EL HALCÓN DE CONTLA: PEDALEANDO CON FE

Foto: Alan Mendoza

A las afueras de mi hogar es muy común que durante los primeros días de diciembre las noches sean más pesadas de lo que son siempre. Mi casa vibra gracias a los tráileres. También hay vehículos que juegan arrancones por la madrugada. Incluso a veces aparecen vagabundos que desafían los carriles de alta. Todo esto es algo que con el paso del tiempo dejó de preocuparme y me acostumbré a dormir en el caos. Durante mis primeros años solía afirmar que uno u otro se estamparía y la muerte vendría en forma de pesadilla. Es cuando se acerca el 12 de diciembre, el día de La Virgen de Guadalupe y los peregrinos de distintas partes del país merodean la zona norte del D.F. conocida como Tepeyac, pasando por mi hogar y así un cuarto peldaño hace más loca esta ciudad. La popular canción de La Guadalupana, las sirenas de los camiones custodiando a sus ciclistas o caminantes cargando en sus espaldas cuadros de su Morenita, y hasta la inconfundible voz de Alex Lora brotando de algunos de ellos, los más jóvenes, suelen oírse mientras las señoras del hogar, acostumbradas a cobijarlos con tortas, sándwiches, café y agua, hacen de esta parte del D.F. (para muchos) un lío, o (para otros) una extraordinaria vivencia que, conociéndola de cerca, pedaleando entre ellos, no hay comparación.

El miércoles 10 de diciembre, alrededor de las 20:00 horas, se escuchaban las voces de descanso a unos metros de mi hogar. Abrí la ventana y ahí estaba un grupo de ciclistas. El año pasado, cuando acompañé a uno de mis tíos a la colonia Felipe Ángeles (cercana a la Basílica de Guadalupe), coincidió con el 12 de diciembre y el tráfico nos tragó. Recuerdo que mi tío (aparte de considerarse ateo), como muchos capitalinos comenzó a desahogarse en contra de los pobres peregrinos que lo único que deseaban era arribar a la plaza principal de la Basílica y de alguna manera sentirse consagrados. En cambio, yo quería saber desde dónde venía tanta gente. Me admiraba al ver la agonía de quienes van arrodillados, de las familias enteras a pie y con unas sonrisas de oreja a oreja, y por supuesto que de esos ciclistas que, lo que me transmitieron fue añorar algún día pedalear a su lado para sentir su fervor.

Salí y al único ciclista que ya estaba montado le pregunté de dónde eran. Su respuesta fue inesperada. Tenían un mes de haber salido de Chiapas. Los ojos de aquel joven pareciera que brillaron en cuanto le dije que estaban a muy poco del templo sagrado. Sentía todas las ganas de preguntarle (pedirle) si podía pedalear con ellos; sólo tenía que entrar a mi hogar por mi bicicleta. Sin embargo, en ese momento se acercó un señor alrededor de los cincuenta o sesenta años, quien parecía ser el líder. Me presenté y le expresé mi admiración por lo que hacían. El líder lo único que me dijo fue gracias y que todo se debía a su fe; nada les había salido mal hasta el momento, seguramente alguna pinchadura y ya. Otra vez intenté preguntar (pedir) si podía pedalear con ellos, sólo que para ese momento me rodeaban los ciclista y también ya había dicho que intentaría escribir alguna historia de los cliclistas con sus bicicletas más pesadas que lo que uno podría cargar en sus mamonas clases de crossfit. En esas bicicletas que por lo general y la gran mayoría son turismeras, las cuales son de fierro puro y sin ningún cambio de velocidades, escalan montañas y vibran de pies a cabeza en los descensos del país, sin cascos o lo requerido para fungir como el adjetivo de ciclista. Al final el líder me dijo que los alcanzara en la Basílica, allá ya habría gente de todos lados. Más bien lo que sentí es que le valía un carajo lo que yo quería hacer.

Al otro día contacté a Alán, un amigo que en el pasado acudió a la Basílica a tomar fotos. Este año haría lo mismo y me ánimo aún más al mencionarme los danzantes, el tumulto de gente, los cohetones y lo colorido que es esa fecha. Quedamos de encontrarnos a las seis de la tarde en el Vips de Plaza Tepeyac. Mientras bajaba a hora pico en bicicleta y con mucha seguridad el Circuito Interior a la altura del Peñón de los Baños, comencé a sentir una vibra extraña gracias a los guadalupanos que hacían lo mismo; era exactamente todo lo que había deseado dentro de un carro. Uno podía voltear a ver que los conductores de corbata estaban poseídos por una cara de fastidio, otros se dejaban ver ya acostumbrados a lo sucedido e incluso algunos alentaban a los ciclistas. De igual forma, en las esquinas había gente brindando los kits energizantes ya antes mencionados.

Y fue hasta que en el semáforo que cruza con Eduardo Molina conocí a Don Rosendo San Luis Sastré, un alegre ciclista-guadalupano de sesenta años que quedó a mi costado. Me llamó la atención ya que su pantalón de vestir para no estropearlo con la cadena de su bicicleta, estaba sujeto con una pinza de colgar ropa. Lo saludé y me volteó a ver con unos lentes de sol que para esas horas ya no eran necesarios. Don Rosendo venía solo desde la bajada de Llano Grande, Puebla; sus tres compañeros: Rafael (de unos treinta años, se quedó en la pesada subida de Río Frío, Puebla), Nicho (entre los cuarente y ciencuenta años) y su hijo (un joven de no más de veinte años) se habían adelantado justo en ese punto que pareciera ser el infierno. A las 07:00 salieron de su pueblo, San Bernardino, Contla (Tlaxcala) para concluir los 140 kilómetros en alguna hora del día, hasta arribar al Cerro del Tepeyac. Entonces lo único que me quedó por decirle a Don Rosendo fue que lo ayudaría a llegar. Dimos vuelta a la derecha sobre Eduardo Molina, y mientras me platicaba que aparte de ser un peregrino por más de veinte años, también era un fanático del ciclismo. Su pedaleada era fuerte y acepto que tuve que apretar el paso para mantenerme a su lado. En el trayecto salió a la charla su paisano Miguel Arroyo “El Halcón de Huamantla”, un ex-ciclista profesional que participó en las competencias clásicas de Europa, y que gracias a su pasado como campesino, muy fácilmente escalaba las montañas. Actualmente Miguel Arroyo es el presidente de la asociación de ciclismo de Tlaxcala.

Debido a la charla fuimos a dar vuelta avenidas más allá del Eje 4 Norte (Talismán), en donde tenía planeado que tomáramos hacia la izquierda para arribar a la Basílica. Pedaleamos por algunas calles hasta dar con el Eje 2 Ote y salir a Martín Carrera; así fue como arribamos pasadas las 18:00hrs por la parte trasera y con distintos contingentes que venían de esos rumbos. Hasta ese momento le cuestioné a Don Rosendo cómo iba a localizar a sus amigos, fue cuando también recordó eso, paramos, sacó su celular y tenía cuatro llamadas perdidas de Nicho. De igual forma yo aproveché para decirle a Alan que mejor lo encontraba a la entrada de la antigua Basílica, que en cuanto llegara marcara a mi teléfono. Intentábamos caminar entre los puestos ambulantes sin mayor problema y me percaté que Don Rosendo no cargaba ninguna mochila con una cobija enrollada, como la mayoría de los peregrinos se dejan distinguir. También le cuestioné sobre eso y me dijo que no le gustaba; no traía ningún cambio de ropa y menos una cobija, únicamente cargaba en una bolsa de plástico con lo necesario para la talacha: una cámara, parches, cemento y desarmadores. No obstante, la bolsa resguardaba lo más preciado: una vela que su familia le había encargado.

Ya más relajados, sobre la plaza principal y a un costado de la Basílica, Don Rosendo me pidió acompañarlo al interior de la Basílica para llevar a cabo el rito de la vela. En ese momento todo era similar a estar en el metro Hidalgo en horas pico. Los olores a orina y sudor eran extremos, es algo común después de tantas horas-días-meses de camino; y quizá también porque algunos baños públicos tienen una cuota. Las necesidades fisiológicas también son un negocio.

En una barrera encadené la bicicleta de Don Rosendo junto con la mía. Cuando nos encontrábamos debajo de la imagen de la Virgen de Guadalupe, en donde unas escaleras eléctricas cuentan en segundos las plegarías de los peregrinos, Don Rosendo no soltaba su bolsa aferrándola a su pecho y miraba hacia su Morenita pidiendo algo entre dientes. A la salida, en el área específica para las veladoras, la cual ya estaba colmada de milagros, Don Rosendo se abrió paso entre el tumulto, encendió su veladora, la dejó y prosiguió a explicarme el significado.

Don Rosendo, en cuanto le dijo a su familia que pedalearía a la Basílica, su esposa compró dicha veladora y una noche antes de partir, en familia se pasaron esa vela por todos sus cuerpos. Y al momento en que se encendiera y fuera colocada ahí, en la Basílica, ellos se purificarían. Esas son las creencias en San Bernardino y me imagino que en otros lugares.

Caída la noche, con más gente reunida y casi faltando cuatro horas para que diera la media noche y Las Mañanitas se entonaran por todos los presentes, mi celular sonó. Era Alan, que me esperaba en la antigua Basílica. Al ir por él, Don Rosendo se quedó estirando sus piernas y devorando una torta y un jugo. Alan le tomó algunas fotos a Don Rosendo y a su mejor amiga: la bicicleta. De nueva cuenta Don Rosendo y yo nos quedamos solos, fuimos al lugar en donde el año pasado se había juntado con sus amigos a descansar y no estaban. Seguimos conversando sobre Miguel Arroyo. Me enteré que con esta era la tercera ocasión que venía en bicicleta; seis años atrás lo hizo en compañía de su hijo Guadalupe y se percibe como uno de sus recuerdos favoritos. Supe que tiene un taller de motos y bicicletas de nombre “Alex”. Que a los veinte años comenzó su peregrinaje y lo dejó por un tiempo al llegarle el matrimonio. Que por su devoción no únicamente viene a la capital, sino que sus piernas también lo llevan a Tepalcingo, Morelos a otra iglesia. Que entrando a Zaragoza se ponchó. Que su familia le había encargado escapularios. Qué a los líderes de los contingentes se les llama mayordomos y por lo general son los encargados de cargar con la imagen de la Virgen. Que de su pueblo había salido una caravana de veinticinco personas antes que él y sus amigos, a las 5 de la mañana. Que su corcel era reciente (sin embargo era igual de pesado; así lo sentí al momento de llevárselo para que fuera fotografiado). Y al final hicimos cuentas y fueron alrededor de once horas las que demoró en llegar a cumplir con la festejada, su familia y él. Faltaba poco para las 10 y su celular sonó, era Nicho. Aún se encontraba con su hijo y Rafael aún pedaleando a la altura del Aeropuerto. Me alegré por Don Rosendo. Estrechamos nuestras manos y me dio su teléfono para que le marcara y me diera el correo electrónico de su hijo. Quiere sus fotos como campeón. También tendrá parte de su travesía por escrito.

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