no salgo de noche, creo que sigo viviendo ese rush de la vida nocturna, el instinto de excitarse y salir a echar la fiesta, imagínate esto, vivo solo, en un departamento a tres pasos de la avenida Costera; nomás siento soplar el vientecito de la noche y ayayay, siento el power.

¿O sea que cada fin de semana te avientas una luchita interior por controlarte y no lanzarte a la fiesta?
Completamente. Como dicen los alcohólicos anónimos “sólo por hoy”. Me fumo mínimo diez cigarros diarios para la ansiedad. Es una lucha interior, por supuesto. Solo me salva el ejercicio, bróder, y comer bien todos los días. Trato de matar la angustia con ejercicio, puro cardio, nada de pesas.

¿Es algo para siempre?
Yo creo que sí. Por lo menos vas superando ciertas dimensiones tristes. La primera es resentir que te pierdes todas las fiestas, y uno de verdad se siente mal. Es un gran paso para mí el ya no arrepentirme de faltar a la fiesta. Trato de llevar el ritmo de mis amigos casados y con hijos, que es más relajado.

¿Te asomaste al precipicio de la vida nocturna?
¿Yo? Claro. Tuve varios momentos en los que dije “hasta aquí”. Pero diciendo y saliendo a cotorrear otra vez. En Acapulco, desde el miércoles ya hay reventón. Yo digo que si te gusta el reventón, aguas, uno por quedar bien con la gente cede a demasiadas cosas, luego conoces gente que te emociona; pero al final de cuentas no hay como llegar siempre bien a casita.

Brother, ¿te gusta ir a las discotecas? Una discoteca es como el patio de mi casa. Entonces sabes qué –le digo-, la neta, pues sigue yendo, wey, la neta…
Ya quisiera que todavía me diera esa felicidad loca de las noches de disco, pero ya me da hueva, también miedito, es cierto, ya me da miedo la noche, porque habemos personas que nacidas con el imán para la fiesta. Vivir de noche se vuelve una vida al revés, a las cinco de la tarde yo estaba durmiendo, mientras todos en sus actividades normales. Uno se vuelve neurótico. La vida nocturna es un derroche de energía, el tratar con gente alcoholizada, con chamacos prepotentes que quieren a huevo que les pongan su canción. En la noche te cuida Dios, porque sucede cualquier cosa.

Energía, delicia eterna y humanismo auténtico
No sé si es bueno o malo pero, para mí la vida siempre ha sido una fiesta. ¿Por qué? Porque tengo sangre costeña y actoral (risas), mi familia ha sido artística, mi papá fue el payaso Cepillín (muchas risas). Ahora es otra cosa, los discotequeros quieren largarse a dormir, ya no es el mismo mood. Hoy en día es como la resaca de la gran fiesta que fue Acapulco. Eso sí, el que nace acapulqueño es un host por naturaleza, siempre andamos consiguiéndole cosas a los compas que vienen de afuera, que si una habitación, unas amiguitas, un toquecito, ya sabes, lo que se ofrezca.

MILEY & ME

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Drive my heart into the night…
Mi crónica empieza en un camión cuya ruta culmina en los confines de la Ciudad de México. Frente a mí, sentados, dos pubertos maliciosos de Ecatepec que de igual forma se dirigían a la tierra prometida. Les propuse que nos hiciéramos compañía a pesar de la sospecha que yo despertaba en esos dos extraños; como suele ocurrirme, nuestros destinos se cruzaron para bifurcarse de manera determinante. Y es que los cofrades que asisten a la Arena Ciudad de México, imponente burbuja de cristal aislada en un paisaje desolador, deben por lo menos ignorar la crudeza de los alrededores, y los rostros perplejos de una clase baja que desconoce a aquella megaconstrucción: no, joven, no sabría decirle dónde queda la Arena esa. Y es en medio de esta profunda polaridad social donde, seguramente sin saberlo, llegan las superestrellas a ofrecer sus conciertos. Hablar de Miley Cyrus —como de cualquier estrella pop— es hablar del cruento choque producido entre la realidad y la fantasía, así como de su fórmula para triunfar: servir de válvula de escape para un público sediento de delirio. Y un ídolo adolescente puede hablar muy bien de sus seguidores; pero también terriblemente mal.

Corriendo a la par de una docena de quinceañeras que a todas luces, como yo, se habían volado la clase, los pícaros de Ecatepec (veinteañera de tez humilde, Yoselin, y su fiel confidente homosexual: ¿Brayan?) y yo logramos infiltrarnos en la primera puerta del recinto. Ahí, aproximadamente doscientos jóvenes esperaban ver a su ídolo, preparados con botellas de agua, galletas y hot dogs. Desde aquella hora (debieran ser las 2 PM), los jóvenes masturban su fantasía adolescente viendo las últimas fotos de Miley Cyrus en Instagram: que si el culo de Nicki Minaj; que si el disfraz de unicornio proveniente de un apresurado click en la tienda online de Urban Outfiters. Los celulares de los muchachos están decorados a la manera Dirty Hippie, el divertimento artesanal de Miley Cyrus que consiste en retacar los objetos de lentejuelas, calcomanías y cualquier otra cháchara adquirida en Fantasías Miguel, y que pueda ser añadida con una pistola de silicón. Ningún gesto de Miley pasa desapercibido; así, de pronto, todos gradualmente sucumbimos a un gradual devenir-emoji. Estos doscientos jóvenes, confiados en el dinero de sus progenitores esperan ser los primeros en ver a la diva norteamericana (pero decir que Miley es una diva pop es incurrir en un equívoco: su espectáculo está más aproximado al teatro de Copi que al de Broadway). Beliebers, directioners y katy kats discrepan sobre los precios que han llegado a pagar por estar cerca de sus ídolos (y la peor parte, quizá la más amarga de esta ilusión es darte cuenta de lo poco que el ídolo se da cuenta de ti). Y esperan ser los primeros porque, claro, la Arena Ciudad de México no podría haber no estado exenta de tácticas tramposas para desangrar monetariamente a sus asistentes. De modo que a esta congregación de incautos les ofrecen, por la módica cantidad de 1,200 pesos, ser los primeros en entrar al recinto (si quieren, dicen ellos, repartidos entre ocho personas). La filosofía de consumo y exceso, propia de Love Money Party, se vuelve real: todos consienten desembolsar algo: lo que sea por tener cerca a Miley. Si no lo haces, como yo, una mujer vestida de neonazi amablemente te propone pagar o esperar en plena calle. En síntesis, los pícaros de Ecatepec no me tuvieron en cuenta para pagar la mentada membresía y tuve que salirme, pretextándole al guardia de seguridad que yo pertenecía al grupo de “los mortales”. Es necesario bosquejar este panorama deprimente, repito, para explicar mi fascinación por Miley; y es necesario señalar mi insatisfacción con la vida exterior para poder explicar mi identificación con ella. En efecto, Bangerz Tour se apoya de la basura, y su discurso, si acaso tiene uno, es explicitar la basura que todos llevamos dentro.

‘Cuz, honey… This shit’s criminal!
Miley no es una artista. No lo es si seguimos la definición que Ortega y Gasset le confería al artista, ya sea joven o moderno, en la que éste le habla exclusivamente a un grupo de elegidos. La concurrencia de Bangerz Tour consistió en todo menos en elegidos. Entre esta fisura entre ser o no artista, y ser o no basura, se desplaza el concepto de Bangerz; es tan difícil separar los elementos que valen la pena de los que no, que el concierto se vuelve complejo, interesante, disfrutable. Cuando Miley despliega sus méritos vocales, la gente aplaude, y uno sabe que lo hace francamente bien. Mas cuando en pantallas aparece un pollo rostizado con la cara de Miley superpuesta, uno podría asumir que quizá esto sea de mayor interés que una buena voz. Pero me estoy adelantando. De vuelta a la terrible realidad, aquellos que no pagan la membresía son dirigidos a una parte polvorienta, destruida y sucia, ubicada en la parte baja de la Arena. Además de parecer cárcel de libro de Reinaldo Arenas, un personaje dostoievskiano se dedicaba a acomodar agresivamente a la mescolanza social que constituía tan inesperado e indefenso rebaño: ¡órale, cabrones, esténse quietos, chingada madre! Las cosas no podían parecer más terribles y la espera, que se volvía eterna, adquiría cada vez más el aspecto de un suplicio que horas después se vería recompensado. Adormilados, los fans de Miley y yo, que para las cuatro de la tarde ya éramos aproximadamente cuatrocientos, soñábamos con ella como una princesa Bocacciana, atrapada en su mansión en California, acechada por helicópteros que desean tomar una foto que valga miles de dólares. ¿Acaso no Miley representa los sueños consumistas de la clase media?

Y a mi lado, la tenue voz de un adolescente con quien acaloradamente podía discutir acerca del último tweet de Katy Perry, de ARTPOP, de Lorde… Sometidos a esto que parecía set de grabación del filme Las Poquianchis, esperábamos, cada vez con mayor impaciencia, unas quinientas personas. Debieron haber sido las seis y media cuando lentamente comenzamos a acceder a la arena. El adolescente y yo nos separamos ultimadamente (para mi pesar, porque después lo avisté en las pantallas, hasta enfrente del escenario). Eran las 6:45 y nunca había sentido tanta presión en mi vida. Una larga fila de adolescentes ya esperaba en las entrañas del recinto para poder, por fin, entrar a la pista (y uno podía ver de lejos los globos que, como fiesta de cumpleaños, decoran el interior de la arena, y emocionarse hasta el hartazgo). Para mi sorpresa, había llegado antes que Yoselin y Brayan, los traicioneros de Ecatepec, lo cual me hinchó de gusto. La fila comenzó a avanzar mientras yo sostenía un monólogo interno, y me preguntaba si acaso el Bangerz produciría el efecto irrevocable en mi persona que yo tanto esperaba. Debería omitir en el relato las dos horas de espera en medio de la gente: a unos diez metros de mí estaba el teleprompter de Miley; estaba decidido a no moverme. Y decidí tolerar estoicamente la variada gama de arrimones y empujones. A diferencia de las asistentes en Estados Unidos, que se disfrazan excéntricamente y usan el Bangerz Tour como un espacio para desafiar a la moralidad conservadora, las asistentes mexicanas del concierto de Miley sólo se caracterizaron por su mojigatería total. Sobra decir que fueron las dos horas más largas de mi vida; el tiempo se dilataba a la manera de Proust; yo seguía sin asimilar en dónde me hallaba: solo mis brazos sellados con la cómica leyenda Great Spelling! podían indicarlo…

Fucking Bangerz!
La mano de Miley se asomó a través de un telón brillante y yo seguía sin poder incorporar aquello a mi realidad (¡tanto había esperado e imaginado ese momento!). Miley emergió justo como yo la esperaba: como la reina malvada de la graduación, la reina-asesina que poco después es condenada por la sociedad: la Salomé de Wilde, o, menos literariamente, Rose McGowan en Jawbreaker. Los saltos y los empujones sólo atisbaron mi emoción al escuchar los primeros “acordes” de la no-canción SMS (Bangerz) que es no es otra cosa que el ruido que condensa la estética de Bangerz. Fue cuestión de minutos para que Miley enseñara el trasero y la lengua. Miley no vende sexo. La sexualidad que Miley pregona en sus conciertos es la de un niño de primaria que se saca el miembro para ruborizar a sus compañeros; pero que finalmente, en el fuero interno de los miembros de la comunidad escolar, no provoca mayor trascendencia. Para entonces yo ya estaba en éxtasis; no coreando, sino gritando.

El diseño del Bangerz Tour consiste en una saturación audiovisual masiva. No hay propiamente un foco de atención durante el concierto, y esto es tanto el mayor, como el menor mérito del espectáculo. Durante Maybe You’re Right, por ejemplo, Miley recibió regalos de parte de la audiencia, casi siempre aventados (uno casi le golpea el rostro), y era imposible no fijar la vista en el atuendo de china poblana que acaba de recibir (mesera de Sanborns en LSD); al mismo tiempo, atrás, en las pantallas, una historia de hadas como de Adventure Time estaba siendo narrada. Este tipo de impresiones se intensifican en el concierto y llegan a un clímax cuando Miley se multiplica ad infinitum en las pantallas durante Do My Thang, y sus bailarinas llevan atuendos policiacos que siempre caen en lo ridículo, así como en los números finales. Y mientras toda esta avalancha visual à la 4Chan se desarrolla ante nuestros ojos, otra parte de la audiencia, idiotizada en sentido negativo, sostiene mecánicamente un iPhone o una cámara, con la falsa esperanza de reproducir la experiencia con exactitud unas cuantas horas después. El disparate, por cierto, es también musical. En una hora y cuarenta minutos Miley va del pop más convencional a un cover de (ugh) Los Beatles, a hip-hop y country. Pareciera que hay tantas cosas en su cerebro que ninguna finalmente logra convencerla unilateralmente: Miley es todas las Mileys que puede, que ha podido o podrá ser.

Miley disloca los elementos iconográficos de la americana, de la misma forma en la que hace más de treinta años Bruce Springsteen los enalteció. Y he ahí otro punto crítico que el Bangerz toca: la decadencia cultural en todos sus aspectos: la asfixia de la cultura pop y de la industria cultural a grandes rasgos. Desde las hipnóticas proyecciones con la música de Alt-j en las que Miley aparece estetizada en plan sadomasoquista, semidecapitada, semidesnuda, pintada de negro, pareciera que Miley regurgita lo que MTV nos ha dado por tantos años. Estas proyecciones no reciclan, sino que dialogan humorísticamente con aquella seriedad con la que Madonna, hace veinte años, se tomó su escandaloso video Justify My Love (que a su vez reciclaba, a todas luces, filmes como The Night Porter y la fotografía homoerótica de Mapplethorpe). Poco después, quizá en el momento más grotesco y random de la noche, Miley usaba un trasero prostático para bailar la canción más fuera de tono del set: 23. Y no era sólo Miley, sino también sus bailarinas quienes usaban las nalgas exageradas: tal vez dialogando con una cultura hip hop que ya se ha vuelto un cliché de sí misma. Mientras tanto, Miley simulaba tener sexo anal con ayuda de su grotesco trasero prostático y sus bailarines negros (y este gesto, obsceno, terrible, durante el número de 23, ¡cuánto me recordó a Divine metiéndose carne en la entrepierna desaforada en el filme Pink Flamingos!).

El Bangerz Tour es una suerte de ready-made: basura transformada en propuesta o goce estético, elementos azarosos que conducen a una reflexión cultural. Y, por encima de todo: basura que vale oro (el papel para fumar con dos láminas de oro marca Bangerz a $40 US). Desde la plasta de chilli con carne aparecida en las pantallas durante Somebody Else, misma proyección en la que aparece Miley desnuda, cubierta por frijoles. La desconcertante imagen clausura aparentemente el show, mientras ella diserta acerca de cómo esa extraña imagen representa “lo que ella fue, lo que es y lo que será”. Solo Dios sabe lo que Miley cree que esa imagen expresa, pero lo que sí sabemos los demás es que ese recurso improvisado remplazó al enorme hot dog que gloriosamente inmortalizaba a este tema tan filler de su álbum. Miley, sentada en un enorme perro caliente, es también Miley sentada en el súmmum de la chatarra norteamericana. Precisamente la chatarra norteamericana, que tanto en nos encanta en secreto, es presentada con suma irreverencia, y llegado el gran final, Miley cierra con el tema pop cuasiperfecto Party In The U.S.A., ridiculizando sus orígenes hillbilly, usando una dentadura postiza, como de adicta al crack. Tal vez una de las características que hacen a este espectáculo tan genuino y escurridizo es su capacidad para depurar todo lo que pueda verse muy serio y apelar en toda ocasión a lo lúdico (sin embargo, a duras penas es camp, porque excede incluso los límites del gran lema camp, el slogan de Hooters: Delightfully tacky, yet unrefined). En Adore You, su mejor balada, Miley interpretaba la canción de manera emotiva, mientras que Amazon Ashley, su corpulenta bailarina, hacía una ridícula danza interpretativa. Pareciera que todo el cuerpo de bailarines que conforma al show está decidido a ser una caricatura de sí mismo. Miley Cyrus sin querer habla de los memes potenciales que somos todos nosotros; lo mal que nos vemos tratando de ser otros; lo bien que nos vemos como parodias. Quizá ahí incide el sentido de liberación que Bangerz verdaderamente propone (incluso cuestionándonos si en este sueño de cien minutos cabe la posibilidad de ofendernos, por ejemplo, cuando un Uncle Sam bondage aparece ondeando una bandera de México). Saltando, bañado en sudor, sucio, gritándole en la cara las letras de las canciones a dos que tres personas que se indignaban con mi actitud eufórica, descubrí un yo más agresivo, un yo que cambia la letra de We Can’t Stop llegado el puente de la canción y así grita: it’s our house we can JUMP if we want to! ¿Acaso no Miley me enseñó a desafiar las limitaciones de la indulgencia ajena? Y entonces me sentí libre, navegando en un oscuro desierto de gente: Miley era el oasis…

We run thing. Things don’t run we!
Había leído por ahí que la cultura pop no es más que un manual de autoayuda —cosa que también se podría decir de la alta literatura en general, de Cicerón a Emerson—. Es posible que sea cierto; pero no en el caso particular de Cyrus. La loca fantasía audiovisual y vivencial que Miley promueve es demasiado irreal incluso para ella misma, y su actualidad y su enorme valor se deben a que ella no vende optimismo, sino cinismo, puerilidad, mofa, despropósito, irracionalidad, infantilidad. Elementos necesarios para una vida adolescente soportable. Miley, como la Liz de Jawbreaker, es el sueño adolescente; pero también es como Courtney (Rose McGowan), su propia destructora. Si el tiempo se encarga de difuminar la cultura de frenesí que Miley ha plasmado en su imaginería —dinero, drogas, emojis, Moschino—, por lo menos podemos asegurar que entrará, sublime, como la Josefina de aquel cuento de Kafka, aquella rata que a pesar de sus horribles chillidos lograba cautivar al resto de las ratas, “en la exaltada liberación del olvido”.

LA COMBATIENTE JIMÉNEZ

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Francisco I. Madero inició su campaña electoral el 5 de mayo de 1910. En Guadalajara, Puebla y Orizaba juntó muchedumbres; en su segundo mitin en la ciudad de México reunió veinticinco mil seguidores. Entonces el presidente Díaz supo que no se trataba de un loco más, como su eterno opositor Zúñiga y Miranda, sino de un verdadero peligro para su régimen. Lo encarceló y trasladó a San Luis Potosí. Dos días antes de las elecciones, el obispo Montes de Oca intercedió por él y logró sacarlo de prisión, pero tenía prohibido abandonar San Luis. Estaba vigilado.

Panchito, como lo llamaban sus amigos, ideó un plan: dar paseos cada vez más cerca de las vías del tren, hasta que un día, disfrazado de rielero, logró subirse al vagón de un ferrocarril que lo llevó a Texas. El único amigo incondicional que tenía del otro lado de la frontera era Ernesto Fernández, quien vivía con su esposa, Mary Petre, y su hija Irene, en San Antonio. La familia lo recibió con gusto y un poco de recelo, pero le demostraron estar a favor de la revolución.

En los días siguientes, guiado por sus espíritus, Madero redactó el Plan de San Luis. Intencionalmente lo fechó el 5 de octubre, fecha en la que aún se encontraba en México, ya que consideró indecoroso lanzar proclamas revolucionarias desde el extranjero. Ahora, quedaba el problema de llevar el plan a territorio mexicano, asunto no menor, pues toda su correspondencia era interceptada y violada por las autoridades porfiristas. Al comentar la situación con sus amigos y hospederos, Ernesto se ofreció a llevar personalmente tan importante documento.

-De ninguna manera, Ernesto. No puedo permitir que te arriesgues- respondió el líder opositor.

Mary Petre se quedó callada pensando que su marido era mexicano y que, por lo mismo, el régimen de Porfirio Díaz no tendría piedad con él si era capturado. Viendo muy cercana la probabilidad de convertirse en viuda, les indicó:
-Lo voy a llevar yo y me acompañará Irene.

Los hombres protestaron airadamente ante las palabras de la mujer, hasta que ella les explicó el plan que había urdido. Coincidieron en que, aunque peligroso, tenía buenas probabilidades de éxito.

La mañana en que Mary e Irene partieron, Francisco I. Madero y su amigo Ernesto tenían miedo: la casa era vigilada por agentes porfiristas. Por otro lado, aunque Mary y la niña tuvieran la nacionalidad estadounidense, eso no evitaría la cólera de Díaz. Las dos quizá no estaban arriesgando la vida, pero sí la libertad. Podrían muy bien acabar en una crujía en la cárcel de Belén, en la ciudad de México, o peor aún, de ese infierno coralino que era el castillo de San Juan de Ulúa, frente al puerto de Veracruz. Madero se sentía avergonzado con su amigo por haberlos metido a él y a su esposa en un compromiso de tales dimensiones, pero la decisión ya estaba tomada.

Aproximadamente a mediodía Mary e Irene fueron detenidas en la aduana de Nuevo Laredo por los agentes de inmigración mexicanos, para indagar el motivo de su visita a México. Mary explicó que llevaba a la niña a conocer la tierra de su padre y a sus parientes.
-¿No le parece un mal momento para viajar a México? -le dijo el aduanero con mirada inquisidora
-Cuantimás que dicen que son ustedes amigos de los Madero.
¬-Precisamente por eso, porque como están las cosas quizá mi hija ya no alcance a conocer a sus abuelos. Además, ¿desde cuándo es delito tener amigos?
¬-¿Y por qué no las acompaña su esposo?
¬-Está ocupado en sus negocios. Además, yo puedo viajar sola con mi hija.

El aduanero, irritado por la arrogancia de la gringa, guardó silencio. Volcó todo el equipaje de las viajeras en las mesas de revisión, buscó y rebuscó en los baúles, hurgó en los reductos, revisó si tenían doble fondo, metió los dedos en las costuras de las orillas sin encontrar absolutamente nada que pudiera comprometerlas. De repente reparó en la niña y se le quedó viendo:

-¿Cómo te llamas, hermosa?
-Irene.
-¡Bien que entiende español!
-Como todos en mi casa -respondió la madre.
¬-¡Qué linda tu muñeca! -dijo observando el juguete que la rubiecita llevaba entre sus manos. Con sus ojos entrenados para adivinar el valor real de las cosas, el aduanal supo que se encontraba frente a una Pepita Jiménez, una de esas muñecas que sólo podían poseer las niñas porfirianas de buena cuna. Era de trapo, gorda y vestida a la francesa, con manos pies y cabeza de porcelana. Las Pepitas eran hechas bajo pedido desde España, y costaban lo del jornal de tres meses o más de un artesano medio. Incluso, cuando la familia de la dueña era verdaderamente adinerada, sus padres enviaban un retrato de la niña y un pedazo de sus trenzas. Así, el fabricante copiaba los rasgos y la vestimenta de la pequeña propietaria del juguete, e incluso la dotaría con una cabellera hecha con sus propios rizos.

-¿No me la regalas? -dijo el aduanero a Irene.
-No.

Con la crueldad disfrazada de broma que en ocasiones usan los adultos con los niños, el aduanero insistió:

-¡Véndamela señora!, está bien chula y yo también tengo una niña. ¡Le encantaría que se la llevara de regalo!

El hombre acercó su sucia mano al impecable y almidonado vestido de la muñeca, pero Irene la abrazó con fuerza y empezó a gritar:

-¡Mami! ¡Se quiere robar a Pepita! ¡Mami!

Irene comenzó a armar tal alboroto que el oficial, con el rostro congestionado por la vergüenza, se apresuró a darles sus papeles.

-Ya güerita -le dijo a la niña tratando de conciliar- sólo estaba jugando.

Mary jaló de la mano a Irene y, pálida, se apresuró a abordar el tren.

Al triunfo de la revolución mexicana, tanto Mary Petre como su hija recibieron un reconocimiento oficial por haber traído a México el Plan de San Luis y la orden de levantamiento para el día 20 de noviembre de 1910. Sólo la combatiente Pepita Jiménez, en cuyas entrañas había viajado tan preciado documento, quedó arrumbada en un armario sin reconocimiento alguno, traicionada como tantos otros, por la revolución y por el tiempo.

BIRDMAN (O LA INESPERADA VIRTUD DE CAMBIAR DE COLABORADORES)

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Juan José Arreola —cuyo ingenio y maledicencia sólo eran comparables a su talento— comentó alguna vez que el original de Pedro Páramo no poseía la particular estructura que le conocemos sino que el manuscrito se le había caído a Juan Rulfo y al recoger los papeles del suelo olvidó ordenarlos de nuevo, para fortuna de él y de la literatura. Lo mismo parece haberle sucedido a Guillermo Arriaga en los tres guiones que le entregó a su entonces amigo Alejandro González Iñárritu, con quien colaboró en Amores perros, 21 gramos y Babel antes de retirarle el habla —según las malas lenguas, incluyendo las de ellos mismos— por una competencia de egos desiguales. El reconocimiento no siempre le tocaba al que más lo quería.

Tras el pleito, el guionista volvió a las andadas y escribió utilizando los mismos recursos Los tres entierros de Melquiades Estrada, Palma de Oro que seguramente le habrían negado si el jurado hubiese sabido que iba a hacer después El búfalo de la noche y posteriormente Fuego (horrendo título que los distribuidores en México le enjaretaron a su ópera prima para no traducir The burning plain y meterse en líos con los herederos de Rulfo.) Convencido de que para contar una historia lo mejor es jamás empezar por el principio, Arriaga ha hecho todo lo posible por alejarse de la narrativa convencional, a veces de manera innecesaria. Lo suyo es el breve formato, ya sean cortometrajes o largos con historias paralelas, donde el tema suele ser más importante que los personajes. No tiene nada de malo, por supuesto, pero tal vez le vendría bien un poco de variedad, probar las formas tradicionales de contar una trama, aunque sea nada más por curiosidad.

Caso contrario, cuando González Iñárritu puso fin al matrimonio creativo quiso filmar una película muy diferente. Nada de tesis globalifóbicas, alegorías antropomorfistas ni disquisiciones místicas que pesaban no gramos sino toneladas. Al revés, se tomó cuatro años en realizar su siguiente proyecto, Biutiful, una historia lineal, sin saltos temporales ni tramas corales; poco pretenciosa también y con una fuerte carga social. Parecía más un trabajo de Ken Loach que de Iñárritu. No era el despertar de una mariposa sino la hibernación del gusano, un film crisálida donde maduraron sus virtudes como cineasta. Otros cuatro años después el capullo se ha roto y el creador despliega sus alas en Birdman, con la cual toma altos vuelos como director en la industria más difícil de todas, la de Hollywood. Lo hace curiosamente en las antípodas de su estilo previo, pues ahora el tiempo fluye siempre hacia adelante al igual que la cámara, detrás de su protagonista, como si fuéramos el odioso álter ego que lo atormenta. En lugar de trozar el cuadro en mil piezas para que el público arme el rompecabezas, se dedica a desvanecer la transiciones y ensambla el mosaico en una calculada secuencia de imágenes unidas de forma imperceptible, como los 24 cuadros que el ojo no alcanza a reconocer.

Iñárritu debe la concepción de su película a muchos otros cineastas. De entrada a la influencia de Godard, primero en entender que el cine no necesariamente tiene que ser ficticio ni tampoco verdadero sino todo lo contrario; a Ronald Harwood, el extraordinario guionista de El vestidor, claro antecedente de Birdman; pero sobre todo a Tommy Lee Jones, pues gracias a él Rodrigo Prieto estaba ocupado y tuvo que recurrir a otro director de fotografía. Nadie duda del talento de Prieto, fotógrafo fetiche del Negro, sin embargo la disponibilidad del Chivo fue un regalo de la Diosa Fortuna que cualquier cinéfilo debe agradecer (si no hacía el juego de palabras me iba a salir un grano). Emmanuel Lubezki es el artista mexicano más importante en el cine actual y aquí lo demuestra: resulta irrelevante si el plano secuencia que fraguó tiene escondido uno o mil cortes, lo importante es la sensación que produce el flujo continuo del film gracias su capacidad de engañarnos con artificios de polvo y luz o técnicas sofisticadas de composición digital. Como los grandes ilusionistas, Lubezki sabe mezclar trucos elementales y magia de alta tecnología. Sus dos últimas nominaciones al Óscar lo ejemplifican, por un lado una película lírica, profundamente espiritual, y por el otro una espectacular recreación de la Tierra vista desde el espacio.

El logro artístico de Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) y los premios que recoja pondrán contentos a millones de compatriotas que les gusta colgarse la medallita y caravanearse con sombrero ajeno. En este país cantar el “Cielito lindo” no es un acto de orgullo sino de apropiación. ¿A quién le importa si Iñárritu y Lubezki nacieron en Tlalnepantla o en Tombuctú? Los nacionalistas, acostumbrados a ennoblecer la bazofia siempre y cuando sea de un paisano, suelen volverse locos con el éxito de los mexicanos en el extranjero. Lástima que Stanley Kubrick no fue jarocho. Sin embargo, podrán estar contentos una larga temporada, pues se hablará de la película de González Iñárritu durante mucho tiempo.