LA ÚLTIMA PREGUNTA

EL DÍA QUE ME CONVERTÍ EN SARAH CONNOR

El día de la final de la Champions decidí ir con mi hijo al parque y perderme el partido. No es que el futbol me parezca repulsivo ni que evite cualquier contacto con los gustos populares, pero tampoco soy una asidua seguidora de este ni de ningún deporte. Después de que a los dieciocho años dejé el seno paterno, todo ese expertise en basquetbol, futbol americano, tenis, etc. desapareció.

Además, recordé que en esos partidos hay algo realmente cagante: los aficionados con los que uno tiene que convivir; esta bola de personas que hablan en catalán, portan playera, bufanda y demás adminículos con el logo del Barça mientras se instalan en una tediosa petulancia en la que hay una autopromoción incansable a lo chingones que son por transitividad al irle a semejante grupo de “leyendas del balompié”. No importa que los amigos pertenezcan a otro tipo de hinchas, la cosa siempre termina por exasperarme y en estos tiempos de guardar cierta estabilidad emocional, me enfrasqué en el reto de hacer la burbuja de jabón más grande nunca antes vista en el Parque España.

Regresamos a casa porque la lluvia amenazaba con caer en cualquier momento. Al entrar, noté que la ventana de la sala-comedor estaba abierta, pero –como me pasa con frecuencia- ignoré lo que mi campo visual intentó, una y otra vez, decodificar en mi cerebro, y me fui presta a mi cuarto a leer unas cartas que Rilke le escribió a Balthus a lo largo de su vida (sí, ya no se puede un nivel de cultureta más alto).

Ahí estaba deleitándome con la intimidad epistolar de dos hombres a los que admiro muchísimo cuando me di cuenta de la realidad: que una tormenta de proporciones bíblicas llevaba en curso como diez minutos y que el ventanal de mi casa estaba abierta de par en par.

Sin pensarlo mucho, corrí hasta la sala para comprobar lo obvio: un charco enorme y brillante cubría buena parte del piso de madera, los muebles, algunas cajas de cartón, etc. etc. etc., así que di varios pasos al frente para cerrar el ventanal y entonces, como dice mi amigo Manlio Gutiérrez, sufrí una caída (porque uno después de los treinta años no se cae, sufre las caídas).

Un resbalón digno de cualquier capítulo de “El coyote y el correcaminos” me llevó a dar un vuelo bastante alto del piso al techo para luego regresar al punto del que partí pero no con los pies sino con el culo. El impacto me dejó completamente en el piso pero el golpe realmente había sido en la espalda baja.

La ropa mojada hasta sentir el agua en la entrepierna. La tristeza surrealista de ver el mundo desde el piso. Desde ahí uno ya no resulta tan infinitamente fascinante e importante como cree de sí mismo.

El dolor se expandía difractado en cuanto encontraba el hueso de la columna a su paso. La eficiencia metastática de mis pensamientos iba a una velocidad inusitada: Te has hecho daño, mucho daño. Y de mis labios no salían más que enormes quejidos acompañados de súplicas para no haberme roto el coxis o algo peor.

Y entonces apareció. Con su 1.15 de estatura y sus dieciocho kilos, mi hijo me vio en el piso y me preguntó qué había pasado. Me salía un poco de sangre del empeine del pie derecho por un raspón que no sé en qué momento ocurrió; lo vi abrir los ojos de par en par pero no dijo nada.

De entre todas las cosas terribles que se me ocurrieron contestarle (debido a la obviedad del hecho), solo espeté un: “Me caí”, y comencé a reír porque a lo largo de mi vida (en la que siempre me he distinguido por mi torpeza motriz), esa frase se volvió un símbolo de lo que yo era y mis padres, hermanos, tíos y primos ya estaban acostumbrados a que, en algún momento, yo entraría por la puerta con las rodillas deshechas o los brazos raspados diciendo un “Me caí” escueto y contundente.

Pues bien, mientras el horrible tirol del techo de mi casa amenazaba con seducirme a encontrar una figura amorfa de algo que podría ser un elefante y mi risa desternillada retumbaba en nuestra casa, me di cuenta de la forma oscuramente pirotécnica con la que me gusta hacer muchas de las cosas que me pasan en la vida.

¿Por qué digo eso? Bueno, hay miles de ejemplos pero el de esa tarde fue que mientras decidí arrastrarme herida por el suelo hacia la ventana como Sarah Connor en Terminator 2, Leo, a la Edward Furlong (con todo y el pelito), rápidamente fue por jergas y trapos y empezó a secar con rapidez sin que yo le dijera nada.

Como pude cerré la ventana y, de nuevo, reptando, me dirigí hacia el sillón de la sala con unos aullidos que pocas veces he dado. La verdad es que, a pesar de mis problemas motrices siempre he sido alguien con buena salud. Leo ponía cara de preocupación pero limpiaba dedicado.

Pechotierra pensaba en aquello de reconciliarse con uno mismo por el hecho de tener cuerpo. La voluntad física y la capacidad real son factores que, muchas veces, caminan por separado. Últimamente he pensado en lo trascendente, en la búsqueda de un más allá en el que la corporalidad pasa a segundo plano; en donde la degradación física no existe. Increíble pensar en esos otros planos a los que no podemos acceder por nuestras restricciones corpóreas, pero sin cuerpo no existe la posibilidad de esos pensamientos; sin cuerpo no hay muerte y sin muerte no hay vida.

Y la vida me estaba mostrando a este ser, quien me decía que si ese dolor me iba a hacer fallecer y convertirme en zombi. Porque si ese era el caso, no quería que le comiera el cerebro. Volví a reír porque las preocupaciones de Leo estaban puestas en un lugar que jamás se me hubiera ocurrido. Al confirmarle que no iba a fallecer, Leo secó hasta que le pareció suficiente. Fue a mi cuarto y me trajo mi teléfono: “Tienes que llamarle a alguien”, me dijo con seguridad, y sus cinco años se convirtieron en una edad que no sé describir, y todo estaba impulsado por un valor que no se transmite ni se puede transmitir.

Aquello fue conmovedor, algo que transforma tus paradigmas, un sitio donde la angustia metafísica se hace a un lado para dejar que otras cosas imperceptibles a nuestro hacer cotidiano se revelen. Tomé fuerzas para ponerme de pie (a lo que también me ayudó acercándome un banco), y mientras caminaba hacia mi cama con un dolor terrible en culo y en el abdomen y con él tomándome de la mano, recordé que hace apenas unos años aquel hombre no habitaba la Tierra y que mi cuerpo, en ese momento hecho mierda, lo había traído a este mundo. Y que sus temores, su amor, sus berrinches, sus insospechadas reacciones y sus varias predecibles respuestas, todo eso es apenas el principio de algo que siempre me será desconocido.

Sobre la cama estaba el libro de Rilke y Balthus y ante la fuerza de lo que estaba percibiendo, me di cuenta de que nuestras creencias, nuestros gustos, eso que llamamos nuestras pasiones, lo que detestamos, todo eso no es más que un montón de mierda con la que, finalmente, nos gratificamos a nosotros mismos y que lo trascendente, sí, la mayor parte del tiempo está en otro lado.

Mi última pregunta es ¿qué haré ahora que mi onanismo intelectual y mi fanatismo personal ha sido puesto en jaque?

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