SÚBETE AL RING

Así como dicen que los pájaros enseñan a sus crías a volar, así algunos maestros de lucha libre (al menos los tres con los que he tomado clases) te enseñan. Su frase favorita es “¿Sí viste cómo le hizo él? Así hazle tú.” Y aplica en casi todo, desde lo primero, las maromas más sencillas, hasta los movimientos más complicados y/o peligrosos.

Me acuerdo de mi primera clase con mi primer maestro. Lunes, seis de la tarde, en la casa sin techo que era, además de cuartel general del PRI en la colonia, gimnasio de lucha libre (y sede de las campañas de esterilización gratuitas por parte del municipio). Ya había ido una semana antes a preguntar por los horarios y los costos; 120 pesos el mes y un pants cómodo, me dijo el maestro cuando pregunté qué necesitaba ¿Y desde la primera clase me puedo subir al ring?, le pregunté, la verdad con mucha emoción. Pues si quieres te pongo a maromear en el piso, me dijo.

Lunes, seis de la tarde, dije. Llegaron sus nietos y algunos alumnos que ya llevaban tiempo. Empezamos a calentar, de los pies para arriba, como si te naciera un árbol calientito dentro de las venas. Mucho cuello, porque el cuello es lo más importante. Calistenia, sentadillas, unas vueltas a la casa y luego llegó el momento que todos los que hemos soñado con ser luchadores esperamos: subirte al ring. En fila, primero el más avanzado y después, hasta el último, el novato, el nuevo, o sea yo ese día.

Maroma al frente, dos rondas, y luego maroma atrás y tres cuartos (sobre el hombro). No falta el que se atora, el que se levanta apoyando las manos en la lona (ese día yo) y atrasa a los demás. La verdad es que aunque te atrases unos segundos, todos se te quedan viendo feo y hay unos que hasta se burlan. Yo, que de niño me la vivía en las maquinitas, que jamás di una marometa o me subí a un árbol, sentí que se me acababa el mundo. Luego el mareo incontrolable, las náuseas, el dolor de cabeza y el aire que no se quiere quedar en los pulmones. Maestro, no le estoy entendiendo, ¿me puede explicar? ¿Pues qué quieres que te explique? Es una marometa, fíjate como le hacen los demás. Y de nuevo a regarla, y de nuevo los demás a reírse. Y yo que me imaginaba que el maestro me iba a decir “oye, tienes talento, yo creo que ya debutas en un mes o dos, vete pensando en una máscara y un nombre”. Cada que azotas es como una cachetadita de lona para que despiertes de tu sueño. Hasta que el maestro se apiadó y subió a explicarme, poco a poco, cómo se deben meter las manos, doblar las piernas y la cabeza, dónde usar el impulso. Ustedes pónganse a hacer la rutina que les había enseñado, yo me quedo con él a enseñarle, ¿cómo me dijiste que te llamas? (Nunca se grabó mi nombre, siempre me dijo “Güero”).

Lo bueno de los primeros días, de las primeras veces, es que no duran para siempre. Como a las dos semanas ya podía hacer, más o menos, las marometas, la vuelta de carro y hasta unos saltos del tigre (cortitos, bajitos, pero saltos del tigre al fin y al cabo). Las burlas disminuyeron (nunca se acabaron del todo, siempre la riegas en algo y los demás, aunque ya no todos, se siguen riendo). Luego, si tienes suerte, llega alguien nuevo, y entonces ya no eres el último de la fila, ya no eres en el que más se fijan; ya no eres el nuevo. Lo malo: te exigen más, ya no tienes el lujo de equivocarte.

Así como los pájaros enseñan a volar a sus crías —luego en las caricaturas se ve cómo hasta les patean el rabo a los polluelos para sacarlos del nido y que vuelen— así te enseñan a hacer la mayoría de las cosas. El que tiene buena movilidad, y es ágil por naturaleza, ya la hizo. El que no, se aguanta las burlas y los accidentes. Como cuando me dijeron “aviéntate de tigre desde la segunda cuerda, ya te sale desde la primera” y caí de cabeza y sin meter las manos, para luego levantarme mareado y escupir sangre porque me reventé la cara interna de los cachetes con el golpe.

Los pájaros que servirán para vivir, para reproducirse, vuelan cuando sienten el vacío bajo el cuerpo; habrá algunos, supongo, que se estrellarán contra las rocas, o en este caso contra la lona. Los que saben volar se hacen luchadores profesionales, o amateurs, pero luchadores. Los que no, se ponen a escribir cómo eso de querer volar y no poder. Ese día, el día que caí de cabeza, el maestro me hizo dar saltos del tigre media hora más, bajitos, pero para no quedarme con el miedo. Si no lo haces ahorita ya nunca lo vuelves a hacer, me dijo. Y hasta como premio de consolación le dijo a un chavito que recién había llegado ese día “mira, ve cómo él no tiene miedo, así se aprende” refiriéndose a mí. Sabía que era más por el golpe que por otra cosa, pero de todos modos se sintió bien.

La imagen de este artículo la tomamos de aquí:http://fabiolaaortiz.blogspot.mx/2009/09/desde-la-tercera-cuerda.html

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