LA PRUEBA

Según tengo entendido —según las películas de Pedro Infante, las de ficheras y todas las pláticas de borrachos— hay tres rituales para convertirse en hombre aquí en México: ponerte una borrachera, estar con una mujer y liarte a golpes (rifarte un tiro, bailar el oso, darse un quién vive; llámalo como quieras, es lo mismo). Las primeras dos dependen, casi siempre, de ti (hay algunos cuates, o primos, a los que llevaron con una prostituta) pero la tercera depende, siempre, enteramente, de otro, de un tercero.

Hace un par de años, cuando iba a mis clases de box, nos tocó una temporada en que el profesor salió al interior de la república a un torneo femenil, para apoyar y acompañar a su alumna favorita, la más avanzada de todos, que ya hasta tenía fotos con el gobernador del Estado de México. Entonces Alejandro se quedó al frente del gimnasio. Alejandro era un chavo de dieciocho o diecinueve que boxeaba desde los quince. De orejas grandes —el apodo más inmediato, y que al final se le quedó, Orejas, brilló por sencillo— cabello chino y dientes chuecos, Alejandro era el segundo al mando del maestro; además, era bueno para meter las manos y siempre quería echar guante. Encima de todo eso, era el que decidía qué música se podía poner para los entrenamientos, lo que equivalía a tener el poder absoluto; quien maneja la música en el establo es dueño de todo. Lo primero que se le ocurrió, cuando supo que el maestro no iba a estar, fue pelear diario, al final de los entrenamientos.

Primero le tocó a Alán y al Señor (nunca supe cómo se llamaba, siempre le decían el Señor, un vato moreno, chaparro, que llegaba en un Astra blanco y que gritaba “échale, dame más” aunque sólo estuviéramos marcando las combinaciones”). El resultado: Alán no supo cómo salirse de todos los golpes que le tiraba el Señor. Mal tirados, con la guardia baja y los pies planos, pero le comió los dos rounds y le floreó la nariz y la boca. Alán quería llorar, yo lo vi, pero se aguantó como pudo y se bajó a darle al costal para sacar la frustración. Luego nos tocó a Alejandro y a mí (me había echado ojo desde que llegué, me preguntó si ya había entrenado algo antes y cuando le dije que sí le brillaron los colmillos, sabía que podía mancharse, tirarme metralla con todo y que no me iba a quejar o que mi mamá no iría, llorando, a cobrarle las curaciones) nos dimos leve. El primer round le sembré buenos jabs y salí por piernas. El segundo le logré meter una combinación de tres y luego me rebotó con una izquierda y un cruzado de derecha. Me la perdonó cuando me enconché y traté de hacer bending (no le quites la mirada al otro, el bending se hace con la cara levantada, me dijo, y ahí comprobé que tenía madera de profesor, buena onda y sin ser tan manchado). Luego llegó el momento que todos los que estaba ahí esperaban —yo no, sinceramente— poner a pelear a los dos más niños del gimnasio.

En esta esquina, nieto del señor de la tlapalería, con una edad de ocho años, uno de los niños; del otro lado un niño como de nueve, más flaquito que el otro y malnutrido (me imaginé a sus papás, a lo mejor sólo tenía mamá y se esforzaba en pagarle esas clases para entretenerlo en lo que ella llegaba a casa del trabajo). Alejandro los jaló al centro del ring y les dijo que se dieran con todo. Uno de ellos, el de ocho años, el nieto del tlapalero, luego luego se dejó ir sobre el otro; tiraba combinaciones buenas para su edad y en la cara se le veía el gozo. El otro, el niño flaquito, no lograba cubrirse bien y apenas tiraba uno o dos golpes. Cuando acabó el primer round, el niño pobre –que además iba solo; el otro iba con sus dos hermanos— lloraba y dijo no querer seguir, pero Alejandro le insistió. Déjalo si ya no quiere, le dije, pero no insistí porque no tenía mucho tiempo de conocerlos. Reconocí en la cara del niño ese miedo, ese coraje que sólo puedes sentir cuando te sientes traicionado y sin salida. Salieron al segundo round, que no llegó al final porque le comenzó a sangrar mucho la nariz al niño delgadito. Les quitaron las caretas y los felicitaron a los dos. El ganador se veía feliz, se me hace que ese día encontró su gusto por la sangre ajena, por el dolor de otros; en buena lid, espero. Hicimos unos abdominales y lagartijas para cerrar.

Cuando acabamos, llegó alguien por el niño más delgadito, quizás un tío o un hermano. Fue la última vez que lo vimos en el gimnasio. Al día siguiente ya no hubo peleas, supongo que a Alejandro le dio miedo que le fueran a reclamar. Me arrepentí de no haber consolado al niño antes que llegaran por él, algo, lo que fuera. Decirle que no está mal llorar, que el aguantar la pelea había sido bastante, demasiado, para su edad, pero me quedé con las palabras. Hay gente que no está hecha para ese tipo de peleas, y no tiene nada de malo. Él ya llevaba un tercio de su prueba de hombría —de ésa que dicen que se necesita— y me dio como malestar de estómago sólo de imaginar que a lo mejor las otras dos las haría en muy, muy poco tiempo. Porque como dicen a veces los adultos “hay algunos que los hacen madurar a punta de madrazos”.

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