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LA TRAZA DE TU RUEDO EN LA TIERRA

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Mientras escribo esto, la sostengo con el pulgar, el índice y el medio de mi mano izquierda (la tullida). Parece un mundo con morfologías extrañas; su transparencia me arroja al fondo de dos nebulosas salpicadas de nubes de polvo granate, y estrellas zarcas y verdeaguas; una lengua de anaranjado, parecida a una trenza de fuego, avanza por uno de los flancos de la canica. La solidez realza la elegancia de la esfera de vidrio, un círculo perfecto cual planeta en el que puedo perder, con ganancia, varios minutos.

Guardo esta canica con cariño; no la cambiaría por todas aquellas (cientos, tal vez miles) que antaño perdí, porque ésta vale más que un cofre lleno de centenarios, ésta, me la dio mi abuela por vena paterna, Josefina, y es lo único que de ella conservo. Era tan liviana, tan olvidadiza, que a los setenta y tantos años olvidó cumplir años y jamás supo ya nadie, empezando por ella, con cuántos contaba. Yo la conocí cuando ya había enterrado a tres de los once hijos que concibió con vida; sepultaría a otros dos, envejeciendo más de pena que de girar la Tierra.

Nunca le vi los pies desnudos. Nunca mencionó palabra acerca de mi abuelo (igual mi padre). Era pequeña, tan delgada como cabra en canícula, con arrugas sobre las arrugas, párpados sobre los párpados; sus pantorrillas, dos bambúes forrados por piel que parecía pergamino, salidos de una falda de monja; pergaminos igual los brazos que emergían de una blusa color blanco percudido, tras un babero cuadriculado de cocinera. Su nariz tenía, al flanco izquierdo, una verruga color gangrena, y otra igual, pero ésta con una cana al medio, en la barbilla. Su largo y bien cepillado pelo, albo con nubes acerinas, lo amarraba con un pedazo de agujeta a su nuca, en una desordenada, por lo mismo más realista, cola de caballo. Como pueden ver, mi abuela parecía la estampa de una bruja dibujada por Walter Disney.

Siempre se jactó de nunca haber trabajado, cosa que a sus hijos forraba de colorada vergüenza. Yo alguna vez la oí nombrarse: arrabalera, comentario que me empujó a enterrar la barbilla en el pecho. Pese a todo, era una mujer auténtica, independiente hasta su penúltimo paso; antes que la demencia senil la arrastrara a los paramos de la confusión y el olvido irreversible.

Vivió su vejez, que a algunos nos pareció que había entrado en ella hacía cuarenta años y a otros medio siglo, con una precaria economía que apenas alcanzaba a cubrir sus gastos, suministrada a cuentagotas por tres de sus vástagos. Aún así atravesaba muchas calles hasta el centro de Azcapotzalco para mendigar el pan frío de las panaderías, apartando el dulce, que al paso de los días se volvía duro, para ofrecérmelo los domingos que iba a visitarla. No pidas pan, mamá, yo traigo pan, refunfuñaba mi padre con un dejo de dolorosa humillación en la voz.

Todos los juguetes que encontraba tirados en la calle durante sus incursiones a paso torpe y entrecortado hacia el mercado, incluyendo los muñecos que mi padre sospechaba que a veces robaba a otros niños, resultaban obsequios, humildes regalos, ya fuera un amputado soldadito, un luchador de plástico con las manos mordidas, un coche sin ruedas, un trompo sin punta o hasta una Barbie desnuda y sin extremidades. Así, ya pasado un tiempo, depositó en mis manos una bolsa enorme de canicas, tan pesada que apenas podía con ella, cientos de canicas, de todas las formas y tamaños: bombochas, meteoros, agüitas, diablitos, ojos de gato, lisas, tréboles, ágatas, galaxias, viudas; algunas estaban cascadas, otras lucían intactas. Intenté una y otra vez contarlas, pero era como contar estrellas, siempre sucumbí ante la admiración a su belleza antes de llegar a cien.

Mi papá me dijo que tenía que tener cuidado con ellas, no perderlas a lo pendejo, expresó, ya que él juraba haberla visto irlas atesorando a través de las décadas. Hasta abría la trompa de los pomos de ‘bacacho’ para sacar la chiquita, relataba. Fueron días felices en el patio de la escuela, en el patio de la casa y en la tierra de las jardineras de ‘las canchitas’. Lejos de obedecer el consejo-advertencia de mi padre, fui un millonario que despilfarra sus preciosas perlas como si fuera Cristo ante los cerdos. En sólo un mes, mis arcas habían disminuido a casi la mitad, y lejos de mejorar mis lances, me había convertido en un bodrio.

No mejoré, las perdí casi todas, excepto la que guardo en una cajita de madera junto a una vieja fotografía de mi abuela; igual que la canica, la única que se salvó de los robos (en este caso familiares) y el descuido. La veo y siento como si contemplara un lejano astro con el telescopio. En ella sale de perfil, evitando el lente de la cámara, con un rostro constreñido por la indignación de ser retratada sin su consentimiento, con la cola de caballo por completo encanecida ondeando al viento; los cerros de lo lejos favorecen el gesto de desprecio y un sol que declina baña de nostalgia la foto.

Mientras meto ambos objetos en su caja, escucho los ‘chiras pelas’ de mis amigos, y los propios, aquel enunciado que pronosticaba un inminente jaque mate, luego ‘pinto mi raya’ en el recuerdo para crear una tenue trinchera de polvo frente a mi canica; ansío el triunfo para asirme también con las perlas que cayeron en el hoyo o pocito; ‘ojito de águila’ pronuncia alguien amenazando dejar caer su munición contra un objetivo inmóvil en el piso, si acierta dirá: ‘calacas’. Cierro la tapa de la cajita. Silencio. Ninguna voz sugiere: saca las ‘cuicas’.

Cuando falleció mi abuela yo tenía, creo, veintiún o veintidós años. Estaba muy preocupado por sacar adelante un ensayo sobre “La Política” de Aristóteles, un trabajo que ni siquiera era mío sino de una novia que me lo encargó para quererme más, en cierto modo. El ensayo quedó horrible, inconsistente, lleno de faltas de ortografía y serios problemas de puntuación, ilegible sintaxis; un espantoso seis, su menosprecio y falta de respeto hacia mis dotes como incipiente escritor fueron la paga, aparte de llegar rayando al entierro del semillero Panyagua.

Llegué pintando raya. La tierra de alrededor del hoyo estaba removida, por completo seca; las caras de mis familiares, aunque tristes, también denotaban su: no puedo creer que se haya muerto; y es que cuando las personas parecen olvidadas por la muerte y desde hace décadas dejaron de cumplir años, es justo que uno se admiré de su última metamorfosis de carne. Bajaron la caja, el viento agitó el polvo, y un dolor se me engarzó del ombligo a la nuca. Ruedan las lágrimas.

¿No se han fijado que los ataúdes de las viejas
son igual de pequeños que los de los niños?
Baudelaire

VHS

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LAS PIRAÑAS AMAN EN CUARESMA

Es una casa que no es como cualquiera. La habitan un par de mujeres y está en la costa, aislada de la aldea. En vez de un perro bravo que la cuide, en el jardín acuático hay un tiburón que es alimentado por ellas con tripas de pescado como si fuera su mascota. En realidad no es precisamente un tiburón, sino un tiburón hembra. Eso le da a la mayor de ellas la confirmación de su convicción: ahí no es bienvenido ningún macho. Cualquier hombre que se acerque debe ser alejado a punta de bala.

Son madre e hija. Una viuda y la otra ya en edad de merecer. Las apodan Las Pirañas. Se les desea por guapas, se les teme por bravas y se les envidia porque tienen buena mano para la pesca. Viven señaladas no sólo por su condición de mujeres, que llaman la atención por su físico y se ganan la vida trabajando como hombres, sino también porque sobre ellas pesa la sospecha de que asesinaron a su marido y padre aventándolo a los tiburones una vez que estaba borracho. “Tan mustias las muy canijas y tan rejijas”, “cuerpitos de tentación y almas del diablo”, “caras vemos y carajadas no sabemos”, “ay parejita de pirañas, están rebuenas y con tantas mañas”, comentan entre sí los pescadores al verlas.

La dirección es de Francisco del Villar. Su filmografía de veintidós cintas a lo largo de una década es la de un caso raro. Él no alcanzó la fama, llegó tarde a la época de oro y tampoco cuenta con el estatuto de arte. Quizá su película más exitosa es El criado mal criado, protagonizada por Mauricio Garcés, que se estrenó, el mismo año que Las pirañas aman en cuaresma, en 1969.

Pero eso sí, contó con elencos de primer nivel y trabajó con magníficos escritores en sus libretos: Emilio Carballido, Vicente Leñero, Josefina Vicens y Hugo Argüelles, entre otros. Éste último, dramaturgo jarocho, además de autor del guion de la película en comento, es autor de las coplas que se cantan.

Del Villar, por cierto había hecho mancuerna con el maestro Argüelles desde su primer largometraje, en 1962: Los cuervos están de luto, en el que tuvo el privilegio de trabajar con Silvia Pinal, Lilia Prado y Kitty de Hoyos. Además, él mismo escribió para Ripstein La viuda negra, protagonizada también por Isela Vega.

Tal vez el cine de Del Villar no ha sido tan famoso porque tiende hacia el drama erótico, a las escenas e historias de pasiones carnales, lo que implicó, por supuesto, que haya sido clasificado para adultos, restringiendo así en su momento su proyección en salas y también posteriormente de la programación televisiva. Es 1969, hay que reiterarlo, y aún falta mucho para el cine de desnudo de burlesque y picardía tenga mercado para consumo de masas.
Volviendo al tema, las locaciones son cuatro o cinco. No hay planos panorámicos ni pretensiones fotográficas. La cámara se concentra en el mejor recurso con el que cuenta la producción: las grandes personalidades de los actores, su lenguaje corporal. No importa el paisaje ni que haya extras para ambientar a la aldea, sino el sudor, la penumbra y la tensión entre los personajes.

En efecto, el elenco es de lujo: Isela Vega, Ofelia Medina, Julio Alemán, Gonzalo Vega, José Chávez y Macaria. La historia se concentre en un triángulo pasional entre las dos primeras y el primero. Eulalia o Lala (Isela Vega) es la viuda, Aminta (Ofelia Medina) es la hija y Raúl (Julio Alemán) es un pintor fuereño, capitalino, que se interesa en la joven. Para llegar a ella, idea un plan, pero al llevarlo a término acaba enredándose con la madre también.

Raúl tiene cualidades que resultan irresistibles para ambas. No sólo es bien parecido y tiene una profesión interesante, la de un artista, que lo hace distinto a todos ahí, sino que representa la posibilidad de salir de la aldea, como un boleto de ida sin regreso. El plan de ellas, o, como ahora se dice cursimente, su sueño, es irse lejos, al puerto de Veracruz, para poner un puesto de comida.

Sin embargo, Aminta quiere ir más allá de Veracruz, llegar hasta México. Para ella la ciudad es como una utopía, un lugar donde podrá ir al cine todos los días. Aminta se nos presenta como una Lolita rural, pero bien desarrollada en lo corporal, quien de inmediato crushea con el galán, al que su madre le ha echado ojo y algo más. Las dos se confrontan por el mismo hombre, cada una lo quiere para sí aunque lo comparte. La historia, por supuesto, está más o menos emparentada tanto con la de Nabokov y Kubrik (1962) como con El graduado de Charles Webb y Mike Nichols (1967).

Pero la película se la lleva Isela Vega de principio a fin. Es ella, su voz ronca y su hablar golpeado. Lo mismo se desgreña en el mercado para hacerse respetar de las que le echan de habladas, que para en seco a los perros que se le lanzan. Es altiva, orgullosa y mandona. No actúa, se interpreta histriónicamente a sí misma.

Por eso me parece que tuvo todo para ser una nueva María Félix y de algún modo lo es. Posee cualidades estéticas, el carácter fuerte y cumple solventemente como símbolo sexual. Pero si la ceja levantada fue para Félix un rasgo distintivo de su feminidad, el escote y el vestido rabón lo es para Vega.

Lala expone una doble moral, pero no como simulación entre el decir y el hacer, sino como una conciliación de intereses: acepta que Raúl no la quiera a ella como su mujer, si bien ella se había hecho ilusiones, y le concede que se lleve a su hija, pero con la condición de que se vayan casados.

Raúl le toma la palabra, pero no quiere casarse. Le propone en secreto a Aminta irse con los ahorros de Lala, lo que ha juntado para su changarro. Posiblemente tiene la intención de abandonarla también y largarse con el dinero. La joven tiene entonces que optar: quedarse con su madre y perder su posibilidad de cambiar de vida o irse a una nueva vida en la ciudad, pero habiendo traicionado a su madre.

No es una obra de arte ni está en alguna lista de mejores películas, pero cinta es un buen ejemplo de que para hacer cine de buena calidad lo más importante es un buen guion, una dirección inteligente y buenas actuaciones. Si a eso añadimos una personalidad como la Isela Vega, la película, además adquiere un motivo extra para verla con interés.

Título original: Las pirañas aman en cuaresma
Año: 1969
Duración: 97 min.
País: México
Director: Francisco del Villar
Guión: Hugo Argüelles
Música: Enrico C. Cabiati
Fotografía: Javier Cruz
Reparto: Isela Vega, Ofelia Medina, Julio Alemán, Gonzalo Vega, Macaria, José Chávez, Julia Marichal
Productora: Del Villar Films S.A.

HISTORIA PERSONAL DEL CHOPO (TIANGUIS CULTURAL DEL)

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Con la llegada de los años 90, el CCH-Naucalpan como segundo hogar y el Grunge y el Metal en pleno tête à tête, las calles de Aldama, Sol y Luna, en la colonia Guerrero, fueron algo así como las coordenadas de una peregrinación sagrada, lo más parecido a la visita que todo buen musulmán debe hacer, por lo menos una vez en su vida, a La Meca. Todo aquel que se vanagloriaba de ser amante del rock, en cualquiera de sus modalidades, géneros, subgéneros y demás, tenía el deber y el compromiso de ir cada sábado al tianguis del Chopo a darse una vuelta; si había dinero, algo se adquiría, si no, con sólo ver bastaba: discos, cassettes, posters, libros, playeras, botones, accesorios, y todo lo relacionado (como religiosamente aseguraban los promotores y locatarios del tianguis) con la cultura del rock. Pero, lo más importante, el espíritu del trueque o intercambio (uno de los principales motores que habían animado a la fundación del tianguis en el museo que alcanzara a inaugurar el General Porfirio Díaz), todavía se mantenía: se necesitaba tener cierta condición física en los brazos y en las piernas para cargar discos, libros y cualquier cháchara (aunque no estuviera relacionada con el rock) para dar las sacrosantas vueltas a todo el tianguis en busca de que alguien quisiera intercambiar o vender algo.

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Cuentan los que saben y fueron testigos, que Sinead O’ Connor, cuando vino a México, se dio su rol por el tianguis; obviamente fueron pocos los que la conocían y se percataron de su existencia, es decir, ni fu ni fa. En cambio, múltiples personajes, sobre todo de bandas metaleras, han causado revuelo en cuanto se dan su vuelta obligada por el tianguis para corroborar lo que han dicho revistas no sólo nacionales, sino extranjeras: el Tianguis del Chopo es el más importante de su tipo en todo el mundo, es decir, dedicado al rock; si lo dicen gringos y europeos que han viajado por todo el mundo, supongo que debe ser cierto.

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En la secundaria, en plena efervescencia del llamado Rock en tu idioma, tuve la fortuna de convivir con chavos (las chavas en ese entonces concentraban toda su atención en la telenovela Quinceañera) de diversos estratos sociales (aunque la mayoría éramos payos) y gustos musicales varios: El Tri, Ángeles del Infierno, Hombres G, Caifanes, Radio Futura, Banda Bostik, Los Enanitos Verdes, Iron Maiden, Haragán y Cía., Polymarchs, Patrick Miller… los realmente fresas (como un grupito de chicos bien que llegó durante unos meses como castigo por parte de sus papis), tenían acceso a Guns n’ Roses, Metallica, Skid Row, Poison, Cinderella, Bon Jovi, y ondas así; palabras como glam, hard-rock, heavy-metal eran nuevas para muchos de nosotros.

Menos para unos de nuestros compañeritos que tenía aspecto de matadito, pero no era así: con unos walkman metálicos y unos audífono cuyos cojines llamaban la atención por su color naranja, simulaba muy emocionado tocar la batería. De todo lo que nos decía, que sí este grupo, que si aquella banda, que si no sé qué, un nombre terminaba por imponerse: Def Leppard. También nos dijo que todos los sábados iba con su hermano al Chopo, que si queríamos, nos llevaba.

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Independientemente de que al tianguis se fuera a comprar, intercambiar o vender, después de un rato de dar varias vueltas, la recompensa tenía que ver con una elección: ponerse de acuerdo a qué lugar se iría a ingerir los reconfortantes e hidratantes jugos de cebada. En la esquina, frente al lugar que en otro tiempo albergó al Centro Artesanal Buenavista, estaba un local muy pequeño, administrado por “Chucho”, quien vendía cerveza y tenía una rockola de CD’s bastante capacitada; afuera, una de sus hermanas, estaba al frente de un comal: preparaba quesadillas, sopes y pambazos; aunque parecía ser más un pretexto para justificar aquello de la “venta de alcohol sólo con el consumo de alimentos”.

Lo verdaderamente importante es que la convivencia en ese lugar era en fraterna: rockeros de antaño que parecían haber quedado atrapados en la época de Doors o Rolling Stones, metaleros, punketos, urbanos, darketos y todos los especímenes de lo que algunos han calificado como tribus urbanas, se reunían a pasar un rato de sano esparcimiento y escuchar su música favorita; a los que eran más allegados a la administración, se les permitía quemar café, piedra y el consumo de otras sustancias, siempre y cuando no alteraran el orden. En la parte final del tianguis, un par de cuadras más adelante, estaba la tienda a la que acudían, principalmente, punketos y urbanos: sólo era cosa de comprar las caguamas y sentarse en la banqueta; la cantidad de banda que ahí le caía era considerable en la misma proporción que, en un momento dado, aumentaba la espesura de la vibra conforme avanzaba la tarde.

El Español, era (todavía lo es) otra de las opciones: saliendo del tianguis, pasando el eje que en ese tramo se denomina Mosqueta, se ubica la chelería (que en otro tiempo fue restaurante), donde metaleros son mayoría, luego siguen los darketos (los que quedan) y uno que otro punketo; el hacinamiento y el alto volumen, fueron siempre el sello de la casa. La Fama (más escondida, pasando El Español, como si fuera uno rumbo a la delegación Cuauhtémoc) también se convirtió en unos de los lugares predilectos de la banda chopera: lo que en sus inicios fue una cervecería más de corte familiar, con el tiempo se convirtió en punto de reunión de los asiduos al Chopo para el descanso después de la asoleada en el tianguis y el intercambio de experiencias, que se resumía en presumir las joyas adquiridas (principalmente discos compactos) durante la peregrinación. Algunos de los lugares, eran más clandestinos y estaban escondidos, sólo para iniciados; algunos cerraron, otros cambiaron de administración o modificaron definitivamente su giro.
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Apenas iniciado el nuevo milenio, una serie de circunstancias permitieron que el que esto escribe consiguiera el flamante puesto de administrador, junto con alguien más, de un local (que en realidad era una sucursal encubierta) en el Tianguis del Chopo: el puesto pertenecía al buen Richard, sin duda un especialista y una eminencia en el asunto del Metal, tanto así que, a pesar del inobjetable triunfo de los formatos digitales de música y la facilidad para descargarla prácticamente toda en la red, todavía conserva su local oficial en el Chopo dedicado exclusivamente a la venta de discos compactos originales e importados (en su mayoría) sobre el género ya mencionado; desde la banda más fresa, hasta la más brutal, se puede conseguir ahí, y si no, por encargo.

¿Qué fue lo rescatable de ese periodo? El incremento de la fonoteca personal: a veces compraba directamente el material con el dueño y otras, ante el pírrico descuento, lo sustraía y cada sábado depositaba una parte del costo del CD en la cangurera donde se guardaba el dinero de las ventas. A veces me tocaba ver a “Charlie Montana” paseándose (como una gran diva) por todo el tianguis, cual Axl Rose en una versión demasiado chafa. O al “Guadaña”, de la legendaria Banda Bostik, en la parte final del tianguis, casi siempre recargado en un coche con uno que otro integrante del grupo, acariciándose su impecable cabellera, mientras que algún fan se acercaba emocionado a pedir un autógrafo. Y cómo olvidar las interminables procesiones de la comunidad darkie: a pesar del despiadado sol, no se despojaban de sus atuendos de terciopelo o imitación de piel, mientras el copioso maquillaje blanco se les escurría de manera lamentable por toda la cara; el carnaval oscuro, de ninguna manera podía suspenderse.

Los contados jipitecas: sin duda encarnaban a la perfección la experiencia de quedarse en el viaje. Punketos de todos tipos y colores: desde aquellos que en verdad llevaban al pie de la letra la consigna de No hay futuro, hasta los que intentaban ser congruentes y poner en práctica el proyecto de vida basado en la autogestión. Metaleros de todos las tendencias: desde los que seriamente creían haber sido concebidos por la unión de su madre con Satán, hasta los que se preocupaban porque su larga cabellera luciera como la de una top model, sobre todo a la hora de girar la cabeza; uno que otro despistado se maquillaba tratando de emular a su banda satánica favorita, pero el monopolio legítimo del maquillaje estaba en manos de los darks. Aunque creo que lo verdaderamente inolvidable, era el hecho de llegar casi todos los sábados destrozado por la cruda, a las 10 de la mañana, armar el local, tratar de coordinar y atender a la clientela sin quedarse dormido; eso, muchas veces, fue un verdadero suplicio.
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He regresado de manera al Chopo, ya no con la misma frecuencia y el fervor de antes, sólo por cuestiones específicas, algún encargo, una chuchería, la esperanza de pescar algún disco que me falta en la colección. Como todo, las cosas han cambiado, el lugar se asemeja cada vez más a un domingo en La Lagunilla: predomina la venta de ropa (entre lo fashion y lo indie), en la calle, antes de entrar al tianguis, mucha banda del barrio, con aspecto de ese término entre prejuicioso y neto, denominado chaka, le ofrecen a uno (en voz baja) mota, pastillitas, cocoliso, piedrita; aunque eso no es para asustarse ni mucho menos es algo nuevo, lo que sí desconcierta es el escaneo que le aplican a todos, de arriba a abajo, como para verificar qué carga uno de valor. La banda que ofrece hamburguesas y sandwiches vegetarianos, todavía se empeña en su noble misión de compensar con un poco los excesos del personal (aunque −irónicamente− la mayoría de ellos refleja en sus ojos que han abusado de la Mary Jane).

La biblioteca Vasconcelos funciona con normalidad y con buena afluencia; a un costado, el tren suburbano parece cumplir con el propósito para el que fue hecho: trasladar a la gente de municipios aledaños al DF de manera rápida y efectiva; al interior de la terminal, un centro comercial ligeramente pretencioso y muy concurrido por todo tipo de personas, da la bendición a los nuevos aires que soplan alrededor del legendario tianguis rockero.
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Supongo que fue una persona bien intencionada, la que muchas veces cumple la función de alma caritativa, la que me llevó a lo que en sus inicios fue el Tianguis Cultural del Chopo: algo recuerdo de un museo, en el interior había acetatos, libros, revistas… yo no entendía mucho de eso, pero estaba maravillado ante el paisaje que se me revelaba; también recuerdo con precisión que uno de los que encabezaba el rito de iniciación de un niño de seis años en el mundo del rock, me insistía que The Beatles era lo mejor que existía en el mundo, el grupo más grande de toda la historia.

Por suerte, nunca le hice caso: yo estaba embobado con KISS, y recuerdo que incluso mi mamá me compró un par de acetatos en Discolandia. Reconozco, ahora a la distancia, la importancia de los Beatles, me gusta una que otra canción, pero en definitiva siempre se me hicieron muy ñoños y muy fresas.
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SÚBETE AL RING

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Así como dicen que los pájaros enseñan a sus crías a volar, así algunos maestros de lucha libre (al menos los tres con los que he tomado clases) te enseñan. Su frase favorita es “¿Sí viste cómo le hizo él? Así hazle tú.” Y aplica en casi todo, desde lo primero, las maromas más sencillas, hasta los movimientos más complicados y/o peligrosos.

Me acuerdo de mi primera clase con mi primer maestro. Lunes, seis de la tarde, en la casa sin techo que era, además de cuartel general del PRI en la colonia, gimnasio de lucha libre (y sede de las campañas de esterilización gratuitas por parte del municipio). Ya había ido una semana antes a preguntar por los horarios y los costos; 120 pesos el mes y un pants cómodo, me dijo el maestro cuando pregunté qué necesitaba ¿Y desde la primera clase me puedo subir al ring?, le pregunté, la verdad con mucha emoción. Pues si quieres te pongo a maromear en el piso, me dijo.

Lunes, seis de la tarde, dije. Llegaron sus nietos y algunos alumnos que ya llevaban tiempo. Empezamos a calentar, de los pies para arriba, como si te naciera un árbol calientito dentro de las venas. Mucho cuello, porque el cuello es lo más importante. Calistenia, sentadillas, unas vueltas a la casa y luego llegó el momento que todos los que hemos soñado con ser luchadores esperamos: subirte al ring. En fila, primero el más avanzado y después, hasta el último, el novato, el nuevo, o sea yo ese día.

Maroma al frente, dos rondas, y luego maroma atrás y tres cuartos (sobre el hombro). No falta el que se atora, el que se levanta apoyando las manos en la lona (ese día yo) y atrasa a los demás. La verdad es que aunque te atrases unos segundos, todos se te quedan viendo feo y hay unos que hasta se burlan. Yo, que de niño me la vivía en las maquinitas, que jamás di una marometa o me subí a un árbol, sentí que se me acababa el mundo. Luego el mareo incontrolable, las náuseas, el dolor de cabeza y el aire que no se quiere quedar en los pulmones. Maestro, no le estoy entendiendo, ¿me puede explicar? ¿Pues qué quieres que te explique? Es una marometa, fíjate como le hacen los demás. Y de nuevo a regarla, y de nuevo los demás a reírse. Y yo que me imaginaba que el maestro me iba a decir “oye, tienes talento, yo creo que ya debutas en un mes o dos, vete pensando en una máscara y un nombre”. Cada que azotas es como una cachetadita de lona para que despiertes de tu sueño. Hasta que el maestro se apiadó y subió a explicarme, poco a poco, cómo se deben meter las manos, doblar las piernas y la cabeza, dónde usar el impulso. Ustedes pónganse a hacer la rutina que les había enseñado, yo me quedo con él a enseñarle, ¿cómo me dijiste que te llamas? (Nunca se grabó mi nombre, siempre me dijo “Güero”).

Lo bueno de los primeros días, de las primeras veces, es que no duran para siempre. Como a las dos semanas ya podía hacer, más o menos, las marometas, la vuelta de carro y hasta unos saltos del tigre (cortitos, bajitos, pero saltos del tigre al fin y al cabo). Las burlas disminuyeron (nunca se acabaron del todo, siempre la riegas en algo y los demás, aunque ya no todos, se siguen riendo). Luego, si tienes suerte, llega alguien nuevo, y entonces ya no eres el último de la fila, ya no eres en el que más se fijan; ya no eres el nuevo. Lo malo: te exigen más, ya no tienes el lujo de equivocarte.

Así como los pájaros enseñan a volar a sus crías —luego en las caricaturas se ve cómo hasta les patean el rabo a los polluelos para sacarlos del nido y que vuelen— así te enseñan a hacer la mayoría de las cosas. El que tiene buena movilidad, y es ágil por naturaleza, ya la hizo. El que no, se aguanta las burlas y los accidentes. Como cuando me dijeron “aviéntate de tigre desde la segunda cuerda, ya te sale desde la primera” y caí de cabeza y sin meter las manos, para luego levantarme mareado y escupir sangre porque me reventé la cara interna de los cachetes con el golpe.

Los pájaros que servirán para vivir, para reproducirse, vuelan cuando sienten el vacío bajo el cuerpo; habrá algunos, supongo, que se estrellarán contra las rocas, o en este caso contra la lona. Los que saben volar se hacen luchadores profesionales, o amateurs, pero luchadores. Los que no, se ponen a escribir cómo eso de querer volar y no poder. Ese día, el día que caí de cabeza, el maestro me hizo dar saltos del tigre media hora más, bajitos, pero para no quedarme con el miedo. Si no lo haces ahorita ya nunca lo vuelves a hacer, me dijo. Y hasta como premio de consolación le dijo a un chavito que recién había llegado ese día “mira, ve cómo él no tiene miedo, así se aprende” refiriéndose a mí. Sabía que era más por el golpe que por otra cosa, pero de todos modos se sintió bien.

La imagen de este artículo la tomamos de aquí:http://fabiolaaortiz.blogspot.mx/2009/09/desde-la-tercera-cuerda.html

PuebLONDON

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ON THE ROAD

Hace siete años (25 de agosto) llegué a Canadá y había evitado hacer un trámite básico: sacar la licencia de conducir. Como estudiante, el primer impedimento era el dinero, por supuesto. Después pensaba: si voy a estar aquí un tiempo corto, no creo que sea necesario. Y por último: si ni carro tengo… Además, claro, está la cosa del examen.

Después me di cuenta de que para la mayoría de las personas en Canadá la licencia es el documento de identificación más importante, como para nosotros la credencial del IFE, y que en todos lados la pedían, pero ni así me decidí. Total, pensaba, si cada vez se acerca más la fecha en que me vaya. Pero después de siete años de vivir aquí y sin que esto parezca cambiar por el momento, no me ha quedado otro remedio más que pagarle otros 150 dólares al gobierno de Ontario para que me den una identificación con foto. Maldita sea.

El primer paso entonces, es prepararse para el examen de conocimientos. Hay que comprar (¡jamás!) o pedir en la biblioteca (bueno, eso sí) un librito con las reglas básicas y el tipo de señales de tránsito usadas en este país. Una amiga me prestó la famosa guía hace MESES, y yo no lo había abierto siquiera. Cuando me la pidió de vuelta me di cuenta de qué tanto me había hecho pato con esta situación y decidí ponerme a estudiar.

El permiso se obtiene por partes. Primero, si eres canadiense, desde los dieciséis años tienes el derecho de pedir tu G1, una licencia para principiantes, digámoslo así. La G1 es para automovilistas primerizos o personas que nunca antes han tenido un permiso en la provincia, como yo. Adolescentes y migrantes vamos a presentar nuestro examen de conocimientos. Migrantes de determinados países, se entiende, porque si eres estadounidense, japonés o inglés, lo único que debes hacer es ir a la ventanilla e intercambiar la licencia de manejo de tu país por la local y ya. Si eres mexicano, latinoamericano en general, chino o hindú, entre otros, tienes que pasar por el proceso completo. Aquello de que somos socios comerciales por el Tratado de Libre Comercio parece no importarles demasiado a los canuks.

La G1 te permite conducir acompañado de una persona que tenga una licencia de mayor rango y cuatro años mínimo de experiencia. Si te pescan en el auto solito, te suspenden el permiso. Si cometes una infracción, la persona que te acompaña es responsable y entonces no sólo paga una multa (que tú podrías liquidar de tu bolsillo) sino que le pueden descontar puntos en el sistema para evitar el comportamiento irregular en las calles. Ahí es donde las personas con licencia completa se ponen muy nerviosas al acompañar a un simple G1 en su auto. El sistema está muy bien pensado para que los conductores prefieran someterse a las reglas. No es solamente el dinero que te pueda costar una multa, sino la acumulación de puntos malos en tu registro que pueden llevar a que suspendan tu permiso por años. Aquí nadie se atreve a manejar sin licencia, la sola idea asusta porque en caso de que sorprendan o tengas un accidente, la pena puede llegar a alcanzar cárcel.

Total que, un año después de haber obtenido la primera, el conductor puede solicitar la G2, que te autoriza a andar por la vida solito en tu coche. Hay algunas restricciones, por supuesto. Tu nivel de alcohol debe ser de 0%, a diferencia del tampoco muy alto 0.05% a que tienen derecho los de la licencia G, el Valhalla de las licencias para conducir y que se puede solicitar un año después de haber obtenido la G2.
Armada con la valiosa información sobre reglas de comportamiento en el camino, habiéndome aprendido todas las señales y con el dinero en la bolsa, me dirigí al centro de licencias. Paradoja: el lugar a donde acudes porque no puedes conducir porque no estás autorizado, está a las orillas del pueblo, casi a pie de carretera, en una zona a donde no llega ningún tipo de transporte público ni hay -para colmo- banqueta para peatones. Hay que caminar bajo el inclemente sol durante veinte minutos sobre pasto o grava, sintiendo que los camiones de carga te dejan dando vueltas sobre tu eje cada que pasan veloces, como en las caricaturas.

Al llegar me llevé una agradable sorpresa. La mujer que me atendió no sólo era amable y con un humor insuperable, sino que según sus propias palabras, le encantaba la gente latina, le fascinaba el acento de quienes hablamos español, y odiaba a Donald Trump. ¿Qué más puede uno pedir? Me realizó el examen de la vista, me señaló la computadora donde podía responder mi test y en menos de veinte minutos ya estaba fuera con mi flamante G1. Mientras caminaba de vuelta por el páramo no pude menos que pensar: ¿Por qué no hice esto antes? Pero eso siempre lo piensa uno después…

Ahora, según la amable persona que me atendió, tengo la alternativa de mandar a traducir mi licencia mexicana y me acreditarán un año de experiencia al volante. Esto me puede costar cuarenta dólares más, pero me daría la alternativa de realizar el examen práctico de inmediato, en vez de hacerlo dentro de un año. Por lo mismo, me he dado a la tarea de manejar en Canadá lo más que pueda mientras haya un G que no se ponga demasiado ansioso de que conduzca a su lado. Esto me llevó a la carretera durante un par de semanas de vacaciones junto al lago Huron. Daba vueltas por el pueblo, aún más pequeño que éste, y emprendía el regreso a la cabaña a cincuenta desesperantes kilómetros por hora.

La experiencia más interesante, sin embargo, fue regresar de la costa conduciendo. Este país es inmenso, todo queda lejos de todas partes así que una visita a una de las zonas más lindas de Ontario exige tres horas de carretera. Esto es, sin salir de Ontario. Si uno quiere visitar Quebec, la provincia más cercana, está a seis horas por carretera de donde yo vivo. La otra frontera con la otra provincia más “cercana”, Manitoba, está a veintiún horas de recorrido. La mayoría de las personas tienen autos de menos de cinco años de vida, que corren a placer y sin riesgo excesivo. Las carreteras están en condiciones excelentes si tenemos en cuenta el rudísimo desgaste al que las someten los elementos, en particular el congelamiento en invierno. Todo muy bien, y sin embargo, la velocidad máxima en las carreteras rurales es de ochenta kilómetros por hora (las autopistas más grandes son mucho más permisivas, aceptan cien). Hay que ser sinceros, la mayoría de las personas se pasa el límite de velocidad por donde no llega el sol, pero un humildísimo conductor G1 no puede darse ese lujo. Hay que navegar a ochenta en carreteras rectas, rectas, muy rectas. La sensación es hipnotizante. No me sorprende nadita que la gente se quede dormida mientras maneja.

En fin, que yo quería mi licencia sólo como identificación, y ahora lo que quiero es poder conducir un auto sin necesidad de ir acompañada. Ahora quiero mi G2 y lo máximo que tengo que esperar es un año. Lo sabía, una vez entrando al torbellino de la burocracia, ya no hay salida.