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LIDERAZGO SEGÚN DON GATO

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O cómo vivir como el Marahá de Pocajú sin esforzarse

Don Gato (llamado Top Cat, o Boss Cat en su idioma original), es una serie de Hanna-Barbera cuyo primer capítulo se transmitió en 1961 en el mundo anglosajón y que llegó a las pantallas mexicanas años después. Cuenta la historia de una pandilla de seis gatos de callejón de Manhattan que tratan de ganarse la vida en las ásperas calles neoyorquinas. No la tienen fácil, debido principalmente a que dichos felinos padecen una fobia patológica al trabajo remunerado (fecundo y creador, diría un ex presidente mexicano), y prefieren vivir aplicando el menor esfuerzo posible, en ocasiones a través de actividades no muy legales, en ocasiones por medio de planes que se caen de lo cándidos que son. La pandilla, y su indiscutible líder, un felino amarillo de chaleco púrpura y sombrero, tienen sueños de grandeza: siempre intentan hacerse millonarios o vivir a todo lujo con el patrocinio de algún incauto. Sin embargo, invariablemente son acotados, bien que mal, por el recto, aunque bobalicón, oficial Carlitos Matute (Dibbie, su nombre en inglés).

Top Cat fue transmitida durante una única temporada en la televisión de los Estados Unidos, por lo que, en términos globales (y por lo menos al principio), fue considerada de los más sonados fracasos de Hanna-Barbera. Al parecer, al público norteamericano no gustó mucho la historia de un buscavidas huevón y verboso que intentaba estafar a quien se le pusiera enfrente. De hecho, las caricaturas preferidas de dicho mercado eran, justamente, las que representaban la vida del ciudadano promedio: Los Picapiedra (The Flintstones), y Los Supersónicos (The Jetsons), cuya temática y personajes giraban alrededor de los problemas de la vida cotidiana, por lo que no se alejaban mucho de series familiares como, por ejemplo, I Love Lucy. Tanto Pedro Picapiedra como Super Sónico eran paterfamilas con trabajos estables, no muy brillantes, martirizados por jefes insufribles y con un medio de vida decente. Muy alejado de ellos estaba Don Gato, quien además de ser soltero (aunque no particularmente ligador), era cabeza de una parvada de vagos que constantemente tenía problemas con la ley. El felino amarillo era un tipo totalmente alejado de la ética del trabajo de Max Webber y además, muy distinto, tanto en clase social como en formación, de esas idealizadas clases medias que encarnaban el american dream. Lo anterior era evidente tanto en su aspecto como en las voces con las que se dobló en inglés:. Si uno escucha la caricatura original, se encontrará con que los gatos hablan en una jerga demasiado gangsta –o ñera, si intentamos hacer un paralelismo con el español–. Esta característica los hacía intimidantes para el público infantil y desagradables para el espectador adulto. Incluso Benito Bodoque (llamado Benny the Ball en la versión original), era dueño de una voz gruesa y fangosa que lo despoja de cualquier atisbo de ternura. Top Cat parecía, a unos meses de su lanzamiento, condenada al limbo del olvido.

Sin embargo, los productores no contaron con que bajo el río Bravo la serie transmutaría en un éxito rotundo. Al llegar a México, años después, la caricatura se convirtió de inmediato en un programa de culto (incluso antes de que existiera el término). Esto se logró parte gracias a la magnífica labor de doblaje que hicieron, entre otros, Julio Lucena (la voz de Don Gato), Armando Ramírez (el apocado Demóstenes) y, sobre todo, del genial Jorge Arvizu (quien prestaba la voz a Benito y a Cucho). Sin embargo, la razón mayoritaria del éxito de Don Gato en nuestro país (y en los países de habla hispana en general) se debe principalmente, creo yo, a que el felino personaje encaja mucho más con la forma de ser de los latinos que Pedro Picapiedra o Super Sónico. En general, los habitantes de la América hispánica desde siempre hemos tenido una relación de amor- odio tanto con el trabajo como con la autoridad. Así lo muestran antecedentes narrativos tan antiguos como la novela picaresca o las épicas de bandolero tipo Los Bandidos de Río frío. Los vividores carismáticos han sido quizá los héroes culturales que más han conformado nuestra idiosincracia, esos que, a pesar de su humilde origen y falta de formación, logran salir adelante ya sea por su desparpajo o por la actuación de la Divina Providencia. No es difícil encontrar en el felino amarillo y en sus compas rastros de la capacidad verborreica de Cantinflas, el discurso desmadroso de Tin Tán, la galanura paródica de Mauricio Garcés y , si nos vamos más para atrás, el ingenio ácido del Lazarillo de Tormes o del Periquillo Sarniento.

Por eso, a pesar de los escasos treinta capítulos de la serie, Don Gato, con su holgazanería y su labia, se convirtió en el prototipo de líder nacional: aquel que se lanza a los más despatarrados objetivos sin tener un plan de ruta, confiando sólo en su carisma y su capacidad de improvisación. Sus compinches, muy animosos, pero nada brillantes, más tarde que temprano tergiversan sus indicaciones, en parte por su atolondramiento natural y en parte por la incapacidad de Don Gato de comunicarse claramente. Un líder como él constantemente hace planes, conspira, se lanza al vacío. Hace un esfuerzo digno de mejores causas con el fin de lograr un enriquecimiento rápido y espectacular (mismo que nunca ve porque sus planes se desmoronan a la hora de la hora). Don Gato es muy listo, pero en más de una ocasión peca de arrogante, y al no saber recibir críticas, comete errores de los que se arrepiente después (como, por ejemplo, en los capítulos en donde arroja una bolsa llena de rubíes al mar o cuando ignora al genial Lazlo Lozla). Curiosamente, si el felino y sus canchanchanes enfocaran sus esfuerzos hacia el trabajo honesto, alcanzaría más rápido sus metas que con sus desbordadas planeaciones. Sin embargo…nunca lo hará. Así como los hidalgos españoles del siglo XVI (esos que conformaron nuestra cultura latinoamericana), Don Gato considera el trabajo manual algo indigno. Él es un jefe, un Top; su destino es la grandeza absoluta o el abismo infinito, no la mediocridad de la chinga diaria. En ese aspecto, se parece a tantos y tantos emprendedores que se arrojan de cuernos al acantilado sin tener la mínima idea de lo que es administrar un negocio. Expertos en dar órdenes, pero malísimos para meter las manos, los líderes de la filosofía Don Gato aún laboran duro por desmoronar lo construido, o bien, por tratar de vivir a costillas del primero que se les ponga enfrente.

Y lo peor… No tienen la simpatía del inigualable gato del callejón.

LE SUCEDIÓ AL AMIGO DE UN AMIGO…

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Era 1997 cuando los cortísimos episodios de Freaky stories (Le sucedió al amigo de un amigo, en español) comenzaron a rondar las pantallas de los niños canadienses. Desconozco cuántos años transcurrieron antes de que esas mismas caricaturas aterrizaran también en los televisores de los niños mexicanos, pero calculo que estaríamos en el año 2003 a lo mucho, lo cual implica que yo tendría diez años o menos cuando me topé por primera vez con una de estas historias. El objetivo de la caricatura era sencillo: incomodar. Y lo conseguía.

De todos los episodios transmitidos, recuerdo pocos, pero los recuerdo bien. Todos comenzaban igual, con un “Esta es una historia real, le sucedió al amigo de un amigo…”, pero variaban significativamente tanto en el nudo como el desenlace. Estaba el capítulo de la familia que viajó a México y se llevó a un perro chihuahua que resultó ser una rata, el del repartidor de pizza que acabó en el interior de la casa de una mujer responsable del asesinato de muchos repartidores de pizza, el de la adolescente con un peinado tan pomposo y tan rígido que almacenó en su interior un nido de arañas o el del hombre que quiso robar gasolina de una casa rodante y, por error, conectó el tubo al drenaje, de modo que tomó un trago de deshechos biológicos; también, The bug in the ear (El insecto en el oído). Como el título del episodio indica, la historia gira en torno a un temerario explorador que, durante un paseo en la selva, termina con un insecto dentro del oído. Por la profundidad que ha alcanzado la criaturilla, el médico es incapaz de retirarla, así que la cura queda en manos de un médico-brujo. En su primer intento, el sanador falla, pero en el segundo logra extraer al bicho hembra utilizando a un bicho macho. Sin embargo, la historia no termina ahí porque el insecto abandona la cabeza a través el oído contrario al que le dio entrada. Para la intranquilidad del explorador, el médico-brujo explica que las hembras de esa especie cavan profundo en el cerebro para colocar huevecillos, así que un túnel conecta un oído con el otro. Fin.

A los seis, ocho o diez años, me pareció una historia genuinamente aterradora. A ratos, incluso ahora me lo parece. No por los métodos del médico-brujo ni por el pasaje de oído a oído, sino porque parte de la historia es real, porque parte de la historia puede ocurrir: a veces un insecto logra colarse por error al oído de una persona y se queda ahí, atrapado, medio peleando, medio aleteando, medio intentando escapar. En otorrinolaringología, se le conoce como “cuerpo extraño animado”; en lenguaje coloquial, como “pesadilla hecha realidad”. Porque no sólo es el dolor intenso que genera su movimiento contra el tímpano o el silbido causado por el mismo mecanismo: es sentir algo vivo retorciéndose dentro de la cabeza, es sentir las patitas moviéndose, es percibir el zumbido, es saber que hay una cucaracha o un grillo o una araña o una tijerilla o una garrapata ahí, donde no puedes alcanzarlo.
Por suerte, el tratamiento verdadero es más sencillo y no involucra introducir otra alimaña –ahora atada con un hilo–, para que abrace a la primera y la arrastre consigo hacia afuera cuando den el primer tirón –como ocurre en la caricatura–. De hecho, existen protocolos establecidos para lidiar con estas emergencias. La primera medida indicada consiste en emplear luz para atraer a la criatura: el médico deja el cuarto a oscuras y enciende una fuente luminosa cerca de la salida del oído para marcar el camino. Si esto no funciona, debe ahogar o anestesiar al insecto y, posteriormente, extraerlo con pinzas o con sustancias pegajosas que se adapten a la forma irregular del parásito. Una vez fuera, no suele haber complicaciones porque en la vida real, los cuerpos extraños animados rara vez van más allá del tímpano y nunca, nunca cavan un túnel de oído a oído a través del cerebro para colocar huevecillos; sin embargo, todo lo demás es una historia real que le sucedió al amigo de un amigo…

OIGAME, NO…

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Había una vez un país vasto y ameno, del que sus habitantes se sentían orgullosos. Los niños recitaban los versos de sus poetas; conocían los nombres de sus héroes y podían citar lugares de su territorio haciendo alarde de sus bellezas naturales. Había una vez un México que, poco antes de las ocho de la noche, juntaba a los adultos y a los niños por seis minutos frente a la televisión para ver y aprender de historia, de arte y de ciencia, aunque a veces los datos no fueran tan exactos, o se hicieran pasar los mitos bíblicos como datos históricos. En aquél país de ficción y fantasía se transmitía diariamente una serie de dibujos animados producida por mexicanos, dibujada por españoles y protagonizada por un genio del lenguaje, llamada simple y llanamente Cantinflas Show. Las primeras notas de la melodía de Rubén Fuentes, el autor del tema, se alzaban en un armonioso coro de voces femeninas que acompañaban al Cantinflas animado mientras se deslizaba entre imágenes icónicas de otros lugares y otros tiempos, viajando sobre una alfombra voladora en un muy particular recorrido por la historia.

La voz dulce de Mario Moreno interpretando a Cantinflas les habla, nos habla, a los niños. En el primer episodio de la primera serie está en Acapulco y llega con su banquito de bolear zapatos, ofreciendo sus servicios. Los gerentes del hotel le explican que necesitan a un guía que dé lustre a su hotel y él, por supuesto, se apunta para el trabajo porque después de todo, se dedica a lustrar. Debe guiar a un gringo rico y su “secretaria”, una bella güera, alta como palmera y de inmensos ojos azules, a quienes les muestra todas las bellezas del puerto. El empresario se enamora del lugar y le ofrece a Cantinflas dinero para “ayudar a los pobres”. Pero él se resiste: “Oigame, no, si, pobres, pobres, no estamos. Solo necesitamos una manita”. Y con los dólares del gringo convierte el hotel en una escuela. En su episodio sobre las Siete maravillas del mundo antiguo explica cada una de ellas, pero no se olvida de hacer un espacio para que quepa Teotihuacán y seguir dando realce a la cultura mexicana, además de explicar, muy a su modo, la existencia de una serpiente emplumada.

Esa primera temporada de Cantinflas Show hacía visible a México inmediatamente después del horario de las caricaturas estadounidenses, enseguida de todos los dongatos, pájaroslocos, tomesyjerris, en un espacio liminal antes de los magnums, dukesdehazards y dallases que constituían la programación para adultos. Los acordes ralentizados de la Bikina al final de la caricatura producían una atmósfera onírica que mandaba a los niños a dormir (aunque no todos lo hacían a esa hora) y podían empezar a soñar con ser genios, como Edison, con que vivían en Egipto y conocían a Tutankamón, o que eran astronautas, mientras los adultos se quedaban saboreando una probadita de su México.

Recuerdo que a mí me hizo conocer a Guadalupe la Chinaca, la heroína del poema de Amado Nervo. Entonces no sabía que se trataba de un poema modernista, ni que honraba a las adelitas, esas valerosas mujeres del siglo XX que acompañaban a los revolucionarios; menos que Guadalupe la Chinaca era el otro sobrenombre de la actriz y cantante Blanca Reducindo Moreno, la India Bonita. Sólo sabía que la musa de la poesía, Polimnia, del episodio de las Musas, lo recitaba con gran pasión y luego retaba a Cantinflas a que lo hiciera también. Los famosos versos “Con su escolta de rancheros/ diez fornidos guerrilleros/ y su cuaco retozón/ que la rienda mal aplaca/ Guadalupe la Chinaca/ fue a buscar a Pantaleón”, son transformados por Cantinflas en: “Con su rancho de escolteros/ diez guerridos fornideros/ y su reto cuatezón/ que la placa mal arrienda/ Chinalupe la Gualapa/ va a pantar a Buscaleón”. No importaba cuántas veces lo hubiera visto antes, yo siempre rompía en una carcajada al escucharlo. Con los años, cuando tuve acceso al poema de Nervo, lo aprendí de memoria e intenté hacer juegos de palabras como aquellos cantinflescos, como ayuda para recordarlos más fácilmente, sin embargo, no había comparación, aquella versión era extremadamente buena.

Todo el episodio de las Musas es una maravilla. El narrador presenta a Apolo, el hijo de Zeus, como un junior del Olimpo que tiene a su servicio a las musas, a quienes Cantinflas presenta como si se tratara de un concurso de belleza moderno. Ellas, dice, “son las que inspiran todas las artes, y sin el arte, no seríamos nada, y con la nada, no existirían los artistas”, una joya de la retórica, ¿no que no? “A’i les va su moraleja, jóvenes: Siendo sano y educado, quién nos quita lo bailado”, dice Cantinflas para cerrar uno de lo más divertidos e informativos episodios de su serie, lleno también de caricaturas de hermosas mujeres de piernas largas, ojos enormes y ropa reveladora, con escotes profundos que revelan tanto los pechos como las piernas.

En la era de lo políticamente correcto esta representación de las “changuitas”, como las llama Cantinflas en varios episodios, sería totalmente inapropiada en el horario familiar, así como el hecho de que el personaje fuma mientras se dirige al público, desliza uno que otro albur y mentada de madre en las rechiflas, además de que se enamora de todas las mujeres de cuerpos esculturales que pasan a su lado, pero no de las gordas (otra mención políticamente incorrecta), de las que huye.

Diez años después del inicio de Cantinflas Show , los productores William Hanna y Joseph Barbera decidieron realizar una adaptación para presentarla en Estados Unidos, dirigida principalmente a la población hispana, pero en inglés, para lograr mayor penetración. En lugar de Cantinflas, el personaje se llamaba Amigo. La serie se titulaba Amigo and Friends… Amigo y sus amigos… chale. Por supuesto se hacía más énfasis en personajes del mundo anglosajón, como George Washington, Daniel Boone y la estatua de la libertad (sí, la estatua como un personaje, no me pregunten por qué) y conoce tradiciones y lugares, como el juego de beisbol o el parque de Yellowstone. Los nuevos dibujos recibieron algunos retoques, para hacerlos lucir más modernos, y aquellos episodios que tenían mensajes abiertamente patrióticos o anti yanquis, se evitaron. Con la cara lavadita y una intención menos contestataria, Cantinflas regresó a Estados Unidos en forma de dibujo animado, causando más revuelo que con su papel como Paspartout en la película La vuelta al mundo en 80 días.

Así, después de recordar esos seis minutos diarios que en mi infancia tanto me hicieron reír, con los acordes de la Bikina en el ambiente, los dibujos de las pirámides de Teotihuacán, las imágenes caricaturizadas de la ciudad de México y del Museo de Antropología me voy a dormir temprano, a soñar con un país que no se avergonzaba de sí mismo y que trataba a sus jóvenes como tesoros, como promesas, y no como criminales.

NUEVE VILLANOS DE “EL INSPECTOR”

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Las series de dibujos animados no sólo han sido fuente inagotable de sobrenombres, sino también de gags para la burla, el cabuleo o, al menos, para el amistoso cotorreo. Como todo producto de entretenimiento popular o masivo, se basa en los estereotipos, una estructura narrativa predecible y la repetición de situaciones, por lo que resulta de lo más divertido aquello que introduce novedad o subvierte las expectativas. Para ello, las apariciones de personajes nuevos resulta vital. Algunos se quedan, otros permanecen durante una temporada y unos más tienen una vigencia de un solo capítulo.

Entre otras series que para mí son memorables por capítulos específicos, por personajes de aparición única, están los de Ahí Viene Cascarrabias (Here Comes The Gump) y El Inspector (The Inspector), del que ahora quiero referirme, y que aportó gags que fueron influyentes en el cabuleo infantil: “no diga sí, di ui”, “uno de estos días, uno de estos días…”, “rema, rema, rema…” o “fuga esta noche, pasa la voz”, así como imágenes para el cabuleo de tipo bullying, como la hermana de El Inspector, de cuerpo porcino.

De acuerdo con Filmaffinity El Inspector se transmitió originalmente junto con La Pantera Rosa de 1965 a 1969. Sin los excesos psicodélicos y mucho menos intelectualizada que la otra, el humor de El Inspector depende constantemente de los diálogos tanto o más que de la situación, con los clichés de una pronunciación afrancesada gracias al doblaje doméstico, que contrasta con la personalidad mexicanota del Sargento Dodó y el siempre malhumorado Comisionado, en voz del gran Pancho Müller.

El protagonista, El Inspector, se caracteriza por ser valiente y celoso de su deber, pero en realidad es cretino, torpe, negligente e ingenuo, aunque con buena suerte en la mayoría de los casos. Además, posee una retórica eufemística para sobrevalorar sus actos y disimular sus defectos. Sus antagonistas son comúnmente mucho más interesantes, por su personalidad, inteligencia y atributos particulares, por lo que vale la pena comentar más sobre algunos de ellos.

La Mancha.- Ladrón de obras de arte, autor de El Gran Robo del Louvre. Su fisonomía es mutable: es una mancha de color naranja y sombrero que tiene el poder de adquirir la forma de cualquier silueta a placer, y además puede arrojar pintura o pintar un retrato de manera instantánea. Precursor de Bauman, se trata de un delincuente líquido, The Blotch. Uno de los pocos que derrotó a El Inspector y no pudo ser capturado. El momento políticamente incorrecto del capítulo: cuando El Inspector queda sentado debajo de la pintura de unos mexicanos revolucionarios y cae de ella un sobrero, pareciendo así uno de los típicos flojos que duermen recargados en un cactus.

El Dinamitero Loco.- Se trata de un anarcoterrorista. Una bola de pelos rojos, con los dientes encimados, sombrero de bombín y ojos que miran disparatadamente. Su personalidad es de lo más malvadamente interesante. No articula palabra y parece carcajearse todo el tiempo. No se sabe si está en contra de toda autoridad, pero al menos sí está obsesionado con vengarse de El Comisionado, tras escapar de la cárcel. Su característica es algo distinta a lo que indica su nombre. No ataca con cartuchos de dinamita, sino con bombas, de las redonditas y con mecha que hace aparecer a su antojo y que le causa enorme placer arrojar. El momento cumbre del capítulo, es cuando se descubre que el propio dinamitero tiene el cuerpo de una bomba, que no dudará en hacerse estallar en un atentado suicida. Realmente muy loco.

La Araña Pierre.- El carterista más fino de París. Fino en cuanto su oficio, pero vulgar en su apariencia: rostro verde, suéter rosa, boina y cuatro brazos en guantes negros que desliza hábilmente entre bolsillos. Su arma: una pistola que arroja telarañas. Su debilidad, el DDT rociado por el Sargento Dodó. Su castigo: picar piedra a cuatro brazos en compañía de El Inspector, por circular dinero falsificado (pesos del sargento, no francos).

El Señor X.- Un villano como esos a los que se hubiera enfrentado James Bond, de apariencia elegante: gabardina, sobrero de ala ancha y gafas negras. Posee un automóvil capaz de convertirse en lancha rápida, lleno de artilugios, que se distingue por una enorme equis sobre los costados. El señor X es un viajero incansable, cosmopolita: va del desierto del Sahara a las cumbres del Kilimanjaro con tal de despistar a El Inspector, aunque finalmente resultó ser el nuevo instructor de educación física de la policía de París.

Hassan.- Uno de los pocos asesinos que presenta la serie. Es un tipo de lo más peligroso: armado con pistolas Luger, ametralladora y bombas con reloj, como las que usa un terrorista. Para disgusto de la corrección política, se trata de quien parece un inmigrante, posiblemente de origen argelino o tunecino, que se oculta en un edificio en una orilla de la ciudad. Su aspecto, el de un árabe, al que El Inspector califica como “cerdo traidor” por resistirse al arresto.

Pig Al.- Jefe de una pandilla de motorbikers. Unos nacidos para perder cuyo delito, por el que los busca la justicia, es el de ser viciosos, y parece que también por mugrosos y melenudos. Pig Al lleva barba cerrada y un fleco que le cubre los ojos, pero su detalle más rebelde es el de usar una cacerola como casco. Conduce con pistola, con lo que repele los intentos de arresto. La pandilla posee un arma secreta: una motocicleta de tres plazas con hélices que le permiten volar como helicóptero, desde la que pueden arrojar una bomba.

Harry Dos Caras.- Un malandro rural canadiense que en sí mismo es una burla a Norteamérica. Esquizofrénico, más que bipolar, su rostro frontal es el de un gringo güero; y el posterior es el de un mexicano bigotón; uno toma malteada de fresa y el otro aguardiente. El gringo, la cara honesta, es amable y de apariencia ingenua; el mexicano, mal encarado, es traicionero y asesino.

El Ladrón de Tres Cabezas.- En realidad no es un ladrón, sino tres siameses que comparten un par de piernas, los hermanos Matz-O’Reilly. Vestidos completamente de negro, y algo que no se sabe si son orejas de conejo o sombrero de copa, se especializan en robo de joyas. Poseen un vehículo semejante a un Batimóvil, el Matzimóvil, alado y equipado con cañones y compartimento para descargar bombas. Tienen la habilidad y plasticidad para mimetizarse con el entorno y cambiar de forma, aunque no para separarse.

Capitán Ostrita.- Contrabandista (Captain Clamity, en inglés). Por cabeza tiene una gigantesca almeja. Su sello personal: fuma puro y lleva gorra marinera. Tipo pirata, tiene una pata de palo. Comanda un barco en el que contrabandea las perlas que él mismo engendra, para lo que es auxiliado por Louis Cangrejo, un contramaestre grandulón y fornido. Como villano es pusilánime, pero tan sólo por su fisonomía y la bola de rufianes que tiene por tripulación, vale la pena recordarlo.

ODISEA BURBUJAS Y PLAZA SÉSAMO: HISTORIA, MÚSICA Y EL MUNDO

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En algún lado Sigmund Freud escribió que “infancia es destino” y creo que en mi caso su afirmación es cierta, aunque yo propondría la variación: “televisión infantil es destino”. Aunque desconozco la extensión y profundidad, sé que todo lo que vi en la televisión cuando era niña influyó en mi perspectiva del mundo y en el mundo que vivo, contribuyó a mis gustos y decisiones posteriores. De todo el maremágnum televisivo que atravesó mi infancia dos programas ocupan un lugar especial.

Vamos a despegar
hacia nuevos mundos
que esperando están.

En toda mi vida, la única razón por la que me he levantado temprano por mi propia voluntad y de buena gana (esto es importantísimo) fue para ver Odisea Burbujas el fin de semana. Yo era un niña muy pequeña, no tenía ni cuatro años y ya era fan de un programa de televisión. Tenía el acetato y cantaba las canciones del programa, jugaba con los muñecos de los personajes, en una pared de mi recámara había dos posters (uno de Patas Verdes y otro de Mimoso Ratón) e insisto ¡me levantaba temprano a verlo!

A Odisea Burbujas le debo mucho de la persona que soy, con algunas variantes que dependen de las circunstancias, soy una consumidora de historias, lectora y amante de los animales (en algún momento pensé en ser Bióloga, y creo que de haber seguido esa ruta ahora sería ecoterrorista). Así pues, Patas Verdes (elegante sapo con corbata de moño, chaquetín de bolsón y sombrero de copa), Pistachón Zig Zag (abejorro y corresponsal del Chisme cachetón), Mafafa Mosguito (coqueta lagartija y fotógrafa profesional) y Mimoso Ratón (apapachable roedor amarillo) conformaban el equipo comandado por el Profesor Memelowsky, científico pelirrojo y de ascendencia eslava.

La canción que presentaba el programa predicaba “Dale vuelo libre a tu imaginación” y lo cumplía. Para el peculiar ensamble no había límites, por eso sus aventuras me levantaban de la cama. Ellos eran increíbles. Exploraban el interior de los libros en el Exprimidor de libros, otras épocas en el Tobogán del tiempo, u otros planetas a bordo del entrañable y prodigioso Popotito 22. Creo que las incursiones de los personajes de Odisea Burbujas me preparó para ser lectora y para seguir viendo la televisión. Sí, en un programa televisivo (producto de Televisa, por cierto) la lectura, el conocimiento y la televisión eran presentados como una aventura y un viaje.

Cuando se evoca Odisea Burbujas, mención especial merece el Ecoloco, villano del programa y antítetsis del Profesor Memelowsky. Su propósito era evitar que el científico pelirrojo junto con su equipo desarrollaran, lo que ahora llamaríamos, una tecnología verde o ecológica, puesto que el Ecoloco amaba la mugre, la basura y el smog, así como crear desastre: tumbaba arbolitos con todo y pajaritos. En consonancia, tenía la cara sucia, el pelo enmarañado y se transportaba en el Mugremóvil. Además vestía una bata negra y un sombrero morado, lo que le daba el aspecto de un brujo y acentuaba la asociación entre la suciedad y la actitud antiecológica del personaje. Su apariencia contrastaba con la del equipo de Memelowsky, todos limpios y usando prendas de colores brillantes. Por otra parte, la colaboración al interior del grupo sugería que el ser humano podía cuidar al planeta si lideraba a otras especies.

Yo quiero un monstruo que sea mi amigo.

Otro programa que me acompañó desde mis primeros pasos fue Plaza Sésamo, versión mexicana de la gringa Sesame Street, y creada para preparar a los infantes en su ingreso a la escuela. Una parte del programa se dedicaba a las historias de los habitantes de la vecindad que le daba su nombre al programa, entre esos personajes estaban Montoya, un enorme pájaro verde, y Bodoque, un ser café, que vivía entre huacales y era muy gruñón.

Sin embargo, los otros segmentos fueron las que mantuvieron mi atención y justo son los que recuerdo. Un segmento consistía en videos donde aparecían las marionetas del programa gringo doblados al español. En ellos explicaban algún concepto, como la distancia, mediante una historia o una canción que lo ejemplificara, sus protagonistas eran Archibaldo (un ser azul y torpe), Beto y Enrique (sobre cuya relación amorosa se sigue especulando), el Conde de Contar (un vampiro adicto a las cuentas), el Monstruo Come Galletas (no necesito decir su atributo principal) y la Rana René, que solía hacer reportajes disparatados, y con cuya presencia se realizaba un crossover con otro de mis programas favoritos, El show de los muppets.

Ahora bien, esas intervenciones no eran exclusivamente pedagógicas, las había también poéticas como la inolvidable rola “Yo quiero un monstruo (que sea mi amigo)” y base de mi educación sentimental. Interpretada por una niña pequeña (una marioneta, en realidad), la canción con reminiscencias de cabaret transita del lamento hacia la petición de un monstruo para compañero de juegos “peludo y también lanudo”, porque ella tiene claro lo que quiere y a quién quiere, aunque sea diferente de lo que otras niñas prefieren.

Otro segmento del programa se conformaba por breves caricaturas y animaciones. Entre las primeras recuerdo una sobre la necesidad de respetar a los árboles y otra más acerca de la importancia de ser activos, en ella las rodillas hablaban; pero son las animaciones las que me siguen intrigando, en su momento (y todavía) me parecían abstractas. Introducían y mostraban distintos conceptos a la audiencia, como la presencia de figuras geométricas en la vida diaria, por ejemplo los triángulos o la noción del tamaño. Estas animaciones contrastaban con el resto del programa por la poca presencia o la ausencia de lenguaje pero no de la música. Resultaban hipnóticas, verlas inducían un estado extático.

A nadie se le escapa el fin didáctico como un común denominador entre Odisea Burbujas y Plaza Sésamo pero éste es un razonamiento de adulto que a veces no entiende porque a los infantes les gusta ver tele, o en estos tiempos ciertos videos en youtube como Pepa Pig. Es obvio que su éxito no provino únicamente de su afán pedagógico. Para mí lo importante eran las historias, el uso de la imaginación y la música (no está demás mencionar que existen varios estudios sobre los aspectos positivos de Plaza Sésamo). La música determinó mi predilección por los programas y su permanencia en mi memoria.

La música de Odisea Burbujas fue compuesta por el talentoso Juan García Esquivel y Silvia Roche (creadora del programa) se encargaba de la letra de las canciones; mientras que la música de Plaza Sésamo era el resultado del trabajo de varios compositores como Joe Raposo, Jeff Moss, Christopher Cerf y Danny Epstein, aparte de los encargados de la traducción al español. Me asombra que entre los compositores e intérpretes de las animaciones abstractas estuviera Philip Glass. Y vivo con el desasosiego de haber escuchado en un programa de radio el nombre del compositor de la música de varios de esos segmentos (músico vanguardista, por cierto) y de haberlo olvidado. Si alguien lo conoce, por favor, dígamelo.

Odisea Burbujas y Plaza Sésamo apelaban a mi imaginación y mis ganas de jugar, dos elementos primordiales para el crecimiento intelectual y emocional de un infante. Ambos programas cumplían la descripción de arte que Brian Eno dio en una conferencia para la BBC hace un par de semanas: al jugar aprendemos a imaginar, así construimos otros mundos por medio del arte y estos nos ayudan a habitar éste, para que un científico sea ayudado por otras especies, o mejor aún, éste las ayude a cuidar el planeta o para que una niña pueda jugar con lo que ella quiera y sienta que el mundo está hecho también para ella.