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TERCIOPELO

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MAMIRRIQUI

Es el término usado por un amigo que trabaja en choubisnes para niños. Según este cuate, “mamirriquis” son aquellas empeñadas en erradicar el cuerpo tradicional de mamá, regordete, de tetas caídas, brazos fláccidos, y pecas por edad; aquellas que visten como los anuncios del 10 de mayo de Palacio de Hierro, que empujan en tacones de plataforma, con impecable francés en uñas de manos y pies carriolas futuristas…, y que a él, mi cuate, le fascinan (algo bueno debe haber en el choubisnes infantil).

Las mujeres vivimos bajos numerosas exigencias, las reglas del juego del sometimiento: ser delgadas, ser jóvenes, ser dulces, ser dama-putas, ser prudentes, ser calladas, en una frase complacer estereotipos… (y me dirán que eso ha cambiado, y yo diré que no, que no ha cambiado tanto como cree la mayoría).

Todas esas exigencias —sin fecha de caducidad— siguen vigentes cuando alguna decide o no, ser madre. La mujer perfilada por nuestro entorno materialista y neoliberal sin importar si es patriarcal o feminista valorará el individualismo, el éxito profesional, la elegancia o distinción (otra forma belleza física), y los avances tecnológicos (aunque sea para jugar el jueguito ese de las gemas en la tableta). En ese modelo la maternidad trae complicaciones que cada vez menos mujeres están dispuestas a encarar. Y es que para muchas mujeres serlo plenamente se reduce a alcanzar lo que los varones disfrutan: la libertad de hacer o no lo que se les viene en gana, cuando se les viene en gana sin ataduras, consecuencias o juicios, y como decía en otro texto, los hijos son irrevocables. Nuestra sociedad acepta o tolera muy bien a los malos padres (ahí está el magistrado de nuestra Suprema Corte de Justicia Genaro Góngora Pimentel, millonario, pero decidido a no cubrir todos los gastos de sus hijos autistas, hombre vil; o Peña Nieto cuyo hijo no ha de salir en la foto familiar junto a su corrupta esposa; o hablando de un icono del éxito occidental: Steve Jobs y su inicial renuencia a sostener a su hija, y este paréntesis ya se alargó mucho) pero a las malas madres no las queremos ni en el feis, ¡a la leña con ellas!, porque todos podemos levantar el dedo y señalarlas en la calle cuando las vemos.

“Desde que nació, ya no podemos ir al cine, ni salir, ni hacer nada”, me dijo un colega mientras sostenía justamente a su hija de tres años en brazos, sin ningún escrúpulo le espetaba a su hija el “eres un estorbo”… Lo escucho todo el tiempo de parejas que buscan mi complicidad: por culpa de nuestros hijos nuestras vidas (individuales, claro está) se han detenido, son aburridas, estamos atados. Una colega universitaria quería dejar a su hija de menos de un año encargada por un mes con amigos, para que ella pudiera asistir a un congreso anual en Sudamérica. Otra, me sugirió, al mes de nacido mi hijo que “recuperara mi vida” lo más pronto posible.

La prisa: un vértigo de aceleración, de precipitación del tiempo, diría Giacomo Marramao, en nuestra época. Y la crianza se ubica en el extremo opuesto de esa temporalidad. No hay horarios para amamantar, ni para jugar, ni para gatear, ni para arrullar…, digo, se ha intentado (todavía hay pediatras y consejeros expertos que insisten en que el hambre, el sueño y el juego de los recién nacidos se adapte a los tiempos de sus padres, quienes a su vez están sometidos a horarios de productividad y consumo). Quienes son madres saben que los horarios se pueden imponer, siempre con algo (o mucho) de fuerza. Nuestro tiempo es el de la innovación, el golpeteo del futuro, de lo siguiente, el presente simplemente no sirve; para desgracia de las mamirriquis o aspirantes a mamirriqui, que quieren recuperar su vida (y con ello su cuerpo) de solteras, o de los padres y madres adictos al trabajo y al éxito, los hijos viven en el presente durante varios años. Quieren lo que está frente a sus ojos o en sus manos, no ansían el futuro, hasta que finalmente los convencemos de que viven en el error… Les prometemos que estaremos para ellos después, que ahora lo más importante es ganar dinero, pagar las cuentas, hacer ejercicio, ir de compras, ver la tele, enviar “este” mensaje.

Mafalda hablaba de que nos dedicamos a lo urgente y aplazamos lo importante, no, ya no, sucede que ya todo es urgentemente importante. No es posible perderse una fiesta, una película, una exposición, una serie, un episodio de telenovela, un tour de cine francés, un festival de documentales, un escándalo cultural en tuiter, un estado en feis…

Si no puedes prescindir de eso mejor no tengas hijos. Ellos te querrán total y absolutamente para ellos, querrán tus besos, tus abrazos, tus sonrisas, aceptarán tu mal humor, tu pobreza, tu violencia, tu olor de patas, de sobaco, querrán hacer lo que tú haces como tú lo haces, hasta que puedan irse; basta ver a los niños que viven en la calle para saber desde qué temprana edad saben abandonar el horror doméstico o enfrentar el desamor. Mientras pueden se conforman con lo que sea si no pueden tener lo que esperan.

1982 VS 2015: JUEGOS DIABÓLICOS

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En la época dorada de las series de televisión que, por lo visto, ofrecen argumentos más originales y arriesgados que el cine comercial de los últimos años, el director Gil Kenan nos receta el remake de una de una cinta de terror de culto. La historia original es simple: los Freeling, una familia de clase media estadounidense, llegan a vivir a una hermosa casa en un bello fraccionamiento, Cuesta Verde, en el que se ubicaba un cementerio indio. El problema es que los desarrolladores, por ahorrarse unos pesos, sólo movieron las lápidas pero no exhumaron los cuerpos. Y ahí comienzan las primeras manifestaciones que al principio son tomadas con humor por los Freeling, hasta que… es mejor que vean la película en Netflix.

Treinta y dos años después, en la época de las crisis económicas que han sacudido el mundo entero, el guión de esta versión, escrito por David Lindsay-Abaire, ubica a la familia Bowen en un contexto poco afortunado: Eric (Sam Rockwell), el padre de familia, ha perdido su empleo, condenando a su parentela a mudarse a una casa más pequeña, en un barrio más barato y corriente, a juzgar por la cercanía entre las viviendas y las torres de alta tensión, que son presentadas, quién sabe por qué, con cierto dramatismo intrascendente.

Amy, la madre, dice que es escritora. Se supone que debido a las carencias no se ha podido sentar a escribir el best-seller que sacará a la familia del atolladero. Lo malo es que jamás la veremos tomar un lápiz aunque sea para sacarle punta, o quedarse con la vista perdida frente a un cuaderno. La hija mayor es una adolescente caprichosa sin gracia que de tan intrascendente, no mencionaré su nombre; Griffin Bowen (Kyle Catlett), el de en medio, es un niño que se asusta hasta de su sombra y que se convertirá en el héroe de la película. Como es la víctima ideal, no le dejan más opción que quedarse con la recámara del ático, sitio fértil para sucesos inexplicables y donde habita una banda de payasos de juguete que alguien, seguramente el guionista, dejó ahí para matarnos de miedo y hacer la vida difícil al niño. Los Bowen son tan pobres que no les alcanza ni para comprar una tela e improvisar una cortina que cubra la ventana del ático en beneficio de los ojos del pobre Griffin, evitándole, de paso, el miedo de ver todas las noches el tenebroso árbol que intentará tragárselo.

Más adelante, cuando la pequeña y perceptiva Madison Bowen (Kennedi Clements), la hija más pequeña, es transportada a otra dimensión física-temporal por los espíritus que necesitan a un alma pura que los lleve hacia la luz para poder descansar en paz, los Bowen buscan ayuda en el departamento de Parapsicología de alguna universidad. Los “expertos” llegan equipados con cámaras y computadoras de última generación, pero a pesar de que la tecnología actual produce artefactos más pequeños y más sofisticados, sus equipos no impactan ni causan admiración, aunque se incluyan dispositivos GPS. Resulta inverosímil que cuando uno de los “investigadores” grita de miedo y dolor tras meter el brazo en un agujero en la pared para recuperar un desarmador que le fue arrebatado por los espíritus chocarreros, nadie acude en su auxilio. Recordemos que la casa de los Bowen es, casi, de interés social, con delgados muros de Tablaroca.

En el colmo del absurdo, cuando los “investigadores” se dan cuenta de que ellos no podrán salvar a la pequeña Madison, llaman a Carrigan Burke, un cazafantasmas que aparece en la televisión, una versión de Carlos Trejo pero más delgado, con huellas y magulladuras visibles de sus encuentros con los espíritus. ¿Dónde quedó la original Tangina Barrons (Zelda Rubinstein), la médium que desentraña el misterio y el paradero de la niña?

Lo que sucede después puede suponerse: triunfa el cazafantasmas, los espíritus hacen un último esfuerzo por quedarse con la niña y los Bowen huyen en pos de una nueva casa.

Las comparaciones son chocantes, lo sé. Es sólo que me parece increíble que hace más de treinta años había más capacidad para contar una historia, para presentar buenos personajes y hacerlos creíbles. Claro, no siempre se tiene la suerte de que contar con el respaldo de Steven Spielberg y la dirección de Tob Hopper. Esta nueva versión, por desgracia, ni siquiera se parece en duración: mientras que la primera dura 114 minutos, este intento no da el ancho en 93. Es una pálida sombra de su antecesora.

En la época de las prisas, de los contenidos facilones, digeribles y desechables, directores como Gil Kenan creen que nos hacen un favor contándonos una historia a velocidad de la luz, exterminando a los personajes que resultan más invisibles que un alma en pena.

Mejor vean la original. No se pierdan una escena memorable que nada tiene que ver con espantos: cuando mamá y papá Freeling se echan un churrito de mota y se mueren de la risa.

Y aquí está el trailer de la nueva versión:

Poltergeist (Juegos Diabólicos)
Ficha técnica
Dirección: Gil Kenan
Producción: Roy Lee, Sam Raimi, Robert G. Tapert
Guion: David Lindsay-Abaire
Música: Marc Streitenfeld
Fotografía: Javier Aguirresarobe
Montaje: Jeff Betancourt
Protagonistas:
Sam Rockwell como Eric Bowen.
Jared Harris como Carrigan Burke.
Rosemarie DeWitt como Amy Bowen.
Saxon Sharbino como Kendra Bowen.
Kyle Catlett como Griffin Bowen.
Kennedi Clements como Madison Bowen.
País: Estados Unidos
Año: 2015
Duración: 93 min.

TERCIOPELO

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MALA MADRE

Los gritos desesperados de un niño en el supermercado, en el probador de un centro comercial, en plena calle, con la indiferencia de sus padres por respuesta; o bien los gritos, humillaciones, insultos y a veces golpes de los progenitores hacia sus hijos para lograr que se callen son escenarios cotidianos de la crianza en nuestro país. Yo crecí con el segundo método. Ante los padres permisivos hay nostalgia generalizada por la “disciplina” pues, total “no salimos tan malos”. No sé si no salimos tan malos, lo cierto es que salimos dañados. El famoso dicho “una nalgada a tiempo…” cifra una sabiduría horrenda: la violencia persuade instantáneamente; de lo que pocos hablan es que eso suele iniciar una escalada disciplinar, si una nalgada no funciona, quizá dos.

Las malas madres son ahora las que permiten que sus hijos agujeren los paquetes de papel de baño, las que golpean a sus hijos mientras los bañan, las que prefieren el celular a conversar con ellos (la versión setentera era la de mamás que nos dejaban frente al televisor), las que prefieren trabajar, las que sólo son amas de casa. Hay muchas versiones nuevas de malas madres que es prácticamente imposible gozar de la santidad (¿impunidad?) que disfrutaron nuestros padres.

Y es que desde hace décadas se habla de la doble o triple jornada laboral de las madres, de la demanda de más horas de trabajo en cualquier empresa, de lo que no se habla mucho es de los efectos del abandono en esos hijos, los más frágiles en la pirámide familiar.

Hace más de un año, en el McDonald’s del Parque de los Venados un amigo y yo nos cansamos de buscar a los padres de una niña que insistía en jugar con mi hijo, quien la empujó, celoso de su presencia y nadie habló por ella. Nos quedamos ahí azorados: los niños mayores la empujaban y ella insistía en pertenecer. A lo lejos vimos a su madre enfrascada en rica charla y enviando mensajes… Los pequeños son tratados como estorbos, como molestias, tanto por la estructura estatal como por la económica, no es pues de sorprender que muchas mujeres prefieran no procrear. La entrega en la maternidad no está a la alza. Las mujeres nos tenemos a nosotras mismas, una vez que lo decidimos; los hijos sólo tienen a sus padres, a aquellos que decidan serlo.

Con todo, sí hay intuiciones claras de cómo ser una buena madre o un buen padre sin distingo: se trata de ser constante, de ser paciente, de escuchar, de fingir que se escucha cuando ya no se puede escuchar más, tiene que ver con el amor. Algo así diría Ted Kramer, interpretado por Dustin Hoffman, en aquella película de 1979. Ser mala madre no se acaba en las mujeres, nos rebasa; de hecho literalmente trasciende. Así que a la pregunta insidiosa sobre cuándo quieres/no quieres tener hijos, mejor valga un fuerte y claro CUANDO ME DÉ LA GANA, porque un hijo es irrevocable.

LA ÚLTIMA PREGUNTA

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SOBRE DEL SHANNON Y TRUE DETECTIVE

Para este momento he leído varios textos sobre la muerte de Jaime Almeida. Para muchos fue absolutamente irrelevante que este periodista hubiera pasado a mejor vida, pero a mí sí me trajo muchos recuerdos su partida. ¿Por qué? Bueno, porque el señor Almeida y Don Tomás Mojarro cerraban e iniciaban la mayoría de los domingos que viví en casa de mis papás.

Mi papá (y he pensado que esta columna bien podría titularse “Oda a Abraham Colín”), los domingos abría la puerta de su recámara a mis hermanos, quienes entusiasmados, llegaban a las siete de la mañana en punto para ver a Chabelo (a pesar de tratarse de un lugar común, debo mencionar que mi padre nos contaba que él había participado en un concurso con Chabelo en el que los perdedores recibían de premio de consolación una concha. Por un tiempo llegué a pensar que el animador televisivo y el tipo clavado en la cruz que habitaba arriba de la cabecera de la recámara de mis padres podían haberse conocido porque al referirse a la vida de estos dos personajes, papá siempre utilizaba la frase: “Uf, hace mucho tiempo”).

Pues bien, yo siempre llegaba por ahí de las 8:20 de la mañana con una clara descomposición en el peinado y las comisuras babeadas. Desde entonces eso de levantarme temprano no ha sido lo mío. Mi único interés en el programa era el concurso donde construían Gansitos gigantes y la Escalera temblorosa. Fuera de eso, odiaba los números musicales; las chicas en sus shortsitos y sus escotes me producían cierto repelús (nota mental: tratar este punto en mi sesión de análisis), y el concurso de la Catafixia me parecía la peor idea del mundo: ¿Cambiar algo seguro por una opción incierta?, ¿que acaso los concursantes estaban locos? (por supuesto, mi aversión a la incertidumbre del futuro, que —casualmente— es siempre incierto, ha causado estragos en todas las decisiones que he tomado en mi vida, pero ese es tema de otro texto).

A las diez de la mañana, mi mamá nos llamaba a desayunar e “Hijo e su”, un son jarocho que contenía muchas peladeces, manaba de las bocinas del estéreo de mi casa mientras papá iba por el periódico. Entonces Mojarro, opinador profesional que odiaba a Salinas, al sistema político y a todo lo que pasara en el mundo, hablaba de los temas de siempre en la política nacional: la corrupción, la tomada de pelo del sistema electoral, el abuso de poder, etc. etc. etc.

Desayunábamos hot cakes y después teníamos que leer un pedacito de noticias para que don Abraham nos prestara la sección de monitos que se publicaba en El Universal. Llegaba el medio día y veíamos películas piratas mientras nos empacábamos un bote enorme de palomitas. Cuando nos aburríamos, mis hermanos y yo jugábamos a construir ciudades en las que la Barbie Malibú se enamoraba de algún soldado anónimo de la gama de los G.I. Joe mientras la Rana René amenizaba con chistes la fiesta en la piscina de la inconsciente capitalista de Stacy Malibú.

Así daban las ocho de la noche y empezaba Estudio 54 (originalísimo nombre), show que tenía un intro con imágenes que representaban la evolución de la música hasta llegar a la canción de “The Girl Is Mine”, de Michael Jackson y Paul McCartney. Entonces aparecía Almeida con su peinado de pistola y un elegante atuendo dándonos las buenas noches mientras narraba de qué se iba a tratar el capítulo de esa noche.

Mi papá siempre añadía explicaciones a los relatos del presentador y, cuando pensaba que el material que se iba a exponer era invaluable, grababa el programa en su videocasetera Beta (esa que anunciaba Hugol).

Pues bien, en uno de los especiales de música de los sesenta, ahí estaba yo disfrutando varios clásicos que, a pesar de mi corta edad, identificaba con claridad: The Everly Brothers, The Cascades, Las Shirelles. Un episodio genial. Entonces Jaime, algo emocionado y enfatizando de más una parte de su monólogo, comenzó a hablar de un joven que se introdujo en la lista de popularidad con una fuerza inusitada. Un tema oscuro, novedoso. El sonido que a todos hipnotizaba era el de un rudimentario sintetizador al que Shannon y su, durante muchos años, inseparable compañero de composición, Max Crook, bautizaron como el musitrón.

Comenzó el video: una imagen en blanco y negro de un sujeto en medio de una tarima redonda. La guitarra se ve enorme, de inmediato se puede uno dar cuenta de que el tipo es de una estatura cortísima. Un grupo de chicas a gogo o yeyé (no las sé distinguir) corren a su alrededor como si el sujeto estuviera cantando una balada tipo David Bisbal. Pero lo que realmente nos cuenta es un desencuentro amoroso: una chica que él amaba, huye de su lado y a él no le queda más que caminar bajo la lluvia preguntándose por qué las cosas valieron madres (¿les suena parecido?).

El video terminó y, aunque yo no entendía nada en inglés, me quedé con una sensación de tristeza que hasta el momento puedo reconocer cuando las cosas me están saliendo realmente mal. La pista: “Runaway”, el interprete: Del Shannon.

Desde entonces, esa canción se convirtió en una de mis canciones favoritas para siempre jamás (ya había dos lugares ocupados: “El sapito” y “Mírame, siénteme”. Sí, a Del Shannon le debo más que la vida). Mi papá sabía mucho de la biografía de aquel cantante: un tipo que se dedicó a vender cosas por catálogo, a intentar incorporarse a la difícil vida de la lucha libre y a tocar en un grupo bastante pinche de country.

Como casi todos en esa época (y en esta también, a pesar de lo orgánico y de los vegetarianos), Del ⎯quien en realidad se llamaba Charles⎯ era aficionado a la bebida. Alcanzó la fama de inmediato con ese falsete tan característico y con el acompañamiento del ya multicitado musitrón.

Vinieron más éxitos. Más fama. Más alcohol. El retiro de varios años. El regreso a la vida pública. La muerte de Roy Orbison y la consideración de que él lo sustituyera en la insufrible-nunca-debió-de-haber-existido banda de los Traveling Wilburys. Una escopeta. El 1.52 de estatura. Los estragos del alcohol y los medicamentos. Una bala. Shannon se suicidó a principios de febrero de 1990 y con él terminó una época importante de solistas gringos que no se vieron amenazados por la invasión inglesa debido a lo profundo y personal de su trabajo.

En el caso de Del, “Runaway”, a diferencia de muchos canciones de esa época, no es el recuerdo de otro tiempo. Shannon creó una pieza mítica que se define por sí misma en el pasado, en el presente y en la neutralidad. Te transporta a un estado de conciencia, a un lugar específico. Los highways que corren por ciudades como Los Ángeles, esos caminos que nos hacen recordar que somos futilidad absoluta. Un punto en movimiento que a nadie importa. Y entonces pienso en Lynch y en su asombrosa manera de entender el espíritu de la generación de los músicos como Shannon y traerlos al presente acompañados de la estética de sus películas. Escenas que nos comunican, las muchas de las veces, esa soledad absoluta de la que hablaba Deleuze, “esa soledad extremadamente poblada. No poblada de sueños, fantasmas o proyectos, sino de encuentros (…)*”.

“Runaway”, Los Ángeles, David Lynch: inevitable no pensar en True Detective.

En esta nueva temporada, Pizzolato ha demostrado que lo suyo es una necesidad por contar historias y que lo primordial no está en la satisfacción que el público ha de recibir con la suma de detalles de esa realidad específica que ahora nos resulta tan conocida (el buen Cohle hablando de Schopenhauer y Hart evitando que los dedos de la mano le huelan a vagina).

Ahora tenemos a los detectives Ray Velcoro (Colin Farrell) y Any Bezzerides (Rachel McAdams), así como al patrullero Paul Woodrugh (Taylor Kitsch) encargados de resolver el asesinato de Ben Caspar, socio del mafioso Frank Semyon (Vince Vaughn). Todo ambientado en la ficticia ciudad de Vinci, que está basada en la ciudad de Vernon, sitio ⎯al parecer⎯ creado por el PRI de los setenta porque durante cincuenta años, Leonis Malburg fungió como alcalde sin que nadie dijera o hiciera nada.

Con este escenario es con el que True Detective arranca y no puedo evitar pensar en los arpegios del principio de “Hats of The Larry”, también, de Shannon: parece que no va a pasar nada importante y, de pronto, todo es traición y mierda.

Pizzolato ha sido capaz de crear universos que contribuyen a esa idea que nos encanta explorar de vez en cuando: visitar un mundo que jamás nos atreveríamos a reconocer como nuestro. Me parece genial el escándalo que generan las creaciones de este escritor porque les hayan o no gustado los primeros dos capítulos de la temporada, lo cierto es que no han dejado de hablar de ellos.

La mitología que existe en True Detective es sólo posible si la propia serie es su mitóloga, así que cualquier cosa que tengan que decir, por el momento, es un ejercicio bizantino. Finalmente, lo mejor de esta temporada es que acaba de empezar y, por lo tanto, todavía está en espera del descubrimiento.

Mi última pregunta es ¿cuántos de ustedes siguen a la espera de que Mathew McConaughey haga una afirmación sobre la desustancialización del sujeto?

*Deleuze, Gilles, Parnet, Claire. Diálogos. Ed. Pre-textos, España, 2013.

PROFETA (DEL NOPAL) EN SU TIERRA: ROCKDRIGO

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Rockdrigo. Foto : Fabrizio LeÛn

Cuando llegamos todavía hay luz natural, pero comienza a atenuarse. El calor, en cambio, parece arreciar. La mayor preocupación es que llueva, aunque en el ambiente no se percibe mayor humedad que la esperable en un puerto. Nosotros bajamos del auto con prisa. Venimos de la proyección del documental, en otra sede, y antes de que empiece el rocanrol hay que preparar cámaras, flashes, micrófonos. Hoy, 19 de junio, es el gran evento del anunciado homenaje y ya hay gente esperando en la Plaza de Armas, pero también hay curiosos que se acercan apenas a preguntar quién va a tocar. Mis acompañantes son del staff: tienen camisetas y gafetes. Yo me pongo una encima del vestido: es blanca y tiene el logotipo conmemorativo, con la imagen del compositor celebrado. Logramos avanzar por una calle cerrada y, luego, nos permiten el paso más allá de la valla que separa al público de la prensa y los técnicos. Los militares que resguardan no parecen notar que yo no llevo gafete; se me ocurre, a partir de este milagro concedido, canonizar a Rockdrigo como el santo patrono del backstage.

Estoy aquí como parte del homenaje, pero en el concierto soy una colada. No tendría por qué estar en el área de prensa, parada junto a la tarima, atrás del enorme bafle del que sale música de fondo. Me quedo sola porque no conozco a nadie y porque Juan Ángel e Isaac tienen que ir a chambear. Parada junto a un enorme árbol —¿o es una palma?— observo a la gente (no puedo ver mucho más porque la plaza está llena). También veo el escenario incompleto —afectan mi visión la cercanía y mi corta estatura—. Distingo la pantalla brillante en la que se proyecta el logo del evento con efectos de luz y color. Sin saber por qué miro al piso: al pie del tronco hay una cruz de sal. Pregunto qué es. Un muerto, me contestan. No es el momento para especular y probablemente es sólo parte de un rito supersticioso para ahuyentar la tormenta, pero de todas formas siento un escalofrío.

Cuando vuelvo a reparar en ello noto que el cielo ya está oscuro. Son la 8:30 de la noche, la hora anunciada para el inicio del concierto. Me sorprende que toda la gente espera casi en silencio (junto a mí hay un matrimonio jovencísimo con un bebé, para quien llevan una pañalera y una silla de plástico; no se dicen nada entre sí ni hacen ruido, parece estoica su espera). Sin embargo, cuando salen al escenario los conductores del evento las reacciones son inmediatas y feroces: ¡puto!, le gritan a él, ¡que se encuere!, a ella. Ambos, con ropa tan entallada como lo dictan las leyes de la farándula, intentan disimular. Comienza el discurso oficial: estamos aquí para celebrar a Rockdrigo —ovaciones— y nos convocan el gobierno del Estado y el Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes —furiosos abucheos—. Junto a mí, los jóvenes padres siguen callados. Callados y atentos. Nos miramos y sonreímos. El staff coloca sillas de plástico en la zona donde me encuentro, esa sección junto al escenario: son para la prensa y las autoridades. No me siento: junto al tronco y la cruz de sal miro la cápsula biográfica sobre el homenajeado. Los asistentes aplauden cuando se menciona su nombre o el título de sus canciones. Temía que fueran sólo por el atractivo del concierto gratuito de Panteón Rococó, pero no es así: se notan emocionados cada vez que reconocen una frase del Rockdrigo. Los conductores vuelven a escena; el público los vuelve a insultar.

Me parece natural que el público, al menos el que está en las primeras filas, sea joven. Pero también hay muchas familias completas y gente mayor. No estoy segura de que conozcan a Rodrigo González, a Amandititita o al Panteón, pero algún interés los ha llevado ahí. El de divertirse simplemente, pienso. Vuelvo la mirada al escenario y alcanzo a ver que, del otro lado, en las piernas, como se dice en teatro, ya se encuentra Amanda Lalena. Se ve nerviosa: su gesto es de seria concentración y se nota que entrena su respiración para tranquilizarse. Recuerdo el texto que envió para el libro conmemorativo y temo, por un momento, que la reacción del público no sea la mejor. Muchos fans de su padre la han criticado por años, igual que ciertos sectores de la prensa. Presentarte en el homenaje a un padre cuya ausencia es tan evidente como su celebridad no debe ser fácil, ni tampoco arriesgaste a ser abucheada en tu ciudad natal. Comienza una video-semblanza. Un par de minutos después, los conductores la anuncian: Amanda cierra los ojos, se persigna y se arroja al escenario como quien se lanza desde gran altura a una alberca sin saber si está llena de agua o vacía. La reciben estruendosos aplausos. ¡Te amo, Amandititita!, le gritan unos jóvenes de las primeras filas de principio a fin de su breve presentación: apenas seis canciones.

Pero seis canciones bastan para observar una transformación prodigiosa en el semblante de la tampiqueña: del miedo a la sorpresa, a la alegría, al regocijo pleno de quien sale al escenario a divertirse. A la mitad justa del repertorio preparado, Amanda lo expresa: no saben lo que significa para mí estar cantando aquí en Tampico. En otro momento, las lágrimas no se pueden evitar. Me conmueve siempre la fragilidad de un cantante que sale a mostrarse a solas en un escenario, pero hoy veía a una hija que participaba del tributo a su padre en una ciudad a la que volvía por primera vez desde que la dejó, en un viaje en el que además despediría también las cenizas de su madre. Lo que estaba sucediendo en ese escenario, en esa mujer, es un secreto, pero imaginármelo me formó un nudo en la garganta. A mi alrededor, los jóvenes coreaban las canciones más conocidas, agitaban la franela que la cantante les dio para acompañarla en su tema “El ballet del valet”. Quienes no conocían la letra, se movían al ritmo de la música: lo concurrido del lugar no daba mucho espacio para bailar, pero el movimiento de cadera podía intentarse. Cada canción fue recibida con alegría y aclamada, así como los comentarios de Amanda, que aplaudió la libertad de expresión, criticó al gobierno y dedicó su tema “La Muy Muy” —que calificó de profético— a la “Gaviota”. Al terminar el set, el público pidió otra y Amandititita, radiante, volvió al escenario para interpretar “Metrosexual”, sencillo con el que inició su carrera y que le atrajo un tipo de atención que no necesariamente quería: ahora era el tema con el que complacía a sus paisanos, felices de cantar y bailar con ella. Aplaudí el final de ese último número llena de admiración, deseando que ese aplauso prolongado que le daba el público de la plaza fuera como el abrazo de una ciudad que celebra a un hijo y consuela a su doliente.

De los enormes bafles sale nuevamente música de fondo. El público espera a Panteón Rococó. Los técnicos acomodan instrumentos y disponen todo para la participación de esta banda que celebra este año su vigésimo aniversario con una gira que no contemplaba a Tampico, ciudad en la que no se habían presentado desde hacía una década. Parece que el espectáculo de Amandititita alborotó los ánimos y la audiencia, antes paciente, comienza a presionar, aunque levemente comparada con el público chilango. Puede que sean los diez años que llevan sin ver a Panteón: una ausencia que coincide con un periodo particularmente severo para la región. Diez años sin paz ni baile.

Desde mi extremo del escenario alcanzo a ver a los Panteón cuando se preparan para salir. Noto algo inusual: vienen trajeados, muy guapetones. Desde que salen la gente se emociona y aplaude con verdaderas ganas. La banda suena muy bien —quién dice que veinte años no es nada— y como es costumbre no separa su música del discurso social. Los asistentes parecen ávidos de ambas cosas, porque reciben cada frase del vocalista con estruendosos aplausos. Los jóvenes de Tampico están sedientos de rock, sedientos de fe, dice Luis. Las gargantas responden y los rostros se iluminan. Dice Roberto Saviano que las asociaciones criminales son las únicas que apuestan por los jóvenes; quiero pensar que no es cierto y así lo parece esta noche.

Panteón Rococó se entrega con gran respeto (dos horas y media de concierto a cuarenta grados de temperatura sin quitarse el saco tipo smoking; gran pasión pero también gran tiento en los comentarios realizados durante el espectáculo) y el público se prende, se prende en serio: saltos, gritos, aplausos, puños en el aire, coros y hasta un muchacho pasado de mano en mano por encima de las primeras filas. El grupo se muestra ávido de complacer y pregunta qué canciones quieren escuchar. Atienden varias peticiones, incluso la de una chica que solicitó “Amargo adiós”. No puedes decir que no te complacimos, dice el vocalista, luego de que interpretaran la rola hasta la primera estrofa. Seis mil voces cantaron y bailaron a rabiar, aplaudieron cuando oyeron mencionar el nombre de Rockdrigo y saltaron al ritmo de “Los intelectuales”, el tema con el que se recordó al homenajeado. Entre ese público entusiasta sobresalía Genoveva González, hermana del compositor, quien tomó fotos durante el concierto, bailó, brincó y disfrutó hasta el último minuto de la presentación. No era para menos: fue durante muchos años la principal promotora del homenaje. Era su momento.

Medianoche. El Panteón se despide con “La dosis perfecta” y “La carencia”. Saldo blanco: el único incidente fue una breve bronca producida por un slamero efusivo que le pegó a una mujer con el codo y recibió por ello algunos golpes. Los militares que resguardan las vallas y accesos a la plaza comienzan a retirarse. Poco antes, mientras sonaba la última canción de la noche, una soldado se acerca a donde yo estoy junto con su compañero. Observa el escenario y, luego de analizar el ángulo, saca su celular. Toma un par de fotos y la obligada selfie. En otros lugares de la plaza los uniformados cantan y bailan discretamente. Los últimos acordes suenan, luego los apasionados aplausos. Todo termina por apagarse. La gente comienza a retirarse de la plaza: junto a mí el joven matrimonio se reparte las cargas; él lleva la sillita de plástico y al bebé, ella toma la pañalera. Juan Ángel e Isaac se reúnen conmigo: caminamos hacia el auto entre la gente que vuelve a casa y los vendedores de merch. Comentamos que el concierto estuvo bueno, que la gente se veía contenta, que el Panteón Rococó se rifó. Cuando subimos al coche el estéreo se enciende en automático; sale la voz de Rockdrigo: no hay manera de regresar la cinta…