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QUINCE PRIMAVERAS

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Aunque no hay consenso respecto al origen de la fiesta, la celebración de los Quince años es un asunto tan serio como las mañanitas a la Virgen de Guadalupe el 12 de diciembre, o la entrega del informe presidencial. Cuando en la sala de algún hogar mexicano se exhibe al público la fotografía oficial de la quinceañera acompañada de su séquito de chambelanes (a un lado de sus “caritas” de cuando era bebé), es mejor no hacer escarnio ni chistes involuntarios si no se quiere herir profundamente la susceptibilidad de la abuelita que aún cree en las buenas costumbres, ni mucho menos echarle en cara a los padres que empeñaron el futuro del clan por seis horas de celebración.

Se rumora que la fiesta tiene su origen en una tradición azteca. Las muchachas que estaban en edad de tener más responsabilidades en el hogar eran presentadas ante el barrio como carne fresca para el martirologio del matrimonio. La costumbre no terminó con la conquista española y con Carlota y Maximiliano, ya en el siglo XIX, se incorporó la figura del primer baile, costumbre de las cortes europeas que consistía en una presentación ante la sociedad de una linda jovencita que por primera vez “movía el bote”.

El dinero que se invierte en la fiesta bien podría destinarse a un fideicomiso para la universidad de la festejada o para llevarla de viaje fuera del país. Sin embargo, la tradición se impone, pues la sonrisa de una hija bien vale el sacrificio de verle la cara al patrón o al gerente del banco. Porque hay una relación directamente proporcional al estatus social de la familia, que entre menos favorecida más recursos despilfarra en comida, bebida, salón (sitio que puede sustituirse por la calle como quedó demostrado en Quinceañera, telenovela estelarizada por Adela Noriega), vestido, pastel, y un largo etcétera que incluye coreógrafo, salón de belleza, misa y conjunto para animar el convivio.

Las clases altas le han dado un vuelco al asunto: si bien es significativa la celebración y una de las contadas ocasiones en que el padre de familia puede presumir a su retoño frente a sus cuates, hay que marcar con plumón Esterbrook una línea ancha que separe lo naco de lo socialmente aceptable. Se alquila el antro de moda, aun y cuando el volumen imposibilite la charla amena, la niña-mujer se viste con un diseño de Mitzy (por lo menos) y no baila vals, sino que elige una canción (como Sonámbulo), y baila con su papá, algún padrino, su hermano y ahí para la cosa.

Sin lugar a dudas, las fiestas de quince años con chambelanes, pastel de tres pisos y escalinatas de cartón, valses —aderezadas con bailes modernos que van desde el rock’n’roll, chachachá y raeggeton—, forman parte de la cultura mexicana y se prefieren mil veces a las celebraciones deslactosadas de los clases altas, que no por ello se salvan de la mácula del mal gusto.

Las palabras que el padre de familia dirige a su hija son un compendio de lugares comunes donde todos los recuerdos, por más penosos que sean, se exhiben sin recato. Con la multitud en silencio, el padre se referirá a ella con voz grave y a la vez emocionada. Seguramente derramará algunas lágrimas que le harán interrumpir su discurso, generalmente improvisado. En ocasiones, las más de las veces, el padre se queda callado por razones etílicas siendo altamente probable que utilice palabras altisonantes que enturbian la ceremonia y hacen las delicias de la concurrencia. A lo largo de su intervención, el padre le pedirá a la niña-mujer que siga siendo buena como hasta ahora, que no deje la escuela, que es “lo único que le van a dejar en la vida” y acto seguido agradecerá a la concurrencia por haberlos acompañado. No sospecha, o finge no hacerlo, que su hija ya ha sido objeto de un análisis profundo en materia de moda, modales y postura. Al ser el objeto de todas las miradas, a la quinceañera se le criticará que el vestido se vea demasiado artificial o que luzca demasiado apretado, además de que puede ser el blanco perfecto de chismes y burlas al sobrevenir algún error en la maroma reaggetonera, o al momento en que sus chambelanes deben cargarla con esfuerzo.

Si bien los usos prácticamente no han cambiado, en algunas ocasiones se puede atestiguar que, además de reafirmar que la niña se ha convertido en mujer, se lleva a cabo el acto de la “coronación”. Este consiste en que mientras la festejada baila, un grupo de “notables” (mujeres con alguna gracia o alta calificación moral dentro de la familia) le colocan una corona de plástico y un cetro, aunque no queda claro si los invitados se convierten en plebeyos.

Un brindis sella la ceremonia de presentación; todos levantan sus copas y desean larga vida a la quinceañera, apuran su trago y se disponen a cenar, pues nadie, a las once de la noche, después de haber oído misa y escuchar los ripios de un padre emocionado, perdona una deliciosa cena.

Tras los momentos de seriedad viene el festejo en serio. La fiesta debe ser amenizada de preferencia por un conjunto en vivo, que de cuando en cuando lanzará dianas a la festejada y organizará brindis al por mayor. Si no se cuentan con los recursos necesarios, un diyei puede hacerse cargo de la música, siempre que sepa organizar su acervo musical y no se “clave” en la música disco o en el pasito duranguense: la gente agradece la variedad, pero no aguanta salsas de media hora de duración. Debe evitarse la contratación de un músico que resume a una banda de doce integrantes en un teclado Yamaha: las trompetas de una cumbia o las tarolas de la música norteña saben a comida sin chile: es como comer en blanco y negro.

El menú de la cena desata discusiones. Los partidarios de las cremas, el espagueti y las carnes en adobo atacan los experimentos de la alta cocina o las ganas de servir algo distinto, aunque rara vez, tirios y troyanos, dejan los platos vacíos. Una mala cena puede disculparse, no así la falta de bebidas alcohólicas. Si las botellas se reparten sin ton ni son ni distinción de razas o credos, la fiesta tiene garantizado el éxito; cuando el mesero se disculpa porque ya se acabaron las botellas de El Jimador, la tacañería o “pichicatez” de los anfitriones sale a relucir: la fiesta no tuvo ambiente.

Hay quienes consideran que las fiestas de quince años son una muestra fehaciente del mal gusto mexicano, como la música de Rigo Tovar, pero son pocos los que se niegan a asistir a una celebración de este tipo, de la misma forma en que cada vez que suenan las notas del Sirenito, el público se levanta presto de sus asientos con el pretexto de “bajar” la cena.

Tras varias horas de baile y alcohol, la quinceañera, a pesar de su amplio vestido, desaparece por unos momentos. Su ausencia se explica porque si su padre ha dicho que ya es una mujer, no falta el vivo que decide pasar de la teoría a la práctica. Hay que buscar a la quinceañera en la zona más oscura o alejada del salón donde, seguramente, se besará apasionadamente con uno de los chambelanes o con alguno de sus compañeros de escuela.

IN THE SHIRE

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LUZ

Decir “Inglaterra” es decir “vivo bajo un persistente cielo gris y una lluvia constante”. Es verdad hasta cierto punto. Nadie habla de lo que sucede desde finales de abril y hasta septiembre. La primavera se hace presente un poco más, aunque la temperatura difícilmente rebasa los veinte grados centígrados —lo que parece autorizar el uso de sandalias, bermudas y ropa ligera, porque de los ingleses he aprendido que la primavera es una actitud y no una estación del año—, para luego dar paso al verano que en términos locales puede ser caluroso, es decir, más de veinticinco grados centígrados, o sea cualquier tardecita en el D.F.

Sin embargo, nadie habla de la luz que recibe esta isla. De abril a septiembre amanece a las cinco de la mañana y atardece casi a las nueve de la noche. En Inglaterra de abril a septiembre la tarde termina en la noche. No, no hay un sinsentido en la oración anterior ni un dedazo o un dato errado. La tarde se expande. La noche se contrae porque tenemos casi 17 horas ininterrumpidas de luz natural. Demasiada para alguien que viene del D.F., donde en esta misma época del año hay 13 horas de luz, es decir, 4 menos que en Inglaterra.

El sol es maravilloso, su luz es indispensable para que las plantas crezcan y se reproduzca, para que nuestros cuerpos produzcan la vitamina D necesaria para absorber y fijar el calcio que necesitamos (y gente con hipoparatiroidismo, como yo, estamos obligados a tomar baños sol) y —en estas épocas de ansiedades ecológicas— representa una fuente de energía limpia. Los únicos efectos negativos que tiene son los que vienen de la exposición prolongada a la radiación solar, o si se padece alergia a ella. No obstante, pasar de 13 horas de luz natural a 17 horas al día trastorna y no me refiero únicamente a la desbandada generalizada de gente hacia el parque o jardín que por estos lares tiene lugar cada que las nubes se ausentan.

En general, los europeos no tienen ningún problema con la prolongación de las horas de luz solar. La reducción de la noche que pasa en Inglaterra es poco comparado con las tres horas sin sol que Suecia tiene en el verano o el día perpetuo que se vive en Islandia durante la misma época. Aquellos que venimos de las tierras cercanas al ecuador somos quienes no sólo nos sorprendemos, sino que experimentamos una suerte de desfase temporal y hasta padecemos una suerte de aceleramiento, porque 17 horas de luz equivale a sumarle dos tazas de café cargado a la dosis diaria de cafeína. Un amigo sirio coincide conmigo en la sensación aturdidora que tanta luz provoca. Yo me siento un automóvil con el motor encendido.

Cuando digo que tanta luz trastorna quiero de decir que cualquier madrugada me levanto al baño a las 5 de la mañana para encontrarme con el departamento completamente iluminado y que mi cuerpo interpreta como si fueran cerca de las 11 de la mañana. Aunque tengamos días nublados, la persistencia de la luz llega a ser tal que mi cuerpo acostumbrado a la duración lumínica de otras latitudes se confunde y no sabe si sigue durmiendo o no.
Una mañana llena de luz se agradece, porque ella es un gran estímulo para abrir los ojos, dejar la cama y emprender las tareas cotidianas. El verdadero problema es que la presencia del sol se prolonga tanto que las 6 de la tarde parecen las 4 de la tarde y las 9 de la noche hacen creer que no pasan de las 6 de la tarde. La vida en Oxford me ha confirmado que la luz es un estimulante poderosísimo y en dosis altas perturba la percepción del tiempo, por eso, mi esposo y yo pensamos que podemos seguir sacando pendientes sin darnos cuenta de que deberíamos comer o cenar, o dormir. El peor efecto es la alteración del sueño, acostumbrados al horario defeño, nos parece razonable irnos a dormir 6 horas después de que atardeció, por ahí de la media noche en el D.F., pero en Oxford eso significa acostarnos a las 3 de la mañana.

¿Qué hacemos? No tenemos sueño.

PuebLONDON

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UNAS VICKIS BIEN HELODIAS

Ya ven que en México mayo es un mes que deberíamos denominar de vacaciones formales para regresar con hartos bríos al trabajo y al estudio por ahí de mediados de junio, bañados y acicalados, después de apapachar a los niños, a los trabajadores, a las madres y los maestros. Después también de haber reiniciado la prometida dieta y de haber mandado mensajes cariñosos a todos y también a los demás. Porque en México todos somos abrazables y felicitables: somos niños o llevamos un niño dentro, le hemos enseñado algo a alguien y somos muy agradecidos con quienes algo nos enseñaron. Las que no somos madres somos mamacitas y los albañiles nos chiflan por las calles. Pero bueno, eso no sucede solo en el 10 de mayo.

Si bien mayo es un mes particular por la cantidad de celebraciones civiles a las que nos debemos, el resto del año no es moco de pavo. Además de las fiestas religiosas y civiles tenemos el muy importante conjunto de días festivos patrióticos, en los que festejamos “a los héroes que nos dieron patria”, distinguimos a los malos de los buenos y a veces nos hacemos tremendas bolas tratando de identificar quién era qué. Con el tiempo los mexicanos hemos ido aprendiendo que la calidad del héroe depende de quién esté en el poder y con qué valores se identifique y que, entre todos los que colaboraron para que el país sea lo que fue, el cura Hidalgo es el que menos reveses ha sufrido al ser considerado prócer nacional.

En Canadá no es el caso. Andamos pobres de días festivos, pero eso sí, para que rindan y se disfruten, se trata de concentrarlos a todos en los meses de más sol, para que la vacación sea significativa. Canadá tiene días de descanso oficial obligatorio, pero no demasiados: ahí está Navidad, Año Nuevo, Viernes Santo, Día de Canadá y Día del Trabajo. Esos aplican a todo el país. Los días festivos obligatorios de cada provincia varían tanto como el clima y hay una tabla especial para que cada quien encuentre el que le toca.

Yo vivo en Ontario y, por lo tanto, soy acreedora al día de la Familia, un lunes a mitad del mes de febrero, que se dice fue inventado para dar tiempo a los trabajadores para pasar con sus familias pero que, más en específico, se le ocurrió a alguien que consideró necesario un día de descanso entre Año Nuevo y Viernes Santo, porque había tres meses de por medio y no era de dios.

También nos tocan Thanksgiving (en octubre, para no coincidir con el de los estadounidenses) y Boxing Day (ese sí, fijo, el día después de Navidad, para coincidir con los estadounidenses). Es el día en que los gringos se matan en las filas de las tiendas para entrar primero y ganar el iPod de última generación o algo igual de útil. Mientras en Canadá, la gente se forma amablemente, platica en la fila, entra de forma ordenada a las tiendas, y si no ven nada que les guste, salen sin comprar nada. Hay que ahorrar.

Pero en mayo los ontarianos (y otras tres provincias más) tienen el Día de Victoria (Victoria Day) en honor a la reina del mismo nombre que fue conocida en vida como la Viuda de Windsor debido al largo luto que guardó a la muerte de su marido, el príncipe Alberto. Se conmemora el cumpleaños de la reina, que nació el 24 de mayo de 1819, pero al mismo tiempo se festeja que por fin dejó de hacer frío, por lo que el día se mueve con graciosa flexibilidad para constituir un bonito puente que inaugure formalmente la temporada de casas de campo y acampadas. También se le conoce como el día del 2-4, que no tiene que ve con el cumpleaños de la reina, sino con el paquete de cervezas más popular en la región: el que contiene 24 latas o botellas de la rubia bebida. Al final, en el día de Victoria lo más importante es echarse unas Vickis, con lo cual canadienses y mexicanos nos empatamos en nuestros gustos de cómo transitar por un día de descanso obligatorio.

Pero lo más curioso del Victoria Day es que, a diferencia de lo que yo creía cuando llegué a este país, no es una festividad extensiva a todo el Commonwealth (o grupo de los países que alguna vez integraron el Imperio Británico), vaya, ni siquiera se festeja en Inglaterra, donde cada monarca instituye su propio cumpleaños como día de descanso (y si el clima en su cumpleaños es horrendo, no hay problema: se nombra un “cumpleaños oficial” en el verano y todos a la playa). El Victoria Day es solamente de Canadá y solamente de algunas provincias. No se sabe bien a bien si porque la figura de la viuda triste, vestida de negro la mitad de su vida y dedicada en cuerpo y alma a recordar a su marido detona algo en la imaginación de los canadienses. O porque en realidad la era victoriana pasó por Canadá como una página en la que por no pasar, ni pasó el Imperio, parafraseando a Serrat. Fueron dejados tranquilos por la reina y sus súbditos; respetados como parte de un todo pero allá, lejos. Será que es un recordatorio de que la independencia está sobrevalorada: más vale ser parte de una “monarquía democrática”, donde todos caben, (un concepto que francamente me parece desaforado) que estar solos en el mundo, enfrentando a los imperios, luchando cada día por sostenerse como nación. No sé, se me ocurre pensar.

JUGUETE RABIOSO

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UN ROUND DE SOMBRA CON DANIELA FABILA

La carta XI del Tarot de Marsella, La Fuerza, está representada por una mujer rubia que le abre el hocico a un león manso, domado a sus pies. Esta carta, dicen, habla del despertar de las fuerzas instintivas, animales, que si se reciben permiten la transformación de la conciencia. Esta carta, dicen, habla de la voluntad. La mujer decide a dónde y cómo dirigir su fuerza, el león obedece. “Lo débil vence a lo fuerte” del Tao. Mientras hablo con Daniela Fabila pienso en esto. Rubia, atractiva, amable, esta entrenadora de box ha sabido conocer su fuerza y ha aprendido a dirigirla; esa fuerza la ha sanado de los puñetazos de la vida, y eso mismo enseña en el gimnasio de box que abrió su padre hace unos 35 años.

Hija del icono del pugilismo amateur mexicano Juan Fabila, campeón olímpico en los juegos de Tokio 1964 (trajo la única medalla de la delegación mexicana aquella vez), Daniela hoy dirige el gimnasio que lleva el nombre de su padre, en el sur de la Ciudad de México, ahí donde Insurgentes termina o empieza. Si las boxeadoras son unas pocas entre miles, las entrenadoras de box se cuentan con los dedos de las manos y Daniela Fabila no es una entrenadora convencional. Creció con un ring en la casa, el cuadrilátero es parte de su paisaje; por su padre y por su abuelo ―el también púgil José Fabila― lleva el boxeo en la sangre. Es cinta negra en karate, con una importante trayectoria detrás, licenciada en Educación Física con especialidad en box y escolta profesional. Es madre de dos hijos que ha mantenido y educado sola desde hace muchos años. Teje, borda, cocina, limpia, y es lectora de Gabriel García Márquez.

En el “Juan Fabila” de Tlalpan (La Joya) entrena a 17 mujeres y cerca de 40 varones aficionados de distintas edades, además de una selección de boxeadores amateurs.

El karate la llevó a entrenar al equipo del Colegio Militar; sí, durante seis años fue la titular del equipo de karate del ejército. Un teniente coronel le ofreció entonces entrenar al equipo de box: “¿Tu papá fue campeón olímpico, no?”, recuerda ella que le dijo, y aceptó. Durante doce años entrenó grupos de hasta 2,300 militares. “Una mujer, civil, entrenando al equipo de box del ejército con instrucciones militares, imagínate… muchos querían tumbarme el puesto, pero no pudieron, prevalecí, prevalecí, porque tengo ética, soy profesional… no fue fácil”. Recibió la Medalla al Mérito Docente Militar, y sus alumnos y ella ganaron todo lo que podía ganarse en el circuito castrense.

En el ejército se hizo fuerte, se reencontró con su seguridad, pues por esos huracanes de la vida su autoestima “estaba en el suelo”. En el ejército aprendió a mirarse como lo que es: una mujer fuerte, dedicada, profesional, con voz de mando, con una carrera deportiva discreta pero impresionante, y con un legado que sostiene amorosamente con sus manos y con su trabajo. Ahí aprendió que la fuerza viene desde adentro, más allá de los golpes o de la resistencia del cuerpo, su vida le ha demostrado que la fuerza se mide de adentro hacia afuera: “Mi vida ha sido como una pelea de box, me pegan, me sale sangre, pero me agarro de la cuerda de abajo, luego de la otra y me levanto…”. Se sabe fuerte, no invencible: “No soy invencible, soy un ser humano”. Aprendió a defenderse de los insultos, las burlas, las dudas y el morbo con el que se acercaban a mirarla. Está acostumbrada a entrenar varones, y está acostumbrada también al recelo de las mujeres, que la miran siempre con más reticencia. Aprendió a poner límites, en su gimnasio hombres y mujeres se respetan mutuamente y se respetan a sí mismos.

A la par del Colegio Militar, Daniela comenzó a entrenar en el gimnasio de su padre. Renunció al ejército, donde dejó su vida, hace poco. Hoy entrena a jóvenes, niños y adultos en la técnica del box, “en la esencia, la ceremonia, el respeto… no quiero un campeón del boxeo…”. Aunque de su gimnasio salió ya un “cinturón de plata”, busca sobre todo que sus alumnos se empoderen, se descubran seguros, “viene gente con ansiolíticos y aquí canalizan… el que viene tímido se suelta… las mujeres que llegan sin seguridad se sienten fuertes”. Les enseña el box como técnica y como autodefensa, “que sea el último recurso… aquí no pasa eso de que se vuelvan violentos o agresivos… se tiene la idea de que el box es un deporte de nacos, de delincuentes, yo siempre les digo que vamos a dignificar el boxeo…”. Al margen del box profesional, comercial, lleno de intereses mercantiles, de aspiraciones desbordadas, de espectáculo, de corrupción y nepotismo, Daniela inculca un box puro, amateur, de técnica y ética. Un box/tao, un box que roza lo terapéutico, la reconstrucción del tejido social ahí en el cuerpo de la comunidad.

El gimnasio es sede de asambleas vecinales donde se discuten temas como seguridad o sobre la basura. Participan de tequios barriales en los que limpian las calles, por ejemplo. “Al gimnasio le faltan muchas cosas, pero no quiero quitarle lo que tiene porque perdería su esencia, lo que es”.

Si amateur viene de amaor, “el que ama”, Daniela Fabila entrena box amateur en el más etimológico sentido de la palabra. Larga vida al gimnasio “Juan Fabila”, que el barrio no pierda este juguete rabioso.

*Agradezco enormemente a Daniela Fabila por su tiempo y la charla.

https://www.facebook.com/pages/Gimnasio-Juan-Fabila-y-selecci%C3%B3n-de-box-de-Daniela-Fabila/270617073024154?fref=ts

ANARCRÓNICAS

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GUÍA DE SUPERVIVENCIA EN EL METRO

Si usted es chilango, o ha vivido en la ciudad algún tiempo, seguro se emociona cuando ve transitar los convoyes de nuestro sistema de transporte colectivo. Esos gusanos de color naranja, ese silbato que anuncia el arribo de un tren a la estación, esa jeta de ídolo prehispánico de las boleteras son casi patrimonio intangible de la humanidad. Por mucho tiempo, nuestro Subway –permítanme el anglicismo– fue orgullo nacional. Sin embargo, de unos añitos para acá, el servicio ha disminuido muy discretamente, pero muy discretamente, su calidad (¿Así está bien, doctor Mancera?), por lo que en esta ocasión les haremos llegar una indispensable guía para viajar seguro en este medio de transporte:

1) En primer lugar, recuerde: en la actualidad el metro tiene peor sistema de mantenimiento que los tristemente célebres guajoloteros de Tecámac, por lo que si durante su viaje se da cuenta que una tuerca esta floja, que las llantas ya muestran los alambres, o si los cristales de las ventanas están a punto de caer sobre su cabeza, por favor, repárelos. No hace falta mucho: un chicle, un cortaúñas o un moco pueden ser la diferencia entre un viaje seguro y un descarrilamiento.

2) Si usted tiene kilogramos de más, le sugerimos meterse a un régimen alimenticio. Recuerde que, si bien el número de usuarios ha aumentado exponencialmente en estos años, no así la cantidad de vagones del metro. El espacio por pasajero ha disminuido de 30 a 10 centímetros cuadrados en hora pico, y no es justo que usted, con su enorme barriga, ocupe el lugar que le corresponde a otros siete usuarios. Sea consciente.

3) Si usted es delgado y ágil, ¡bien! Puede sin ningún problema abordar el tren por alguna de las ventanas –el famoso salto de la muerte–. Sin embargo, algunas lecciones de yoga le vendrían bien: así podrá ir cómodo entre los huacales de jitomate y los costales de PET que algunos atentos pasajeros acostumbran llevar con ellos. Además, esas prácticas le harán muy bien para su vida en pareja.

4) ¿Recuerda usted la escena de la reciente película Mad Max en donde sale un gigantesco vehículo lleno de bocinas que destruye todo a su paso? Bien, pues está inspirado en los amables y refinados vagoneros que todos los días nos deleitan durante nuestro viaje subterráneo. Por supuesto, le sugerimos enfáticamente que cuando vea algún joven de barrio con una mochila cuadrada en la espalda y un discman en la mano, se proteja los oídos. No cualquier ser humano soporta 420 decibeles de reggeaton o baladas de Roberto Carlos a menos de medio metro sin sufrir daños neuronales.

5) La vida en el subsuelo se ha convertido en una lucha encarnizada. Por lo tanto, le sugerimos ver cualquier material que le enseñe estrategias de supervivencia: Warriors, Total Reccall, Speed, Duro de Matar II y otras joyas contienen lecciones indispensables para cualquier usuario que se proponga llegar a su destino.

6) Como habrá visto, de repente a los choferes les gusta jugar a los carritos chocones. Por lo que le recomendamos usar los vagones de en medio. Si no le es posible, colóquese estratégicamente entre dos comadres gordas –nunca falta un par en cada vagón–, para que así, en caso de colisión, esas lonjas le sirvan de bolsa de aire y pueda usted salvar el pellejo. No respondemos si las rollizas damas toman sus avances como una instigación sexual y lo atacan a bolsazos.

7) Cuídese de las granizadas atípicas, y de las muy típicas pedas de los conductores.

8) Recuerde que el metro es un ser vivo e inteligente –y sobre todo, malévolo–, adivina cuando usted tiene prisa, por lo que justo cuando usted está a tres estaciones de esa importante cita de trabajo, o de ese encuentro con el amor de su vida, se estacionará una hora. Por ello, anticipe con dos horas sus viajes para no echar a perder su futuro por una travesura del destino.

9) El doctor Mancera y el licenciado Espino (jefe de Gobierno y líder del sindicato de trabajadores del metro, respectivamente), se preocupan por su salud. Por eso es que usted encuentra que, de cada tres escaleras eléctricas, cuatro están descompuestas. Gracias a nuestros gobernantes usted hará cardio y pierna sin necesidad de inscribirse en un gimnasio. Recuérdelo la próxima vez que vote por ellos.

10) Por último, y más importante: si ya son las once de la noche NUNCA viaje en el último vagón. Si lo hace NUNCA se duerma. No es que se vaya a encontrar con los miembros de una cultura precolombina que le saquen el corazón (Derechos reservados de Jose Emilio Pacheco), sino que muy probablemente se tope con un muy amigable sujeto, o varios, que se acomedirán a taladrarle el esfínter sin cargo extra. Si es el caso, de mínimo invíteles una copa y demuestre su educación sexual.

Esperemos que le sirvan estos consejos en su viaje al centro de la tierra. Entréguese pues a las tripas de la bestia anaranjada, y buen viaje.