Inicio Blog Página 79

LA ÚLTIMA PREGUNTA

0

SOBRE EL MUNDO ESE EN EL QUE NOS GUSTA FESTEJAR

Me gusta diciembre. Me gusta el frío y que las calles se inunden de gente con ropa que los hace ver diez kilos más gordos. Me gusta que las cornisas de las puertas se oscurezcan con más facilidad que de costumbre y que todos beban.

Según palabras de Sir Kingsley Amis, el alcohol de las fiestas logra que quienes estén a tu alrededor resulten menos aburridos. En estas fechas se dan un montón de parejas casuales y romances de oficina que no pasan de la fiesta godín de la que muchos no quieren tener recuerdos apenas se despiertan en sus camas, con las corbatas puestas y los bolsillos llenos de dinero que ha de fluir hasta el desmayo apenas se pise un centro comercial.

Mi oficina está muy cerca de uno de esos restaurantes diseñados para machos que deben acordar grillas o negocios importantes. La iluminación del sitio da la impresión de que siempre son las ocho de la noche. Madera por todos lados, huele siempre a loción de Polo para hombres maduros y los meseros son de un presto que, a veces, incomodan. Parece como si en cualquier momento estuvieran dispuestos a lamer, literalmente, la suela del comensal al que están atendiendo.

Ayer salí a buscar algo de comer. Era tarde y mi presupuesto reducido. Caminaba despacio porque siempre, como dice mi amiga Beatriz Escalante, he tenido pasito de museo. Afuera del restaurante para hombres poderosos estaba una pareja que torpemente se abrazaba. Ella con los ojos puestos hacia enfrente. La brasa de un cigarro, las mangas del saco dobladas y la cabeza ladeada. La mujer había dejado caer sus cabellos sobre el hombro de su acompañante. Él intentaba disimular pero el olor del pelo de ella impregnaba la atmósfera de su feminidad, así que cerraba los ojos como queriendo contener todo eso que emanaba de la chica. Los dos estaban completamente borrachos; llamó mi atención el esfuerzo que ella hacia por mantener el equilibrio: diminutos movimientos en los que el afilado tacón amenazaba con doblarse.

Aquello era de una ternura abismal; los pasitos azarosos de una niña pequeña que explora con sigilo la firmeza del piso. Fue hasta que él le rodeó la cintura que ella dejó esa extraña danza para recargar todo su peso sobre el cuerpo de aquel hombre. No sé qué provocó en mí aquella escena pero, sin pensarlo, me metí al mentado restaurante.

Desde que me presenté frente al hostesslas cosas se desarrollaron fuera de lugar. Me preguntó tres veces si venía sola. En la primera asumió que iba a esperar a alguien, así que me dijo que solo había mesas para cuatro personas. Le dije que solo era yo, por lo que pensó que mi necesidad era etílica, así que me asignó un asiento en la barra. “No, quiero comer”, repetí. ¿Entonces es usted sola?, y creo que la voz le tembló un poco. Ya con pocas ganas de hablar, afirmé con la cabeza y me pasaron al salón del primer piso porque, por supuesto, hay una terraza en donde las edecanes no paran de ofrecer bebidas exóticas que nadie, en su sano juicio, compraría.

Citando de nuevo al maestro Amis cuando explica por qué uno debe pedir siempre la marca del trago que va a empinarse: “aquello puede ser una situación siniestra (…) convirtiéndose en terrorífica al llegar al “vino blanco”, algo que sigo sin poder soportar que pida nadie”. Así son los licores esos que ofrecen las chicas con las tetas al aire y el güero más oxigenado que el de la Primera dama, nuestra primera y telenovelizada damita: una verdadera calamidad.

Me senté en una mesa esquinada desde donde tenía una muy buena vista del lugar mientras pensaba que mi tarjeta de crédito iba a tener que aguantar mi decidida intención de quién sabe qué cosa al irme a sentar a ese lugar. Me trajeron la carta de vinos y, después de mucho pensarlo, pedí una botella para mí sola, ¡total!. Más tardó en llegar la carta de alimentos que un mesero con una copa que me mandaba “el caballero de la mesa de allá”. Y, vamos, no es que no entienda cómo un señor de esos pueda encontrarme atractiva pero aquella tarde iba con el pantalón más roto que tengo, los tatuajes al aire, el pelo en desorden y mis Dr. Martens de Marta Villalobos (Sí, doradas. Sí, ese chiste me lo han hecho mil veces. Sí, me siguen gustando mis botas doradas). Rechacé el trago, además tenía que acabarme una botella de vino tinto. El mesero insistió. Y de ese grado fue mi no.

Pedí una pasta y me serví una buena copa. Rodeada de hombres maduros que chocaban sus vasos mientras hacían cuentas sobre las ganancias del siguiente año, examiné el lugar. Chicas jóvenes, señoras maduras. Ninguna mesera. En todo el piso habríamos, quizás, unas doce mujeres.

Probaba la pasta que, por cierto, estaba medio pinche, cuando un hombre regordete de unos cuarenta y tantos franqueaba mi mesa. “Hola, ¿me puedo sentar?”. “No”, contesté sin poner atención. Probablemente no hablé lo suficientemente fuerte porque el tipo jaló la silla y posó su regordete culo. Llamé al mesero y le pedí que le dijera al Casanova con sobrepeso que se fuera. Lo hizo no sin antes decir por lo bajo “vieja mamona”.

Seguí vaciando la botella. La dinámica con las mujeres que estaban en la sala era, creo, denigrante. El poder del dinero sobre la seducción femenina. Todo lo contrario. La necesidad absurda de, a toda costa, convertirte en el vehículo de lo que no quieres ser, aún se trate “señora desaliñada de tatuajes y buenas tetas”.

Estuve poco más de una hora en aquel lugar. Recibí tres invitaciones de tragos, dos más para ir a sentarme a otra mesa. Dos tipos se quisieron sentar conmigo y tanto el mesero como el capitán me dieron un “gracias, damita, feliz año”.

Salí de ahí mientras vi a otra chica que se tambaleaba sobre sus enormes plataformas. Yo también me tambaleaba sobre mis hermosas botas doradas. Ella emitía una risa tan falsa como el mal actuado orgasmo falso de la insufrible y antes bella Meg Ryan en When Harry Met Sally. Caminé con ganas de seguir bebiendo mientras mi última pregunta fue: ¿en qué lugar nos coloca toda esta dinámica social de mierda?

PuebLONDON

1

JINGLE BELLS SIN NAVIDAD

Ya tenemos encima la temporada de fin de año. En PuebLondon todavía no se siente el ambiente porque, a diferencia de otros años, la nieve se ha portado amable con nosotros. Después de un fin de semana en el que cayó de forma constante por tres días, la temperatura subió y adiós blancura. Se debe estar reservando para el 24 de diciembre por la noche para que, al día siguiente, niños y adultos puedan disfrutar de una blanca… fiesta invernal. Todos reunidos alrededor del arbusto festivo, intercambiando regalos de temporada y con una rica cena de invierno en la mesa. Si alguien me dice qué es lo que falta, le deseo felices fiestas desde lo más hondo de mi corazón.

En la época de la tolerancia, desde el país del multiculturalismo, lo único que no se puede decir en voz alta es Navidad. Pero como vivimos en una democracia, también están prohibidas las palabras Hanukka y Kwanzaa, así nadie se espanta, nadie se ofende. No seamos hiperreligiosos porque la gente con religión es muy fea, muy intolerante, se anda matando por las calles y pone bombas en las escuelas. Sin embargo, como no hay que ser amargados ni desperdiciar un muy tradicional pretexto para comprar, vender e intercambiar, sigamos regalando cosas.

En Canadá todo el mundo celebra la Navidad. Son muy pocas las familias con una tradición religiosa diferente a la occidental, que se niegan al consumismo, se ofrecen para trabajar en los turnos que a los demás les interrumpen la celebración o que se rehúsan a felicitar a los demás por estas fechas. Sin embargo, los que sí festejan, la han despojado de todo significado religioso. Alguien me lo explicaba como “no se conmemora el nacimiento de nadie, sino el solsticio de invierno”. Bueno, decía yo, entonces por qué no cambiamos la fecha al 21 de diciembre, alrededor del día en que se da el solsticio. Por qué no dejamos de llevar regalos como si fuéramos al nacimiento de ese que no podemos nombrar, como los hicieron los magos reyes (para que no suene tan religioso) y cambiamos de un plumazo la tradición. “Ah, no. No se puede, está demasiado imbuida en el inconsciente colectivo”. Pero entonces sí es Navidad. “No, no es.” Cuando mi amiga Ana me habló por primera vez del “arbusto festivo”, que se pone en las casas canadienses y al que no se le llama “árbol de Navidad” porque suena religioso, casi se me salen los ojos del asombro. Ya me acostumbré, pero creo que sigo sin dar crédito.

En esta era del miedo al terrorismo y a las acciones de “fanáticos religiosos” que bombardean a la gente decente (blanca), es muy conveniente quitar a los ataques todo tipo de implicación política y sobre todo económica, dejando a la religión como el único motivo por el que estos grupos se lanzan contra el orden establecido. Mientras las personas renuncian a la religión porque ésta los vuelve intolerantes y “radicales”, los Estados (Unidos) en dios confían. Una más de tantas ironías de esta época contemporánea.

No puedo decir que yo nunca haya sido religiosa. Tuve mi época de pretensión de volverme monja y toda la cosa, pero superé la etapa e incluso comencé la crítica de la iglesia desde adentro, por su incoherencia y contradicciones. Ya después, viendo cómo estaba la cosa, mejor me salí. Será por eso, o por una muy natural tendencia a llevar la contraria, pero la noción de que toda religión es nociva en todo momento y para toda la gente, me molesta cantidad.

Los pseudo liberales canadienses no se tocan el corazón para calificar de ignorantes a las personas religiosas. Todo aquel que acuda a un templo a rendir culto a lo que entienda por dios es tenido por retrógrada y es muy mal visto ostentar un distintivo religioso (cruz, estrella de David o hiyab) en público. En la provincia de Quebec se intentó prohibir el uso de cualquiera de ellos en el área de trabajo, al menos en oficinas gubernamentales, porque alguien podría resultar ofendido ante su vista. En el país de la libertad de culto, la libertad más grande a la que se puede aspirar es la de no realizar el culto.

Hace unos años, cuando aún estudiaba en la universidad local, un grupo de mexicanos decidimos organizar una posada para el departamento de español. Ibamos a romper una piñata que haríamos entre todos y a “pedir posada”. Como buenos paisanos, queríamos un pretexto para tomar ponche y reunirnos a bailar en la que tal vez sería la noche más larga del año, el 21 de diciembre. Algunos compañeros se quejaron por lo que consideraron una exclusión de nuestra parte, al llevar a cabo una celebración TAN mexicana, pero sobre todo religiosa. No hay que agregar que abortamos la misión.

En ese momento concluí que no se trataba de religión, no se trataba tampoco de acabar con regionalismos dañinos. Lo que se actualmente se pretende al cambiar el lenguaje es derrotar a la diferencia. Pensamos que al no mencionar las creencias, al inventar una forma de no decir de qué género somos, al no hacer comentarios racistas, esas cosas desaparecen y nos volveremos iguales siendo, como somos, profundamente diferentes. Seguiremos opinando.

EL HALCÓN DE CONTLA: PEDALEANDO CON FE

0

Foto: Alan Mendoza

A las afueras de mi hogar es muy común que durante los primeros días de diciembre las noches sean más pesadas de lo que son siempre. Mi casa vibra gracias a los tráileres. También hay vehículos que juegan arrancones por la madrugada. Incluso a veces aparecen vagabundos que desafían los carriles de alta. Todo esto es algo que con el paso del tiempo dejó de preocuparme y me acostumbré a dormir en el caos. Durante mis primeros años solía afirmar que uno u otro se estamparía y la muerte vendría en forma de pesadilla. Es cuando se acerca el 12 de diciembre, el día de La Virgen de Guadalupe y los peregrinos de distintas partes del país merodean la zona norte del D.F. conocida como Tepeyac, pasando por mi hogar y así un cuarto peldaño hace más loca esta ciudad. La popular canción de La Guadalupana, las sirenas de los camiones custodiando a sus ciclistas o caminantes cargando en sus espaldas cuadros de su Morenita, y hasta la inconfundible voz de Alex Lora brotando de algunos de ellos, los más jóvenes, suelen oírse mientras las señoras del hogar, acostumbradas a cobijarlos con tortas, sándwiches, café y agua, hacen de esta parte del D.F. (para muchos) un lío, o (para otros) una extraordinaria vivencia que, conociéndola de cerca, pedaleando entre ellos, no hay comparación.

El miércoles 10 de diciembre, alrededor de las 20:00 horas, se escuchaban las voces de descanso a unos metros de mi hogar. Abrí la ventana y ahí estaba un grupo de ciclistas. El año pasado, cuando acompañé a uno de mis tíos a la colonia Felipe Ángeles (cercana a la Basílica de Guadalupe), coincidió con el 12 de diciembre y el tráfico nos tragó. Recuerdo que mi tío (aparte de considerarse ateo), como muchos capitalinos comenzó a desahogarse en contra de los pobres peregrinos que lo único que deseaban era arribar a la plaza principal de la Basílica y de alguna manera sentirse consagrados. En cambio, yo quería saber desde dónde venía tanta gente. Me admiraba al ver la agonía de quienes van arrodillados, de las familias enteras a pie y con unas sonrisas de oreja a oreja, y por supuesto que de esos ciclistas que, lo que me transmitieron fue añorar algún día pedalear a su lado para sentir su fervor.

Salí y al único ciclista que ya estaba montado le pregunté de dónde eran. Su respuesta fue inesperada. Tenían un mes de haber salido de Chiapas. Los ojos de aquel joven pareciera que brillaron en cuanto le dije que estaban a muy poco del templo sagrado. Sentía todas las ganas de preguntarle (pedirle) si podía pedalear con ellos; sólo tenía que entrar a mi hogar por mi bicicleta. Sin embargo, en ese momento se acercó un señor alrededor de los cincuenta o sesenta años, quien parecía ser el líder. Me presenté y le expresé mi admiración por lo que hacían. El líder lo único que me dijo fue gracias y que todo se debía a su fe; nada les había salido mal hasta el momento, seguramente alguna pinchadura y ya. Otra vez intenté preguntar (pedir) si podía pedalear con ellos, sólo que para ese momento me rodeaban los ciclista y también ya había dicho que intentaría escribir alguna historia de los cliclistas con sus bicicletas más pesadas que lo que uno podría cargar en sus mamonas clases de crossfit. En esas bicicletas que por lo general y la gran mayoría son turismeras, las cuales son de fierro puro y sin ningún cambio de velocidades, escalan montañas y vibran de pies a cabeza en los descensos del país, sin cascos o lo requerido para fungir como el adjetivo de ciclista. Al final el líder me dijo que los alcanzara en la Basílica, allá ya habría gente de todos lados. Más bien lo que sentí es que le valía un carajo lo que yo quería hacer.

Al otro día contacté a Alán, un amigo que en el pasado acudió a la Basílica a tomar fotos. Este año haría lo mismo y me ánimo aún más al mencionarme los danzantes, el tumulto de gente, los cohetones y lo colorido que es esa fecha. Quedamos de encontrarnos a las seis de la tarde en el Vips de Plaza Tepeyac. Mientras bajaba a hora pico en bicicleta y con mucha seguridad el Circuito Interior a la altura del Peñón de los Baños, comencé a sentir una vibra extraña gracias a los guadalupanos que hacían lo mismo; era exactamente todo lo que había deseado dentro de un carro. Uno podía voltear a ver que los conductores de corbata estaban poseídos por una cara de fastidio, otros se dejaban ver ya acostumbrados a lo sucedido e incluso algunos alentaban a los ciclistas. De igual forma, en las esquinas había gente brindando los kits energizantes ya antes mencionados.

Y fue hasta que en el semáforo que cruza con Eduardo Molina conocí a Don Rosendo San Luis Sastré, un alegre ciclista-guadalupano de sesenta años que quedó a mi costado. Me llamó la atención ya que su pantalón de vestir para no estropearlo con la cadena de su bicicleta, estaba sujeto con una pinza de colgar ropa. Lo saludé y me volteó a ver con unos lentes de sol que para esas horas ya no eran necesarios. Don Rosendo venía solo desde la bajada de Llano Grande, Puebla; sus tres compañeros: Rafael (de unos treinta años, se quedó en la pesada subida de Río Frío, Puebla), Nicho (entre los cuarente y ciencuenta años) y su hijo (un joven de no más de veinte años) se habían adelantado justo en ese punto que pareciera ser el infierno. A las 07:00 salieron de su pueblo, San Bernardino, Contla (Tlaxcala) para concluir los 140 kilómetros en alguna hora del día, hasta arribar al Cerro del Tepeyac. Entonces lo único que me quedó por decirle a Don Rosendo fue que lo ayudaría a llegar. Dimos vuelta a la derecha sobre Eduardo Molina, y mientras me platicaba que aparte de ser un peregrino por más de veinte años, también era un fanático del ciclismo. Su pedaleada era fuerte y acepto que tuve que apretar el paso para mantenerme a su lado. En el trayecto salió a la charla su paisano Miguel Arroyo “El Halcón de Huamantla”, un ex-ciclista profesional que participó en las competencias clásicas de Europa, y que gracias a su pasado como campesino, muy fácilmente escalaba las montañas. Actualmente Miguel Arroyo es el presidente de la asociación de ciclismo de Tlaxcala.

Debido a la charla fuimos a dar vuelta avenidas más allá del Eje 4 Norte (Talismán), en donde tenía planeado que tomáramos hacia la izquierda para arribar a la Basílica. Pedaleamos por algunas calles hasta dar con el Eje 2 Ote y salir a Martín Carrera; así fue como arribamos pasadas las 18:00hrs por la parte trasera y con distintos contingentes que venían de esos rumbos. Hasta ese momento le cuestioné a Don Rosendo cómo iba a localizar a sus amigos, fue cuando también recordó eso, paramos, sacó su celular y tenía cuatro llamadas perdidas de Nicho. De igual forma yo aproveché para decirle a Alan que mejor lo encontraba a la entrada de la antigua Basílica, que en cuanto llegara marcara a mi teléfono. Intentábamos caminar entre los puestos ambulantes sin mayor problema y me percaté que Don Rosendo no cargaba ninguna mochila con una cobija enrollada, como la mayoría de los peregrinos se dejan distinguir. También le cuestioné sobre eso y me dijo que no le gustaba; no traía ningún cambio de ropa y menos una cobija, únicamente cargaba en una bolsa de plástico con lo necesario para la talacha: una cámara, parches, cemento y desarmadores. No obstante, la bolsa resguardaba lo más preciado: una vela que su familia le había encargado.

Ya más relajados, sobre la plaza principal y a un costado de la Basílica, Don Rosendo me pidió acompañarlo al interior de la Basílica para llevar a cabo el rito de la vela. En ese momento todo era similar a estar en el metro Hidalgo en horas pico. Los olores a orina y sudor eran extremos, es algo común después de tantas horas-días-meses de camino; y quizá también porque algunos baños públicos tienen una cuota. Las necesidades fisiológicas también son un negocio.

En una barrera encadené la bicicleta de Don Rosendo junto con la mía. Cuando nos encontrábamos debajo de la imagen de la Virgen de Guadalupe, en donde unas escaleras eléctricas cuentan en segundos las plegarías de los peregrinos, Don Rosendo no soltaba su bolsa aferrándola a su pecho y miraba hacia su Morenita pidiendo algo entre dientes. A la salida, en el área específica para las veladoras, la cual ya estaba colmada de milagros, Don Rosendo se abrió paso entre el tumulto, encendió su veladora, la dejó y prosiguió a explicarme el significado.

Don Rosendo, en cuanto le dijo a su familia que pedalearía a la Basílica, su esposa compró dicha veladora y una noche antes de partir, en familia se pasaron esa vela por todos sus cuerpos. Y al momento en que se encendiera y fuera colocada ahí, en la Basílica, ellos se purificarían. Esas son las creencias en San Bernardino y me imagino que en otros lugares.

Caída la noche, con más gente reunida y casi faltando cuatro horas para que diera la media noche y Las Mañanitas se entonaran por todos los presentes, mi celular sonó. Era Alan, que me esperaba en la antigua Basílica. Al ir por él, Don Rosendo se quedó estirando sus piernas y devorando una torta y un jugo. Alan le tomó algunas fotos a Don Rosendo y a su mejor amiga: la bicicleta. De nueva cuenta Don Rosendo y yo nos quedamos solos, fuimos al lugar en donde el año pasado se había juntado con sus amigos a descansar y no estaban. Seguimos conversando sobre Miguel Arroyo. Me enteré que con esta era la tercera ocasión que venía en bicicleta; seis años atrás lo hizo en compañía de su hijo Guadalupe y se percibe como uno de sus recuerdos favoritos. Supe que tiene un taller de motos y bicicletas de nombre “Alex”. Que a los veinte años comenzó su peregrinaje y lo dejó por un tiempo al llegarle el matrimonio. Que por su devoción no únicamente viene a la capital, sino que sus piernas también lo llevan a Tepalcingo, Morelos a otra iglesia. Que entrando a Zaragoza se ponchó. Que su familia le había encargado escapularios. Qué a los líderes de los contingentes se les llama mayordomos y por lo general son los encargados de cargar con la imagen de la Virgen. Que de su pueblo había salido una caravana de veinticinco personas antes que él y sus amigos, a las 5 de la mañana. Que su corcel era reciente (sin embargo era igual de pesado; así lo sentí al momento de llevárselo para que fuera fotografiado). Y al final hicimos cuentas y fueron alrededor de once horas las que demoró en llegar a cumplir con la festejada, su familia y él. Faltaba poco para las 10 y su celular sonó, era Nicho. Aún se encontraba con su hijo y Rafael aún pedaleando a la altura del Aeropuerto. Me alegré por Don Rosendo. Estrechamos nuestras manos y me dio su teléfono para que le marcara y me diera el correo electrónico de su hijo. Quiere sus fotos como campeón. También tendrá parte de su travesía por escrito.

LO QUE EL VIENTO NO SE LLEVÓ

0

Gracias al internet, la piratería y algunos puestos ambulantes con prodigiosos catálogos en DVD, como el que custodia la puerta trasera de la Cineteca Nacional, si se quiere conocer las grandes obras de la cinematografía ya no es necesario visitar un cineclub para iniciados y amantes de la incomodidad y los malos proyectores. Ahora es posible programar un maratón de neorrealismo italiano sin salir del cuarto y hacer una revisión completa de la filmografía de cualquier director desde la comodidad de una cama. ¿Para qué entonces pagar un boleto para ver una película vieja, que ya nos sabemos de memoria y por la cual antes desembolsamos una fortuna en una caja de Blu-Ray? El tamaño de la pantalla y la calidad del sonido sin duda son un factor, pero más allá de las particularidades técnicas de una sala THX, ir al cine es primordialmente una cuestión ritual, una experiencia mística junto a un montón de desconocidos a quienes nunca dirigimos la palabra y sin embargo nos une la misma locura. Como diría Canetti, cuando la masa se apelmaza y va a un mismo lado todos somos iguales. El medio es el mensaje, respondería McLuhan.

Hace algunas décadas en la Ciudad de México se podían repasar los clásicos en varios espacios comerciales dedicados a la exhibición de películas antiguas, buenas y malas, proyectadas en 35 mm: el Bella Época (hoy librería Rosario Castellanos), el Elektra (hoy Cinemex Reforma) y una de las dos salas con que contaba PECIME (hoy un edificio en ruinas), Periodistas Cinematográficos de México, organización encargada del manejo de los espacios, la programación y la difusión de los ciclos. Su director, Guillermo Vázquez Villalobos, comandaba también la sección de Espectáculos del por fortuna extinto Heraldo de México (diario de derechas que haría parecer hoy al Reforma un periódico anarco), donde trabajaba también un cementerio de buenos críticos que fueron junto a don Memo esenciales en mi educación sentimental: los cuatrocientos golpes los di a una vieja máquina de escribir en aquella sala de redacción. Sin embargo, para desgracia del público, un periodicazo mal calculado le costó a Vázquez Villalobos la operación de las salas, que tuvo que dejar a regañadientes en manos del gobierno mexicano, capaz de estropear cualquier buen proyecto, y no volvió a pararse en un cine hasta que el alcohol y el volante le quitaron la vida. El sueño de contar con lugares específicos para presenciar películas antiguas, como en París y Nueva York, se enfrentó de pronto a la triste realidad mexicana.

A finales de los años noventa la entonces empresa líder de la industria, Cinemex, revivió la idea en un sótano de Polanco, guarida de snobs que de vez en cuando abarrotaban las salas para ver El padrino o Vértigo en versiones restauradas. El éxito animó a la Cineteca Nacional a programar en cada una de las Muestras el reestreno de algún clásico, tradición que duró más de una década y donde los Welles y Buñueles convivieron con sus herederos creativos, a veces ganándoles en vanguardismo y actualidad: Sombras del mal cuenta mejor la temática de la frontera que cualquier otra película mexicana de los últimos tiempos. Aunque algunas de las revisiones ahuyentaron al público, otras han sido muy bien recibidas por los jóvenes, interesados cada vez más en el cine como medio de comunicación y no como un simple escaparate de las producciones de Hollywood.

Desde hace algún tiempo las salas de ambas cadenas han diversificado su oferta: partidos de futbol americano, soccer, conciertos de rock, transmisiones de ópera, el capítulo final de una serie de televisión y recientemente clásicos de la cinematografía. El cine ha dejado de ser cine nada más. La última vez que pisé el Diana la escalinata principal era escoltada por ocho carteles, de los cuales seis no correspondían a cintas de estreno. Meses atrás la exhibición simultánea de Cinema Paradiso en varios complejos resultó un gran éxito (boletos agotados con días de antelación), lo cual persuadió a los exhibidores de que el buen cine, sin importar cuándo fue hecho, podía ser buen negocio. La lista de películas incluye algunas recientes como La vida es bella o Pulp fiction, obras esenciales del género de terror (Halloween, El resplandor) o los clásicos de los clásicos que nacieron así desde su primer día de filmación, incluyendo el mayor de todos: Lo que el viento se llevó, que celebró 75 años y probó su eficacia melodramática en las nuevas generaciones, pues fui testigo de cómo un grupo de adolescentes corría literalmente al baño en el intermedio para no perderse ni un minuto de la historia, y al final terminaron entre ayes y exclamaciones de emoción como el resto de nosotros, llorando a raudales como si fuéramos Scarlett O’Hara recién abandonada por Clark Gable.

Podría intentar exponer en las siguientes líneas la diferencia que hay entre exhibir un clásico en 35 mm o en un proyector digital, y las virtudes y defectos que conlleva, sin embargo no puedo extenderme ni un minuto más y debo apresurar el punto final. Corro el riesgo de llegar tarde. Casablanca me espera.

ESTO NO ES FICCIÓN

0

CHIAPAS DESPUÉS DEL ZAPATISMO

El pretexto fue la III Feria Internacional del Libro Chiapas-Centroamérica, donde fui invitado a presentar de nueva cuenta mi primera novela Las mujeres matan mejor. Ya un año antes lo había hecho en el Proyecto Posh en San Cristóbal de las Casas donde me maravillé con algo que pasa poco en el ámbito literario del centro y quizá de todo el país: la presentación de jóvenes poetas en plazas públicas, a las que sí asisten los pobladores en una especie de fiesta viva de la palabra y el lenguaje.

Chiapas posee una de nuestras tradiciones poéticas más importantes en México, con clara referencia a Jaime Sabines y Rosario Castellanos. O narradores como Eraclio Zepeda. Pero el Chiapas literario actual se ha ampliado más allá del costumbrismo, la referencia indigenista y el zapatismo.

¿Qué ha pasado con Chiapas y su poesía a 20 años del levantamiento del 1 de enero de 1994? Muchos de quienes escriben los mejores poemarios en ese estado eran apenas unos niños en aquel entonces. Algunos solo tienen como referencia el aluvión de lo que algunos chiapanecos llaman “frezapatismo”, esa especie de turismo revolucionario en el que los símbolos zapatistas fueron reducidos a productos por un montón de hippies europeos, sudamericanos y mexicanos.

A otros sí les queda en la memoria el momento en que un grupo de indígenas se cubrieron el rostro con pasamontañas para levantar la voz y pedir que su identidad, tradiciones y lengua fueran respetadas por un Estado que todo quiere uniformar bajo ese instrumento llamado “neoliberalismo” y que en Estados Unidos les ha dejado su propio white trash.

En realidad lo que hoy priva en Chiapas es la coexistencia y la transculturización. La capital, Tuxtla Gutiérrez, está llena de bancos, anuncios espectaculares, caos vial y eterno embellecimiento de camellones para dar la imagen de progreso, de una ciudad fronteriza donde la marginación y la migración centroamericana tiene un dique.

Basta arribar por el Libramiento Norte para ver el contraste: al fondo un edificio de 22 pisos con helipuerto deslumbra. Un montón de edificios gubernamentales se construyen entre predios a desnivel, casas de block a medio construir y mangueras intentando jalar agua de donde sea.

Eso es Tuxtla. En su centro, lo mismo se puede bailar en el Parque de la Marimba, tomar pozol (maíz recocido con cacao y agua) en el Mercado 5 de Mayo o asistir a una sala VIP de algún consorcio cinematográfico nacional.

Yo prefiero lo primero y a eso me llevan mis amigos Brenda Obregón, profesora de artes plásticas en la Unicach y Rodolfo Girón, poeta de la costa chiapaneca, quien basado en el nadaísmo ha escrito: “qué es toda esa batahola rodeándonos/ qué esa mano esmerilada devastando la carne/ a la que llamanos Espirar (…) Ve y dile que no supiste a cuántos grados humea el amor/ que al final de cuentas fueron sólo espejismos de carne y hueso/ los que buscaste para comprobar cómo es la soledad acá en el sur”.

Ahí en Tuxtla platico varias noches con Élmer Mendoza, Eduardo Antonio Parra, José Mariano Leyva e Iván Trejo, quienes visitan también la feria. En el restaurante del Hotel Arecas se ve lo mismo a José Ovejero y Juan Villoro que a investigadores o escritores locales de los que nunca he oído hablar.

Como es costumbre en el medio literario, Trejo, Parra, Leyva, Mendoza, el poeta español Rafael Saravia y yo nos vamos a comer a uno de esos restaurantes-palapas de los que concluimos ya no existen en el centro y norte del país.

Otro día, voy a una taquería tradicional donde me presentan a Balam Rodrigo, uno de los mejores poetas jóvenes del país, a quien lo veo muy preocupado por el cansancio de su esposa y niños. Balam se despide pues debe trabajar al otro día como cualquier ciudadano de a pie para seguir escribiendo líneas como: “Gatávico el lenguaje, gatísima la letra y la aprehendida palabra, y gáticas las noches del idioma porque inmortal es la ciudad en su más honda felinura…”

Quien me presenta a Balam es René Morales, con quien he estrechado amistad a raíz de su poemario La Línea Blanca, donde no ha dudado en plasmar con rabia el impacto del narcotráfico en la frontera sur al asegurar: “Y los traidores pagarán/ por destruir/ lo único que no les pertenecía/ la esperanza de la gente”.

René ha creado Public Pervert, editorial independiente que da voz a los mejores poetas jóvenes de Chiapas y Centroamérica, donde publican Antonio Cienfuegos; o el singular activista por los derechos de la población LGBT, Darwin Petate, amenazado por el gobernador Manuel Velasco; la conocida feminista Karen Dianne Padilla; o el también periodista César Trujillo, quien ha escrito: “Si existiera el amor/ nuestras muertas tomarían los centros comerciales/ acompañadas o no,/ y saldrían con tacones altos/ y una minifalda que exhibiera el color del hilo dental/que no le pertenece a los dentistas./ Si existiera el amor no se comprarían las rosas/ para suplantar los golpes de la noche anterior,/ ni existirían juzgados para la indefensión de la mujer./ Si existiera el amor,/este jodido mundo/sería otro”.

La misma noche que conozco a Balam, el también poeta y promotor cultural Fernando Trejo, Luis Téllez y Julián Herbert, coincidimos en un tugurio cerca de la zona militar. Sabemos que los tequilas están adulterados, la comida no parece de fiar y las caguamas llegan invitadas por unos desconocidos que terminan en nuestra mesa mientras el techo de lámina parece venirse abajo con la lluvia torrencial, que no espanta a señoras que esperan aburridas a que alguien las contrate para bailar. En el baño, una frase escrita con plumón me cimbra: “No hay ley para el mal”. Y más cuando me entero después que no es gratuita, que en ese congal ha habido asesinados, comenzando con el dueño, cuya foto se mantiene rodeada de veladoras en un rincón.

En un break, opto por visitar a un primo que vive en Palenque, a siete horas de Tuxtla. Luego de recorrer las ruinas arqueológicas y el zoológico privado del ex gobernador Patrocinio Garrido, me cuenta tremendas historias sobre los migrantes centroamericanos que en plena calle piden cooperación para seguir su viaje a bordo de La Bestia.

Al otro día, decido regresar a Tuxtla y lo hago esta vez vía las cascadas de Agua Azul, internándome en las zonas de influencia zapatista hasta Ocosingo, y luego, ya de noche, hasta San Cristóbal de las Casas.

(Cómo olvidar que el chofer de la Urvan se aparque en medio de la sinuosa carretera con las nubes a ras de piso ocupando uno de los dos carriles, subirse al toldo y extender una lona para cubrir cajas, huacales y bultos porque la lluvia comienza a caer).

Ya en Tuxtla cumplo con mis compromisos literarios, charlo por fin con José Luis Ruiz Abreu, uno de los promotores de la feria. También me siento feliz de platicar con Chary Gumeta, una de las mujeres más queridas de Chiapas, quien me ha dedicado su último poemario con unas líneas que dicen: “Compa, uno no nace con el destino en la mano… ni con el camino ya trazado”. Es Chary quien me cuenta la terrible experiencia de Otoniel Guevara, ex guerrillero salvadoreño quien ha vivido las peores pesadillas contra la Mara Salvatrucha, y a quien conozco horas después junto al editor guatemalteco Édgar García, a quien le compro lo mejor de la poesía de su país, Costa Rica, Honduras, Panamá y El Salvador, en su sello Metáfora. Otoniel promueve por su parte una selección de Roque Dalton.

Me quedan solo un par de días para regresar al Distrito Federal y decido visitar el Cañón del Sumidero. Apenas se embarca uno en Chiapa de Corzo, el agua chocolatosa del Río Grijalva envía cucarachas a la lancha. Las enormes montañas nos escoltan, la vegetación oculta monos e iguanas. En promontorios descansan cocodrilos pero la lancha se detiene no por ellos sino para esquivar la nata nauseabunda de toneladas de bolsas y botellas de plástico, en un ecocidio que kilómetros más adelante contiene la presa del Chicoasén. Ni los turistas extranjeros ni los nacionales pueden creerlo.

Luego visito en San Cristóbal a un amigo que participa como locutor en la radio zapatista. Trata de mantenerse en la clandestinidad para que el gobierno local no sepa dónde se encuentra la voz que le habla con amor y respeto a los indígenas a través del aire que surcan los Altos de Chiapas.

Ahí en San Cristóbal me cito con Brenda Obregón. Viene sin mi amiga Berona Teomitzi, poeta local que ha escrito: “Mal gastada/ mal herida/ Aguamala, aguasal de mi rostro/ Recuerda soy anfibia, no tengo decencia”.

Sin ella pero con Brenda me dirijo a visitar la iglesia de San Juan Bautista construida en 1524, sin bancas, tapizada de juncia, una yerba de la región, donde veo cómo los rezantes degollan gallinas vivas rodeados de cientos de veladoras en un espectáculo donde los santos católicos son “castigados” por los tzotziles. Una botella de Coca Cola es una ofrenda tan importante para ellos que me pregunto si el catolicisimo apenas horadó el mundo mágico maya y el poderío norteamericano.

Pero esta vez Chamula me cobrará cuota al casi ser bajado de un taxi a punta de pistola y rifle AR-15 en un retén, exigiendo me identifique, diga a dónde voy y de dónde vengo.

Y esto es porque desde hace algunos años esa hermosa comunidad pasó de resistir el colonialismo español a transformarse en un pueblo narco con fastuosas fachadas estilo románico, cornisas triangulares y columnas que sustituyeron ya a las chozas tzotziles. Un lugar donde los huaraches fueron cambiados por botas vaqueras, los caracoles por radios portátiles y las carretas por trocas con música norteña a todo volumen.

“Tenga cuidado, allá arriba hay gente mala”, me dice el hombre que me enseña la cacha de su 9 milímetros y quien baja su rifle para decirme con su mirada que estará pendiente de lo que yo haga. Y en efecto, en la plaza principal de la iglesia de San Juan, donde no se pueden tomar fotos, escucho que alguien registra mis movimientos vía radio.

Aún así visito a Xun Gallo, pintor tzotzil que usa referencias occidentales en su trabajo. No tengo la suerte de encontrarlo pero puedo admirar sus cuadros, uno de ellos, un Carlos Salinas de Gortari autocrucificado. Aprovecho para comprar a su esposa un poco de posh, fuertísimo aguardiente de maíz que en pocos minutos me hace sentir que al menos en su casa se puede respirar el aire de ese Chiapas que defendieron los zapatistas en 94, aquel que aún no se ha mezclado con el mundo occidental decadente, aunque afuera todo me diga lo contrario.

Cuando Brenda me dice que es hora de irnos pues es peligroso seguir ahí, entiendo por qué algunos en los Altos de Chiapas se cubren todavía el rostro. Lo hacen, me digo convencido, para que al menos algo permanezca así, inmaculado, oculto ante nuestra mirada de progreso, que todo lo profana.