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LA PRUEBA

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Según tengo entendido —según las películas de Pedro Infante, las de ficheras y todas las pláticas de borrachos— hay tres rituales para convertirse en hombre aquí en México: ponerte una borrachera, estar con una mujer y liarte a golpes (rifarte un tiro, bailar el oso, darse un quién vive; llámalo como quieras, es lo mismo). Las primeras dos dependen, casi siempre, de ti (hay algunos cuates, o primos, a los que llevaron con una prostituta) pero la tercera depende, siempre, enteramente, de otro, de un tercero.

Hace un par de años, cuando iba a mis clases de box, nos tocó una temporada en que el profesor salió al interior de la república a un torneo femenil, para apoyar y acompañar a su alumna favorita, la más avanzada de todos, que ya hasta tenía fotos con el gobernador del Estado de México. Entonces Alejandro se quedó al frente del gimnasio. Alejandro era un chavo de dieciocho o diecinueve que boxeaba desde los quince. De orejas grandes —el apodo más inmediato, y que al final se le quedó, Orejas, brilló por sencillo— cabello chino y dientes chuecos, Alejandro era el segundo al mando del maestro; además, era bueno para meter las manos y siempre quería echar guante. Encima de todo eso, era el que decidía qué música se podía poner para los entrenamientos, lo que equivalía a tener el poder absoluto; quien maneja la música en el establo es dueño de todo. Lo primero que se le ocurrió, cuando supo que el maestro no iba a estar, fue pelear diario, al final de los entrenamientos.

Primero le tocó a Alán y al Señor (nunca supe cómo se llamaba, siempre le decían el Señor, un vato moreno, chaparro, que llegaba en un Astra blanco y que gritaba “échale, dame más” aunque sólo estuviéramos marcando las combinaciones”). El resultado: Alán no supo cómo salirse de todos los golpes que le tiraba el Señor. Mal tirados, con la guardia baja y los pies planos, pero le comió los dos rounds y le floreó la nariz y la boca. Alán quería llorar, yo lo vi, pero se aguantó como pudo y se bajó a darle al costal para sacar la frustración. Luego nos tocó a Alejandro y a mí (me había echado ojo desde que llegué, me preguntó si ya había entrenado algo antes y cuando le dije que sí le brillaron los colmillos, sabía que podía mancharse, tirarme metralla con todo y que no me iba a quejar o que mi mamá no iría, llorando, a cobrarle las curaciones) nos dimos leve. El primer round le sembré buenos jabs y salí por piernas. El segundo le logré meter una combinación de tres y luego me rebotó con una izquierda y un cruzado de derecha. Me la perdonó cuando me enconché y traté de hacer bending (no le quites la mirada al otro, el bending se hace con la cara levantada, me dijo, y ahí comprobé que tenía madera de profesor, buena onda y sin ser tan manchado). Luego llegó el momento que todos los que estaba ahí esperaban —yo no, sinceramente— poner a pelear a los dos más niños del gimnasio.

En esta esquina, nieto del señor de la tlapalería, con una edad de ocho años, uno de los niños; del otro lado un niño como de nueve, más flaquito que el otro y malnutrido (me imaginé a sus papás, a lo mejor sólo tenía mamá y se esforzaba en pagarle esas clases para entretenerlo en lo que ella llegaba a casa del trabajo). Alejandro los jaló al centro del ring y les dijo que se dieran con todo. Uno de ellos, el de ocho años, el nieto del tlapalero, luego luego se dejó ir sobre el otro; tiraba combinaciones buenas para su edad y en la cara se le veía el gozo. El otro, el niño flaquito, no lograba cubrirse bien y apenas tiraba uno o dos golpes. Cuando acabó el primer round, el niño pobre –que además iba solo; el otro iba con sus dos hermanos— lloraba y dijo no querer seguir, pero Alejandro le insistió. Déjalo si ya no quiere, le dije, pero no insistí porque no tenía mucho tiempo de conocerlos. Reconocí en la cara del niño ese miedo, ese coraje que sólo puedes sentir cuando te sientes traicionado y sin salida. Salieron al segundo round, que no llegó al final porque le comenzó a sangrar mucho la nariz al niño delgadito. Les quitaron las caretas y los felicitaron a los dos. El ganador se veía feliz, se me hace que ese día encontró su gusto por la sangre ajena, por el dolor de otros; en buena lid, espero. Hicimos unos abdominales y lagartijas para cerrar.

Cuando acabamos, llegó alguien por el niño más delgadito, quizás un tío o un hermano. Fue la última vez que lo vimos en el gimnasio. Al día siguiente ya no hubo peleas, supongo que a Alejandro le dio miedo que le fueran a reclamar. Me arrepentí de no haber consolado al niño antes que llegaran por él, algo, lo que fuera. Decirle que no está mal llorar, que el aguantar la pelea había sido bastante, demasiado, para su edad, pero me quedé con las palabras. Hay gente que no está hecha para ese tipo de peleas, y no tiene nada de malo. Él ya llevaba un tercio de su prueba de hombría —de ésa que dicen que se necesita— y me dio como malestar de estómago sólo de imaginar que a lo mejor las otras dos las haría en muy, muy poco tiempo. Porque como dicen a veces los adultos “hay algunos que los hacen madurar a punta de madrazos”.

CUOTA DE GÉNERO

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Lo que sucede, es que estos jefes de estudios,
o gente como yo, sabes, escritores, productores y
directores vemos el mundo de cierta manera
y no desafiamos eso tan a menudo,
sino más bien replicamos el mundo en el que crecimos,
sin siquiera preguntarnos por qué lo hacemos
Paul Haggis, escritor y productor de
Crash, Million Dollar Baby
[Miss Representation (2011)]

Hace algunas semanas (o meses, la vida en las redes sociales es trepidante), un amigo reflexionó públicamente acerca de la cuota de género en sus libreros; dado que las escritoras no gozaban de buena representación, pensaba en la conveniencia de imponerse a sí mismo una cuota de mujeres, su motivo humorístico me sirvió de ejercicio propio. La cuestión adonde me condujo su comentario, fue a pensar en el proceso gracias al cual había llenado su librero de escritores mayoritariamente, me gustaría saber de qué manera hizo su biblioteca. Aunque, sin temor a acertar, supongo que la suya como la mía, siguió en mucho los ritmos escolares, las recomendaciones, los obsequios, las compras orientadas por reseñas, modas u obligaciones. Yo no heredé libros.

Mi primer libro de literatura fue El Principito, luego Crimen y castigo (sobra decir que no entendí gran cosa de ninguno), Milán Kundera vino a mí durante la preparatoria, estaba de moda, y fue el obsequio de un profe que tampoco leía a escritoras (durante la secundaria yo no leí nada, veía tele). Luego regresé a Dostoievski y ya, fue el pie firme en la Gran Literatura (así con mayúsculas). Leí sin guía, siguiendo lo que hallaba en los tiraderos de libros trinchera de resistencia de los clásicos, luego tras un año de haber estudiado química entré a la carrera de letras donde me fue dado el canon mayor del hispanismo, el canon masculino he de aclarar.

La primera mujer en mi vida literaria fue Katherine Mansfield, en un material de lectura que me costó dos pesos (una plaquette color naranja según mi mala memoria) entonces la perseguí como ella a mí, la angustia de sus personajes me arrasaba los ojos de lágrimas. Era maravillosa. Luego la Woolf, 10 pesos en el metro CU, Una habitación propia, luego Las Olas. Leí mujeres porque estaban ahí junto a y mezcladas con Vargas Llosa, Rulfo, Arreola, Márquez, Dostoievski, Byron, Melville, Garcilaso de la Vega, Homero, Dante, Shakespeare, el dios Cortázar, el portentoso Quiroga. Todos a 10 o 20 pesos, y claro Maquiavelo (Platón, aunque igualmente accesible nunca me llamó la atención). Ellas en una mezcla impura con ellos, se les podía distinguir de entre la mayoría…, en la Facultad nunca me fueron mencionadas, me obligaron a leer el Mío Cid, pero no a Inés Arredondo, ni a Ampáro Dávila tan de moda ahora, ni a Pizarnik, ni a Josefina Vicens, ni a la tétrica Guadalupe Dueñas, en la Facultad ellas no se sentaban junto a ellos.

Recientemente, una ex becaria de famosa fundación literaria me comentó que en una sesión, afamado crítico de literatura mexicana dijo sin reparo que en México no había escritoras durante el siglo XX, nadie encaró al crítico, ninguna becaria ni becario se atrevió. La correctora de una revista de investigación del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, me aseveró, hace quince años, que estaba convencida de que las mujeres no éramos capaces de las mismas tareas intelectuales que los varones. Por estas prácticas y creencias la cuota de género es necesaria aún.

En la tradición europea las escritoras se han escabullido, al menos desde el siglo XIX, tras el uso de seudónimos masculinos, o bien, empleando iniciales; y apenas hace unos años se trataba de que J. K. Rowling fuera identificada con un autor, esto de acuerdo a los prejuicios del editor quien temía que una mujer no tuviera éxito en la venta de libros para niños, coto literario en la industria editorial británica reservado a escritores, de ahí la “K” (curioso, en nuestra tradición las cosas de niños son propias de señoras)… ¿Se pensó que quizá se tratara de una Bárbara Traven y no de un Bruno?

Los textos anónimos en los últimos trescientos años bien podrían ser de autoría femenina, sobre todo en la mejor alfabetizada Europa central. Historia de O, uno de los relatos pornográficos y eróticos (aquí una categoría no excluye a la otra), más famosos se suponía de desconocido autor masculino…, y es que pareciera natural que las mujeres escriban de romance, pero no de ciencia ficción, relato policial, o pornografía, quizá por esto y otras razones, las siglas y los seudónimos logran el objetivo: abrirse un espacio, rebasar el pre-juicio, pues al mismo tiempo que ocultan identidades, nos descubren presupuestos de lectura, valoraciones críticas por parte del público y de las instituciones de lo literario, entre ellas de la importante industria editorial. En este sentido, un editor está obligado a leer indagando en sus propias nociones de lo literario, en sus expectativas, si Agatha Christie se hubiera limitado a seguir a sus maestros del crimen como Conan Doyle seguramente no sería una de las autoras más traducidas, sucede que ella construyó sus propias fórmulas estructurales que la desviaban en parte de la tradición del género. Para como está el negocio de vender libros y de hacer leer literatura, ya resulta ridículo o por lo menos mal negocio no familiarizarse con lo escrito por mujeres.

Y no, no por ser escrito por una mujer es femenino ni mucho menos feminista (recordemos aquí a la más leída de las letras españolas después de Cervantes, Corín Tellado; o a la autora de la novela de las sombritas, ambas reproductoras de estereotipos patriarcales). La transformación social va de la mano de los roles que vemos actuarse todos los días, si un padre usa cangurera o rebozo, besa a su hijo, juega con él, le cocina, algo se trastoca, hay mujeres a quienes eso les parece poco masculino, hay hombres a quienes les resulta liberador, de eso se trata. Quizá Tellado liberó a otras mujeres para escribir, como sin duda lo hizo Clarice Lispector, o Dominique Aury autora de Historia de O… La cuota garantiza un derecho negado por las creencias con que vivimos, a la que le viene bien la página 3 del Ovaciones, pero le incomoda una Virginie Despentes.

Sin la apertura podríamos habernos ahorrado a Corín y su relatos lacrimógenos, o a Emily Dickinson y su poesía que estrangula, aunque tampoco nos haría mal deshacernos de la obra de Carlos Cuauhtémoc Sánchez, o de Alejandro Dumas hijo (o de las canciones de Arjona), para quienes no hay sino el filtro del tiempo… Imagínense, Pizarnik, Piñera y Neruda; Dickinson, Dostoievski, Dueñas, sin distingo en nuestro librero, o al menos compartiendo el mismo cajón de libros ya no a 10, sino a 25 pesos.

ALEXANDER MCQUEEN: EL CLAMOR DE SAVAGE BEAUTY

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A principios del siglo XXI la televisión por cable llegó a mi casa, entonces tuve la oportunidad de ver Fashion File, que transmitía el canal E! Entertaiment Television. Antes de convertirse en un canal de nefandos reality shows E! le daba espacio a Fashion File, una revista televisiva dedicada a la moda, conducido por Tim Banks, quien además fungía como editorialista (el programa todavía se transmite pero sin Banks y eso es una pérdida para la calidad del mismo). Los treinta minutos de duración del programa estaban repartidos de un manera magistral entre reseñas de pasarelas por temporada, entrevistas a diseñadores de ropa, maquillistas, peinadores, modelos y editores de moda. Algunas veces en el programa se intercalaban reportajes sobre alguna casa de moda, alguna figura predominante para esa industria, reseñas de exposiciones de arte, presentaciones de libros o las sugerencias de restaurantes, bares, mercados, tiendas y cafés a visitar en diferentes centros urbanos hechas por integrantes sobresalientes en ese campo.

Fashion File me dio acceso a un mundo ajeno a mi vida pero no a mis intereses. Aunque yo no parezca una persona pendiente de las últimas tendencias de la moda y existen razones válidas para denostarla, a mí siempre me ha gustado el diseño de ropa. Me fascina la innovación constante de nuestro limitado repertorio de prendas de vestir. Admiro el talento para encontrar nuevas combinaciones de formas, materiales, texturas y colores.

En los primeros años del siglo XXI los diseñadores jóvenes más propositivos eran John Galiano, Jean Paul Gautier, Tom Ford, Marc Jacobs y Alexander McQueen; pero sólo Gautier y McQueen exhibían en sus creaciones intereses temáticos y compositivos que rebasan la creación de prendas para satisfacer a la industria. Ambos diseñadores tomaban elementos provenientes de: la religión, la historia, la tradición en la confección de ciertas prendas –como el traje–, así como el ambiente y la parafernalia sadomasoquista. De este par, sólo McQueen presentaba sus colecciones con un dramatismo performático. Una vez usó técnicas decimonónicas para generar una aparición fantasmagórica sobre la pasarela y producir, de ese modo, el cierre más poético que un desfile de modas ha tenido jamás.

A Fashion File le debo haber sido espectadora a la distancia de la presentación de las colecciones que para cada temporada preparó Alexander McQueen, en consecuencia gracias al mismo programa fui testigo de su consolidación como diseñador y artista. El reconocimiento más clamoroso a la creatividad, innovación e influencia de McQueen más allá del ámbito de del diseño vino cuando en 2011 el Metropolitan Museum of Art (Museo Metropolitano de Arte, o MET) , con sede en Nueva York, organizó una retrospectiva para explorar y festejar sus significativas aportaciones al mundo de la moda y el diseño.

La impronta de McQueen se advierte en diversos ámbitos, basta citar algunos ejemplos de ello. Por una parte, diseñó la portada del álbum Homogenic de Björk, el abrigo con la Union Jack (conocida como la bandera del Reino Unido) que David Bowie usó para la portada de Earthling y las botas Armadillo se las calzó Lady Gaga para el video de “Bad Romance”, además también dirigió el video “Alarm Clock” de Björk.

Por otra parte, su casa (es decir diseños creados por alguien más pero registrados bajo la marca “Alexander McQueen”) fue la responsable de la creación del vestido de novia de Catherine Middleton (desde 2011 Duquesa de Cambridge) y del infame vestido blanco (por sus connotaciones políticas de indolencia y estipendio) que Angélica Rivera (Primera Gaviota de México desde 2012) eligió para la visita presidencial al Reino Unido el año pasado (porque había que estar presentable para la reina supongo fue el razonamiento).

De marzo a agosto de este año, el Victoria and Albert Museum (Museo Victoria y Alberto, o también V&A Museum), en Londres, presentó una nueva versión de la retrospectiva neoyorkina de 2011 bajo el mismo título Alexander McQueen: Savage Beauty y con el mismo propósito: “celebrar el extraordinario talento creativo de uno de los diseñadores más innovadores de los últimos tiempos”. En términos generales, la exposición en el V&A Museum retomó tanto la organización como la mayoría de las piezas que conformaron la versión original de la retrospectiva neoyorkina, aunque se introdujeron algunas variantes. Savage Beauty se convirtió en un hito para el museo británico, porque ha sido la exposición más visitada de su historia (493, 043 visitantes de 87 países) y la primera exposición por cuya demanda estuvo abierta todas las noches de los dos últimos fines de semana exhibición. La penúltima noche de la retrospectiva, el 1 de agosto, tuve la oportunidad de visitarla.

El recuento de mi visita será el tema de mi próxima columna.

¿HABLA INGLÉS?

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Exam

Al vivir en Canadá, ésta podría parecer una pregunta redundante. Sin embargo durante el tiempo que llevo aquí me he dado cuenta de que es de lo más apropiada. Uno nunca sabe el tiempo que una persona ha pasado en el país, por qué está aquí o cuál es el motivo de su estancia. Aún cuando parezca que es imposible vivir en un lugar sin entender la lengua, me he enterado de casos de personas con total reticencia a aprenderla. Era célebre un estudiante de la universidad que, a nivel de doctorado, se negó a aprender inglés y vivió los cuatro años del programa sin decir siquiera “yes”. Había mucho de contradicción en su actitud al decir que detestaba la cultura anglosajona, que se negaba a aprender el idioma, pero venir a un país anglo a estudiar. Cosas más raras se han visto. Esto era posible en el departamento de español, donde hasta hace unos años no pedían que los prospectos de estudiantes comprobaran su dominio de la lengua desde antes de llegar, sino ya inscritos y como requisito para graduarse, así que no son pocos los casos, sin embargo, en que ya sea por prejuicio, por flojera o por una sincera incapacidad, la gente no habla inglés.

Sin embargo, cuando se planea pedir la residencia permanente en Canadá la cosa cambia. Hay que presentar un severo examen diseñado por la Universidad de Cambridge y aplicado por el British Council, y obtener un puntaje superior al 75% para ser considerado como “hablante funcional del idioma”. La dificultad del examen no estriba solamente en las preguntas que haya que contestar, sino en el proceso mismo. Pero esto es Canadá, así que ya sabemos que cualquier cosa que se emprenda tiende a volverse complicadita.

Todo comienza con el sitio web de inmigración, que le explica a uno cuidadosamente que el examen lo aplican solamente algunas agencias autorizadas, no se puede presentar en cualquier fecha, sino que se la deben asignar a uno y hacen fuerte énfasis en que se tiene que hacer con la empresa autorizada porque si no, no harán válido el resultado. Enseguida ponen un link que te dirige a la compañía de exámenes… que no está autorizada.

Resulta que en mi proceso para solicitar la residencia tuve que someterme a este test de dominio del inglés, pero en mi caso creo que lo que realmente están probando es mi paciencia, o mi determinación de hacer la solicitud pese a todo, o tratando de convencerme de que lo mejor será seguir por la vida como estoy. Cuando encontré el enlace a la escuela de inglés me decía, muy claramente, que fuera a una dirección aquí mismo en el pueblo, con toda mi documentación (pasaporte, otra identificación, formulario lleno y dinero para pagar). Voy al lugar señalado en la página, donde me indican que no, que todo el trámite se hace por internet y me dan un teléfono en otra ciudad a donde debo llamar y ellos me van a decir “qué tengo que hacer”. Así, como si fuera un gran secreto, o como si estuvieran a punto de darme el santo y seña para entrar a una logia prohibida.

Regreso a casa con cajas destempladas, tomo el teléfono y me informan que lo que sucede es que inmigración tiene el link incorrecto: donde dice “así”, debe decir “asá” y entonces me comunicaría directamente con ellos, que tienen esta otra página web donde efectivamente se realiza todo el trámite por vía electrónica y es bien fácil.

Respiro, entró al sitio correcto donde se me hace saber que efectivamente el examen se solicita ahí y hay que pagar nada más 300 dólares para que te den tu fecha. Con un golpe bajo al área de la cartera hago mi solicitud y me llega un correo electrónico diciendo que en unos días se me informará si he sido aceptada y cuándo presentaré el examen. Efectivamente, al final de esa semana me llega por e-mail la ansiada fecha y se me pide que esté pendiente de más comunicaciones en el futuro, en las que se me harán saber el lugar y la hora. Todo muy sospechoso. Una semana antes del evento, me entero que tengo que estar a las ocho de la mañana en el edificio de una de las escuelas superiores de la región, Fanshaw College. Habrá un registro (¿no estaba registrada ya?) y tengo que llevar mi pasaporte, una identificación más, dos lápices, un sacapuntas, una goma de borrar y una botella de agua de plástico transparente sin etiqueta si no me quiero morir de sed. No se permite ingresar al examen con tus pertenencias, tienes que dejar mochila, bolsa o lo que sea, además de abrigos, sombreros u otros accesorios, en el salón de junto. No teléfonos ni otros aparatos eléctricos.

El día del examen acudo puntualísima a la cita, porque pesa sobre mi la amenaza de que si llego retrasada pierdo la fecha y no sólo eso, también los 300 dólares que pagué. Tendría que volver a solicitar y pagar por un nuevo turno. Por supuesto que no estoy dispuesta a eso, así que ahí me ven, haciendo fila habiendo entregado todas mis pertenencias al representante de la escuela de idiomas, y siendo presionada para que vaya al baño ya o no podré hacerlo en un buen rato después de eso. Mis órganos internos se contraen.

Después de la larga fila llega mi turno de que revisen mis identificaciones, observen cuidadosamente mi foto y luego mi rostro, se den por satisfechos y pase a que me tomen otra fotografía, me hagan firmar la asistencia y -agárrense- tomen mi ¡huella digital! Una representante de la escuela me lleva entonces al salón, luego de checar que lleve solamente mis lápices, sacapuntas y goma (se me olvidó el agua) y ahí, otra persona me conduce hasta mi asiento, que ya está marcado con mi nombre, número de folio y la hora para mi examen de conversación.

La mitad del salón está llena con personas, en su mayoría muy jóvenes, de origen chino, indio, paquistaní, árabe y uno que otro africano. Hay dos o tres que destacan por tener la piel más clara que el resto, un chico que al parecer viene de Ucrania y una mujer que, después me entero, también es mexicana. Más chinos, más indios y más árabes van entrando y casi al final, como cereza del pastel, un güerito de ojos azules se sienta dos mesas atrás de mí. Puedo ver su pasaporte (que hay que dejar encima del escritorio, porque puede ser revisado otra vez en cualquier momento) y veo que proviene ni más ni menos que de Estados Unidos. Me imagino el deleite con el cual el funcionario de inmigración le hizo saber al “Americano” que debía presentar un examen de inglés y no pude menos que reírme. ¿Qué opinas, Donald Trump?

Una vez que todos los representantes de la ONU estamos en el salón, se reparten por fin los exámenes, que llegaron hasta el lugar en sobres sellados. Nos leen las instrucciones que vienen en un manual. Se nota que la orden del British Council es que los representantes de la escuela deben leerlas cada que inicia una etapa del examen (lectura, escritura, escucha), aunque en cada parte dicen exactamente lo mismo. Ellos están hartos de leerlas y nosotros de escucharlas. Todo el proceso parece diseñado por el MI5 para evitar trampas: que alguien se haga pasar por otra persona, que se copie, que se “soplen” las respuestas. Nos vigilan 5 personas y, cuando alguien necesita ir al baño (efectivamente, ya ha pasado un buen rato), debe esperar a que uno de ellos venga por nosotros, nos acompañe afuera, nos tome huella digital, nos acompañe al baño, nos lleve de regreso, otra vez la huella y ¡por fin! nos deposite de vuelta en el escritorio para continuar la tortura, digo, la prueba. Al finalizar las tres etapas escritas se nos pide que volvamos para el test de conversación a la hora que tenemos indicada en nuestra pequeña hoja con datos, pegada en el escritorio. Hay que estar hora y media antes para asegurarse de no perder el turno.

¿El contenido del examen? Lo siento, juré frente al retratito de la reina que no revelaría una sola de sus características. No puedo darles tips, ni decirles las respuestas, a riesgo de que los espías que aún nos siguen me dispare a quemarropa cuando esté a punto de regar el tepache. Después de este proceso, cada vez que alguien me pregunte si hablo inglés, creo que me he ganado el derecho de decir: sí, y si no me cree, pregúntele al British Council, al servicio de Inteligencia de su Majestad y a la oficina de inmigración de Canadá.

INSTRUCTIVO PARA SOBREVIVIR UNA FIESTA DE 15 AÑOS

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Amigo, amiga: sabemos que, si esta leyendo este artículo, es usted un amargado que aborrece cualquier tipo de compromiso familiar, más cuando es una ocasión tan anacrónica y obsoleta como una fiesta de 15 años. Sin embargo, también sabemos que en ocasiones es imposible desairar a la parentela. Bien porque la festejada es hija del hermano que le prestó dinero para publicar su plaquette de poemas, bien porque asistirá el primo que conoce a la secretaria del funcionario de Cultura que le abrirá las puertas al presupuesto artístico, usted tendrá que mandar a la tintorería su veintiúnico traje y ensayar su sonrisa de utilería para asistir al evento. Para que su alma sensible no muera en esas horas infernales le damos unos tips rapidísimos para esas horas que parecerán años:

1) Intente ir con un traje decente. Si no tiene, es mejor que vaya con su chamarra de cuero y sus jeans y asuma su postura de la Oveja Rebeldota de la familia. Si su único traje es de hace veinte años, cuando se lo intente poner, el saco se le verá como si fuera usted émulo de Capulina.

2) Recuerde que, entre más barato el salón, más sabrosa será la música. Así que aproveche para bailar con Catita, la prima con la que jugaba al doctor en sus primeras infancias.
1bis. Regla infalible: si hay una banda versátil, entre más gorda sea la cantante, mejor voz tendrá.

3) Si toma y toma y no se empeda, no se vanaglorie de su resistencia etílica con la parentela. Lo más seguro es debido a que las botellas del lugar son cristianas. (Es decir, están píamente bautizadas).

2bis. Si los quinceaños son en algún pueblo de la sierra, y la bebida es aguardiente de caña. ¡Felicidades! Si no se ha muerto a la quinta cuba es probable que haya alcanzado el nivel José José de iluminación alcohólica.

4) El discurso del papá de la quinceañera será más emotivo entre más pedo esté el susodicho, así que una de sus ocupaciones durante el evento puede ser emborracharlo. La lírica vernácula agradecerá sus esfuerzos (aunque la maceta en donde el señor se vomite luego del discurso, no)

3bis. Puntos extras para usted si el papá cita alguno de los poemas del Declamador sin maestro. (Amado Nervo llora de orgullo desde el más allá).

5) Quinceañera que no: a) Se cae en la coreografía del vals, b) Se incendia el vestido en el brindis o c) Enseña calzón flameado a la hora del rock and roll, d) Se ve más chillona que el merengue del pastel, no cumple su papel histórico como alimento de las redes sociales. Hágalo saber.

6)
Durante el baile, haga una variación del juego de ¿Dónde está Wally? Buscando a: a) La comadre gorda con las copas del brasier levantadas, b) La pariente solterona que se la pasa toda la noche tallando el culo en los chambelanes, c) El tío chavoruco que prefiere bailar con los amigos de la festejada “porque sus compas están ya muy viejitos”, y sale morado luego de cinco minutos de ska, d) La tía abuela gorda que baila moviendo únicamente los brazos mientras cuida que no se le caiga el pañal para adulto y e) El chambelán que en uno o dos años saldrá del clóset bajo el nombre de Britney y que lleva tobimedias en lugar de calcetines.

7) Regla de oro: si en el baile el dijey pone alguna canción clásica de boda, como por ejemplo, “Disco Samba” (La de Pe pe pe pe pe pe), tenga por seguro que en menos de un año la quinceañera se convertirá en feliz mamá.

6bis. Si además, se tarda mucho entre coreografías en el vestidor, y ella y sus chambelanes salen agitados, mejor dígale al papá (cuando deje de vomitar en la maceta), que le vaya juntando para la prueba de ADN.

8) Fíjese muy bien en la mamá de la quinceañera. Si es atento y se percata a quién le sonríe, es muy probable que descubra al verdadero padre de la criatura.

7bis. Si el padre es usted, por principio de cuentas ¿Para qué fue, baboso?

9) En serio, no se lleve el centro de mesa. Ni obtendrá valor en unos años, cuando lo naco se vuelva chido nuevamente, ni lo podrá usar en instalación artística alguna en zona MACO. Tire esa chingadera a la basura, que es de donde nunca debió haber salido.

Y por último, querido amigo/amiga. Si en la fiesta se da cuenta que es usted el único que sabe la coreografía de “Ahí está, el tiburón, el tiburón”, o maneja bien el “mono del paso… dudoso”, acéptelo, ya no es usted un joven creador.

¡Que se divierta!