DE ZOMBIS A ZOMBIS

Las grandes industrias –cinematográfica, principalmente, aunque también televisiva, literaria y demás–, se han encargado de presentarnos muchas clases de muertos vivientes, desde vampiros hasta zombis, pero pocas veces –quizá ninguna– han abordado a la única clase que la medicina reconoce y trata: aquellos pacientes con Síndrome de Cotard. Por supuesto, las personas con este padecimiento no están muertas –al menos, no como la medicina tradicional define a un muerto–: simplemente, creen que lo están. Y lo creen en serio.

El Síndrome de Cotard, descrito por el médico francés Jules Cotard en 1880, es una entidad clínica poco frecuente que se manifiesta como un delirio nihilístico, es decir, un delirio de negación. La extensión del mismo puede ser muy variable, por lo cual, la enfermedad presenta un espectro clínico igualmente extenso. Los delirios más frecuentes están relacionados con el cuerpo: los pacientes creen que tienen una disminución de las capacidades intelectuales, están muertos o carecen de órganos (por ejemplo, aseguran que lo que late en su pecho no es su corazón o que el alimento cae en un agujero porque no tienen estómago o que el cráneo está vacío pues desapareció su cerebro o que no les queda nada más que la piel y los huesos). También se presentan delirios relacionados con la existencia –o, más bien, la no-existencia– de ellos mismos, los demás y el mundo exterior, así como delirios hipocondriacos y delirios de inmortalidad. Además, expresan síntomas accesorios, entre los cuales figuran la disminución o ausencia de sensibilidad, el mutismo, la auto-mutilación, la ideación suicida –pues consideran al suicidio como la única vía de escape– y alucinaciones auditivas, visuales, gustativas, olfatorias (como percepción de olor a podredumbre) o táctiles (como la sensación de gusanos reptando bajo la piel).

En general, esta patología se relaciona con el antecedente de depresión, aunque también puede ser precedida por esquizofrenia, trastorno bipolar u otras enfermedades estructurales –orgánicas– que tienen como consecuencia cuadros psicóticos. La historia natural de la enfermedad reconoce tres estadios: de germinación (caracterizada por ansiedad vaga y difusa asociada con irritabilidad, depresión, percepciones corporales anormales, preocupación constante y obsesiva por la propia salud y tendencia a exagerar los sufrimientos, ya sean reales o imaginarios), de florecimiento (presentación del cuadro nihilístico evidente que puede o no llevar al paciente a la pérdida de cualquier vínculo con la realidad, su cuerpo, el mundo o la existencia) y, por último, crónico (definido por paranoia y depresión).

Existe un debate entre si este síndrome es una enfermedad en sí misma o una manifestación de otras patologías. Tampoco se tiene claro el mecanismo mediante el que se produce, aunque la hipótesis más aceptada sugiere que la negación es resultado de la disfunción de distintas partes del cerebro como el lóbulo parietal, el lóbulo frontal, el giro cingulado, el tálamo y la neocorteza.

Como es evidente, el tratamiento recae en los psiquiatras y se individualiza de acuerdo a la patología de índole psiquiátrico presentada por el paciente previamente, así como las manifestaciones actuales del síndrome. En general incluye un cóctel de medicamentos, entre los cuales se suelen incluir antidepresivos –para tratar síntomas melancólicos–, antipsicóticos –para controlar delirios, alucinaciones y alteraciones en el pensamiento–, e incluso terapia electroconvulsiva –debido a su eficacia en la resolución de delirio. Pese a un manejo adecuado, el pronóstico depende de la evolución. Puede existir una recuperación completa –ya sea espontánea o inducida por el tratamiento–, o resolver sólo parcialmente, en especial cuando existen otras patologías, orgánicas o psiquiátricas, que dificulten la mejoría.

Entonces sí, los muertos en vida existen, aunque quizá la próxima vez que pensemos en ellos, debamos imaginarlos menos podridos y bastante más vivos.

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