n la Ciudad de México, lo último que nos resulta interesante es observar el cielo: de antemano sabemos que no hallaremos nada extraordinario. A menos que alcemos la vista para cerciorarnos que la lluvia amenaza con arruinarnos la tarde, para ver cruzar un platillo volador o como fue mi caso, para correr huyendo del aguacero mientras daba un paseo por el Centro y terminar refugiándome en una librería donde por azar di con el último ejemplar que les quedaba de Volar. Apuntes sobre aves de Henry David Thoreau, una antología de registros notariales sobre distintas especies de aves que el escritor norteamericano encontró durante sus viajes.
Thoreau nació en julio de 1817 en el poblado de Concord, Massachusetts, al noroeste de Estados Unidos; fue amante de las caminatas, un atento observador del cielo, “escenario donde las aves revelan su encanto”, y sobre todo un demócrata radical que llevó su voluntad de autosuficiencia al extremo bajo una vida libertaria, en medio de la guerra del gobierno norteamericano contra México y particularmente contra el sistema esclavista que, a su juicio, era la causa que originaba el conflicto bélico.
Bajo una mirada atenta y asombrada, apasionada pero serena, luego de andar por la orilla del lago Walden y regresar a la pequeña cabaña construida por él mismo, escribió: “aunque no haya nuevo sobre la tierra, siempre hay algo nuevo en los cielos. En cualquier momento podemos encontrar un último recurso allá arriba. El viento cambia constantemente la tipografía de esa página azul”.
Volar no es una biografía sobre Thoreau, es un trabajo poético al aire libre y una conversación directa con los símbolos de la naturaleza: los pájaros, los alisos, los pinos, el viento, el traqueteo de un tílburi en el bosque, todos parecen serenos y ocupando su lugar, dice el autor, y no solamente los menciona, también cuestiona su propia estadía en medio del goce que le prodiga otra mañana singularmente cálida y agradable de verano: Me pregunto si mi vida les parece a ellos tan apacible como lo es la suya para mí. Esa decisión de gozar plenamente el tiempo y los placeres gratuitos de la vida solitaria y de la observación de la naturaleza.
La recopilación de dichos textos, traducidos por el poeta palmesano Eduardo Jordá, es una selección minuciosa de los editores Ignacio Foronda y Antonio Casado da Rocha, quienes durante cuatro años cribaron en el diario del autor que contiene, dicen, más de siete mil páginas escritas entre 1837 y 1861, un año antes de la muerte de Thoreau.
Este libro no es para especialistas, es una pequeña enciclopedia que muestra la variedad y riqueza más representativas en la mirada de Thoreau acerca de las aves, lo mismo se ofrece un registro temporal de la llegada del primer azulejo, la aparición de sus primeros versos, que la anotación de una sensación fugaz y otros pasajes en los que el escritor establece una relación duradera con su ave descrita en otro de sus libros Walden (1854).
Como expresó Montaigne alguna vez “no hago nada sin alegría” esta frase podría aplicarse a Thoreau, quien no escatimaba en su fascinación por el encantamiento que le producían los sonidos y olores y formas de vida del medio ambiente, las cuales retrata en este manifiesto geopoético producto de su excursión que divaga por un ecologismo asilvestrado y bajo una curiosidad asombrosa.
En una de sus notas fechada el 18 de febrero de 1857, relata: me excita tanto este maravilloso aire tibio, que me pongo a buscar el canto del azulejo o de cualquier otro pájaro recién llegado. La textura misma del aire parece haber sufrido una transformación que lo predispone a dejarse fragmentar por los trinos del azulejo. Creo que si el pájaro se hiciera visible o si yo pudiera espolvorearlo con una fina capa de polvo que delatara su presencia, adoptaría una forma en consonancia con el aire.
Más adelante agrega: En estas mañanas el jardín bulle de pájaros migratorios. El gato regresa después de haber dado su paseo matinal entre las hierbas. El animalito está tan harto de gorriones que rechaza el desayuno, a no ser un plato de leche. Le he visto estudiar ornitología entre los tallos de maíz.
Poética y filosofía imperdible surgida de una imaginación sensible que atiende minuciosamente a la zoología y a la botánica, mediante una conciencia muy aguda de la interdependencia entre el medio ambiente y las formas de vida; un autor interesado en la belleza natural como en el conocimiento poético, moral y político que se puede adquirir durante el viaje.
De vez en cuando habrá que voltear al cielo y detenernos a mirar el vuelo de alguna ave, abriendo la posibilidad de una nueva perspectiva para nuestros sentidos. Thoreau es un explorador de sí mismo encontrado en el canto libertario de un jilguero.
Henry D. Thoreau, Volar. Apuntes sobre aves. Selección y edición de Antonio Casado da Rocha y José Ignacio Foronda. Traducción de Eduardo Jordá. Pepitas de Calabaza Ed. Logroño, España 2016. 136 páginas.
l 12 de enero del 2010, un terremoto de 7.3º sacudió a la isla de Haití; el epicentro se localizó a 15 kilómetros de Port au Prince.
El Palacio Nacional, la Catedral, el Mercado de Hierro, consulados, hospitales, iglesias, escuelas y cárceles colapsaron, barrios enteros desaparecieron. Casi cuatrocientos mil difuntos, más de un millón de heridos, más de millón y medio de viviendas caídas, aproximadamente cinco millones de damnificados.
La telefonía y el internet se esfumaron; la iluminación de la isla quedó al amparo de los astros.
En el transcurso del 2012 conocí a Odelin, uno de los muchos refugiados que llegaron a vivir a la colonia en que habito, ubicada en los calcañares del Ajusco. La primera vez que nos encontramos fue en el puesto de carnitas de “don Trinche”.
Yo iba terminando mi primer taco de aldilla y pedí uno de barriga y uno de corazón con buche, más un tepache. Me parece que Odelin, a juzgar por la desmesura que desplegó en sus ojos, se sorprendió del amplio abanico de manjares que ofrece un puerco frito.
Como tartamudeando un español que parecía catalán, me preguntó de qué eran los tacos más sabrosos, respondí que dependía del gusto. A mí los que más me gustan son los de barriga, o los de nana, confesé. Y nunca se debe despreciar la surtida, añadí a manera de aforismo.
Pidió uno de maciza con cuerito y se aventuró a probar uno de nenepil; ambos pasaron la prueba, pero fue el de barriga el que terminó por abatir cualquier signo de reticencia. Se despidió con amabilidad y desapareció al doblar la esquina. Qué bueno que ya se fue ese pinche negro, ¡es un brujo!, nos dijo el taquero a los comensales. Una señora se persignó con el taco en la mano.
La Parroquia de María Reina se encuentra a dos calles del puesto de “don Trinche”, y el negocio de carnitas funciona a su vez como una especie de confesionario público de la colonia.
El chismerío se entreteje y prospera, a la mitología del barrio se le suman nuevas historias. El ir a comer carnitas a ese sitio implica un riesgo (aparte de la dosis de triglicéridos), y éste radica en que su negocio funciona para que los comensales (en su mayoría feligreses de la iglesia mencionada) den rienda suelta a su fanatismo y su ortodoxia.
Apenas se había retirado el haitiano, una señora de morfología porcina atizó la brasa: Ese cabrón embrujó a mi sobrina, y la tiene encandilada. “Don Trinche” expuso con autoridad: Le ha de haber hecho un amarre. Nos trajo a la colonia sus rituales de salvaje, su vudú y esas chingaderas; o tú cómo ves, mi estimado, mencionó dirigiéndose a mí. La religión no es magia, dije para evitar controversias, aunque me hubiera gustado decir que se basa en la interpretación mágica. Tiene negras intenciones, dijo sarcástico un señor de ojos vivarachos. Que se la exorcice el padre Alfredo y sanseacabó, expresó categórico “don Trinche”.
Ya alguna vez mi apetito y buen humor habían sido arruinados en ese sitio; sucedió que una joven señora de pelos alborotados y otros atributos de remolona, constantemente interrumpía sus bocados para externar “milagros” que le habían acontecido; me miraba fijo tras sus lagañas y con aire adormilado comenzaba a decir cosas como:
Te lo juro, manito, yo sólo dormía todo el día y toda la noche, y no quería verme en el espejo porque sabía que estaba tomada por el demonio. Pero sólo Jesucristo, en su infinita sabiduría y eterna bondad me pudo curar; me habló, y yo lo vi cómo iba bajando por el aire, y me dijo: “¡Acércate a mí, que curaré tus heridas y besaré tus cicatrices!, ¡acércate a mí, que yo no te dejaré sola!”, y yo me acerqué y le toqué su manto, que brillaba de tan blanco, y le agarré su mano y se la bañé con mis lágrimas, y cuando miré su barba rubia, sus ojos azules, sentí cómo se me salía el Satán, y nuestro Señor me dijo: “Estás salvada, otra vez eres pura, humilde oveja de mi rebaño”. Yo no faltó a misa, manito, es mi comida espiritual.
Ese día no hubo apariciones celestiales, ni retórica catequizada, ni milagros, sólo la encarnizada injuria, el vituperio racista, la difamación de un refugiado, considerado un salvaje, un depravado; Un demonio venido del África, fue la definición que aportó la esposa del taquero.
Semanas después me volví a encontrar con Odelin; había emprendido un negocio en el tianguis de los lunes, un pequeño puesto de comida haitiana para llevar.
En charolas de unicel de tres compartimentos ponía: arroz con chicharos y zetas, guiso de calabaza anaranjada con berenjena y, por último, puerco frito sobre una cama de rodajas fritas de plátano verde y camotillo.
Ante la estupefacta mirada del chino Tong y la cara de pocos amigos de su esposa, Odelin prosperaba, y los orientales advertían que la clientela ahora no sólo se la arrebataban los argentinos que hacían paninis y burritos de morcilla y chistorra con frijoles, sino que una nueva propuesta gastronómica extranjera había arribado al mercadillo.
Ese día me reconoció, abrió una charola y me invitó a probar el puerco. De tan bueno le pregunté cómo lo guisaba. Como me enseñó mi madre en la isla, se fríe junto a las bananas para que endulce.
A través de la charla conocí algunos aspectos de su vida. En Haití había sido transportista de abarrotes, pero acá podía obtener licencia hasta los cinco años de residencia, a partir de la obtención de la nacionalidad. Confesó que algunas de las colonias esculpidas en los cerros tlalpenses eran muy parecidas a la mayoría de barrios de Puerto Príncipe, Pero ya no es el mismo Puerto Príncipe, expresó en su atropellado, aunque descifrable, español.
Ahí me enteré (lejos del chismerío incisivo de los vecinos) que nadie de su familia sobrevivió al terremoto; su mujer, sus hijos, su madre, todo quedó sepultado; era evidente que las ruinas le aplastaban la memoria.
Odelin vivía en una vecindad con reputación de infiernillo. Habitaba en un cuartucho donde había un sillón por cama, unos huacales apilados que formaban un ropero, tubos colocados de pared a pared con ropa colgada a ganchos (oscureciendo aún más la habitación), tres sillas, una hielera que servía de refrigerador y banco, una pequeña mesa, encima de ésta una licuadora, una televisión portátil con radio integrado y una parrilla de gas con dos quemadores, trastos decorando las paredes; afuera, luego de una de hilera de siete cuartos igual de reducidos y amolados, pasando los lavaderos, unas cortinas descorridas mostraban dos retretes cariados y un cuarto contiguo de regadera que remataban el corredor.
Mientras Odelin preparaba comida haitiana para ponerla en venta, varios sermones se rindieron en su honor (cuentan las lenguas) en la Parroquia de María Reina.
El padre Cuevas exhortó a los feligreses a iniciar una cruzada contra las religiones del demonio, en especial el vudú, había que expulsar a sus falsos sacerdotes de esta comunidad de buenas costumbres y rectas conciencias. Si alguien le hubiera preguntado, Odelin habría confesado que profesaba desde niño la religión católica, pero ningún cristiano se animó a hacerlo.
El padre Cuevas fue trasladado de El Valle de Panlío (Nicaragua) a su natal México, ya que: Al sacerdote de Quilalí, Alfredo Cuevas, lo señalan de expulsar del templo en varias ocasiones, a los católicos que son de tendencia sandinista, como lo ocurrido el pasado 29 de diciembre, según testimonio de Filomena Cano y de otras dos señoras que para recibir la ostia, las obligó el cura mexicano a que dejaran de vender el periódico La Voz del Campesino[1]; en el 2010, las autoridades eclesiásticas mexicanas resolvieron nombrarlo sacerdote de la Parroquia María Reina en sustitución del padre Francisco Javier.
Esta vez, las víctimas de su persecución no serían simpatizantes sandinistas.
Pocas semanas le duró el negocio a Odelin, las afrentas que el cura lanzó en su contra hicieron que sus ventas bajaran considerablemente; y por si hiciera falta, los chinos, los ches y otros comerciantes de comida preparada presionaron a los dirigentes del tianguis para que no le rentaran piso.
Y cuando amenaza con caer, llueve desgracia, y llovió sobre el pobre refugiado. Si vivir en esa vecindad (entre vendedores de crack y consumidores entrando y saliendo las veinticuatro horas, cuartos hacinados por familias enteras, filas para ocupar el retrete o darse una ducha) era ya miserable, el ostracismo y maltrato que gradualmente sufrió aquí o allá, la agresión verbal que escaló a física, hicieron de la ya mísera existencia del haitiano, un literal infierno.
Desapareció así nada más. Yo reparé en ello hasta meses después, cuando fui a comer carnitas con “don Trinche”. ¿A poco no sabes, mi estimado?, exclamó con un tono de intriga, ¿en serio no sabes?, dijo imprimiendo suspense y, como tras un redoble de tambor, reveló: Se pasó a “La mano con ojos” el pinche brujo. Ora anda de capo; dicen que le dicen “el Charro negro”.
Yo nunca lo creí, hasta que lo vi en el tianguis, cobrándole por “la seguridad” al chino Tong, a los ches y a todos los demás sin importar su nacionalidad; él me vio, mas denotó indiferencia, pasó a mi lado y fingió o actuó a la perfección una escena de no-te-conozco; dos mocosos iban atrás de él cumpliendo su función de perros centinelas.
¡Odelin!, le grité cuando se estaba subiendo a una ranfla, él realizó con la frente ese signo de desprecio que se les forma a los-que-han-sido-repudiados, prendió el vehículo, un narcocorrido y un motor rugieron.
l noir llegó para quedarse. A pesar de que dicho subgénero fue por mucho tiempo vituperado por la crítica y denostada como entretenimiento infantil, la literatura policiaca se ha convertido en la manifestación más vital de las letras mexicanas. Y eso, por supuesto, es como para abrir un buen whisky.
Muchos de los más célebres narradores del país escribieron, en algún momento de sus vidas, sus propias interpretaciones de lo policiaco. Ahí está, por ejemplo, La cabeza de la hidra, delirante relato de Carlos Fuentes, o la pulida Linda 67, de Fernando del Paso, sin olvidar, por supuesto, la obra de Luis Spota ni Ensayo de un crimen de Rodolfo Usigli, la primera crime novel de nuestra literatura.
Podría parecer normal que la novela policiaca hiciera un buen maridaje con el periodismo. Ante la efervescencia del crimen organizado y la rampante inoperabilidad de los aparatos de justicia, pareciera que es el reportero de nota roja el agente ideal para representar en ficción el mundo al que ya tiene acceso.
Por ello, encontrar que periodistas como Daniel Salinas Basave o Carlos René Padilla también se mueven con suficiencia en el relato policiaco no nos sorprende. Maurizio Guerrero se une a esta estirpe con su libro Avísenle que sigo en Tenochtitlán (Nitropress, 2017), que contiene cuatro trepidantes relatos. Guerrero es corresponsal de Notimex en Español y ha vivido gran parte de su vida al norte del Río Bravo.
Esta característica, que pudiera parecer una limitante, el autor la convierte en una virtud, pues puede guardar una distancia saludable con lo narrado al tiempo que lo entiende desde el punto de vista cultural. Es decir, que sus relatos poseen al mismo tiempo claridad y temple.
Avísenle que sigo en Tenochtitlán es un pequeño infierno de cuatro etapas, en donde el autor nos hace viajar lo mismo a la Ciudad de México a conocer a un político lenón que pasea por las calles del bordo de Xochiaca para presenciar una lluvia capaz de desgajar cerros, pasando por un hotelucho en Tijuana o a una choza de Huautla, en la sierra mazateca.
Los cuatro relatos, “Avísenle que sigo en Tenochtitlán”, “Los de Zumpango”, “Ánima Bendita” y “El Fiordo de Xochiaca”, han sido estructurados en un narrador en primera persona que replica a muy variopintos personajes: un reportero extranjero, una joven frezapatista, un travesti y un buscavidas endeudado, respectivamente.
La descripción que logra Guerrero, no sólo de los ambientes físicos, sino del ambiente emocional de los personajes, es magistral. El lector siente cómo lo ominoso se apodera de él conforme va adentrándose en los tártaros postulados por Guerrero. En estos cuentos no hay esperanza ni inocencia, ya que los protagonistas, por muy bienintencionados que sean, terminan en pedazos –metafóricamente–, enganchados a una realidad pegajosa y negra.
Ya sea lo mismo por sus demonios internos que por luciferinos antagonistas, los personajes centrales de los cuatro relatos de este libro terminan derruidos.
Maurizio Guerrero aborda diversos problemas sociales en sus ficciones: lo mismo la trata de personas que la corrupción, y lo mismo la miseria material –que se traduce en miseria moral–, que la candidez ridícula de la burguesía mexicana, y en todos, hay una vuelta de tuerca que trastoca el universo de los personajes, haciendo que se transfiguren, que se humillen, que se conviertan en aquello que pregonan odiar.
Las descripciones son precisas: el lector casi puede oler los sudores, vómitos y alientos de las ánimas perdidas que habitan las páginas del libro. Quizá el único detalle de estructura que se le podría reprochar a los relatos de Guerrero es que su elección de narrador en primera persona hace que, en cierto momento, todos sus personajes lleguen a hablar de la misma manera. Este defecto es sutil, pero sí se nota.
Avísenle que sigo en Tenochtitlán es una obra imperdible para cualquiera que guste del buen género negro: ese que se olvida en lo absoluto del final feliz.
Eso sí: quien termine sus páginas no podrá evitar esa sensación de zozobra que nos causa cualquier relato que nos acerque a la realidad.
Maurizio Guerrero, Avísenle que sigo en Tenochtitlán, Nitro Press, 2107.
os franceses contemporáneos a la Revolución Francesa tenían temas de sobremesa que hoy no tenemos el placer de sostener: ¿pueden hablar las cabezas recién decapitadas? Bueno, podríamos si la ruta de nuestro conocimiento fuera por ahí.
En esta novela de Alexandre Dumas (1802-1870), se reúnen a cenar varios personajes de un pueblo luego de que ocurriera un hecho extraordinario: uno de los vecinos decapitó a su esposa, y la cabeza de esta última le dirigió unas palabras terribles antes de quedar inmóvil.
Uno de los comensales también presenció una historia parecida, y luego otro, hasta que sabemos que cada uno de ellos tiene en su haber una historia que involucra una historia con una cabeza parlante. Así que lo extraordinario no lo es tanto. Un invitado sin experiencia en las cabezas que hablan habría sido visto como algo insólito. Esas cabezas cortadas fueron, todas, miembros de la mejor sociedad, de la aristocracia francesa, las que ascendieron a la guillotina, casi siempre con la más alta dignidad (según dice la novela).
Pero, ¿para qué, si al final iban a dar ese triste espectáculo de ir a dar al cesto de los decapitados? Los verdugos, quienes más familiaridad tuvieron con ellas, dan constancia de la furia de este estamento social: en las noches se podía escuchar el rechinado de sus dientes, y cómo con su furia mordían el cesto que las guardaba, por lo cual se tenía que cambiar constantemente.
Ridícula despedida de la Historia la que tuvo la aristocracia. Qué nostalgia, se fueron y se llevaron con ellos el arte de la conversación. Antes, se podía sentar a la mesa y se tenía asegurado un rato inolvidable. Lo consignan los antiguos, los que tuvieron la suerte de acudir a las reuniones más notables. Pero todo eso se perdió, algo alcanzó a ver Dumas, que nació poco después de la Revolución.
Por esa razón, su libro es una evocación. Detrás de todos estos asuntos de sana curiosidad científica, se encuentra poco menos que la nostalgia por la buena charla. Una tarde que se convierte en noche y que transcurre con el placer de los cuentos. Muy pronto, el tema de las cabezas se disgrega y toma caminos varios, como el de los vampiros o el de los fantasmas que vienen a vengar alguna blasfemia.
Estás historias comienzan como una indagación científica sobre lo desconocido, y terminan dándole voz a las leyendas que provienen de la superstición. Pero qué importa, la línea es delgada, se comienza a hablar y la imaginación va ensartando los temas. Como si esta narración (que forma parte de la serie Los mil y un fantasmas, publicados en 1849) nos dijera que la ciencia tiene un umbral, más allá del cual no puede avanzar. De todas maneras, qué importa, verdad y verosimilitud tienen el mismo peso especifico en estas narraciones
Alexandre Dumas. Las tumbas de Saint-Denis y otros relatos de terror, tr. Mauro Armiño, 3ª ed. Madrid, Valdemar, 2006.
l ambiente alrededor de esta pelea fue insano desde el principio. Incitaba al morbo. ¿Cuál de estos dos grandes boxeadores caería? Eran antagonistas desde la personalidad misma; Wilfredo Gómez era un boricua macizo, aguerrido, con aires de galán tipo Tony Montana. Le gustaba la fiesta y la coca, beber acompañado de mujeres hermosas y vivía en Miami. Durante la conferencia de prensa fue un fanfarrón. Alardeó que terminaría con Salvador Sánchez en tan sólo ocho rounds.
El pretexto para este tiro es el cinturón que acredita al portador como campeón mundial peso pluma del Consejo Mundial de Boxeo. Don King Productions, Inc. es la encargada de cobrar las entradas y pagar el salario de los pugilistas.
Corre la noche del 12 de agosto de 1981 en Las Vegas, Nevada. El hotel donde se lleva a cabo la pelea es el legendario Cesar’s Palace.
Antes de salir rumbo al pasillo que lo lleva al ring, Wilfredo Gómez toca la puerta del vestidor de Salvador Sánchez. No es recibido, nadie abre, pero la voz de Wilfredo se hace escuchar, le recomienda a Salvador Sánchez tomarse una selfie para que pueda recordar su rostro al bajar del ring.
Para muchos el favorito es Wilfredo Gómez, por una sola y evidente razón. Es un matamexicanos. Ha ganado siempre contra los boxeadores aztecas, y hasta ha cometido el exceso de ser gandalla.
A Carlos Zárate, que subió enfermo a la pelea, lo castigó incluso cuando ya había tocado lona. No tuvo piedad. Pero a eso suben los hombres al ring. A devorar o a ser devorados. Wilfredo es un hombre peligroso. Un devorador. Un felino. Un hombre armado con una bazuca en cada brazo.
Una orquesta acompaña al boricua en su camino al ring. Cantan algo así como: Llegó Wilfredo, llegó Wilfredo, tirando a matar. En su esquina todos bailan con los brazos arriba, siguiendo el ritmo. Wilfredo sonríe, todavía envuelto en su bata, a las cámaras. Cualquiera puede pensar que se encuentra entero. Sonríe seguro a las cámaras.
Cuando Salvador Salió rumbo al cuadrilátero la orquesta comenzó a hacerle burla a Sánchez, cantando algo así como: ¡Ay, Salvador! ¡Ay, Salvador! Alguna vez Wilfredo, ya retirado, declaró: “Tuve muchas peleas fuertes. Por mencionar algunas, te diré que con Lupe Pintor, con Salvador Sánchez, Azumah Nelson y Rocky Lockridge. Todas fueron sumamente duras. En esa pelea con Nelson se me disloco la tráquea, debido a eso hablo con dificultad”.
Wilfredo se nota engarrotado. Trata de caminar erguido, para simular que está seguro de sí mismo. Pero no se aleja de su esquina, de los suyos, de donde se siente protegido. Salvador sube y abarca toda la lona, hace suyo el ring, va de acá para allá, corre, suelta golpes, danza, presume de ser él, el príncipe envuelto en su elegante bata azul. La orquesta de Gómez no permitió que los mariachis tocaran. Salvador se rió de eso.
Antes de que la campana suene, los boxeadores quedan de frente y Sánchez se porta un poco burlón, sonriendo de frente a Wilfredo. Como si ya quisiera comerse el pastel. La pelea está pactada a quince rounds.
El referi es Carlos Padilla. Las apuestas estaban primero 5-2, y han cerrado 3-1, a favor de Wilfredo. La legendaria voz de Jimmy Lennon hace la presentación. Wilfredo Gómez campeón mundial súper gallo pasea nervioso allá, al fondo de todo, en su esquina. Ha ganado treinta y dos peleas por nocaut. Sólo ha empatado una pelea. La de su debut como profesional.
La campana suena por fin.
Wilfredo arranca con seguridad. Se nota confiado, suelta los puños, lleva a Salvador contra las cuerdas. Quiere demostrarle al mexicano el poder de sus puños y terminar lo más pronto posible la pelea. Manda una izquierda que deja su mandíbula sin protección y por instinto sale un óper izquierdo de Salvador Sánchez.
Salvador no tiene dinamita en los puños, ni tampoco bazucas. Él mismo reconocía que era un boxeador que tenía que ir poco a poco destruyendo a sus rivales, porque su pegada no era tan potente. Pero apenas soltó todo su veneno, se notó que era suficiente para controlar a Wilfredo.
El golpe da directo en la mandíbula de Gómez. El boricua comienza a derrumbarse. Wilfredo viaja a la lona por segunda vez en su carrera. La mano izquierda de Gómez busca sostenerse de las cuerdas. Una vez que nos toca caer no hay modo de evitarlo. La zurda violenta de Sánchez alcanza el rostro del boricua en pleno viaje hacia la nada, acelerando la caída.
La arena enloquece.
Parece que la pelea ya tiene dueño. Wilfredo Gómez enreda los guantes en las cuerdas para levantarse. Algo en su mirada denota sorpresa. Mira al réferi como si lo hiciera desde un lugar lejano de su propia alma. Algo, un dejo de fanfarronería permanece en su forma de mirar a Sánchez. Wilfredo tiene muchos güevos.
“Sánchez me sorprendió con un golpe a la mandíbula, y cuando me levanté, sentí que estaba mal. Luego de esa caída, él me propinó como veinte golpes en la cara y me puso mal. Nunca me pude recuperar de esa caída. Aun así yo peleé con el alma y con la vida porque quería ganar. Pero ese primer asalto me afectó muchísimo. Cuando él me sorprendió con aquel golpe, las piernas se me aflojaron, doblé las rodillas y recibí muchos golpes. Tal vez, si no me hubiese lastimado en ese asalto, la pelea podría haber sido diferente”.
En la esquina de Salvador Sánchez, su manager, Cristóbal Rosas, le habla a su pupilo que luce sereno, inalterable, concentrado: “No es justo que te lo acabes ahorita. Ya lo tienes, pero no te lo acabes. Llévatelo unos rounds más. Yo te digo. Sólo sigue así y cuídate de su izquierda”.
Salvador Sánchez casi era desconocido hasta su pelea del 2 de febrero de 1980, en Arizona. Esa noche Dany López, el hasta entonces campeón mundial pluma, sería testigo y víctima del brote de una leyenda. Salvador Sánchez enfrentó, en sus peleas de campeonato, sólo a la crema de su época. A los mejores ranqueados. Nunca hubo un solo costal. Las nueve defensas que hace son contra peleadores de alto nivel. Dany López fue una prueba grande que Sánchez superó con maestría. Luego de 13 rounds le otorgan el campeonato por nocaut técnico. El Coloradito era un tipo duro que supo ser digno hasta el final de la contienda. Aunque su rostro terminó masacrado.
La pelea contra Gómez significa la sexta defensa del título para Sánchez. Wilfredo sale al segundo round más aterrizado. Avanza amenazante. Pero Salvador esquiva con facilidad los ataques. Al final del segundo round Wilfredo ya tiene el pómulo derecho completamente inflamado. Acordes en el viento anuncian la derrota.
Esta voz es de Wilfredo: “Pienso que nací con habilidades boxísticas. Cuando tenía ocho, nueve años me gustaba pelear mucho en la calle, en la escuela y donde fuera. Ya cuando tenía como doce me llevaron a un gimnasio y ahí comencé mi carrera”. Antes que boxeador soñó con ser jockey, como su ídolo, Ángel Cornejo junior, otro habitante del barrio de las Monjas. El destino de Wilfredo no era domar caballos, sino noquear hombres.
En el tercer round Gómez alcanza en varias ocasiones el rostro de su rival. Cuando el round está cerca del final, Salvador Sánchez conecta una izquierda en el rostro de Gómez quien se estremece. La gente le pide a Sánchez que se coma a su presa. Quieren ver sangre. La campana suena.
En la esquina de Salvador Sánchez se encuentra su promotor, Juan José Torres Landa, quien le recomienda a Salvador tener mucha precaución y no exponerse de más. La dinamita de Gómez puede explotar en cualquier momento. Pero Salvador está seguro y le dice que no se preocupe, él puede resistir los obuses y va a ganar.
Usando su brutal y precisa zurda, Salvador Sánchez masacra el rostro de Gómez. Al final del cuarto round el tiro está tan prendido que hay un conato de bronca luego de que suena la campana.
Salvador Sánchez fue integrado al Salón de la Fama del Boxeo en 1991. El estilo tan singular, esa forma que tenía de mover los guantes como si fueran maracas, la fuerza de sus golpes, lo esponjado de su cabellera, lo contundente que era para ganar, el rostro sin cicatrices y su forma tan efectiva de defenderse lo hicieron ídolo. El rango de leyenda se lo ganó desde muy joven.
Suena la campana por quinta vez. Wilfredo sacude dos veces la cabeza de Salvador, de su mata saltan pequeñas gotas de agua y sudor. Una gran característica de Sánchez es su resistencia. Como si en su cuerpo no surtiera efecto la fuerza ajena. Con un movimiento magistral Salvador sale del acoso. Y otra vez al ataque. La mente de Salvador Sánchez es un congelador de emociones.
Cuando el round está por llegar a los tres minutos, la ceja de Wilfredo comienza a sangrar. Demasiado castigo. Pudo haber visitado la lona otra vez en este round, pero la campana sonó. Un hombre de la esquina del boricua sale disparado a sostener a su peleador. Es un guiñapo de mirada extraviada. Un chorro de agua cae directo a su cabeza. Ni el bálsamo más sagrado podría reanimar a este hombre.
Otra leyenda cuenta que el auto en el que muriera Salvador Sánchez fue regalo de un apostador que ganó mucha lana esta noche. La última vez que alguien vio a Salvador Sánchez fue en un bar. Un par de hombres lo vieron allí, en Querétaro. Hay dos horas en donde nadie sabe dónde estuvo. Luego viene el choque contra el camión de carga.
Los boricuas siempre justificarán la dolorosa derrota diciendo que Wilfredo no estaba en su mejor momento, que no se preparó bien, que no se encontraba al cien por ciento. En el documental de Mario Díaz, Bazooka, las batallas de Wilfredo Gómez, el campeón boricua confiesa que Sánchez era su motivo para levantarse, y la noticia de la muerte del mexicano lo frustró. Ya no había modo de demostrar que él era mejor. No habría revancha.
Cuando la campana suena por sexta vez, Salvador sale con todo. No deja de jalar del gatillo y todas sus balas entran. Wilfredo abre la boca para darle entrada al valioso aire que le permita seguir creyendo en los milagros.
Salvador esquiva los golpes de Wilfredo con facilidad. Se anticipa al pensamiento del boricua. Como si otro de sus poderes fuera leer la mente.
Quizá los puños de Wilfredo huelan a pólvora mojada, pero él es un soldado dispuesto a morir en la resistencia. Quizá los dioses que protegían a Salvador Sánchez intuían el futuro y le quisieron regalar esta noche.
En septiembre de 2009 entrevisté a Ana María Torres en su gimnasio en Ciudad Nezahualcóyotl y me dijo que uno de los boxeadores que observaba antes de cada pelea era Salvador Sánchez, repetían sus peleas en videos para observar estilo, movimientos, golpes. “Se ve que era muy disciplinado, porque en sus peleas no abre la boca para nada. Tiene una condición tremenda, su ritmo era idéntico durante los quince rounds. Me gusta cómo mueve la cintura, le tiran los golpes y se le van por acá. Eso para mí es el arte de pegar y que no te peguen. Es algo de lo que intento hacer en mis peleas”.
En la arena se encuentran Silvestre Stallone, Sophia Loren, Joe Louis, Sony Liston. Otra vez suena la campana. Este será el mejor round de Wilfredo, quien confesó, refiriéndose a su preparación para este combate, “Tenía mucho sobrepeso cuando faltaban cinco días para la pelea. Yo corría por las mañanas, hacía mis rutinas, y luego me metía al sauna y me quedaba sin comer para dar el peso. No es que quiera justificar la derrota, porque perdí y lo acepto. Pero todo eso me afectó muchísimo”.
El nocaut es la única salida que tiene Wilfredo para ganar este combate. Por puntos sería imposible, ha perdido todos los rounds. Me pregunto si en este momento Wilfredo recuerda lo que dijo en la conferencia de prensa. Sacude con una derecha y enseguida con una izquierda la cabeza de Salvador, que sale del atosigamiento con elegancia. Cuando Wilfredo va hacia adelante se nota desesperación.
Estamos a punto de comenzar el octavo round. Wilfredo quizá está pensando: Seguro que puedo. Aunque me duelan los ojos con los tostones que me frotan para bajar la hinchazón. Yo dije que ganaría en el octavo, y a la mejor podré decir que me costó mucho trabajo, que fue más difícil de lo que pensaba, pero que pude con Salvador Sánchez, que a mí ningún mexicano me gana.
Quizá Sánchez sólo piensa; ya llegó el octavo round.
Wilfredo se lanza con todo para noquear. Pero sus planes no funcionan. Salvador desvía todos los ataques. Pero Wilfredo no deja de lanzar sus puños. Son tres los ganchos arriba que sueltan ambos y enseguida tres abajo. Como si se cumpliera el viejo adagio de que el enemigo es sólo un espejo. Pero Wilfredo sale más dañado.
Wilfredo fue campeón de box en un mundial en Cuba. No cualquier cosa. Sólo tenía 17 años. Dicen que con su primer sueldo le compró un taxi a su padre. El primer combate profesional que tuvo, lo empató. Wilfredo ya había visitado la lona antes de que Sánchez lo tumbara, fue en mayo del 77, en un combate contra el coreano, Dong Kyun Yum, en el coliseo Roberto Clemente, en Puerto Rico. Fue la noche en que Wilfredo se colocaría su primer cetro de campeón mundial.
Se trenza Wilfredo al cuerpo de Sánchez, le caen bien estas pausas. Aunque gasta energía, al menos no está siendo golpeado. Salvador lleva a su rival contra las cuerdas. Esa es su estrategia. Entran en un intercambio abierto de golpes que Gómez no rechaza aunque de ante mano sabe que se llevará la peor parte. A Salvador Sánchez nada lo distrae. Ya detectó el aroma de la sangre de su víctima y no le permitirá escapar.
Sal Sánchez mete una derecha brutal a la quijada del boricua. Un golpe que parece que reservó para este preciso instante. Un cambio notorio de velocidad. El golpe rebasa por dos veces la velocidad de la luz. De inmediato Wilfredo queda como desconectado de este planeta. El shock del golpe ha sido brutal. El cuerpo de Gómez se descompone en el aire y al ir de bajada se sostiene de las cuerdas. Frente a sus ojos pasan obuses fieros que buscan arrancarle la cabeza, y de milagro no lo tocan. Su cuerpo pasea por las cuerdas buscando quedar en pie. Una izquierda lo derrumba. El réferi comienza a contar. Uno…Wilfredo quiere levantarse, seguir. Dos…Me parece que el réferi no termina de aplicar la cuenta de protección, mientras cuenta, aunque Gómez ya se ha puesto en pie, el tercero sobre el ring mira a los ojos al boricua. Debe de estremecer a cualquiera mirar al fondo de los ojos de quien quiere negarse a la derrota inminente.
En un gesto casi paternal, el réferi sostiene la nuca de Wilfredo y le recarga la frente en su hombro. Con la otra mano le avisa al público de la arena y a todos los televidentes, que la pelea ha terminado. Wilfredo alega que él puede seguir. De su esquina salen a llevárselo. Ellos saben que no hay nada qué reclamar.
“Le demostré que no se habla abajo del ring, sino arriba de él”. Eso dijo Sal Sánchez en la entrevista. Alguien en su esquina lo levanta en hombros. Salvador estira los brazos, sonríe y se deja ir hacia atrás, regocijándose.