ANARCRÓNICAS

EXCALIBUR

Las leyendas artúricas dicen que Excalibur se llamaba la espada del rey Arturo, y que fue otorgada por la Dama del Lago a Merlin para probar a los aspirantes al trono de Inglaterra. Según esto, el mago clavó dicha arma en una roca y declaró que cualquiera que pudiera sacarla de ahí sería digno de portar la corona. Por años nadie, ni siquiera los más forzudos y valientes caballeros de la isla, pudieron moverla siquiera un milímetro. Sólo el flacucho Arturo, porquerizo y ayudante de cuadra de un noble, pudo adjudicarse el arma mágica y convertirse en el rey de los ingleses mientras los pajaritos cantaban y Merlin hacía una coreografía con Madame Mym.

O bueno, por lo menos eso dice la versión de Disney.

La Ciudad de México también tenía su Excalibur: un table dance ubicado justo en la lateral del Circuito Interior y Mississippi. Nada tenía de místico, pero sí mucho de piojoso: era un local largo y estrecho, con una barra de cemento y azulejo habilitada como barra, en donde las bailarinas hacían equilibrios mientras realizaban su número. Lo único que recordaba vagamente la leyenda de Arturo era el poste con que las mujeres bailaban: un grueso tubo de acero clavado en la pista y sin sujeción en el techo. Por lo mismo, cada vez que alguna de las bailarinas intentaba dar una vuelta alrededor de él, se contoneaba peligrosamente a la par de sus caderas.

La única noche que fui, estaba ella. Nadie sabía su nombre, y seguramente a nadie se lo dijo. Tenía hermosos rizos rubios, una tetas que mostraban la maestría de su cirujano y un abdomen marcado a fuerza de gimnasio. Por las arrugas de su rostro, podía adivinarse que estaba cerca de los cuarenta; sin embargo, era la mejor chica del lugar. Y lo sabía: su paso era arrogante y no hacía privados, sino que se dedicaba a bailar sin siquiera dedicar una sonrisa a los parroquianos que se esforzaban por caerle bien. De seguro –pensé yo–, provenía de algún otro bar, quizá uno de mucho más categoría –como el Titanium o el Manhattan–, pero que por problemas de conducta o deudas había sido expulsada y ahora remoraba su sueldo entre lo pobretones que acudíamos al Excalibur.

Aproximadamente a la una de la mañana inició su baile: pasos vigorosos, movimientos bruscos, uso aeróbico del tubo y de la pista. Era una acróbata con vocación suicida, pues en sus vueltas al poste varias veces estuvo a punto de golpear con sus tacones el rostro de los espectadores más cercanos –y creo que era lo que deseaba–. En la primera canción tomó vuelo, corrió sobre la estrecha pista y se encaramó del tubo. Hizo algunos giros espectaculares, se atrevió a hacer un helicóptero, una de las suertes más complicadas del pole dance, mientras el tubo se inclinaba. Saltó del otro lado de la pista y acabó la canción. Todos los presentes aplaudieron mientras que ella perdió su vista en los espejos del local. Inició su segunda canción, se quitó el vestido y volvió a la carga: saltó al tubo, le dio tres vueltas: una, dos , tres… A la cuarta, el tubo se zafó de la pista, y junto con la rubia, vestida sólo con una tanga, fue a aterrizar sobre una mesa llena de clientes. Cayó de sentón sobre las botellas y el poste la siguió, dándole de lleno en la cabeza. La música se detuvo y todos los presentes nos paramos a ayudar. Los mas cercanos a la mesa de la desgracia intentaron validar si ella no se había lastimado las tetas o las nalgas –a pesar de que lo que le sangraba era la cabeza–, mientras que al pobre cliente al que le cayó encima nadie lo atendió. Los guardias de seguridad se llevaron a la rubia a los camerinos y llamaron a una ambulancia. Inició el caos: los parroquianos afectados reclamaron sus botellas rotas; el personal se negó a reponérselas, comenzaron los jaloneos, alguien soltó el primer madrazo…

En ese momento, aproveché para salirme sin pagar mi cuenta.

Pienso en que, quizá, el tubo no era tubo, sino una espada muy posmoderna, y la rubia, la digna heredera de un reino que seguramente habría de reclamar en su cama de la Cruz Roja. Espero que sea una gobernante justa.

El local en donde estaba el Excalibur actualmente es un —también— muy feo salón de fiestas infantiles. Los papás de los niños que van ahí, al verlos jugar en la alberca de pelotas, de seguro recuerdan cuando a su vez ellos jugaban con otras pelotas en las noches de su juventud.

Popular

del mismo autor

EL PAGANO HASTÍO

l arte de la novela se caracteriza, cuando está...

LA MANÍA DE COLECCIONAR

l asesino serial rico, sofisticado y atrayente es ya...

ALMAS DEL ASFALTO

l noir llegó para quedarse. A pesar de que...

EL LOCO DEL PUEBLO

igura imprescindible de cualquier pueblo, colonia o cuadra, es...