ISIS

Sobre Avenida de los Insurgentes, casi a tres cuadras de la Glorieta, hay actualmente un restaurante de cierta famosa cadena de pizzerías. Quienes entran a comprar sus viandas con doble queso y salami no recuerdan -o ni siquiera saben-, que en ese mismo local se encontraba, hace más de quince años, uno de los templos del placer nocturno más gozosos de la ciudad: el Isis.

Se podía llegar a él a oscuras, sólo por el anuncio en neón que coronaba su entrada: un magnífico Ojo de Horus conformado por más de cien tubos luminosos de distintos colores que invitaba al noctámbulo a participar de los ritos paganos que en el interior se efectuaban; ritos que, indudablemente, dejaban una marca en quien aceptaba la invitación.

El Isis estaba en un local estrecho y muy largo, en donde sólo cabían dos filas de mesas y la pista. Esta última, de sesenta centímetros de ancho y diez metros de largo, corría como una columna vertebral que unía todo el recinto y el parroquiano podía sentarse a la orilla, poner su trago ahí e incluso platicar con las odaliscas mientras hacían su baile. Huelga decir que las mujeres, debido a las reducidas dimensiones del escenario, debían hacer verdaderas acrobacias para no caer o no dar una patada involuntaria a los espectadores; quizá por ello, la mayoría eran jóvenes y atléticas; algunas incluso, estudiantes de danza que se presentaban con los pies descalzos. Los privados, improvisados con lona y herrería, tenían vocación de cuarto de hotel: cadenas en donde las chicas se suspendían para mejor complacer al cliente, soportes en donde el caballero colgaba su ropa, sillas altas y cómodas para disfrutar mejor de las formas de la acompañante. Ellas, por general, eran pródigas en sus caricias; sólo había que tener cuidado de que la pasión no desbordara, pues se corría el riesgo de que ambos cayeran y derrumbaran todos los demás privados, haciendo que el cliente quedara, además de magullado, con una deuda bastante generosa.

Los bailes en la pista también eran una fiesta: las tabledancers, generalmente madres solteras, eran bastante agradables, e incluso, podía decirse, maldosas. Debido a la corta distancia entre ellas y los clientes, las bromas entre ambos eran frecuentes: limonazos, besos y lamidas imprevistas, hielos en la tanga y/o en el cuello de la camisa no eran raros. Recuerdo en especial a una de ellas, de facha anarcopunk, que durante su acto acostumbraba robar la cerveza de la mano a algún desprevenido para, acto seguido, masturbarse con el cuello de la botella. Todos observábamos esa maravilla y reíamos cuando la ninfa regresaba el trago, ya condimentado, a la víctima de la broma, quien por lo general lo tomaba de buena manera y solicitaba un privado. Por supuesto, no faltaba el valiente que le daba el trago a su cerveza luego del número y afirmaba que sabía a clamato con limón.

Sin embargo, la memoria más clara que tengo del lugar fue un 15 de Septiembre. Ese día, el administrador tuvo la puntada de conseguir una orquesta de pueblo para amenizar el grito de independencia. Los músicos, casi todos pueblerinos, en su mayoría no pasaban de los dieciocho años. Esto hizo que las bailarinas, bastante maliciosas, se mancharan con ellos: pasaban desnudas a su lado, se les repegaban a la espalda, les sonreían; una incluso se exprimió un limón en los senos justo cuando ellos tocaban Dios nunca muere con sus desafinadas trompetas: los chicos, temblando de sudor, apenas si podían contener sus erecciones mientras seguían tocando con el profesionalismo de los músicos del Titanic.

El Isis tampoco sobrevivió a las razias posteriores al incendio del Lobohombo: fue clausurado y jamás volvió a abrir como lugar non-sancto. Años después, se instaló ahí una farmacia de Similares que no tuvo éxito y, actualmente, opera la pizzería que se mencionó al principio y en donde probablemente algunas de las bailarinas, actualmente respetables amas de casa, comen junto con su familia. El anuncio, que merecía estar en un museo de la vida nocturna chilanga, probablemente terminó sus días en el basurero.

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