Era 1997 cuando los cortísimos episodios de Freaky stories (Le sucedió al amigo de un amigo, en español) comenzaron a rondar las pantallas de los niños canadienses. Desconozco cuántos años transcurrieron antes de que esas mismas caricaturas aterrizaran también en los televisores de los niños mexicanos, pero calculo que estaríamos en el año 2003 a lo mucho, lo cual implica que yo tendría diez años o menos cuando me topé por primera vez con una de estas historias. El objetivo de la caricatura era sencillo: incomodar. Y lo conseguía.
De todos los episodios transmitidos, recuerdo pocos, pero los recuerdo bien. Todos comenzaban igual, con un “Esta es una historia real, le sucedió al amigo de un amigo…”, pero variaban significativamente tanto en el nudo como el desenlace. Estaba el capítulo de la familia que viajó a México y se llevó a un perro chihuahua que resultó ser una rata, el del repartidor de pizza que acabó en el interior de la casa de una mujer responsable del asesinato de muchos repartidores de pizza, el de la adolescente con un peinado tan pomposo y tan rígido que almacenó en su interior un nido de arañas o el del hombre que quiso robar gasolina de una casa rodante y, por error, conectó el tubo al drenaje, de modo que tomó un trago de deshechos biológicos; también, The bug in the ear (El insecto en el oído). Como el título del episodio indica, la historia gira en torno a un temerario explorador que, durante un paseo en la selva, termina con un insecto dentro del oído. Por la profundidad que ha alcanzado la criaturilla, el médico es incapaz de retirarla, así que la cura queda en manos de un médico-brujo. En su primer intento, el sanador falla, pero en el segundo logra extraer al bicho hembra utilizando a un bicho macho. Sin embargo, la historia no termina ahí porque el insecto abandona la cabeza a través el oído contrario al que le dio entrada. Para la intranquilidad del explorador, el médico-brujo explica que las hembras de esa especie cavan profundo en el cerebro para colocar huevecillos, así que un túnel conecta un oído con el otro. Fin.
A los seis, ocho o diez años, me pareció una historia genuinamente aterradora. A ratos, incluso ahora me lo parece. No por los métodos del médico-brujo ni por el pasaje de oído a oído, sino porque parte de la historia es real, porque parte de la historia puede ocurrir: a veces un insecto logra colarse por error al oído de una persona y se queda ahí, atrapado, medio peleando, medio aleteando, medio intentando escapar. En otorrinolaringología, se le conoce como “cuerpo extraño animado”; en lenguaje coloquial, como “pesadilla hecha realidad”. Porque no sólo es el dolor intenso que genera su movimiento contra el tímpano o el silbido causado por el mismo mecanismo: es sentir algo vivo retorciéndose dentro de la cabeza, es sentir las patitas moviéndose, es percibir el zumbido, es saber que hay una cucaracha o un grillo o una araña o una tijerilla o una garrapata ahí, donde no puedes alcanzarlo.
Por suerte, el tratamiento verdadero es más sencillo y no involucra introducir otra alimaña –ahora atada con un hilo–, para que abrace a la primera y la arrastre consigo hacia afuera cuando den el primer tirón –como ocurre en la caricatura–. De hecho, existen protocolos establecidos para lidiar con estas emergencias. La primera medida indicada consiste en emplear luz para atraer a la criatura: el médico deja el cuarto a oscuras y enciende una fuente luminosa cerca de la salida del oído para marcar el camino. Si esto no funciona, debe ahogar o anestesiar al insecto y, posteriormente, extraerlo con pinzas o con sustancias pegajosas que se adapten a la forma irregular del parásito. Una vez fuera, no suele haber complicaciones porque en la vida real, los cuerpos extraños animados rara vez van más allá del tímpano y nunca, nunca cavan un túnel de oído a oído a través del cerebro para colocar huevecillos; sin embargo, todo lo demás es una historia real que le sucedió al amigo de un amigo…