Para mi versión de Clint: Lynch
Candy es la iconografía de eso que mucho tiempo pensé que era la vida. Desde el primer momento, me enganché con la cancioncita del final, que era una tonada melancólica en la que ella, a toda costa, deseaba ser muy feliz. ¿Y quién no?
Aquel dibujo animado lo vi dos veces: una primera ocasión cuando tenía como siete años. Me encantó pero no me conmovió hasta los huesos como luego sucedería en mi entrada a la adolescencia. El peor momento de las crisis existenciales que había tenido hasta esa tierna edad correspondía a la ocasión en que vi el capítulo donde la tía Dete se lleva a Heidi a vivir a Frankfurt y la abuela de Pedro, ciega y sin mucho que hacer, le grita al bosque que no se lleven a la chapeada niña.
Los ojos se me inundaron de agua salada como cuando llueve en verano sobre Río Churubusco. Volteé a buscar consuelo en el rostro protector de mi padre, quien pensó que estaba a toda madre decirme: “se llevan a Heidi por tu culpa”.
Desde entonces, aquello se convirtió en uno de lo momentos más endebles de mi salud mental y, hasta la fecha, sigo pagando a especialistas que me ayuden a librarme de la culpa que no logro expiar por no haber podido salvar a Heidi de las garras de Clarita y de la urbanidad de finales del siglo XIX de la apenas formada Alemania.
Bueno, pues hasta ahí fui creciendo con los problemas propios de toda niña que cree que el mundo no la merece. Pero eso es otra cosa. El punto es que a mediados del primero de secundaria comenzaron a pasar Candy en el –aquel entonces- nuevo y reluciente canal Trece de la ya asquerosa Tv Azteca.
Y fue ahí donde todo se fue al traste. Primero porque a lo largo de ciento quince capítulos, la historia del buencopismo de Candy no para un segundo: a pesar de las vejaciones de Elisa y Neil; de la muerte de Anthony; del desprecio de su mejor amiga, Annie; del enrolamiento al ejército de Stear o de la pérdida de memoria de Albert, Candy es un cúmulo de energía sin límite, de alegría sustantiva, de absoluta inconciencia sobre lo real; se arroja al camino de la felicidad como si eso fuese siquiera posible una vez en la vida, ya no digamos cada que un evento te pone en el peor de los escenarios. Una voluntad solo equivalente a la voluntad divina. Caray, y todo eso en una niña de seis años. Tomé nota: Tener férrea voluntad te hace mejor ser humano.
En Candy nunca hay misterios: la historia es una verdad que se revela tras otra. Hay una intención muy clara en cada uno de los actos que emprenden los personajes. Nadie se pregunta mucho, nadie reflexiona, nadie duda. Ni Terry, que es el filósofo de la serie, el Dylan de Beverly Hills, el… bueno, ustedes me entienden. No dudes nunca, anoté.
Aquel personaje conservó las coletas imberbes y las pecas de la niñez durante ¡115 capítulos! (y en ese entonces apenas empezaba el grunge, los vestidos aniñados, las coletas y el fanatismo por los chonguitos de Björk). Su crecimiento es apenas perceptible a lo largo de los años, mientras que en mi caso, las tetas se volvieron un problema y los hombres empezaron a decirme improperios por la calle. Candy: un retrato de Dorian Grey en el que lo único que cambia es el escenario de la tragedia. Yo también quería ese cuerpo indiferente a la edad, lo otro me estaba costando mucho trabajo.
El nivel autorreferencial de la narrativa de aquel novelón para mocosas era abismal, a pesar de que nunca he presenciado una guerra mundial ni he ido a un internado y, bueno, por supuesto, no soy huérfana y… en fin, no sigo la lista. Aquello era respirar una vida impostada y, sin embargo, muy mía. Como si un espíritu superior me hablara, como si Hegel hubiera tenido razón con eso del Espíritu absoluto.
La historia del anime siguió y, tarde que temprano, el torrente de la montaña se precipitó, sin ayuda, al abismo.
Conforme pasaron los meses, la vida de Candy era su propio adversario. Ella era como algunos de esos quesque empresarios que se mamasean de todos los negocios fallidos que han emprendido como si eso sorprendiera a los otros o, peor aún, les diera consuelo a sí mismos. Y yo aplaudía ante la televisión como si cada día fuera descubriendo secretos que todo mundo se negaba a contar sobre eso de ser feliz a toda costa.
Llegó un punto en que la obsesión por la caricatura fue un poco enfermiza. No recibía llamadas, no hablaba con mis padres ni con mis hermanos, no pensaba en nada ni en nadie, y me reunía todas las tardes con un par de amigas a comentar –punto por punto- cada capítulo.
No parecía que mi fanatismo fuese a llegar más lejos. Y llegó. Porque después de aquel primer beso con Terry a la orilla del lago, con la música de hada madrina y la luz espesa y luminosa de las pinturas Rococó, él decide dejar a Candy porque las buenas maneras de la época (a pesar de que se trata del rebelde, del perseguido, del siempre ausente) le impiden abandonar a Susana, la chica que sacrifica la pierna por la vida de Terry, y quien al darse cuenta de que no la ama a ella si no a Candy, está dispuesta a cometer suicidio.
La agolpada y ancha realidad tundió con todo a la siempre sonriente Candy. Y ella en lugar de dejar que la otra se matara y desapareciera de su camino, le pide que no deje a Terry. La protagonista corre a tomar el tren de Chicago y su amado la persigue por una escalera que bien podrían emparentar con las canchas infinitas de los Supercampeones. Finalmente, la alcanza; la abraza por la espalda y le susurra: “No quiero perderte, quiero que el tiempo se detenga para siempre”. Candy intenta hablar y él le responde: “no digas nada, déjame estar así un momento”. Ella se da cuenta de que él llora y no puede creerlo. Los dos se desean ser felices para siempre y cada quien toma su camino.
Y fue ahí cuando no pude más. Las mejillas me ardieron y las lágrimas corrieron redondas y acuosas por mis redondas mejillas. Le llamé a mi amiga Brenda por teléfono. También lloraba. Había quedado de verse con nuestra otra amiga adicta a la serie, Nely. Y ahí estábamos las tres, vestidas con uniforme de secundaria oficial, en medio del camellón que separa la colonia en la que vivíamos, sin entender el porqué de la desgracia de las mujeres del mundo. El golpe invisible de aquella ruptura (ahora sé que los golpes invisibles son los que más perduran) había logrado su cometido: fijarse en la estructura del ADN emocional de las tres.
Las otras niñas lloraban conmigo, pero –de pronto- encontré falsedad en sus mocos y en sus lágrimas. Las voces débiles y las rodillas temblorosas, sí, pero estaba segura de que ellas no habían tocado el vacío; eso que se instala en medio de tu cuerpo y que no se va nunca; nunca se llena y nunca deja de pedir ser llenado. Sus vidas seguían siendo las mismas y yo odiaba al personaje animado que minutos antes había sido mi heroína porque su buenpedismo le impedía allanar el camino a la supuesta felicidad que, capítulo tras capítulo, nos restregaba en la cara. Impostora perfecta, sublime conformista. Me prometí nunca ser como ella.
Me despedí de mis amigas y caminé hacia mi casa. Sacada del espacio y del tiempo, porque aquella ruptura no hablaba de mis trece años y mi único novio, no. Veía rastros sobre mi futuro, sobre los hombres que vendrían. Y tomé nota: Cuando llega el dolor es cuando más te gusta. Y, como dice Carol Oates: “el dolor, en el contexto adecuado, es algo distinto al dolor”. Nunca eso de la felicidad absoluta. Y tomé esa nota que yo misma hice para mí y dejé al olvido toda esa cursilería.
Me sentí timada y nunca terminé de ver ese rerun de la serie. No he vuelto a verla, no tengo gratos recuerdos de lo que comprendí en aquel momento (en medio de altos niveles hormonales y de inseguridades sustantivas) y, ahora que tengo un hijo, agradezco la estupidez insulsa de las caricaturas de Cartoon Network.