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TROY Y EL ENCUENTRO CON SU OTRO YO: UN EX PANCHITO

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NO. Hace poco leí una charla entre Kiko Amat e Irvine Welsh que me hizo recordar una de las raras y extravagantes historias de Troy, un viejo amigo que hice durante mi vida –como norteño-falso– en Santa Catarina, Nuevo León. El genio de Troy afirma que en su juventud, por los rumbos de Ecatepec de Morelos, Estado de México, conoció a su otro yo: un ex miembro de la banda de Los Panchitos. Ambos escritores, mientras conversaban, coincidieron en que sobre sus espaldas llevaban –durante mucho tiempo de sus vidas– dos personalidades: una del aficionado a la literatura y la otra del miembro de la pandilla de punks, skins, hooligans o mods del barrio en el que crecieron. El autor de Cosas que hacen BUM! en Sant Boi, Barcelona y el de Trainspotting en Leith, Edimburgo.

Irvine Welsh, en algún punto de esa charla, dice: “[…] siempre estuve militantemente convencido de que ambos mundos podían ser compatibles. Y lo sigo estando. La mayoría de los amigos con los que crecí son matones ex-hooligans, y casi todos trabajan en la construcción; son unos monstruos enormes. Me ven como uno de ellos, pero la verdad es que yo siempre he sido el rarito. Ahora eso les encanta, de acuerdo, con el tiempo han acabado por apreciarlo. Podríamos decir que han vivido tanto tiempo con ello que han acabado por aceptar y celebrar mi lado excéntrico. Por otro lado, mis amigos del mundo del arte y la literatura me ven como un pirado violento y peligroso, con un pasado complicado pero valiente y aceptado en el mundo artístico. Es curioso cómo paso de ser un intelectual flácido a un tío duro que no teme decir lo que piensa, sin dejar de ser yo mismo [ríe]. A veces, durante el Festival de Edimburgo, mezclo a mis amigos de toda la vida con mis amigos de los círculos artísticos de Londres y nos vamos a beber. Nunca hay problemas, porque la gente se ha vuelto más generosa con los años, pero es casi como si alguien de Marte y alguien de Venus intentasen hablar”.

Cuando terminé de leer toda la conversación me fue inevitable sonreír y agradecer que pude conocer a Troy y demás personas locas e interesantes durante mi estancia en el poniente de la Sultana del Norte, donde residí diez años. No cabe duda que la juventud y la calle –compuesta con la dosis exacta de inexperiencia– son una gran combinación, son como la mejor escuela que podría tener la vida para hacerle frente. Por ello siempre me ha interesado leer –e intentar escribir– historias que uno ha podido respirar de cerca, con personajes de carne y hueso que no pierden el piso tratando de aparentar ser algo, sin caer en etiquetas de snobs y estúpidos clichés que uno mismo se crea, olvidando su propio nombre y todo el entorno del que surgió.

 

OS. Siempre me gustó contemplar el mundo excéntrico de Troy, todo ese hábitat de alucinaciones y rebeldía natural que profanaba él y sus amigos más cercanos. Troy pertenecía a un grupito de podridos punks de la colonia Adolfo López Mateos, mejor conocida como “La López”, lejos del centro del municipio de Santa Catarina, Nuevo León, bajo la sombra del Cerro de las Mitras, cercana a la carretera que va a Saltillo, Coahuila, donde patinaba hasta romper sus tenis y tronar sus tablas; aparte, Troy era el líder de una agrupación de street punk: Los Pesticidas, famosos por hacer sudar drogadictos en sus tocadas, en el interior de distintos hogares sin aires acondicionados; o de golpear con sus guitarras a fortachones que en medio del baile de brincos y empujones que se hacían durante las presentaciones de Los Pesticidas, se metían al slam a golpear chicas y chicos simplemente por diversión, porque así se consolidaban dentro de ese estilo de Nuevo León Hardcore (NLHC) con violencia, músculos, “hermandad”, vigor, estupidez y pose.

“Eran tiempos de sólo patinar y reventar donde se pudiera, afrontando los problemas con el alcohol, escuchando a The Stitches, The Saints, Circle Jerks, 7 Seconds, Johnny Thunder & Heartbreakers, entre otras bandas”, menciona Troy. Y sobre La López, su barrio del cual jamás se ha alejado, agrega: “La López sigue siendo una colonia culera y nada interesante en la que abundan los viejos irrespetuosos de vergas peludas [risas]. Nunca he dejado Santa Catarina. Siempre he estado echando el rock por acá y no he pensado en moverme de municipio. Para mí Santa Catarina y La López no han cambiado en lo absoluto. Sigo teniendo casi los mismos amigos desde ese entonces y eso es lo que importa. Lo único que pudo haber cambiado, que lo mejor sería decir desaparecieron, fueron las fiestas y tocadas improvisadas en plazas públicas, casas abandonadas o cocheras de quienes se atrevían a soportar cosas de todo tipo. Lo chido era que durante un tiempo Santa Catarina, en especial de éste lado de La López, estuvo en boca de todos los punks callejeros de Monterrey y sus otros municipios. La banda destroy se dejaba caer para acá y no a los bares de moda ni su chingada madre”.

También, sobre Troy y sus compinches, se sabía que acostumbraban reunirse en alcantarillas y otras cosas que estoy seguro, para esas épocas –inicios y mitad del nuevo milenio– era común que se dieran en gigantescas metrópolis. Pero en esos tiempos la juventud de Santa Catarina parecía que no era común que viviera cosas así. La juventud creo que se enfilaba a: 1) Comer elotes en vaso en la Plaza Municipal rodeado de familias. 2) Comenzar a bailar break dance o ser un futuro MC respetado. 3) Convertirte en una especie de Miklo Velka al vivir toda la moda que se creó gracias a la película Sangre por sangre. 4) Afiliarte a algún cártel del narcotráfico mexicano. 5) Montar a caballo y pasar los fines de semana en un rancho de la Huasteca asando carne. 6) Subirte a una patineta y así sobrellevar la adolescencia; como bien lo hacía Troy con sus pelos parados, trasladándose de un lugar a otro arriba de su tabla, y tocando donde fuera posible con Los Pesticidas.

“Seré muy sincero, como Los Pesticidas, nunca salimos de Santa Catarina [risas]. Muchos de los organizadores de tocadas en aquellas épocas no gustaban de ese garage-primitivo-street-punk; como que esos ritmos eran algo muy novedoso en aquel entonces, y es por eso que teníamos que organizar nuestros propios toquines”. No obstante, Troy de nueva cuenta regresó a colgarse su guitarra y cantar algunas canciones del ayer: “No hace mucho con otros dos amigos de Santa Catarina llevé una banda que nombramos Los Retretes, tocábamos canciones de Los Pesticidas; fue la continuación del grupo que jamás quisimos dejar caer el baterista Pako Ramírez [ilustrador y quien también tocó con esa mítica banda santacatarinese] y yo. El bajo lo tocó Jehú Coronado [joven poeta regiomontano y ex líder de Yo Maté a Tu Perro]. Todas esas agrupaciones formaron parte de Grabaciones Puro Pedo, sello que nació entre nosotros, en el cual grabábamos casetes y de vez en cuando hacíamos tocadas en la terraza de mi casa”.

 

RES. El encuentro de Troy con su otro yo me lo contó en aquella época donde le pegaba a la batería con Mocho Cota, grupo de fastcore que formé junto a Pako Ramírez (guitarra y voz) y Ous (bajo), en las entrañas de Santa Catarina, Nuevo León, después de que ellos dejaran de tocar con Lactobacillus Casei Shirota Para El Fat Baby y yo hiciera lo mismo pero con Zarathustra Has Been Killed In The 70’s. En esa ocasión, tras ensayar en un cuarto muy pequeño que Ous tenía en su hogar, arribamos a la casa de Troy para beber algunas cervezas, mientras una sensible canción de pop español a cargo de Los Fresones Rebeldes o La Casa Azul –no recuerdo con precisión– nos recibió. Sin embargo entre melodías, risas y cuando caía la noche al comienzo de un fin de semana, lo que más sobresalía del hogar de Troy era un VHS de esa película mexicana que hicieron sobre Los Panchitos, el cual hasta la fecha conserva con nostalgia, y en aquella ocasión estaba colocado en una repisa; como si se tratara de un Santo milagroso, una figura religiosa a la que se le venera.

Los cuatro presentes durante aquella noche podría afirmar que somos aficionados a ese tipo de películas de “baja calidad” y es bastante obvio que sentimos admiración por esa pandilla de chicos banda que apareció por los rumbos de Tacubaya, Santa Fe (cuando se conservaba como uno de los basureros más grandes de la Ciudad de México), Observatorio y hasta en terrenos baldíos de Cuajimalpa. Los Panchitos se encargaron de aterrorizar a los capitalinos en la última época de los años setenta y parte de los ochenta, como buenos vagos.

Troy afirma que aquel ex miembro de Los Panchitos, uno de los más de 500 chavos banda que llegaron a conformar al grupo echando relajo en las tienditas de las esquinas, robando cervezas, trepando en los camiones repartidores, intoxicándose con chemo, escuchando a Three Souls in My Mind en sus fiestas, vistiendo garras a la Sex Pistols o Ramones, peleando con cadenas y puntas contra su pandilla rival Los Buk y trisoleando en las tocadas de rock, se reflejó en él, en un chico con menos de 20 años de edad que había viajado de raite desde Santa Catarina, Nuevo León a la Ciudad de México sólo para conocer el popular Tianguis del Chopo que data de 1980.

“Esa onda de irte de raite nada más porque sí, de la noche a la mañana, era lo mío; no te imaginas lo que fue. Nos fuimos varia banda para el D.F. Creo que ya no tardan en cumplirse unos quince años de esa aventura y hasta la fecha nada lo supera. Yo me la mamé, únicamente traía dos culeros pesos [risas]. Te lo juro. Y antes de salir de mi casa le dejé una nota a mis papás que decía: “Se peló Baltazar”, es lo que recuerda Troy después de preguntarle cuándo sucedió esa aventura. Solté una carcajada y tampoco puedo desmentir lo que me decía un viejo amigo. Lo conozco y en esencia él así es. Le cuestioné si en alguna ocasión antes ya había viajado a la Ciudad de México: “Nunca había estado allá. Tardamos más o menos unas catorce horas en llegar de raite. Viajamos con traileros que se paraban en medio de la carretera a dormir, para que se las mamara una puta o comer algo; yo qué sé”.

Los imberbes punks de la Ciudad de las Montañas llegaron a la Ciudad de México un jueves por la mañana. Los capitalinos del extinto Distrito Federal, dice Troy, se portaron a toda madre. Sin embargo, tanto él y quienes lo acompañaron en ese viaje, lejos de Santa Catarina, Nuevo León, a cientos de kilómetros, se enteraron que el Tianguis del Chopo sólo se pone los días sábados en la calle Aldama de la colonia Buenavista, a un costado de la Biblioteca Vasconcelos y Eje 1 Norte.

“Estuvimos vagando por el centro y durmiendo en alcantarillas para evadir el frío. Recuerdo que únicamente llevaba una chamarra de tela puesta, una camisa desgarrada hasta el ombligo y no quedaba de otra más que inhalar tolueno para que se nos quitara el frío [risas]”. Y Troy continuó relatando esos días: “Buscábamos comida en la basura, y cuando finalmente llegó el día para conocer el Chopo nos metimos por debajo de las barras de un Metro, vimos que eso era normal para ir hacia el afamado tianguis. Lo chido fue saber que íbamos en el vagón correcto, había mucha banda de pelos parados. Ya cuando comenzamos a caminar dentro del Chopo nos topamos con la bandita destroy que nos preguntaban: ¿De dónde vienen?, ¿cuándo llegaron, ¿dónde rifan?, ¿en qué se vinieron?, ¿traen varo? ¡Pinches Monterrey ñeros!”.

 

UATRO. Recientemente me reencontré con Troy para revivir esa anécdota de él y un ex Panchito. Aquel viejo amigo ahora es un hijo bastardo de Paul Weller de The Jam y The Style Council, un guapo y estético mod –tal vez el único– de Santa Catarina, Nuevo León que conduce un viejo y lindo scooter Vespa o Lambretta; no lo distinguí con exactitud. Troy se convirtió en un chef y es el dueño de Di Parma Bistro, su restaurante de cocina italiana y repostería gourmet que está ubicado en avenida Perimetral Norte 807 de la colonia Adolfo López Mateos, en sus terrenos de siempre.

Troy me recibió en su local y todo fue distinto. No hubo pelos parados, chaquetas de cuero, patinetas, ombligueras, drogas, fiesta, tocadas en su casa, canciones de Eskorbuto y mucho menos mocedad, locura y desenfreno. Me presentó a su novia y sus dos perros dálmatas que viven con él. También me sorprendió lo elegante que se ven las mesas de Di Parma Bistro junto a su scooter que permanece ahí estacionado. Es un lugar acogedor pero armonioso. Leí en el menú platillos como: “Ensalada de durazno asado al vino blanco, queso mozzarella, mix de lechugas y vinagreta dulce”. También encontré pastas (Pomodoro, Alfredo, Arrabiata, Mia rossa, Al burro, Bologñesa, Aglio olio); ensaladas (Cesár, Capresi, Parma); lasaña (Ragu de carnes al tomate, queso y bechamel o Ragu de verdura, queso y bechamel).

Sin más ni menos, en medio de mi plato con lasaña y una refrescante limonada, decidí preguntarle a Troy cómo fue que dio con su otro yo, con ese chico banda que dijo haber pertenecido a la banda de Los Panchitos.

“Entre tanto cotorreo, toque de mariguana, mona, regalos de casetes y discos, terminamos con unos güeyes en un lugar llamado El Clandestino, allá por el rumbo de Ecatepunk. Fuimos a una tocada donde no nos dejaron entrar por lo intoxicados que andábamos [risas]. Caminamos por una especie de canal [Río de los Remedios] donde había todo tipo de vagos y gente que ahí vivía con sus familias. Llegamos a un deshuesadero de autos en el que había otra tocada. Ahí fue que di con un tipo que apodaban como El Roto, un señor entre los 40-50 años, piel morena y con un paliacate en la cabeza; decíamos entre broma y broma que tenía aspecto de cholo-punk [risas]”. No puedo negar que Troy se emocionó otra vez contando su historia. Se expresaba con cada uno de los gestos de su cara, con sus ojos saltando entre sus enormes cejas, y sus manos acompañando el ritmo de nuestra conversación. Y Troy continuó diciéndome: “El Roto al parecer era alguien muy respetado entre la banda culera de esos rumbos. Se me acercó a preguntarme: ¿Y tú de dónde?, ¿qué quieren acá?, ¿traes pa’ un toque? Yo no le contesté nada y seguimos cotorreando. En esa tocada escuché por primera vez un: Hay… hay… hay… hay… hay…, que por su puesto era la canción Radio alicante muerta de la banda española Urgente, con la cual salté a reventarme en un pogo que se hizo”.

Después Troy mencionó que la tocada de punk parecía no tener fin. Salió del deshuesadero de autos a fumar e inesperadamente El Roto le chifló, para después apodarlo como “Panchito” entre sus demás valedores.

“Me preguntó si quería un toque de mota. Comenzamos a cotorrear e inmediatamente me dijo que con mi ombliguera se había acordado de él, estando chavo, más o menos de la misma edad, unos 18 años”, dice Troy. “Conectados El Roto y yo, después de fumar mezcalina y cuando terminó el último grupo de tocar, nos lanzamos a su humilde casa que estaba muy cerca de ahí. Estuvimos platicando por un buen rato hasta que desperté en el suelo. Antes de irnos, ya para regresar a Santa Catarina, El Roto me dio el VHS de Los Panchitos y nos acompañó al Metro. Al despedirse recuerdo con exactitud que me dijo: cuida la película porque soy de los últimos que quedan firmes. Bueno… eso me han dicho. Cámara, Monterrey. Suerte”.

En esa, la segunda ocasión que Troy me contó ésta anécdota, su vivencia estaba plasmada con datos más exactos; como si todo esto apenas le hubiera ocurrido el día anterior. Pero en aquel entonces, hace ya más de una década, cuando sólo tenía 18 años y era un podrido punk de La López, desconocía quiénes eran Los Panchitos. Supo de ellos hasta llegar a su casa y reproducir el VHS. Era un reflejo casi perfecto; como mirarse al espejo después de despertar.

“Al chile no sabía nada de Los Panchitos. Yo creo que ese fue uno de los tantos problemas que viví al ser un punk de Santa Catarina [risas]”, Troy dijo eso y sostenía entre sus manos la película. Incluso no me había percatado y el VHS estaba firmado por El Roto. Mi sorpresa fue aún más grande. La felicidad de conmemorar algo así provocó que el tiempo se detuviera. Y antes de salir de Di Parma Bistro, Troy dijo: “Ahora siempre recuerdo al Pelón Vicious [un punk muy viejo de Monterrey] que me decía que yo era muy parecido a un güey que salía en la película de Los Panchitos. Jamás había recordado eso hasta después de dejar el D.F. Pero una de dos: El Roto me quería coger, o creo que fui bendecido por Dios”.

EL PARAÍSO DESOLLADO

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n 1978 Ricardo Garibay publicó “Acapulco”, una crónica en respuesta al desafío que le plantó el cacique Rubén Figueroa Figueroa, quien lo retó a escribir acerca del sur profundo. A pesar de su carácter recio, Garibay terminó agobiado y en el libro confiesa haberse rendido, incapaz de abarcar un fenómeno tan imbricado como es Acapulco.

Hacia el final de los días en que permaneció alojado en el puerto, Garibay se entrevistó con un sacerdote norteño entregado al servicio en un orfanato. Garibay llega a provocar al padre Gabriel para hacerlo hablar de una cuestión central, la violencia palpitante en la sangre costeña. El padre Gabriel lo escupe como si fuera bilis: “(…) maravilloso este infame lugar donde la vida vale un gargajo y tanto puede durar siglos mordiéndose la cola de miserias como puede interrumpirse para siempre de un momento a otro gracias a la abominable pasión por la pistola, condenado lugar manadero de huérfanos y de alaridos, malvada sed de muerte sin fin, y esta es la tercera noticia que me llega en un mes de gentes que conocí y acaban de ser asesinadas”.

El año pasado Bernandino Hernández Hernández, alias el Berna, erigido el fotógrafo de la violencia en Acapulco, saltó a la fama tras ganar el Sarajevo World Duplex 2016, un certamen de fotografía de guerra. Instalados en el terreno donde Berna construye la segunda etapa de su casa, dimos fuego a la entrevista.

-¿Cuántas escenas del crimen has presenciado?
-Más de 8 mil –calculó. En un sólo día llegué a fotografiar hasta doce personas asesinadas. A veces había dieciocho, hasta veinte muertos al día. Ese promedio multiplícalo por once años. Lo más que llegué a tomar fueron treinta y dos asesinatos en un sólo día.

Escuchar esa declaración fue como medir a un oponente por el primer golpe y saber que no tienes posibilidades. Cuesta imaginar esa cantidad de cadáveres, apilados quizá en una cancha de futbol, dimensionar lo que implica, lo que desgarra. Pero mucho más difícil es atribuirle un sentido. Hay algo petrificado en el rostro de Bernandino Hernández, de 48 años de edad, en su tez cobriza y requemada por este sol inclemente. (Hay que probar lo que es trabajar bajo el sol de Acapulco para enterarse cómo curte, cómo aja.) No deja de ser pertinente lo que concluye el padre Gabriel en la crónica de Garibay: “esta violencia, esto de matar como acción natural, en Acapulco, en Guerrero todo Guerrero ¿per qué? ¡ah, nadie quiere averiguarlo!”.

Atardece. Estamos ante el mar abierto de Pie de la Cuesta. Berna teje su relato con la consternación de quien aviva memorias dolorosas, con la mirada enterrada en un túmulo de arena bermeja en el patio de su casa.

-He visto gente tirándose al piso, berreando de sufrimiento por sus muertos. Cargándolos. Pensando que están vivos. Gritándoles ¡párate, párate, no tienes nada, párate! Pierden la cabeza, se llevan a sus muertos por su cuenta. Mandan a traer un sillón, lo levantan y con la ayuda de vecinos se lo llevan a su casa en el sofá, pensando que sigue vivo. Personas que se tiran arriba de los cuerpos. En una de las fotos que tengo, un tipo besa en la boca el cadáver de su hermano.

Tampoco deben olvidarse los niños que recibieron ochenta impactos de bala porque los sicarios confundieron la camioneta en que viajaban con la de un abogado a quien le cobrarían con la vida. O las hermanas encinta y rociadas de plomo, con un niño de seis años caído a sus pies con el tiro de gracia metido en su cráneo infantil.

Berna nació en Chiapas pero de inmediato llegó a Acapulco luego de que un cacique despojó a su familia de unas hectáreas. Uno de sus tíos enfrentó esa injusticia, ese deporte nacional de poderosos, pero recibió la muerte como respuesta. Entonces la familia Hernández se armó con escopetas y machetes. Eran alrededor de ochenta o noventa miembros, detalla Bernandino, su tatarabuela se lo contó a los cinco años de edad. Los Hernández “tuvieron” que matar al cacique y a toda aquella familia para poder vivir en paz. El problema nunca acaba si no lo terminas de raíz, asegura el fotógrafo. Berna nació en la violencia. Berna vive de la violencia.

En la crónica de Ricardo Garibay, el padre Gabriel, descrito como un hombre de probidades, norteño franco que llama las cosas por su nombre, enuncia: “Prefieren violar las reglas e ir imponiendo cada quien lo que le conviene.” En la historia de Bernandino Hernández la violencia siempre vuelve. La abuela también le narró la muerte de su padre. Es que los Hernández perdonaron la vida a un niño de trece años, un hijo o pariente del cacique, quien al cumplir los diecisiete vino a Guerrero a buscar al progenitor de Bernandino y acá se cobró la insaciable venganza, el sediento ojo por ojo, la sangre fría. Con esta clase de historias se trenza el devenir guerrerense. Y cualquiera con algo de juicio se pregunta qué sucede pues con la gente de acá. Así responde el padre Gabriel: “Es buena pasta, sí, pero el contagio, el contagio, y yo temo que vivir como un animal pues… pues a lo mejor no se siente tan horrible como yo supongo, como suponemos… No, no, quién sabe”.

La orfandad es el otro chingadazo. La otra mejilla. Y ojalá el mentado padre Gabriel dijera algo esperanzador; pero aquí lo tienen: “Aíslelos usted, súmalos en la desesperación y verá surgir las fieras, aquí teníamos un muchacho que iba notable en el órgano, tímido, solitario, las burlas, le pegaban, en un baile tentaron a su novia, mató a uno, persecución, mató a otro, lo apedrearon, mató a tres, multiasesino en menos de una hora, la soledad. (…) hay en un mes en Guerrero más asesinatos que en cien años en Suecia o Noruega”.

Como muchos en Acapulco y en el estado de Guerrero, Bernandino Hernández creció sin padre. Lo conoció hace apenas tres años por una apergaminada foto de credencial que su hermana (a quien tampoco conoció) le envió desde Canadá. Todo el tiempo de su infancia resarció la ausencia de su viejo con raudales de coraje y de orgullo, de rabia, al estilo de un acapulqueño típico. Desde niño se salió a la calle a canastear en el mercado. Se bronqueaba con quien fuera porque nunca se dejó de nadie. También trabajó en la Zona Roja del puerto dando el servicio de abrir la puerta del coche a las muchachas que llegaban. Se ganaba unos pesos y veía de todo. Regresaba a las doce o una de la mañana y a su madre le inventaba que volvía de jugar con los chamacos. Si salía todo pomadoso explicaba que iba al cine. Pero claro que una zona roja siempre es nota roja.

-Llegué a ver cómo le enterraron la navaja a un cabrón.

El padre Gabriel tiene un apunte al respecto: “Dan la vida por un amigo, por un ideal, pero entre tantísima miseria aprenden primero a darla por una botella, por una huerta, por una güila.” La miseria y la ignorancia como destino duelen mucho más que una verguiza carcelaria y terminan aflorando en bravura y orgullo. En rabia. Pregúnteselo a un guerrerense y verá cómo negándolo confirma la proposición. Novelas realistas y profundas como El lector, de Bernard Schlink, o Servidumbre humana, de Somerset Mauhgam, son más diáfanas al explicar dicha relación.

A aquel joven Bernandino lo salvó Alfredo Sánchez Torres, un fotorreportero del periódico más oficialista de Acapulco, allá por los años setenta. Éste le propuso aprender el oficio de la fotografía para que dejara de andar de rijoso. Ayúdame a vender fotos y te doy algo, le propuso. Alfredo Sánchez fue a pedir permiso a la mamá del Berna y así el chico se inició en la fotografía. Se volvió un “pesetista” en las afueras de la catedral de Acapulco. Aprendió a revelar rollos en la cámara de contacto. Después de la escuela bajaba al Zócalo y si no había chamba se ponía a hacer la tarea. Pero el Berna no dejó de ser un chico peleonero.

-¿Quieres pelear pues? –un día Alfredo se enfadó con el jovencito y lo metió al famoso torneo de los Guantes de Oro, que reunía a lo más granado del amateur acapulqueño.

-Ahí iban los batos que pegaban sabroso –el Berna esquiva un recto imaginario-. Ahí tengo una foto con mi chorcito, descalzo y peleando en el ring. Sólo te pagaban las victorias –subraya lo importante.

Berna llegó a la final del campeonato y quedó en segundo lugar. Entrenaba pero más bien aprendió de la pelea callejera. Por eso lo apodaron “el perro de Hogar Moderno”, porque cuando se trenzaba con su rival no paraba hasta liquidarlo. Después el Berna hizo clientela, iban a buscarlo desde otros barrios para ver si era cierto que muy canino. Le llegaban de juderías como La Mira, Palomares, de la Calle 13, de puro terreno bravío.

-Antes las peleas eran a putazos limpios; ya después comenzaron los navajazos.

En la secundaria Bernandino recibió dos puñaladas.

-Traía yo un verduguillo. Luego una 007. Nunca me dejé –se alza hombros.

-¿Ensartaste a alguien?

-En una ocasión le saqué las vísceras a un cuate. Eso fue en el barrio de El Comino. Ya estaba cantado el tiro.

Todo aquello nomás para averiguar si el Berna era ese Perro de Hogar Moderno que trajinaba el rumor. Así era y será el arrabal en Acapulco y en cualquier parte. Aquí tenemos la apreciación del padre Gabriel: “Véalos qué listos, qué recios para disputar lo suyo, pero los pone a estudiar y entonces se ve el porcentaje tan grande de incapaces, (…) no pueden, no consiguen estarse quietos, concentrarse, sí, sí, es un exceso de vitalidad que asombra, pero sin rumbo, para nada”.

Afortunadamente durante aquel noviciado el Berna contó con el acompañamiento de su padrino Alfredo Sánchez, sobre todo en uno de los trances más difíciles; porque un día le metieron un balazo al “Charal” (como lo apodó la grey fotoperiodística). Fue en la colonia Progreso al forcejear con su agresor resistiéndose a un asalto.

-¿Cómo se siente un balazo?

-Nada. Te tumba y sales sangrando. Quise quitarle el arma al cuate y no pude. Me llevaron al hospital. Era una bala expansiva, de modo que todavía traigo una esquirla en el abdomen. Pensé que ya me iba –admite pasmado aún.

Ahora cada vez que le sacan una radiografía se enteran de que tiene un pedazo de plomo alojado en el cuerpo. “Oiga, a usted le dieron un balazo”, le informan. Este suceso fue culminante en la vida del Charal, porque después perdió a Alfredo Sánchez, su benefactor, quien inició en el oficio de la fotografía a uno de los siete mejores documentalistas de la guerra en el mundo. Aquel heraldo negro llegó a casa del Berna por medio de Esperanza Sánchez, hermana de Alfredo, quien le dio la noticia y le entregó como herencia una cámara, un flash y una motocicleta, según la voluntad del finado. Como le dijo el día en que se conocieron, “ayúdame a vender fotos y te doy algo”. ¿Qué le dio? Más que una forma de ganarse la vida. Al Berna su abuela le dijo que no importaba el tiempo, sino el trabajo de cada día. Y es la suma de ese trabajo diario más la herencia de su mecenas lo que ha llevado al Berna a donde está.

Hoy lo veo en el Youtube. El afamado Alejandro Almazán, del periódico Milenio, lo entrevista en Acapulco mientras lo acompaña durante una jornada de trabajo. El encuentro torna amarillento cuando Almazán lo cuestiona a quemarropa:

-¿Te gustaría que llegara un fotógrafo a tomar un retrato de tu cadáver? –van dentro del coche del Charal por las calles de la peligrosa colonia Zapata, donde, como le dijeron a Garibay, “La Emiliano Zapata, ajá, sí, ten cuidado, nada de lo que ocurre allí es en broma”.

-Yo siento que ese día puede llegar, ya que las amenazas que he recibido… –Berna se mira tranquilo en la pantalla a pesar de la gravedad que implica su declaración.

Al final del breve reportaje, el Berna aparece sentado a una mesa de restaurante de playa, con una cerveza en mano, sonriente y recitando cierta impostura: “Por qué no relajarse un poco al final de cada día una chela”. Tal cierre tiene gusto a exhibicionismo que oculta algo. Ato los cabos e intuyo por qué mientras comprábamos caguamas para saborearnos la entrevista, el Berna justificó que ayer se había chingado tres él solo. Sin que nadie diera pie al tema. Sin que nadie le hubiera pedido explicaciones. Entonces la pregunta siguiente es amañada:

-Oye, Berna, ¿cómo le haces para procesar tanta sangre y tanta violencia que miras a diario?

Doy con tino. Berna hace mutis. Se extravía. “Se rumoran avistamientos de ovnis que salen desde las aguas de Pie de la Cuesta”, la frase irrumpe anárquica en mi cabeza. Aquí está el padre Gabriel volviéndose impertinente: “¡Pues no hay qué hacer, salvo retacarse de alcohol y desintegrarse en este condenado sol al día siguiente! Y a dónde vamos ¿se puede saber? Hay que admitir que Acapulco tiene un severo problema con el alcohol.

-Yo lo que hago es refugiarme en la cerveza y el vino. Me voy al restaurante Quique, en Pie de la Cuesta. Voy unas dos veces a la semana.

Ahí se cura el Berna. Así se alivia.

-Siempre estoy echándome unos tragos. Voy a lugares alejados donde escuche la naturaleza. Solamente así me deshago de todo lo que he visto.

El Charal y el padre Gabriel ya dialogan familiarmente en mi cabeza:

-“La famosa internacionalidad (de Acapulco) es pura leyenda. Te emborrachas o te embriagas. No hay de otra.”

Antes el Berna bebía hasta siete caguamas al día, él solo. Hoy se ha vuelto cristiano. Pero sigue bebiendo, admite. Está bien, le respondo intentando atenuar la noción de falta.

-Pero al menos tu trabajo es reconocido en el mundo.

-¿De qué me sirve el reconocimiento internacional? ¿De qué me sirve si estoy solo, si vivo con nadie? Prefiero estar solo a poner en riesgo a alguno de mis hijos. Sí, me da satisfacción.

-Entonces…

-Pero toda la tristeza que traigo atrás…

-No entiendo –insisto.

Bernandino no puede contenerse. Se le escapaba el llanto. Me pide unos minutos para reponerse. Ahora soy yo quien rellena los vasos de cerveza con diligencia, como si de veras el alcohol sanara las heridas. Bebo. Espero.

-¿En qué nos quedamos? –me dice algo repuesto.

-En que has presenciado muchísimo dolor.

-Puedo decirte que yo antes no comprendía ese dolor de las personas hasta que algo sucedió en mi familia. Esto nadie lo sabe –me advierte.

Hace menos de tres meses el Berna creía que era un día más de chamba. Recibió el reporte de una persona decapitada y asistió al deber de su oficio, documentar la guerra, por el que ha recibido el reconocimiento internacional. No sabía que lo que estaba fotografiando aquel día eran los pedazos de su propia sobrina, desaparecida hacía semanas. Sólo se enteró de que era su sobrina de quince años hasta el instante en que descubrió la cabeza y miró ese rostro. Berna se derrumba.

-En ese momento me caí sentado y uno de los batos (compañero fotógrafo) me decía qué pasa, Berna. Le pido que me deje solo, yo estaba en el suelo con la cámara entre los pies.

-¿Pero por qué estás llorando, cabrón? –insistía su colega.

El dolor se nos encasquilla en la garganta y es imposible continuar la entrevista. La repugnancia me indica que se terminó el papel del periodismo, que éste es territorio humano, carne viva, desuello. Que no hay más que decir. Ya no le busques, digo a coleto.

-Discúlpame, Berna –le pido mientras pongo una mano sobre su rodilla.

Desde ese día Bernandino ya no está de lleno en la nota roja. Es lo que dice. Todo indica que volverá a ser pesetero retratando en escuelas y eventos sociales. Habrá que ver. El Berna no había podido asimilar el sufrimiento de víctimas de la violencia en Acapulco hasta que una de sus sobrinas fue entregada en pedazos a su hermano. Mierda. Sólo así nos cae el puto veinte. Y de toda esta violencia todos somos un poco culpables.

-Ése, yo no comprendía el dolor de las personas hasta que pasó en mi familia –reitera con impotencia el buen Charal-. Dicen que el novio traía broncas desde donde vino, desde Veracruz. Dicen que al novio lo conoció por el féisbuc. Esa pinche madre del feis es una mierda –Berna exhala rabia-. Ella pagó por pedos que traía el bato. Ya no quisimos investigar ni nada. Ahí hay un Dios muy grande –señala al infinito.

Silencio. El Berna se topa con un muro porque no puede hacer ni decir más, carece de fuerza para escalarlo. Días antes de que sucediera lo de su sobrina había vendido una pistola 45, la guardaba desde hace mucho tiempo para quebrar al que le dio un balazo años atrás en la colonia Progreso. Ahí queda. Ahí muere. Alguien debe rendirse. Veo con claridad cómo la violencia es una espiral que devora, cómo para salir de ella hay que dejarse ganar. Y ello quema el alma del orgulloso. Como en un círculo insalvable volvemos al principio: en Acapulco, en Guerrero, venimos de la violencia y siempre volvemos a ella.

Cual colofón, adivine dónde se encontraba Bernandino Hernández el 27 de enero de 2006, mientras se registraba la balacera que inició once años de terror en Acapulco, la famosa matazón en la colonia Garita, entre agentes municipales e integrantes del cártel del Chapo Guzmán. Un suceso que sembró la paranoia en los acapulqueños. Aquella mañana, el Berna estaba de pesetero en un evento del colegio Albert Einstein, ubicado a menos de trescientos metros del sitio del tiroteo.

-El desmadre se oía feo. Me pongo atrás de un pinche poste y pam, pam, pam, y los pinches granadazos, y la gente del mercado corriendo.

En eso viene un policía y se aposta a un lado de él.

-Le digo, oye, jijo e la chingada, ¿no vez que están tirándoles a ustedes? Pues no se quitó. Corro a resguardarme en otro poste y una señora sale corriendo y se cae. Le dieron un balazo en la pierna. La quise jalar y la señora en lugar de acercarse se tiró hacia adentro de un local que estaba ahí enfrente.

Desde esa ocasión –dice Berna- se vio que el gobierno ha estado metido hasta las narices en ese desmadre (el crimen organizado, el narcotráfico, la espiral de violencia). En ese momento estaba Félix Salgado Macedonio como presidente municipal y René Juárez Cisneros como gobernador.

-¿Y tú crees que esto se va a acabar? –le preguntaron en una conferencia que ofreció en Querétaro luego de llamar la atención del mundo con su trabajo fotográfico.

-Esto va a seguir –aseguró en aquella ocasión-. Y ahora hasta en la Ciudad de México. Cuando ellos decían esto no va a pasar acá. Está extendiéndose como virus. Tiene que acabar de raíz.

-¿Y cuál es esa raíz?

-El pinche gobierno. Ellos dejan que el crimen haga lo que quiera con la sociedad. Yo lo que le digo a toda la gente es que no crea en el sistema. La gente que nos está gobernando es una mierda.

Bernandino está preocupado por los jóvenes porque son carne de cañón del crimen.

-Hay una lavadera de cerebros por todas partes y una bola de mentes débiles. Todos quieren ser sicarios o narcos.

-“Y a dónde vamos ¿se puede saber?” –el padre Gabriel se lo preguntaba en 1978.

¿Y a dónde vamos a parar? ¿Se puede saber? En el 2017 seguimos preguntándonoslo.

 

Fotografías de Bernardino Hernández Hernández.

 

LAS MÁQUINAS DECIDIRÁN QUE SU MÚSICA ES MEJOR

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áquinas que eligen su música por encima de la que hacen los humanos? ¿Definiciones que expanden lo musical al sonido de animales, objetos y fenómenos naturales? Nacido en Londres en 1949, David Toop es un músico, escritor, curador y artista sonoro que contribuyó con sus proyectos de improvisación musical en los años setenta a la escena experimental inglesa. Junto a sus más de veinte discos de sonido experimental, Toop es reconocido por su labor como crítico e historiador musical, además de haber fungido como editor adjunto y columnista de revistas como The Wire y The Face. Con motivo de la reedición de uno de sus libros insignia, Océano de sonido, Toop abundó con amable profundidad y lucidez en sus amplias ideas de la esencia de la música, en la dirección del gusto musical de nuestros días llenos de playlists individuales y megaconciertos, y hasta en el papel simbólico de los músicos en vivo dentro del flujo caótico de la actualidad.

El productor de música house, Larry Heard, habló de una “música para ser escuchada en la vida diaria”. ¿Es la música ambient un escape o una entrada a la realidad caótica de nuestro tiempo?

Depende de lo que entendamos por música ambient. Cuando escribí Océano de sonido en 1995, había un género de música emergiendo de la escena de los clubes de aquel tiempo, sobre todo electrónica, llamada música ambient. Yo estaba intrigado por su historia y sus efectos, pero también por la manera como se conectaba con algunos de mis intereses como la música ambiental, la ecología acústica, ciertos tipos de música electrónica en vivo y minimalista. Pero mientras escribía el libro, sentía que la música ambient era más bien estrecha. En su mayoría atraía a gente que buscaba un escape, un respiro, un bajón para las drogas o relajarse. Para mí, la noción de ambient podía ser mucho más disruptiva que eso. Después de todo, una grabación de una manifestación callejera violenta también es ambiental y el sonido “natural”, que fue un fetiche creciente de ese tiempo por las tendencias New Age de la música ambient, no era necesariamente benigno. Mucha gente en México ha sufrido terriblemente los efectos de terremotos devastadores recientemente. Los sonidos de un terremoto son “sonidos naturales” y ambient, pero de ningún modo son relajantes. Quería extender desde mi punto de vista esa idea relativamente nueva de la música ambient para incluir sus implicaciones y sus posibilidades más abiertas.

La música es considerada una actividad emotiva, cultural, incluso sagrada. ¿Cómo cambia la “esencia” de la música cuando ya no se necesitan humanos para crearla?

En lo personal, no pienso en la música como una actividad exclusivamente humana. Yo reconozco la hechura de sonido de otras especies, máquinas, espacios, fenómenos y objetos como un tipo de música. Eso tiene probablemente una agenda diferente a la hechura musical de los humanos, pero no significa que podemos descalificarla sólo como “sonido” o “señalización funcional”. Hay una investigación reciente de la comunicación entre los árboles, por ejemplo. Así que ¿cómo sabemos que los sonidos ricos, variados y extraños que hacen los árboles no son una parte de eso? Quizá parece excéntrico pensar de este modo, pero también sabemos que las especies no-humanas continúan aprendiendo y evolucionando en su hechura de sonido (la manera como los pájaros adaptan su canto según las condiciones del ambiente es un ejemplo de esto) y también sabemos que las máquinas pueden aprender. Éste es uno de los temores básicos sobre la Inteligencia Artificial y su futuro impacto sobre la sociedad humana. Las máquinas probablemente decidan que su manera de hacer las cosas es superior. No es imposible, en ese escenario, que ellas también decidan que la música humana no es lo suficientemente buena y desarrollarán formas de música que crean que son mejores. Hasta cierto grado, eso ya sucedió.

Hablando musicalmente, ¿se puede decir que vivimos en una era intensamente dirigida por nuestros sentidos aunque vivimos la mayor parte de nuestra cotidianidad a través de las pantallas de nuestros smartphones?

Nuestros sentidos siempre han creado lo que llamamos “realidad”. Eso no es tan diferente ahora que estamos tan conectados con la tecnología inteligente y las pantallas, que como lo fue para las culturas ya desaparecidas que operaron en una red de impresiones sensoriales y mitos. Quizá es una cuestión de significado. ¿Es la música contemporánea principalmente sobre el sexo y el dinero, con mera existencia en un mundo de transacciones financieras y entretenimiento? Podrías argumentar que la música actual exige menos potencial sensorial, no más. La semana pasada hablé con el manager de Björk y me contaba de la cantidad de esfuerzo y agonía que ella ha puesto en el sonido de su nuevo álbum, cambiando constantemente cosas según lo que sintiera cuando escuchaba en diferentes sistemas de bocinas. Pero como él señalaba, mucha gente ahora escucha la música grabada en las bocinas diminutos de sus teléfonos, ni siquiera en sus audífonos, así que todos los que somos devotos del extremo cuidado y la atención a los detalles en una mezcla y su amplitud sonora estamos perdiendo nuestro tiempo. Aunque, claro, eso no significa que no valga la pena hacerlo.

¿Adónde se dirige el gusto musical de nuestros días? ¿Cómo se relaciona la experiencia solitaria de la playlist individual con la experiencia social y atmosférica de los megaconciertos y los festivales?

No hay duda de que los megaconciertos y los festivales son atmosféricos, pero siempre los encuentro bastante solitarios, sobredimensionados y alienantes. Sentirse solo en una multitud o en una gran ciudad es un sentimiento común. Hay mucha intersección en los playlists, una dimensión social que descendió de la cultura de los mixtapes [mezclas grabadas en casetes] de intercambio y de venta ilícita que fue muy popular en los setenta y los ochenta. Cuando curé una compilación de dos cedés de Océano de sonido para Virgin Records en 1995, eso fue una consecuencia directa de los mixtapes privados, los programas de radio y las revistas que había estado juntando desde 1971, cuando conseguí mi primera casetera. Las redes de trabajo crecieron desde ese tipo de actividad, un medio de distribuir conocimiento alternativo, pero también una táctica para combatir el aislamiento que resulta de tener gustos diferentes y hacer conexiones diferentes a las de la norma.

En la actualidad, ¿cómo comprendes la antigua y erosionada división entre intérprete y público? ¿Se han vuelto las audiencias más poderosas que los músicos?

En mi propio trabajo intento no pensar en términos de intérprete y audiencia, prefiero enmarcarlos en una relación de oyentes que simplemente escuchan de diferentes maneras. No hay duda de que la convergencia del neoliberalismo, las computadoras interconectadas y las apps interactivas ha cambiado la balanza de poder de lo que algunos llamarían “la audiencia” y otros llamarían “el consumidor”. En algunos casos puede ser una fuerza para bien, pero si se trata de que las decisiones se basan puramente en el dominio estadístico de gustos céntricos, entonces podemos olvidarnos de la innovación. Una de las cosas que caracteriza la vida contemporánea en lo político, lo cultural y lo económico es su volatilidad. Sabemos que todo lo que pensamos un martes pudo haber cambiado el viernes. Hay muchísimas variables que se involucran en algo tan complicado como la producción y distribución de música para ser determinado enteramente por un gusto público único y monolítico, abandonado a las presunciones salvajes de un algoritmo ideado por una persona inmadura localizada en la Costa oeste de Estados Unidos.

Aunque la gente ha dejado de comprar cedés y descarga sus propias listas, aunque los DJs ahora son considerados artistas, los conciertos siguen abarrotados y los fans se involucran con las redes sociales de sus intérpretes favoritos. ¿Cuál es el rol simbólico actual de los intérpretes y músicos en vivo?

Son un recordatorio constante de la materialidad de la vida. Tenemos que lidiar con eso todo el tiempo: comida, bebida, suciedad, jabón, muebles, puertas, aire contaminado, autos, pantallas rotas de smartphones, otros seres. Hay una identificación muy fuerte al mirar a los músicos tratando con los materiales en bruto de la música. En su mejor versión puede haber un drama en todo ello, mucho riesgo, y entonces se siente como un mundo más cercano al jabón o a la comida que a la existencia flotante de la vida en línea.

Hablando de la música disco, escribes en Océano de sonido que las canciones se “descompusieron”, se remendaron y se volvieron líquidas; y que los músicos se volvieron técnicos. ¿Volveremos a criar y escuchar músicos virtuosos?

No diría que las canciones disco se “descompusieron”, sólo que su estructura era diferente en forma y duración a la estructura rígida del verso-coro-puente musical-verso-coro de las canciones de pop convencionales. Parece haber más músicos virtuosos ahora que antes. Si te fijas en YouTube es imposible evadir a músicos con técnica prodigiosa en todos los campos de la música. El problema es que la mayoría de ellos no tienen nada más, sólo es técnica por amor a la técnica. Eso es muy diferente cuando escuchas a Wayne Shorter, Alice Coltrane o Jimi Hendrix, mucha técnica pero siempre sorpresas, siempre nuevos modos de pensar en el instrumento, dónde va una línea o cómo se unen los sonidos.

¿La división de “música para escuchar”, “música para cantar” y “música para bailar sigue siendo relevante en nuestros días?

Desde el punto de vista de los etnomusicólogos, la mayoría de las culturas tienen categorías similares de actividad musical. En 1978 grabé chamanismo yanomami y música ritual en el Amazonas, al sur de Venezuela. Uno de los aspectos de la cultura yanomami que me fascinaron fue la casi total ausencia de instrumentos musicales. Eso es muy inusual. Creo que también es verdad decir que tienen muy poca música, aunque el sonido y la audición son importantes en sus vidas. La manera como trabajan con el sonido mediante coros, cantos y otros sonidos vocales se debe a preocupaciones cosmológicas y míticas, a rituales de caza, ocasiones sociales y canciones sobre el clima. Así que ellos escuchan, cantan y danzan, pero no como entretenimiento. Quizá las cosas están cambiando en las ciudades del mundo, o lejos de las selvas. Alguien como Frank Ocean hace música para escuchar, música para cantar y música para bailar al mismo tiempo. ¿Cuál es cuál? Hay muchas maneras de definir “escuchar”, “cantar” y “bailar” y todas ellas se conectan.

David Toop, Océano de sonido, Caja Negra Editora. 2016.

LAMENTOS DESDE EL MALECÓN

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asi se podría afirmar que existe un subgénero literario, bastante abundante y redituable, que tiene como tema central el fracaso del socialismo en Cuba. Este tipo de historias se ha vuelto muy atractivo para cierto lector que busca, con interés casi pornográfico, enterarse de los horrores de la dictadura cubana y de la farsa del socialismo en general. Por supuesto, a las grandes editoriales no les ha pasado desapercibida esa oportunidad de negocio, por lo que se la pasan a la búsqueda de autores y de obras que hablen de dichos temas.

Nunca fui primera dama, novela de la escritora Wendy Guerra (La Habana, 1970) cubre con creces las expectativas de dicho consumidor. Narrada en primera persona, la novela gira alrededor de tres personajes femeninos: Nadia Guerra, locutora de radio y probable alter ego de la autora; Albis Torres, su madre, y Celia Sánchez Mandulay, la legendaria asistente personal de Fidel Castro. Guerra, la protagonista, sale de Cuba para recuperar a la fugitiva Albis, quien vive al otro lado del mundo, pero al llegar a Rusia se encuentra con la nada agradable sorpresa de que la fugitiva padece una enfermedad neuronal y que su nueva familia está ansiosa por librarse de ella. Nadia Guerra cumple con su deber de hija y repatría a su madre, quien lleva entre su equipaje unos papeles que dan cuenta de la historia de Celia Sánchez. Es a partir de este punto, por medio de la lectura de dichos documentos, en donde se explora la personalidad de Sánchez Mandulay: la guerrera que combatió hombro con hombro con los revolucionarios, la compañera que estuvo al lado del caudillo en la construcción del nuevo país, la mujer generosa, siempre abierta a los reclamos y peticiones de los ciudadanos y que utilizaba con sabiduría el poder que le confería su cercanía a Fidel, la amiga de los jypcitos y del eterno cigarro en la boca. Wendy Guerra muestra a una Celia compleja y al mismo tiempo admirable, limpia como lo fue quizá la primera etapa de la revolución. Tal vez por ello la autora pasa de largo al hablar de la supuesta relación que mantuvieron ella y el caudillo, dejándole cualquier juicio al respecto al lector.

La autora construye su novela a partir de piezas bien esmeriladas, utilizando múltiples formatos que dan una visión caleidoscópica de los hechos. Lo mismo a partir de un guión radiofónico –en el cual mezcla fragmentos de canciones de la música popular cubana–, que de cartas o de diarios, Guerra elabora un laberinto en el que la protagonista se va encontrando con sus diversos fantasmas: su padre, cineasta bisexual, moribundo y aparejado con un hombre llamado Lujo –quien al final permanece como el único compañero de Nadia–; la madre, quien tiene un inesperado final en el malecón a los pocos días de llegar a la isla; sus diversos amantes –uno de ellos, sospechoso de ser su auténtico padre biológico–, y sobre todo, con sus sueños rotos. De toda la novela, es destacable el último capítulo, titulado Sin Fidel, escrito poco después de la muerte del caudillo. En este, Wendy Guerra refleja sin tapujos el desamparo del pueblo cubano, una suerte de Síndrome de Estocolmo colectivo en el que, sin dejar de reconocer la feroz dictadura, también muestra a un pueblo que lidia con su incertidumbre hacia el futuro.

Wendy Guerra es una autora solvente. Su prosa es ágil y divertida, además de exuberante –llena de olores, sensaciones y sabores–. Sobresalen especialmente las escenas eróticas, que equilibran a la vez el refinamiento y la cachondería. Sin embargo, el principal defecto de Nunca fui primera dama es que cumple demasiado bien con el modelo que se mencionó al principio: su mezcla de retrato de costumbres de la Cuba contemporánea, la desmitificación de figuras legendarias, el erotismo isleño, la inclusión de personajes del Buena Vista Social Club… todo parece perfectamente diseñado para interesar y complacer al lector que busca en los diarios las opiniones de Mario Vargas Llosa y que considera a Miami la capital informal de la América Latina.

Wendy Guerra, Nunca fui primera dama, Alfaguara, 2017.

Imagen de Wendy Guerra: https://eldiariodelamarina.com/wendy-guerra-pide-paz-raul-castro/

DE NUEVO RAMÓN LÓPEZ VELARDE

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amón López Velarde (1888-1921) llevaba sus poemas en el bolsillo, en un papel doblado en cuatro. El ritmo lo perseguía constantemente, y él, a su vez, escribía siguiéndolo. La mente intentaba atrapar las palabras que lo revoloteaban, el adjetivo entre más sorprendente, mejor. Una vez atrapado, se ponía en su lugar. Uno de sus poemas fue encontrado en la cartera, sin acabar, con los espacios vacíos que iban a ocupar uno de aquellos adjetivos “lopezvelardeanos”.

Esta última palabra significa aquí: original, íntimo e inolvidable. Luego de leer la totalidad de su obra, hay que entregarse a la inutilidad de las lamentaciones. ¿Cómo sería el siguiente libro del poeta zacatecano? ¿Qué habría escrito a partir de 1921? Pero ocurre que cuando evocamos a un muerto y pensamos cómo sería su presencia en nuestro ahora, si viviera, no logramos encontrarle acomodo. Cuántas cosas ya no comprendería, desde el día siguiente de su muerte han acontecido hechos inexplicables.

Sus artículos de ocasión, necesitan un crítico que los digiera por nosotros. Y el periodismo político… parece que lo leemos en el diario de un país extraño. Sin embargo, hemos apurado hasta la última coma para saber si nos entrega algo más, algo escondido en una carta, en una reflexión de actualidad. Pero será inútil hurgar en todos los papeles del mundo. Más triste es acudir a leer a sus imitadores, quienes han alejado de sí todo resto de espontaneidad. Por esas calles de antes caminó. Quién sabe si hoy habrá un espíritu comparable caminando por ahí. Con sólo llamar “llorón” al piano de Genoveva, ese piano dejó de ser opaco. Ahora cuenta las historias de los amores y llora por ellos.

La obra de este poeta, y me imagino que la de todos, es un gran rompecabezas lleno de huecos que hay que llenar conjeturalmente, guiados por grandes ideas generales, como aquella que Ramón escribió en 1921, poco antes de morir: “nada puedo entender ni sentir sino a través de la mujer”. Idea repetida en verso numerosas veces, por lo que hablar de lo femenino es hablar de teología, de filosofía, del mundo. Y ya sé que otros se molestarán por lo que pienso: que la prosa de López Velarde es una larga nota al pie puesta bajo su poesía.

A las más de doscientas páginas que ocupa su periodismo político se le podría hacer el siguiente comentario: “Prosas escritas por los tiempos en que conoció a María Nevares, la inspiradora de ‘No me condenes…’” Lo que serviría para contradecir lo que recién citamos: toda esa vida en que se interesó por la prensa, por el Partido Católico, por una diputación, no fue visto a través de la mujer. O quién sabe. Hay quizá una relación entre erotismo y civismo que está delineado en “La suave patria”, a la que se quiere por medio de los ojos de una mestiza. De cualquier manera, todo esto se olvida en el momento de cerrar la última página, de alejarse del estudio concienzudo de su obra, para que sólo quede revoloteando el ritmo de su verso persistente.

Ramón López Velarde. Obras, comp. José Luis Martínez, FCE, 1994.