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APUNTES DE UN FUNCIONARIO DE CASILLA

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El siete de junio fui presidente de casilla. Quienes lo sabían me preguntaron varias veces por qué había aceptado el cargo, por qué había decidido perder un domingo de mi vida para participar en una pantalla, en una simulación que, además, cuesta mucho dinero. Lo hice por varias razones: es una obligación ciudadana; quería saber cómo se desarrolla una elección y porque no hubiera sido capaz de decirle que no a Francisca R., la capacitadora del INE que me vino a buscar hace ya varias semanas, luego de que los demás vecinos del Ermita le cerraran la puerta en la cara. Así que después de leer el Manual del Funcionario de Casilla, el Instructivo para el llenado de actas y Cuaderno de ejercicios para el funcionario de Casilla y una Adenda. Capacitación a funcionarios de Mesa Directiva de Casilla Única, del Instituto Electoral del Distrito Federal (IEDF), recibí una capacitación exprés para desempeñar el cargo lo mejor posible, y participé en un supuesto “simulacro” que en realidad fue una reunión donde los demás funcionarios de casilla expusieron sus dudas y temores. En general me pareció una actividad muy desordenada y un tanto improvisada, como nuestra democracia.

Seis días antes del día D, Francisca me entregó todo el material: desde las boletas para Diputado Federal, Local y Jefe Delegacional, hasta la tinta indeleble, las mamparas y la papelería, junto con los llamados “paquetes electorales” que entregaría al final de la elección, en el INE y en el IEDF. Dentro de cada paquete estaban las actas que debían de llenarse durante la instalación de la casilla y al final de la jornada. “Yo creo que como a las 9 de la noche ya estaremos fuera, don Jorge”, me repetía Francisca para darme ánimos. Lo que más temía esta mujer era que el día 7 amaneciera con la noticia de que los funcionarios de casilla no se presentaran.

El domingo me desperté a las 6 de la mañana. La noche anterior había sido el cumpleaños de mi novia, pero me tuve que despedir temprano para dormir un rato. En el fondo sospechaba que ser presidente sería una chinga y que se me atravesarían en el camino varios problemas que debía de resolver de la mejor manera. A las 7:30 me bajaba de un taxi en la Alameda de Tacubaya, jardín del siglo XIX que a últimas fechas, en la administración del delegado del PRD, Víctor Hugo Romo, recibió una manita de gato. Como es costumbre, dentro de la escuela Justo Sierra, que acaba de cumplir cien años, se instalaría la casilla. Ahí estaba Francisca, esperándome. Con ayuda de otra mujer que más tarde nos ayudaría a entregar los paquetes electorales, llegamos a la puerta de la escuela. Se entra primero a una especie de lobby, de no más de veinte metros cuadrados. Una larga puerta de metal separa esta recepción del patio de la escuela, sitio donde se instalan las dos mesas de la casilla 5027. Pregunté cuándo abrirían la segunda puerta. “Como esta escuela pertenece a la Sección 22 de la CNTE el portero no nos va a dejar entrar”, me dijo Francisca. No lo podía creer. El espacio era insuficiente para las dos mesas directivas y para acomodar mamparas y urnas. Durante varios minutos todo fue un caos: los representantes de partido se paseaban preguntando cuándo empezábamos, y uno que otro elector responsable nos apresuraba. Ahí conocí a Rafael, el primer secretario, hombre ya maduro, de bigotillo bien recortado, baja estatura y sobrepeso, vestido de traje azul marino a rayas. Parecía un pequeño mafioso. La otra mala noticia era que el resto de los funcionarios, el segundo secretario y los tres escrutadores, no aparecían. Francisca, nerviosa, se fue a buscarlos.

Así debió de pasar una hora. Según el manual, mientras el presidente y los escrutadores arman mamparas y urnas, los secretarios cuentan las boletas frente a los representantes de cada partido, actividades que deben realizarse en media hora para que a las ocho en punto se abra la casilla. Las cosas no pasaron así. Afuera ya se improvisaba una pequeña fila de electores. En caso de que la mesa directiva no se completara, una de mis obligaciones era designar como funcionarios a los electores de la fila, y enseñarles a toda velocidad sus labores. La presidenta de la otra casilla, la básica, una joven doctora que nunca antes había visto, tampoco completaba sus colaboradores. En eso, el portero de la escuela, quizá conmovido por el desorden y la falta de espacio, tomó la decisión de abrirnos la puerta y permitió que la casilla se instalara como en años anteriores. El movimiento de mesas y demás enseres nos retrasó todavía más, pero ya con espacio todo fluyó mejor. Llegó Francisco, el otro secretario, vecino de Rafael, y María, la escrutadora. Ninguno de los dos llevaba su nombramiento oficial. Me hice de la vista gorda. Los demás, según me dijo Francisca cuando regresó, o no le contestaron el teléfono o le dijeron “que ya iban para allá”.

Una vez contadas las boletas ante la vista de los representantes de los partidos, quienes antes me mostraron sus nombramientos y credenciales de elector, abrimos la casilla. Desde el principio, Rafael, el primer secretario, mostró cierta propensión a dar órdenes. En cierto sentido, como llevaba traje, la gente lo miraba como una figura de autoridad. El licenciado, esa categoría que yo creía rebasada, aún mantiene sus fueros entre ciertos sectores y bajo algunas circunstancias. Según el manual, yo debía de recibir primero la credencial de elector, comparar la fotografía con la persona, revisar que la sección correspondiera y verificar la vigencia. Tras “cantar” su nombre para que los representantes de partido lo tacharan de sus listas nominales, Rafael verificaba que la persona apareciera la lista, y le pasaba la credencial al escrutador, en tanto el elector tachaba sus boletas para que luego le entintaran el dedo y marcaran su credencial. A Rafael le molestó que le dijera el procedimiento. Expresaba su desacuerdo alzando un poco la voz y diciendo: “Tú eres el presidente”. A lo largo del día, pensaba qué hubiera pasado si él hubiera sido el presidente. Se habría comportado como un pequeño tirano, no me queda duda.

Tras la primera oleada de votantes, unos quince, las cosas se tranquilizaron. La presión se esfumó y todos nos relajamos. Cuesta mucho trabajo cortar las boletas: aunque están suajadas, no siempre se desprenden fácilmente. Rompí algunas pero nada que lamentar. Sólo fue necesario anotar en el acta de incidencias que una boleta fue cancelada porque se rompió a la altura del logo del PAN.

De la mesa vecina alguien sacó unos cacahuates japoneses y Rafael me dio una bolsa de pasitas Laposse. En mi mochila traía un yogurt, casi vacío, y un cuernito Tía Rosa. Con mucho tiempo por delante, comenzamos a platicar. Había un ánimo didáctico en las palabras de Rafael que no tardó en incomodarme. Que si en el pasado las elecciones eran verdaderos trámites, que si el PRI ya no era lo que fue, etc. Por fortuna llegaban nuevas oleadas de votantes, que interrumpían su soliloquio. En la votación del 7 de junio, al menos en Tacubaya, participaron mayoritariamente personas de la tercera edad (antes se les llamaba ancianos). Algunos fueron llevados desde el asilo de la Fundación Mier y Pesado, y otros, la mayoría, llegaron solos, en sillas de ruedas, muletas o andaderas.

Una señora empezó a discutir que no iba a marcar sus boletas con un lápiz “porque las van a borrar”. Me acerqué para ofrecerle una pluma. Traté de decirle que nadie iba a borrar las marcas pero se puso como loca dentro de la mampara. Me retiré. Más tarde, un hombre en silla de ruedas, una persona con capacidades diferentes, llegó a la entrada de la escuela. No podía entrar debido a un escalón de unos diez centímetros entre la Alameda y la escuela. Me levanté y le pedí a alguien más que me ayudara a cargar al hombre. En ese momento, personal de El Universal TV comenzaron a filmarlo. Como activado por un resorte, el hombre dijo que el INE lo discriminaba y le impedía ejercer sus derechos constitucionales. En eso, el reportero me preguntó quién era yo. Le di mi nombre y mi cargo. Entonces me preguntó qué haríamos en este caso. Le respondí que contábamos con una mampara especial en la para que el señor votara. Por su apellido le correspondía la otra casilla. Regresé a mi asiento. El hombre votó ahí afuera, al tiempo que Rafael se quitó el saco para hacerle casita. Supuse que todo había sido orquestado por la prensa.

Después llegó una vecina. No es mi amiga pero la conozco desde hace muchos años. Me preguntó si yo era escrutador. “No. Soy el presidente”. Y todo por no ponerme traje de licenciado como Rafael. Hizo más preguntas, como si fuera una observadora internacional. Miró las urnas semivacías. “¿Vas a votar?”, le pregunté. “No. No voy a validar este sistema en el que no creo. Además, nos faltan 43”. Dicho lo cual, se dio la media vuelta y se fue. ¿Se tomó la molestia de salir de su casa para ir hasta la casilla a soltar un discurso trasnochado y bastante naíf? Rafael no desaprovechó para burlarse de la izquierda, y dijo que el liberalismo de Juárez era el cimento del PRI, para bien o para mal. Afortunadamente otros electores le cortaron a inspiración.

Luego de varias pausas, todo iba bien hasta que Rafael volvió a la carga. Me preguntó a qué me dedicaba. Le dije, sin dar más detalles, que era editor de la revista de una cadena de librerías. “Ah, entonces lees mucho”, me dijo con cierta incredulidad. “¿Y qué has libros has leído donde los críticos de la izquierda den soluciones reales para cambiar este país?”. Le respondí que ninguno, que no leía esa clase de libros, pero que seguramente Lorenzo Meyer o Sergio Aguayo habían escrito al respecto. “¡Ese par de quejosos! Pero si no saben nada, no tiene propuestas, están como la tal Denise Dresser que en un programa con Leo Zuckerman dijo que Elba Esther debería de estar muerta. Esa es su propuesta y que todos seamos buenos ciudadanos”. “¿A quién más has leído, porque lees mucho, ¿no?, eres una persona culta…” A esas alturas, quizá a las 4 o 5 de la tarde, Rafael me tenía hasta la madre. De vez en cuando lo miraba de soslayo, vistiendo su traje barato, fumando dentro de la escuela, presumiendo que tenía siete hijos y dando indicaciones al otro secretario.

Más tarde, como se aburría, se puso a revisar la lista nominal. En cada hoja hay tres filas y siete columnas, con la foto de cada elector, ordenados por orden alfabético. Rafael descubrió, para su regocijo, que por lo menos un elector de cada columna había votado ya. Luego encontró que la proporción en cada hoja no variaba: o eran 4 mujeres y 3 hombres o viceversa, lo que, en términos estadísticos, marcaban un tendencia que a los mercadólogos les provocaría sueños húmedos. “Imagínate. Esto quiere decir que de un grupo de X personas, ordenados alfabéticamente, 7 de ellos harán lo que supones, votar en este caso. Siete compradores potenciales de algo. Por ejemplo, en tu trabajo esto les interesaría. Si lanzas una convocatoria para vender un libro, siete lo van a comprar”. Yo le decía que sí. “¿No te parece fascinante? A mi sí. Esto puede ser el argumento para una novela. Si fuera escritor me pondría a hacer este libro. ¿Este sería el asesino o el asesinado? Nada en la vida es azaroso, tan solo probable”, decía y remataba sus argumentos con una risilla.

A las seis en punto cerró la casilla. Tras abrir las urnas y separar los votos (por fortuna el INE y el IEDF han diseñado un mantel para colocar, por partido, cada boleta) empezamos el conteo. La lucha estaba entre Morena y el PAN. Cuatro horas más tarde, tuvimos que acomodarnos en la entrada de la escuela donde estaba la única luminaria lámpara que funcionaba. Armé los paquetes siguiendo las instrucciones, firme las actas correspondientes y llené la sábana con los resultados finales. Rafael se ofreció a pegarla en la pared de la escuela. A esa hora, ya estaban por dar las 11 de la noche, pocas personas se acercaron a ver quién había ganado. Xóchitl Gálvez, contra los pronósticos, venció a Razú, del PRD. Las diputaciones local y federal quedaron muy parejas entre el PAN y Morena.

Francisca, infatigable, nos recogió a mi y a la otra presidenta. Con los cuatro paquetes electorales debidamente sellados, fuimos primero al INE, en el edificio donde me capacitaron, luego al IEDF, en la calle de Constitución, una verdadero romería, donde tardamos más de media hora en entregar el paquete. Con los recibos correspondientes, Francisca me llevó a casa. Me agradeció por todo. En su rostro se dibujaba cierta serenidad: lo peor ya había pasado aunque esa noche no dormiría.

Una vez en mi casa, Jesús, el vigilante, veía en la televisión los resultados preliminares. Me dijo que se sentía triste. El PRI había ganado de nuevo. “Por qué la gente sigue votando por ellos?”. Como no he leído ningún libro que diga cómo cambiar las cosas, le digo a Jesús que no lo sé, que son cosas de la vida.

LA ÚLTIMA PREGUNTA

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EL DÍA QUE ME CONVERTÍ EN SARAH CONNOR

El día de la final de la Champions decidí ir con mi hijo al parque y perderme el partido. No es que el futbol me parezca repulsivo ni que evite cualquier contacto con los gustos populares, pero tampoco soy una asidua seguidora de este ni de ningún deporte. Después de que a los dieciocho años dejé el seno paterno, todo ese expertise en basquetbol, futbol americano, tenis, etc. desapareció.

Además, recordé que en esos partidos hay algo realmente cagante: los aficionados con los que uno tiene que convivir; esta bola de personas que hablan en catalán, portan playera, bufanda y demás adminículos con el logo del Barça mientras se instalan en una tediosa petulancia en la que hay una autopromoción incansable a lo chingones que son por transitividad al irle a semejante grupo de “leyendas del balompié”. No importa que los amigos pertenezcan a otro tipo de hinchas, la cosa siempre termina por exasperarme y en estos tiempos de guardar cierta estabilidad emocional, me enfrasqué en el reto de hacer la burbuja de jabón más grande nunca antes vista en el Parque España.

Regresamos a casa porque la lluvia amenazaba con caer en cualquier momento. Al entrar, noté que la ventana de la sala-comedor estaba abierta, pero –como me pasa con frecuencia- ignoré lo que mi campo visual intentó, una y otra vez, decodificar en mi cerebro, y me fui presta a mi cuarto a leer unas cartas que Rilke le escribió a Balthus a lo largo de su vida (sí, ya no se puede un nivel de cultureta más alto).

Ahí estaba deleitándome con la intimidad epistolar de dos hombres a los que admiro muchísimo cuando me di cuenta de la realidad: que una tormenta de proporciones bíblicas llevaba en curso como diez minutos y que el ventanal de mi casa estaba abierta de par en par.

Sin pensarlo mucho, corrí hasta la sala para comprobar lo obvio: un charco enorme y brillante cubría buena parte del piso de madera, los muebles, algunas cajas de cartón, etc. etc. etc., así que di varios pasos al frente para cerrar el ventanal y entonces, como dice mi amigo Manlio Gutiérrez, sufrí una caída (porque uno después de los treinta años no se cae, sufre las caídas).

Un resbalón digno de cualquier capítulo de “El coyote y el correcaminos” me llevó a dar un vuelo bastante alto del piso al techo para luego regresar al punto del que partí pero no con los pies sino con el culo. El impacto me dejó completamente en el piso pero el golpe realmente había sido en la espalda baja.

La ropa mojada hasta sentir el agua en la entrepierna. La tristeza surrealista de ver el mundo desde el piso. Desde ahí uno ya no resulta tan infinitamente fascinante e importante como cree de sí mismo.

El dolor se expandía difractado en cuanto encontraba el hueso de la columna a su paso. La eficiencia metastática de mis pensamientos iba a una velocidad inusitada: Te has hecho daño, mucho daño. Y de mis labios no salían más que enormes quejidos acompañados de súplicas para no haberme roto el coxis o algo peor.

Y entonces apareció. Con su 1.15 de estatura y sus dieciocho kilos, mi hijo me vio en el piso y me preguntó qué había pasado. Me salía un poco de sangre del empeine del pie derecho por un raspón que no sé en qué momento ocurrió; lo vi abrir los ojos de par en par pero no dijo nada.

De entre todas las cosas terribles que se me ocurrieron contestarle (debido a la obviedad del hecho), solo espeté un: “Me caí”, y comencé a reír porque a lo largo de mi vida (en la que siempre me he distinguido por mi torpeza motriz), esa frase se volvió un símbolo de lo que yo era y mis padres, hermanos, tíos y primos ya estaban acostumbrados a que, en algún momento, yo entraría por la puerta con las rodillas deshechas o los brazos raspados diciendo un “Me caí” escueto y contundente.

Pues bien, mientras el horrible tirol del techo de mi casa amenazaba con seducirme a encontrar una figura amorfa de algo que podría ser un elefante y mi risa desternillada retumbaba en nuestra casa, me di cuenta de la forma oscuramente pirotécnica con la que me gusta hacer muchas de las cosas que me pasan en la vida.

¿Por qué digo eso? Bueno, hay miles de ejemplos pero el de esa tarde fue que mientras decidí arrastrarme herida por el suelo hacia la ventana como Sarah Connor en Terminator 2, Leo, a la Edward Furlong (con todo y el pelito), rápidamente fue por jergas y trapos y empezó a secar con rapidez sin que yo le dijera nada.

Como pude cerré la ventana y, de nuevo, reptando, me dirigí hacia el sillón de la sala con unos aullidos que pocas veces he dado. La verdad es que, a pesar de mis problemas motrices siempre he sido alguien con buena salud. Leo ponía cara de preocupación pero limpiaba dedicado.

Pechotierra pensaba en aquello de reconciliarse con uno mismo por el hecho de tener cuerpo. La voluntad física y la capacidad real son factores que, muchas veces, caminan por separado. Últimamente he pensado en lo trascendente, en la búsqueda de un más allá en el que la corporalidad pasa a segundo plano; en donde la degradación física no existe. Increíble pensar en esos otros planos a los que no podemos acceder por nuestras restricciones corpóreas, pero sin cuerpo no existe la posibilidad de esos pensamientos; sin cuerpo no hay muerte y sin muerte no hay vida.

Y la vida me estaba mostrando a este ser, quien me decía que si ese dolor me iba a hacer fallecer y convertirme en zombi. Porque si ese era el caso, no quería que le comiera el cerebro. Volví a reír porque las preocupaciones de Leo estaban puestas en un lugar que jamás se me hubiera ocurrido. Al confirmarle que no iba a fallecer, Leo secó hasta que le pareció suficiente. Fue a mi cuarto y me trajo mi teléfono: “Tienes que llamarle a alguien”, me dijo con seguridad, y sus cinco años se convirtieron en una edad que no sé describir, y todo estaba impulsado por un valor que no se transmite ni se puede transmitir.

Aquello fue conmovedor, algo que transforma tus paradigmas, un sitio donde la angustia metafísica se hace a un lado para dejar que otras cosas imperceptibles a nuestro hacer cotidiano se revelen. Tomé fuerzas para ponerme de pie (a lo que también me ayudó acercándome un banco), y mientras caminaba hacia mi cama con un dolor terrible en culo y en el abdomen y con él tomándome de la mano, recordé que hace apenas unos años aquel hombre no habitaba la Tierra y que mi cuerpo, en ese momento hecho mierda, lo había traído a este mundo. Y que sus temores, su amor, sus berrinches, sus insospechadas reacciones y sus varias predecibles respuestas, todo eso es apenas el principio de algo que siempre me será desconocido.

Sobre la cama estaba el libro de Rilke y Balthus y ante la fuerza de lo que estaba percibiendo, me di cuenta de que nuestras creencias, nuestros gustos, eso que llamamos nuestras pasiones, lo que detestamos, todo eso no es más que un montón de mierda con la que, finalmente, nos gratificamos a nosotros mismos y que lo trascendente, sí, la mayor parte del tiempo está en otro lado.

Mi última pregunta es ¿qué haré ahora que mi onanismo intelectual y mi fanatismo personal ha sido puesto en jaque?

VHS

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CIUDADES OSCURAS: LA METRÓPOLI COMO AGLOMERACIÓN DE LAS DEPRESIONES

“¿Qué harías si tuvieras otra vida?”, pregunta Clarita a su marido que yace inmóvil en la cama, mientras lo mira por un espejo. Ella se encarga de dar respuesta, puesto que Gustavo ya no puede. Habla con él a lo largo del día, como si no estuviera muerto. Sin embargo, Clarita, una vieja bondadosa, es la única de entre sus vecinos que viviría otra vida exactamente igual a como ha hecho, la única que parece querer conservar sus recuerdos.

Afuera, a su alrededor, está lleno de seres desgraciados: una prostituta que odia su oficio, un adicto al crack que mata a su hijo, un desempleado de la tercera edad, un farmaceuta pederasta, una adolescente violada por su mejor amigo, un chavo amedrentado por su padre homófobo, una mujer golpeada por su esposo, un loco, un vagabundo, un tipo sin nombre, etcétera… gente al borde del suicidio o el homicidio entre la miseria material y humana. Los reyes en este infierno son policías judiciales.

El escenario es el centro de la Ciudad de México, principalmente los rumbos de San Juan de Letrán y el Barrio Chino. La atmósfera es permanentemente deprimente y depresógena: oscuridad, charcos, goteras, muros descarapelados, sirenas y violencia de todo tipo: física, verbal, sexual, económica y psicológica. Hay un aire en esta estética a filmes distópicos como Días extraños (Kathryn Bigelow: Strange Days, 1995).

La trama no va sobre buenos y malos ni de la pobreza; su tema es el poder, quien tiene un poco más, somete al que menos y se vale para ello de los recursos a su alcance o de aprovechar las oportunidades que la fortuna le presente por medio de la trampa, la traición, la sorpresa, la extorsión, el abuso de la fuerza o la garantía de la impunidad. Tal vez por eso es bastante verosímil. No obstante su adaptación a un libro madrileño, el guión resulta genuinamente chilango, en el peor sentido del gentilicio, y con diálogos coloquiales explícitos. Tiene sus defectos, por supuesto, como un personaje caricaturesco interpretado por Damián Bichir y algunas líneas exageradamente nihilistas, como: “Lo que quiero es morirme. Eso es lo que me pasa… Yo no estoy limpia. Soy una puta de mierda”.

No es la historia de un personaje, sino la de un rumbo de la ciudad, la de una de sus tantas coordenadas. En unas cuantas cuadras a la redonda, la cantidad de desgracia es proporcional a la densidad y miserias de los vecinos que la habitan. Tarde o temprano cualquiera de ellos puede ser la causa o el autor de la muerte de otro, mientras los malos entendidos, las confusiones o la negligencia se convierten en trampas de las que no hay manera de librarse.

Los actos de compasión en estas circunstancias son también brutales: un tipo que vive en la calle asfixia a un compañero de infortunio para evitarle más sufrimiento en su enfermedad, por ejemplo. El bien no es, valga la expresión, el resultado de la bondad, sino un resultado querido a causa de la desesperación o la desesperanza. La única posibilidad de sobrevivir es escapar, salir de ahí para no volver, como pretende Cecé, una mujer que parece tener suficiente determinación para ello. El final, a pesar de todo, resulta cercano al feliz.

La narración se vale de la diacronía para entrelazar a los personajes. Carece de impostaciones o pretensiones con todo y algunos recursos de buena dirección de arte que resultan discretos, pero efectivos: el reflejo de unos rostros carcajeantes en el vidrio de un tarro de cerveza, el reflejo de una mujer aterrorizada en la pupila de quien abusa de ella al momento de su muerte, el plano secuencia que permite entrecruzar a los personajes o el desenfoque como mímesis semiótica de nerviosismo. Hay pocos silencios, siempre está pasando algo, siempre hay algún diálogo y todo sucede rápidamente, tal como es esta ciudad.

Se trata de una película que no contó con el éxito comercial de un Amores perros, con todo y un elenco de actores ampliamente reconocidos: los Bichir, Roberto Sosa, Jesús Ochoa, Alonso Echánove, Héctor Suárez y un jovencito Diego Luna, aunque quizá el trabajo que más destaca es el de Zaide Silvia Gutiérrez, que le valió ganar la Diosa de Plata como mejor actriz. Tampoco contó con de la gloria de los festivales, no obstante ciertos aires ripsteinianos de bajos fondos bien logrados. Tal vez fue demasiado sórdida para lo comercial; pero se quedó algo le falto —no sé qué— para la categoría de arte, si bien he visto otras con mucho menores méritos para figurar en ella.

Si tuviera que recomendarla, diría que sí. Aunque preferiría decir que recomiendo verla, más que decir si es buena, muy buena o no tan buena.

E

Título: Ciudades oscuras
Año de producción: 2001
Duración: 113 min.
País: México
Director y productor: Fernando Sariñana
Guión: Fernando Sariñana, Enrique Renteria (basado en un libro de Juan Madrid, Crónicas de Madrid Oscuro)
Música: Eduardo Gamboa
Fotografía: Chava Cartas
Reparto: Alejandro Tommasi, Alonso Echánove, Bruno Bichir, Demián Bichir, Diego Luna, Dolores Heredia, Héctor Suárez, Ximena Ayala, Jesús Ochoa, Leticia Huijara, Odiseo Bichir, Lourdes Echevarría, Magda Vizcaíno, Roberto Sosa, Zaide Silvia Gutiérrez, Ernesto Yáñez, Mario Zaragoza, Ana Karina Guevara, María Rebeca, Paola Ochoa
Productora: Altavista Films / IMCINE / Veneno Producciones

ANARCRÓNICAS

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EXCALIBUR

Las leyendas artúricas dicen que Excalibur se llamaba la espada del rey Arturo, y que fue otorgada por la Dama del Lago a Merlin para probar a los aspirantes al trono de Inglaterra. Según esto, el mago clavó dicha arma en una roca y declaró que cualquiera que pudiera sacarla de ahí sería digno de portar la corona. Por años nadie, ni siquiera los más forzudos y valientes caballeros de la isla, pudieron moverla siquiera un milímetro. Sólo el flacucho Arturo, porquerizo y ayudante de cuadra de un noble, pudo adjudicarse el arma mágica y convertirse en el rey de los ingleses mientras los pajaritos cantaban y Merlin hacía una coreografía con Madame Mym.

O bueno, por lo menos eso dice la versión de Disney.

La Ciudad de México también tenía su Excalibur: un table dance ubicado justo en la lateral del Circuito Interior y Mississippi. Nada tenía de místico, pero sí mucho de piojoso: era un local largo y estrecho, con una barra de cemento y azulejo habilitada como barra, en donde las bailarinas hacían equilibrios mientras realizaban su número. Lo único que recordaba vagamente la leyenda de Arturo era el poste con que las mujeres bailaban: un grueso tubo de acero clavado en la pista y sin sujeción en el techo. Por lo mismo, cada vez que alguna de las bailarinas intentaba dar una vuelta alrededor de él, se contoneaba peligrosamente a la par de sus caderas.

La única noche que fui, estaba ella. Nadie sabía su nombre, y seguramente a nadie se lo dijo. Tenía hermosos rizos rubios, una tetas que mostraban la maestría de su cirujano y un abdomen marcado a fuerza de gimnasio. Por las arrugas de su rostro, podía adivinarse que estaba cerca de los cuarenta; sin embargo, era la mejor chica del lugar. Y lo sabía: su paso era arrogante y no hacía privados, sino que se dedicaba a bailar sin siquiera dedicar una sonrisa a los parroquianos que se esforzaban por caerle bien. De seguro –pensé yo–, provenía de algún otro bar, quizá uno de mucho más categoría –como el Titanium o el Manhattan–, pero que por problemas de conducta o deudas había sido expulsada y ahora remoraba su sueldo entre lo pobretones que acudíamos al Excalibur.

Aproximadamente a la una de la mañana inició su baile: pasos vigorosos, movimientos bruscos, uso aeróbico del tubo y de la pista. Era una acróbata con vocación suicida, pues en sus vueltas al poste varias veces estuvo a punto de golpear con sus tacones el rostro de los espectadores más cercanos –y creo que era lo que deseaba–. En la primera canción tomó vuelo, corrió sobre la estrecha pista y se encaramó del tubo. Hizo algunos giros espectaculares, se atrevió a hacer un helicóptero, una de las suertes más complicadas del pole dance, mientras el tubo se inclinaba. Saltó del otro lado de la pista y acabó la canción. Todos los presentes aplaudieron mientras que ella perdió su vista en los espejos del local. Inició su segunda canción, se quitó el vestido y volvió a la carga: saltó al tubo, le dio tres vueltas: una, dos , tres… A la cuarta, el tubo se zafó de la pista, y junto con la rubia, vestida sólo con una tanga, fue a aterrizar sobre una mesa llena de clientes. Cayó de sentón sobre las botellas y el poste la siguió, dándole de lleno en la cabeza. La música se detuvo y todos los presentes nos paramos a ayudar. Los mas cercanos a la mesa de la desgracia intentaron validar si ella no se había lastimado las tetas o las nalgas –a pesar de que lo que le sangraba era la cabeza–, mientras que al pobre cliente al que le cayó encima nadie lo atendió. Los guardias de seguridad se llevaron a la rubia a los camerinos y llamaron a una ambulancia. Inició el caos: los parroquianos afectados reclamaron sus botellas rotas; el personal se negó a reponérselas, comenzaron los jaloneos, alguien soltó el primer madrazo…

En ese momento, aproveché para salirme sin pagar mi cuenta.

Pienso en que, quizá, el tubo no era tubo, sino una espada muy posmoderna, y la rubia, la digna heredera de un reino que seguramente habría de reclamar en su cama de la Cruz Roja. Espero que sea una gobernante justa.

El local en donde estaba el Excalibur actualmente es un —también— muy feo salón de fiestas infantiles. Los papás de los niños que van ahí, al verlos jugar en la alberca de pelotas, de seguro recuerdan cuando a su vez ellos jugaban con otras pelotas en las noches de su juventud.

EXTREMA, PERO NO LUCHA

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Son las 10:15 de la mañana y ya hay, aproximadamente, cincuenta estudiantes reunidos en la explanada de la FESC Campo 4. ¿El motivo? Dentro del marco del aniversario de la escuela habrá, entre otras actividades artístico-culturales, una función de lucha libre. Yo, a pesar de vivir frente a la escuela, no me he enterado por los carteles que lo anuncian –y que hasta ahora tomo en cuenta-; me he enterado por la página de Facebook de un luchador incipiente a quien, debo decir, conozco y sigo porque su abuelo fue mi primer maestro de lucha libre. Además, y me causa cierto gozo recordarlo, ese mismo luchador (quien, por cierto, decidió retomar el nombre y equipo de su abuelo) me enseñó en ocasiones, con paciencia y respeto, a pesar de mis múltiples errores.

Doy vueltas entre los asistentes, que ahora suman más de cien, para ver si logro ver a José (el nieto de mi maestro). Han pasado más de ocho años desde la última vez que lo vi, pero sé que lo reconoceré. Quiero preguntarle sobre mi maestro, sobre él mismo, si es que sigue luchando en la arena Naucalpan. No lo veo; sin embargo, estando a unos pasos de él, a quien sí reconozco es a su hermano mayor. Discretamente me acerco por detrás: habla con el encargado de la escuela de coordinar el evento. Una hora, hora y veinte a más tardar, dice Iván –hermano de José- serán dos funciones y ya al final se juegan el cinturón, si quiere usted lo entrega. Entonces hay un cinturón de por medio, pienso, y recuerdo momentáneamente cuando entrenaba con su abuelo y soñaba con ganar uno algún día.

Comienza la función. Dos niños de no más de diez años luchan. Cuando los vieron subir, los espectadores, público siempre difícil el de las universidades, comenzaron a reír de sorpresa. El más grande –al menos de tamaño- realiza un buen derribe de cadera, levanta al rival y lo proyecta a las cuerdas para castigar con antebrazo. Me gusta lo que hace. Su rival contesta con tijeras voladas y sube al esquinero. Tardó un par de segundos –eternos cuando el público observa- pero realizó una buena plancha. Después de un par de movimientos más, dan relevo a los adultos, veteranos ya del deporte –lo sé por las lesiones en su frente, y la tranquilidad en las ejecuciones- quienes, implícitamente, están dando una clase a los menores. En dos caídas al hilo, uno de los equipos se lleva la lucha. Los estudiantes –sobre todo las mujeres– le reconocen la labor a los niños con un aplauso cuando éstos bajan del ring.

Después viene la función donde se jugará el cinturón –debieron faltar luchadores y por eso tuvieron que acortar los tiempos- y habrá un nuevo campeón. Sube por el esquinero un muchacho de no más de veintitrés años; del lado contrario un luchador corpulento vestido de payaso (no puedo recordar los nombres, simplemente no puedo). Empiezan a encararse. El más joven hace juego de cuerdas y luego de esquivar un golpe de antebrazo mueve al rival con tijeras voladas (mi maestro siempre nos decía que comenzáramos con toma de réferi, no entiendo por qué comenzaron así). Los estudiantes aplauden: siempre aprecian más lo aéreo. De ahí la lucha se viene en picada: se notan lentos, poco propositivos. El joven tira una patada a la filomena que el rival ni siquiera recibe, pero se deja caer. Los abucheos no se hacen esperar. “Pues si estas cosas son falsas, ¿a poco no sabías?” escucho decir, y con lo que vemos en el ring no hay mucho por argumentar. El joven busca un derribe a dos piernas que no sabe completar y el otro luchador se deja caer, de manera por demás obvia. Crecen los abucheos. Un par de estudiantes se van.

Mientras volteo para ver si se fueron para tomar clase, o solo porque el espectáculo ya no les convence, el luchador joven saca un par de lámparas que estaban debajo del ring. Emocionados, los estudiantes comienzan a animarlo. Deja las lámparas en la ceja del ring y sube –así no se sube, nos decía el maestro- con trabajos. Después de un forcejeo acartonado, el luchador mayor, vestido de payaso, golpea con las lámparas al joven en la espalda. De inmediato se aprecia un corte salvaje, al menos quince centímetros. Con el trozo de lámpara que le quedó en las manos le corta la frente; los gritos, claro, aumentan, y de algunas mujeres escucho expresiones de asco. Luego lo sube al esquinero y desde ahí lo proyecta con desnucadora sobre los cristales en la lona. La sangre brota ya de manera profusa. Al final, con un movimiento inexplicable, el joven logra poner espaldas planas a su contrincante. Le entregan el cinturón. Después de un par de fotografías, se va junto a su compañero de lucha. No creo que sea casualidad que enfilen hacia la enfermería.

¿Extrema? Sin duda. ¿Lucha? para nada. Eso que vi, más que otra cosa me provocó tristeza. ¿Qué llevó a ese joven a dejarse lastimar de esa forma? Si pretende llegar a ser luchador, debiera saber que su cuerpo es su herramienta de trabajo, y como tal debiera cuidarlo. Deduzco –espero que sea cierto– que no es mi maestro quien maneja las clases ya; él jamás hubiera permitido algo así. No vi movimientos bien ejecutados en ese joven, vi, más bien, a alguien que no está siendo bien guiado, y que tiene muchas ganas de luchar. Eso. No es el circuito –recuerdo entonces la grata, gratísima sorpresa que me llevé hace dos años, cuando, durante una función que se dio en la inauguración de una plaza comercial, vi luchar a pequeño Rinoceronte Blanco: qué movimientos tan limpios, sus entradas de lucha olímpica para derribar, su cuerpo fuerte, su llaveo a ras de lona impecable; y, para coronar, un lance que dejó a todos aplaudiendo un par de segundos- no es que sea lucha de periferia, es que hay gente sin malas intenciones pero poco conocimiento, que arriesga la integridad, la vida de sus alumnos y les enseñan no a luchar, sino a dar un espectáculo.

Me fui de ahí con mal sabor de boca. Un joven con ganas, con decisión, valiente (porque hay valentía en recibir tales cantidades de dolor) que quizás se perderá en el anonimato y las lesiones antes de cumplir treinta años. Bien guiado, me digo, tendría un porvenir. Satisfizo a los fanáticos casuales, los que solo quieren ver a alguien sangrar (the just bleed fans, como los llaman en inglés) pero nada más. Y es, aunque parezca lo contrario, una salida fácil la que él tomó, la que lo orillaron a tomar. El camino arduo, el camino poco brillante es el otro: trabajar bien el cuerpo, entrenar fuerte, diariamente; aprender las llaves, alejarse de los vicios y fortalecer la mente también. ¿Extremo? Sin duda lo que vimos fue extremo. ¿Lucha? No, de ésa no hubo esta vez. Ésa la desarrolló en aquella ocasión pequeño Rinoceronte blanco, a quien le reconozco su labor y a quien recomiendo ampliamente seguir. A él mis más grandes respetos. Y a los maestros de verdad, los que nos siguen trayendo la lucha de antaño, y la hacen seguir viva (como mi maestro) también mi admiración.