IN THE SHIRE

LUZ

Decir “Inglaterra” es decir “vivo bajo un persistente cielo gris y una lluvia constante”. Es verdad hasta cierto punto. Nadie habla de lo que sucede desde finales de abril y hasta septiembre. La primavera se hace presente un poco más, aunque la temperatura difícilmente rebasa los veinte grados centígrados —lo que parece autorizar el uso de sandalias, bermudas y ropa ligera, porque de los ingleses he aprendido que la primavera es una actitud y no una estación del año—, para luego dar paso al verano que en términos locales puede ser caluroso, es decir, más de veinticinco grados centígrados, o sea cualquier tardecita en el D.F.

Sin embargo, nadie habla de la luz que recibe esta isla. De abril a septiembre amanece a las cinco de la mañana y atardece casi a las nueve de la noche. En Inglaterra de abril a septiembre la tarde termina en la noche. No, no hay un sinsentido en la oración anterior ni un dedazo o un dato errado. La tarde se expande. La noche se contrae porque tenemos casi 17 horas ininterrumpidas de luz natural. Demasiada para alguien que viene del D.F., donde en esta misma época del año hay 13 horas de luz, es decir, 4 menos que en Inglaterra.

El sol es maravilloso, su luz es indispensable para que las plantas crezcan y se reproduzca, para que nuestros cuerpos produzcan la vitamina D necesaria para absorber y fijar el calcio que necesitamos (y gente con hipoparatiroidismo, como yo, estamos obligados a tomar baños sol) y —en estas épocas de ansiedades ecológicas— representa una fuente de energía limpia. Los únicos efectos negativos que tiene son los que vienen de la exposición prolongada a la radiación solar, o si se padece alergia a ella. No obstante, pasar de 13 horas de luz natural a 17 horas al día trastorna y no me refiero únicamente a la desbandada generalizada de gente hacia el parque o jardín que por estos lares tiene lugar cada que las nubes se ausentan.

En general, los europeos no tienen ningún problema con la prolongación de las horas de luz solar. La reducción de la noche que pasa en Inglaterra es poco comparado con las tres horas sin sol que Suecia tiene en el verano o el día perpetuo que se vive en Islandia durante la misma época. Aquellos que venimos de las tierras cercanas al ecuador somos quienes no sólo nos sorprendemos, sino que experimentamos una suerte de desfase temporal y hasta padecemos una suerte de aceleramiento, porque 17 horas de luz equivale a sumarle dos tazas de café cargado a la dosis diaria de cafeína. Un amigo sirio coincide conmigo en la sensación aturdidora que tanta luz provoca. Yo me siento un automóvil con el motor encendido.

Cuando digo que tanta luz trastorna quiero de decir que cualquier madrugada me levanto al baño a las 5 de la mañana para encontrarme con el departamento completamente iluminado y que mi cuerpo interpreta como si fueran cerca de las 11 de la mañana. Aunque tengamos días nublados, la persistencia de la luz llega a ser tal que mi cuerpo acostumbrado a la duración lumínica de otras latitudes se confunde y no sabe si sigue durmiendo o no.
Una mañana llena de luz se agradece, porque ella es un gran estímulo para abrir los ojos, dejar la cama y emprender las tareas cotidianas. El verdadero problema es que la presencia del sol se prolonga tanto que las 6 de la tarde parecen las 4 de la tarde y las 9 de la noche hacen creer que no pasan de las 6 de la tarde. La vida en Oxford me ha confirmado que la luz es un estimulante poderosísimo y en dosis altas perturba la percepción del tiempo, por eso, mi esposo y yo pensamos que podemos seguir sacando pendientes sin darnos cuenta de que deberíamos comer o cenar, o dormir. El peor efecto es la alteración del sueño, acostumbrados al horario defeño, nos parece razonable irnos a dormir 6 horas después de que atardeció, por ahí de la media noche en el D.F., pero en Oxford eso significa acostarnos a las 3 de la mañana.

¿Qué hacemos? No tenemos sueño.

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