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COMO UNA OLA SIN FRENO

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mpetuoso, apasionado, con una fuerza nunca antes vista. Pero también dócil y noble, como un felino que ronca, desbocado, sereno. Así es el Príncipe. No importa cuándo se publique este texto, hablo en presente. José José es igual que una mar en calma, igual que un golpe de mar.

Es una fuerza de la naturaleza; aunque como tal, ha menguado. Fue tormenta, fue tornado, fue volcán.

Y como tal, hizo erupción. No una, cientos de veces. Su fuego hizo explotar nuestro mundo mojigato y provinciano: nos enseñó que todos podemos ser cachondos y taciturnos; que todos sabemos querer, aunque pocos podamos amar.

Su paradigma del hedonismo, la autodestrucción y la fascinación por surcar los rincones más oscuros del alma y el amor propio, encontró más eco del que nadie ha alcanzado jamás, por lo menos en este país. José José arrasó con todo, incendió a su público y lo convirtió en Legión, en su principado.

Él mismo lo dice: ha sido de todo y sin medida… y nos ha hecho partícipes de su bacanal.

José José pertenece a esa estirpe de Icaros que vuelan hasta quemarse por la cercanía con el Sol.

Ha sido sediento y voraz, irresponsable, soñador. Se ha consumido, ha implotado y ha vuelto de sus cenizas tan campante, vestido con sus trajes blancos y el cabello abundante y rizado. Cínico, tierno, omnipresente.

Me cuesta trabajo considerar la existencia de hogares mexicanos donde no haya discos suyos.

Seguro los hay, pero me es difícil entenderlo.

Y no habla por mí una idealización del personaje, ni la simpatía que siento por él, ni que he escuchado sus canciones desde la infancia (y que me gustan bastante). Son los números, sólo los números, los benditos números. Mientras escribo esto lo escucho desde un elegante disco de vinil Amor, amor, que tiene casi los mismos años que yo.

Y así como en mi casa, en miles más habita, por lo menos, una de sus obras, discreta pero presente.

José José es el único artista de la música popular de nuestro país que ha vendido más de 250 millones de discos, y eso sin considerar la piratería.

Tal cantidad es apabullante. Mi imaginación se queda corta al pensarlo. No sé cuánto espacio ocupen esa cantidad de objetos, ni cuántas personas hayan entrado en contacto con cada una de esas copias, porque cada una de las personas que compraron esos discos tenían familia, amigos, iban a fiestas y reuniones, reuniones donde la voz del Príncipe oficiaba sus misas negras y etílicas.

Según datos del INEGI, hoy día, somos poco más 123.5 millones de mexicanos.

Así que de una manera muy burda, cuando pienso en el impacto de José José, supongo que es como si cada uno de todos los habitantes del país tuviéramos dos discos suyos en las manos.

Para este ejercicio imaginario yo escogería dos álbumes: Gracias y Secretos. Ojo, sólo escogería dos por el ejercicio que uso para ejemplificar mi idea, porque de hecho me gustan varios, no todos, pero casi.

Gracias es de 1981 y fue su placa número 17. Es decir, cuando se editó nuestro príncipe contaba apenas 33 años y ya había grabado 16 discos antes.

Gracias tiene diez canciones de las que siete fueron sencillos: Gracias, Una noche de amor, Preso, Pero me hiciste tuyo, Vamos a darnos tiempo, Me basta y Sólo tú y yo (esta última, increíble versión al español de Just the two of us).

Siete sencillos en un solo álbum es una locura, algo a lo que cientos de artistas han aspirado, sin alcanzarlo. José José lo consiguió, no una, varias veces. Una de ellas con mi otro álbum escogido.

Secretos es de 1983, fue su disco número 19 y también tiene diez temas, de los que ocho fueron éxitos en la radio: Lo dudo, El amor acaba, Voy a llenarte toda, Cuando vayas conmigo, Lágrimas, He renunciado a ti, Quiero perderme contigo y A esa.

Secretos se mantuvo en los primeros lugares de popularidad durante cuarenta semanas y cuenta la leyenda que vendió dos millones de copias en ese año.

Yo tengo muy presente cuando conocí estos discos. Nací en 1974, así que José José es de los músicos que he escuchado toda mi vida.

Mi madre era su fan y tenía sus acetatos en LP y singles de 45 rpm. Recuerdo perfecto sus portadas: él muy joven, representando un imaginario masculino de romanticismo, bohemia, éxito e incluso sensualidad.

No era rockero, pero ni falta que le hacía. Era una estrella. Era joven, guapo y se vestía muy bien… y nadie poseía una voz siquiera parecida.

Me detengo un instante. También me gustan mucho las portadas de estas dos producciones.

En Gracias lo vemos casi escondido tras una columna, apoyando su mano derecha en ella, tímido. Sobresale en su mano un anillo con la letra J que adivino carísimo y lujoso.

Le vemos en los ojos una mirada triste, que cobra sentido cuando entendemos que el agradecimiento en cuestión no es hacia su público como podría imaginarse (fue grabado en la cima de su éxito), sino a un amor que termina, al que despide con el corazón destrozado pero con todos los honores.

Dicho sea de paso, así deberían terminar las relaciones y no con mensajes que se quedan en visto:

“Gracias de verdad,

por hacer algo tan grande

por mirar siempre adelante

por enseñarme a querer.

Gracias otra vez

por venir a darme vida

por cerrarme cada herida

por apagarme la sed.

Gracias otra vez

por haber amado tanto

por haber vivido dando

lo mejor, de lo mejor…

por favor:

un minuto de silencio, por nuestro amor”

En Secretos, ya más maduro, aparece con un traje impecable. Todo es blanco excepto la corbata y el pañuelo en su saco, que son rojo sangre.

Con menos timidez que en la portada de Gracias, aquí nos mira con cierta complicidad y el dejo aristocrático de su mote. Sí, luce más seguro, pero tiene las manos metidas en los bolsillos del pantalón.

Es muy probable que al momento de que se tomó esa foto nuestro cantante ignorará las ventas millonarias que le traería esa obra… o quizá no, quizá confiaba demasiado en su talento y en la mano maestra de Manuel Alejandro, compositor y productor de este álbum, de esta máquina de éxitos que nos legó esa lección de vida irrefutable, terrible y hermosa:

“Porque el tiempo tiene grietas

porque grietas tiene el alma

porque nada es para siempre

y hasta la belleza cansa:

el amor acaba”.

Y así podría seguirme con varios más: El triste, Volcán, Si me dejas ahora, Amor, amor, Mi vida, Reflexiones, 40 y 20…, en todos y cada uno de sus discos hay por lo menos un éxito, un tema entrañable en el contexto de su vida (que para nada ha sido privada), pero también de la nuestra.

Yo me atrevo a decir que hay una canción suya especial para cada ocasión, para cada derrota, pero también para los triunfos, para el final de las relaciones y para los inicios.

Ya referí mis discos favoritos en conjunto, pero las canciones por sí mismas todas son un universo y una historia. Constantemente, y a partir de que Youtube nos permite ver videos viejos, reproduzco la que más me parece entrañable, uno de sus éxitos “felices”: Buenos días, amor.

A pesar de ser un evidente playback me gusta verlo porque lo plasma en su extraña y conmovedora personalidad.

No es precisamente un video clip, se supone que es una presentación “en vivo” (hay que mencionar, por cierto, que cada vez que sacaba un disco había un “especial” en la TV donde se presentaban todas las canciones, hecho también atípico y más hoy día).

Ahí, en medio de la escenografía que simula un departamento de lujo hay una mujer sentada, una modelo.

Es Anel, su entonces esposa. Él llega. Viste uno de sus finos trajes a la usanza de la época, de tres piezas. Su melena rizada es la de un joven, sus anillos y alhajas, las de un dandi.

Con la música lo vemos disfrutando el momento. Es el Gran Gatsby de Clavería y esta borracho, se nota.

Pero se nota también una borrachera feliz.

Reproduce con sus manos los sonidos del bajo, como cualquiera de nosotros cuando escuchamos las canciones que nos gustan en un bar; la diferencia es que él se emociona con uno de sus más de 200 temas: él sí es José José. Es el Príncipe de la canción y lo sabe.

Es la estrella. Es el hombre en estado de gracia que le canta a su hermosa mujer frente al público (“Confundí tu piel de nácar con la mañana”), sabiendo que en miles de televisores lo observan, compartiendo su dicha; es la mejor voz de México, el artista que vende más discos y que llena todos los centros de espectáculos.

Por momentos se sienta en un banco de la escenografía, quizá cansado por los estragos de la parranda anterior. Por instantes baila mientras mira a Anel a los ojos, diciéndole: “y no he encontrado otra mujer, como tú”.

Ella, también es feliz, parece no creer lo que está pasando. Mientras hace su show, José José recuerda cuando era un joven y anónimo jazzista en los bares, antes del éxito, y al mismo tiempo imagina su futura e inevitable decadencia

Pero no le importa.

Sí, piensa en que un día llegará que ya, de tanto ir y venir rodando, el cuerpo le dirá que no, que pare, que ya está cansado.

No le importa. Imagina también como será el día en que no pueda cantar, ni siquiera mediante un playback. Y no siente miedo. No le asusta nada, ni la bancarrota, ni la diabetes, ni el cáncer.

Él es el volcán que aún no se ha apagado, es la ola sin freno que lame la arena después de explotar con alegría, jugando a que se va y a que no se va. Es el Príncipe, es polvo enamorado, y está enamorado, embriagado por el éxito y el desmadre. Está feliz.

Y sabe que nosotros con él. En ese momento, ahora, siempre.

TODA FAMILIA ES UN INCENDIO

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os concursantes de cualquier premio literario pasan horas aciagas cuando saben que los jurados están reunidos, a puerta cerrada, para elegir al ganador. Si en el pasado los suspirantes permanecían pegados al teléfono, a la espera de la llamada que podría cambiarles la vida, gracias al celular salen a la calle a atenuar la espera y la angustia.

La historia de Luisa Reyes Retana, ganadora del III Premio de Novela Mauricio Achar, no es muy distinta.

Antes de que Arde Josefina se llevara el premio, el día del fallo, su teléfono no sonaba.

—Amaneció ese día y nadie me había hablado. Entonces dije “quien quiera que haya ganado el premio ya lo sabe, obviamente no soy yo, pero me urge saber su nombre para depositar mi ardor en algún nombre específico”.

La historia de esa derrota que no fue, la cuenta en la Librería Mauricio Achar, afuera del auditorio donde hace menos de un año se llevó a cabo la premiación.

—Dieron las diez de la mañana, mi hijo estaba enfermo y había que llevarlo al pediatra. Me vestí bien fachosa, como de mal humor. Me acuerdo que le mandé mensajes de texto a mi socia diciéndole que era un día negro, tristísimo, y me fui al pediatra.

Luisa tiene un ligero resfriado; hace frío en la Ciudad de México. El día nublado se ajusta a la perfección para una novela que transcurre, en buena parte, en la ciudad de Pachuca, Hidalgo.

—Cuando estaba por terminar la consulta, estoy en la sala del pediatra llena de niños enfermos, papás angustiados, suena mi teléfono. Después de varias veces que sonó y sonó, contesté. “Hola, qué tal, soy Andrés Ramírez de Literatura Random House”, dijo mi interlocutor. Pensé: “¿Quién me está haciendo esta broma cruel? ¿Quién me está poniendo este cuatro tan…?”. Andrés Ramírez repite su nombre y me dice “¿Si me escuchaste? Soy Andrés Ramírez de Literatura Random House”.

El recuerdo de esa llamada estremece de nuevo a Luisa, quien no puede evitar que sus ojos se humedezcan un poco y que su voz esté a punto de quebrarse. No es para menos, noticias así no se reciben todos lo días, pero una risa llega en el momento preciso y restablece su semblante.

—Ya me cae el veinte de que mi interlocutor es Andrés Ramírez y que me están avisando que gané el premio Mauricio Achar de Primera Novela y me quiebro ahí, me puse a chillar, no me puedo imaginar que pensaron los padres que me vieron hacer semejante show.

Lo que siguió después fue como de película:

—“Ven a Gandhi Mauricio Achar”, me dijo Andrés. En media hora empezaría la conferencia de prensa. El pediatra estaba lejísimos… nos trepamos al coche, recorrimos la ciudad a toda velocidad, paramos en una tienda Zara a comprarme ropa porque si me veían llegar con el atuendo que había elegido esa mañana, tan triste, me retiraban el premio. Me compré un saquito y unos tenis.

Si quieres saber más de Luisa Reyes Retana y de su libro Arde Josefina, no te pierdas en video de la entrevista.

Luisa Reyes Retana, Arde Josefina, Literatura Random House, 2017.

LECUMBERRI: UN LUGAR BUENO Y NUEVO

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o resulta extraño que Jeremy Bentham, inventor del sistema panóptico que se aplicó para controlar y vigilar escuelas, cárceles, hospitales y manicomios desde finales del siglo XVIII, a 181 años de haber muerto continúe participando en ciertas sesiones del consejo académico del University College de Londres.

Por deseo propio, su cuerpo permanece guardado dentro de un gabinete de madera en la institución que ayudó a formar.

En el panóptico, dice Michel Foucault en Vigilar y castigar, “el detenido no debe saber jamás si en aquel momento se le mira; pero debe estar seguro de que siempre puede ser mirado”.

Quienes participan en dichas sesiones académicas no saben exactamente desde qué lugar Bentham sigue vigilándolos.

 

La implementación del panóptico se extendió más allá de Europa, sobre todo por sus ventajas económicas: permitía que muy pocos guardias se hicieran cargo del control de un presidio. México tampoco fue la excepción.

La antigua cárcel de Belén, ubicada en el terreno que actualmente ocupa el Centro Escolar Revolución, era, como dicta el lugar común, una sucursal del infierno.

De la amplia literatura no sólo de tipo legal que puede encontrarse acerca este lugar, La cárcel y el boulevard, libro de Heriberto Frías (quien pasó una buena temporada ahí recluido), es un recuento de algunos personajes que forjaron la oscura fama de dicha cárcel, donde hacinamiento e insalubridad eran males menores: lo importante era evitar un navajazo artero o una violación tumultuaria.

Ver la luz de un nuevo día en un lugar tan horrendo debía de ser un privilegio.

Con Porfirio Díaz se tuvo la oportunidad de reformar el sistema carcelario nacional. Ya desde la constitución de 1857 se establecía la necesidad de erradicar la pena de muerte y establecer sitios que por sus características permitieran la readaptación de los delincuentes.

A raíz de la Leyes de Reforma, el uso que se le dio a buena parte de los conventos confiscados a la iglesia fue precisamente fungir como cárceles, gracias a sus características arquitectónicas: celdas individuales, patios, gruesos muros y fachadas inexpugnables.

En esta historia donde la ironía no deja de asomarse, algunos de los principios que regían el ideario liberal para llevar a cabo la readaptación eran el silencio y el aislamiento, dos características cien por ciento conventuales.

La inestabilidad política de buena parte del siglo XIX mexicano hizo difícil poner en marcha lo que dictaban las leyes, por lo que la pena de muerte continuó siendo, si no el método más eficiente de hacer justicia, sí el más barato y hasta el más humanitario por las difíciles situaciones en que operaban las viejas cárceles.

Don Porfirio, una vez que hubo domado al tigre nacional, se dio a la tarea de impulsar el orden y el progreso en un país cansado de tanto guerrear. De las grandes obras que se empeñó en construir, una de ellas representa como ninguna otra las aspiraciones y los buenos deseos que pavimentan el camino hacia el infierno: el Palacio de Lecumberri.

Los llanos de San Lázaro eran una extensa superficie ubicada en las afueras de la ciudad porfiriana, ese sueño afrancesado que tanta fama le granjeó al dictador.

El predio conocido como “cuchilla de San Lázaro” fue elegido para construir la cárcel más moderna de Latinoamérica. Para bautizar al nuevo edificio se optó por usar el nombre de la calle que, al prolongarse debido a las obras, conducía al emplazamiento: Lecumberri, apellido de un comerciante vasco que en el pasado había sido propietario de otros terrenos en los alrededores.

Su traducción al español se siente como un gancho al hígado: “lugar nuevo y bueno”.

En mayo de 1885 se colocó la primera piedra de un edificio proyectado en acero y forrado de piedra, lo que, como ocurrió y ocurre con otros pesos pesados de la arquitectura porfiriana, ocasionó el hundimiento de la cimentación y el retraso de las obras.

El fango de aquel terreno de cinco hectáreas penetraba los muros hasta oscurecerlos, lo que le valió el sobrenombre de “Palacio Negro”.

La comisión que años antes se había formado para decidir el sistema y el diseño de la nueva cárcel, designó al ingeniero Antonio Torres Torija, autor del edificio Gaona, ubicado en la glorieta del Reloj chino, como responsable de la obra.

En cuanto al modelo carcelario, la comisión mezcló tres tipos: el de Croffton, de origen irlandés, que consideraba la buena conducta como el medio para ir mejorando las condiciones del reo quien transitaba de la prisión total hasta la liberación anticipada; el de Auburn, basado en el aislamiento completo (en Lecumberri el primer tercio de la condena transcurría en soledad), silencio y castigos corporales; y el panóptico de Bentham para vigilar el conjunto.

Vista desde el aire, Lecumberri guarda semejanzas con la cárcel parisina de la Rue de la Santé (1864), aún en funciones, quizá por la inclinación porfiriana hacia la arquitectura francesa, aunque la versión mexicana cuenta con siete crujías que parten de un centro donde se levantaba una torre de vigilancia de 35 metros de altura.

Las 886 celdas individuales medían 3.60 metros de largo, contaban con lavabo, retrete e iluminación y ventilación naturales.

Visto desde afuera, la fachada de Lecumberri era una fortaleza inexpugnable, con torreones en cada esquina y rematada por almenas como en un castillo medieval. Sólo le hacía falta un foso de agua lleno de alimañas; por desgracia éstas se paseaban libremente en su interior.

Una vieja fotografía tomada poco tiempo después de su inauguración, permite apreciar la magnitud del edificio. A pesar de la distancia de la cámara y de que alguien pintó un hermoso cielo lleno de nubes en un intento por humanizar la fachada, la penitenciaría, lejana y solitaria en medio de aquellos llanos no pierde su aspecto a la vez solemne y aterrador.

Quince años después, el 29 de septiembre de 1900, a las 9 de la mañana, Porfirio Díaz y su gabinete inauguraron “la cárcel [que] no comerá pero sí será temida”[1].

 

 

Los primeros años de operación resultaron exitosos, tal y como vaticinó Miguel Macedo, su primer director: “Al poblarse estos recintos, se advertirá apenas que albergan seres vivientes, al perderse el eco de nuestros pasos comenzará el reinado del silencio y la soledad”[2].

Sin embargo, con el cierre definitivo de la cárcel de Belén en 1933, los detenidos que esperaban juicio y sentencia fueron remitidos directamente a Lecumberri, convirtiéndose en cárcel preventiva y penitenciaría al mismo tiempo. El roce entre delincuentes de alta escuela y otros cuya peligrosidad era baja fomentó toda clase de abusos y corrupciones, por lo que se llegó a considerar a la “Peni” como una universidad del crimen.

Las celdas fueron adaptadas para dar cabida a tres reclusos y según algunos testimonios llegaron a albergar hasta a catorce. Proyectada originalmente para recibir a 800 hombres, 180 mujeres y 600 adolescentes, antes de su cierre en 1976, el palacio negro alojaba a más de 3,800 internos, aunque como sucede en estos casos, los datos nunca serán exactos, lo mismo que el número de reos muertos o asesinados.

“La vida en la prisión consiste en la rutina. Y luego más rutina”, dice Ellis Boyd ‘Red’ Redding en la película The Shawshank Redeption, aunque la frase bien pudo haberla dicho ‘Goyo’ Cárdenas, quien además de ostentar el título del primer serial killer mexicano y de haber pasado más años que cualquier otro reo en Lecumberri, fue también su huésped más célebre.

“De todos los penales de México, Lecumberri es el más turbador. Fue el que me dio la mayor impresión de desvalimiento y desconsuelo; y sé que los presos que han pasado por otras cárceles notaron, no sólo con oírlo nombrar, una emoción y un sufrimiento semejantes a los míos”.

Aunque la cita no es exacta, pues he cambiado el nombre de Francia por el de México, y Lecumberri por Fontevrault, es probable que de haber estado preso en el palacio negro, Jean Genet, autor de Milagro de la rosa, hubiera escrito lo mismo.

Y da igual que en vez de Lecumberri escribamos Cereso o Cefereso; en lugar de Francia, Durango, Nayarit, etc.

[1] http://nuevasrutas.fnpi.org/docs/taller01/taller01_-_trabajo11.pdf
[2] Ibidem

UN DESTINO CIFRADO

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n las cátedras universitarias, al menos las que yo conozco, las de una licenciatura en Letras, en cierto momento algún profesor te enfrenta a una explicación esquemática de una curiosa oscilación —oscilación, por llamarlo de algún modo—, una oscilación —o alternancia— de las épocas filosóficas y artísticas en la historia de la humanidad, una idea desarrollada por Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia: la oscilación entre lo apolíneo y lo dionisiaco (acá podríamos decir: lo apolíneo y lo sabaciano).

Y esta extraña oscilación, para decirlo de manera abrupta, es la alternancia de un orden y un desorden, acaso la alternancia de dos órdenes que responden cada uno a una guía distinta. Lo apolíneo se sostiene en la norma, en la matemática, en el respeto a la ley y en un pensamiento conservador y, sobre todo, en la sobriedad.

Lo dionisiaco responde a la multiplicidad, al atrevimiento, a la transgresión, al cultivo de una imaginación sin paredes, incluso al cultivo del crimen y la embriaguez.

Así, dentro de lo apolíneo, podría colocarse al renacimiento o al neoclasicismo, y más tarde al realismo. En lo dionisiaco, al barroco, al romanticismo, y aún después, diría yo, al modernismo, un movimiento que quizá sea una combinación de ambos extremos. Cada uno de esos movimientos es una respuesta al anterior. Una rebelión hacia el orden o hacia el libertinaje. En ese movimiento, concluían los catedráticos, se hallaba la base de la humanidad y su genio, y más aún, el equilibrio de los tiempos.

Cuento lo anterior porque, para mí, es la base que sostiene la novela de la búlgara Kristin Dimitrova; más que la base, se revela como el motor, la inercia que impulsa los hechos y las relaciones entre los personajes. Pues Sabacio es una novela que trata, entre otras cosas, de la lucha vital de un personaje llamado Orfeo, un joven cuyo mundo se encuentra en medio de una tensión irresoluble. Es hijo de Apolo y sobrino de Sabacio (o Dioniso). Guarda un conflicto con la rectitud y la oficialidad de su padre, poeta del régimen, y se siente atraído por la libertad que raya con el crimen de su tío Sabacio.

Habría que acotar antes, sin embargo, y como ya podemos advertirlo, que en esta novela —la cual sucede en la Bulgaria contemporánea— los personajes ostentan el nombre de su estereotipo clásico: así, Orfeo es en principio un profesor de filosofía pero sobre todo un músico, un violinista que lidera un grupo de house y jazz llamado Los Argonautas, en donde sus amigos, Belerofonte y Pegaso, son bajista y baterista respectivamente y buscan mediante la música hallar la pieza maestra, quizá —digo yo— el vellocino de oro de la música.

Eurídice, su mujer, es una actriz frustrada que nunca puede lograr un papel importante en el teatro nacional. Sus padres, Apolo y Caliope, son —como dijimos— miembros de la comunidad cultural del país.

Sabacio, su tío, es un empresario pseudomafioso que resuelve todo con el poder del dinero y las influencias, y quien ofrece a Orfeo una oportunidad única: dejar sus mediocres empleos, y sus altos ideales, para conducir un programa de arte en una barra televisiva.

Ante esa tentación, Orfeo cederá sin remedio y por necesidad; sin embargo se hallará siempre en conflicto, en medio de la valoración constante de lo que ha abandonado irremediablemente, y lo que comienza a construir y no le satisface. Pronto logra cambiar su forma de vida, pues hasta entonces había vivido como arrimado con sus padres, y alcanza una posición económica más desahogada e independiente, una vida cómoda pero vacía hasta cierto punto.

Como es obvio prever, el mundo consagrado a las artes que antes componía su existencia se derrumba poco a poco. Se sucede así el abandono y el extravío de su mujer —luego de ser tentada por una oferta que guarda las formas de una serpiente venenosa—, la disolución de Los Argonautas y, a poco, la corrupción del propio Orfeo de la mano de Midas, el jefe de la televisora donde trabaja, mediante una tramposa sustitución de los contenidos de su serie televisiva.

A partir de entonces, nuestro héroe sufrirá otras desventuras, a veces trágicas y sorprendentes, que no revelaré para no frustrar el goce y el suspenso del probable lector. Acaso puedo revelar que Orfeo habrá de vivir, como lo dicta el estereotipo de su personaje y su leyenda, su descenso a los infiernos bajo la guía a veces invisible de su tío Sabacio, quien parece controlar el mundo entero o al menos el mundo en el que Orfeo se mueve.

Como decía al principio, la presión que ejerce la idea del padre rector, Apolo, y la seducción del cuasi criminal Sabacio en la mente de Orfeo impulsará el desarrollo de la novela, le otorgará un conflicto que pareciese insalvable y dimensionará el mundo en el que las piezas se mueven. Curiosamente, y como sucede a menudo, un personaje que le da título a novela me remite a otra: El Gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald.

En esa novela aparece también un millonario seductor, Jay Gatsby, cuya pasado criminal nunca se esclarece del todo y alrededor del cual parece girar un pequeño mundo del que todos son espectadores pero cuya trama no puede despejarse a cabalidad. Justo como ocurre con la historia personal de Sabacio, quien carga el peso de un pasado de infortunio, de orfandad y resentimiento puros.

Como toda obra clásica, o toda obra basada en ellas, la novela de Kristín Dimitrova guarda algunas moralejas o, mejor dicho, lecciones para el lector actual. Esta transposición de una tradición mítica intenta ponernos en aviso, decirnos que el mundo se halla signado por un destino irrefrenable y que existen estructuras inamovibles en el mundo social y el personal, estructuras que habremos de seguir ciegamente como piezas de un tablero. Como si cada uno de nosotros, así nos llamemos Kristín o Alejandro, Joaquín Guzmán o Donald Trump, nos conformaran leyes escritas en un código primordial, leyes que nos asignasen un nombre que desconocemos pero revelamos con nuestros actos y cuyo estereotipo seguimos inconscientemente. Por tanto, no nos libraríamos de ser un ambicioso Midas, un temperamental Zeus, un extraviado Telémaco, o acaso un decrépito perro Argos en las varias facetas de nuestra existencia.

Si bien debo decir que guardo cierta distancia de las obras literarias, cinematográficas y teatrales que actualizan un mundo clásico o mítico, acaso literario —por ejemplo, esa manía constante de los creadores de colocar a Odiseo en el Nueva York contemporáneo combatiendo al cíclope de Wall Street, o acaso la elaboración de un western con los personajes del Viejo Testamento, Romeo y Julieta en Verona Beach, o incluso la recreación de la pasión de Cristo en medio del relleno sanitario del Bordo de Xochiaca — como sucede en la ya lejana novela El evangelio de Lucas Gavilán, de Vicente Leñero—, debo reconocer que a veces el recurso ayuda a conformar un paisaje literario alterno como sucede en la novela de Dimitrova.

 

 

Evidentemente la interpretación será completamente distinta si leemos la historia actualizada de un mito clásico pues de manera automática le asignaremos características y destinos fatales a sus personajes y su derrotero, así como ocurre cuando vemos por segunda o tercera ocasión un filme policial del cual ya conocemos tanto al asesino como el móvil de su crimen.

A partir de ello alimentamos la expectativa de conocer cómo se resuelve finalmente una historia que la tradición conoce, pues no todas la historias a las que nos enfrentamos a diario y por distintos medios son originales o las desconocemos del todo.

Cuando asistimos por enésima ocasión a la historia mil veces hilvanada de la Odisea, nos embarcamos en una nueva lectura porque nuestro goce no se encuentra en el destino final de Ulises sino en el largo viaje que le toca en suerte. Pues una tradición también se construye mediante la insistencia, la reformulación y el replanteamiento.

Por tanto, Kristín Dimitrova en Sabacio nos cuenta una historia vertida otras veces; sin embargo, en ella parece decirnos que existe algo inalterable a pesar del paso de los siglos, las corrientes filosóficas y los movimientos artísticos: el destino del hombre se halla por siempre cifrado por fuerzas contrarias, algunas sustentadas por él mismo, fuerzas que lo moldean y lo impulsan sin remedio.

Kristín Dimitrova, Sabacio, México, UAM, 2016, 253 pp.

 

ALGUNA VEZ FUE LA CAJA IDIOTA

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CINE, TELEVISIÓN O PLATAFORMAS DIGITALES
Del cambio de paradigma al escondite de la inteligencia

 

lguna vez fue la caja idiota; eran los años cuarenta (…) ¿setenta? La usaban también cual pequeña mascota de un chico inteligente y apuesto a quien años atrás habían bautizado como Séptimo Arte. Conforme se apagaba el siglo XX las cosas comenzaron a cambiar. Esa joven obesa y cuadrada que ocupaba un sitio en los hogares de las familias quiso ponerse a dieta y cada vez logró estar más delgada. Si bien le es imposible negar que entre sus antepasados más de uno padecía retraso mental, vivió una transformación casi inmediata, su inteligencia comenzó a brotar y se  volvería bastante más atractiva; con el paso del tiempo además habría de irse apropiando de los buenos talentos.

Esa chica, otrora lenta y casi inmóvil, hoy aparece flamante y orgullosa, como si la hubieran expuesto a un violento proceso de laboratorio sci-fi de rayos gamma y luego de un breve período de recuperación, convive con gran parte del mundo de manera distinta e irreconocible, salvo por los genes hereditarios que nadie de nosotros, ni siquiera ella, puede ocultar.

Podría citarse algún cuento en el que la típica bruja con gran verruga en la narizota aguileña muerde una manzana hechizada para transformarse en una belleza radiante. O si se prefiere, un sapo espantoso que tras el beso inocente de una linda doncella se transforma en un príncipe azul. Da igual. Afirmaciones así habrían sido pretenciosas y estúpidas en 1998. Pocos años después, una discusión semejante ya generaba debates entre apologistas y críticos.

Al iniciar el 2018 una que otra voz atrapada en las nostalgias podría seguir opinando casi como dogma que el Cine es arte y la Televisión es para imbéciles, con el riesgo de sonar fuera de lugar o de gustos alquitranados. En efecto, el mundo ha evolucionado y con él, muchas de las formas de manifestar nuestros imaginarios.

Nunca sobra preguntarse cómo fue que cambió el paradigma. El fenómeno podemos leerlo incluso desde la butaca favorita de unas cuantas teorías de la conspiración: manipular las mentes y las conciencias. Quizá sea cierto. Pero como aquí no tenemos las pruebas contundentes para perdernos en ese tipo de alegatos, ubicamos nuestra atención en algo mucho más terrenal.

Si bien es cierto que el mundo padece infinidad de injusticias y abusos, lo cierto es que los alrededor de 7 mil millones de las almas que ocupamos algún sitio en el planeta, hemos experimentado modificaciones muy veloces a nuestra forma de vida desde la última década del pasado siglo. El acceso a la mayor cantidad de información que jamás haya generado la humanidad, en cualquier lugar e instante, tarde o temprano impactaría la forma de acceder a los entornos audiovisuales. La tecnología no dejó de mutar a cada instante (evolución acelerada, pues) y con ello, las narrativas audiovisuales tuvieron que correr al mismo paso.

Por una parte, para las audiencias cada vez más exigentes de los países anglosajones hubo que elevar el tipo de contenidos, y eso se vivió durante los años 90 principalmente en el Reino Unido, con las mini-series y series dramatizadas que solían presentar las cadenas ITV y la BBC. Pero como golpe mediático de mayor alcance mundial sería la llegada de The Sopranos, de HBO, quienes en su publicidad tomaban distancia del resto de las televisoras con el famoso slogan “It’s not TV. It’s is HBO”.

En efecto, no eran lo que todo el mundo había conocido a través de las pantallas de cristal convexo: lenguaje radiofónico adornado con imágenes, que en las historias de largo aliento había pasado por decenas de filtros para convertirse en narraciones fáciles, e incluso… idiotas. Era una ruptura con su origen. Con ello, las demás cadenas no querrían quedarse atrás, y no sólo a nivel técnico las producciones incorporarían elementos cinematográficos cada vez más complejos, sino que las estructuras dramáticas y los temas a tratar fueron ajustándose a las expectativas de otro tipo de audiencias cada vez más críticas.

Paradójicamente, la heredera de quien varios de nuestros padres desdeñaban por sus contenidos vacuos, hoy día es el dispositivo que nos entrega narraciones más complejas, con reflexiones más profundas y exploraciones en la condición humana de los personajes. The Sopranos, The Wire, Mad Men, sólo por citar algunos ejemplos de la década pasada, o bien la primera temporada de True Detective, o las tres primeras temporadas de Black Mirror.

La “satisfacción” de los espectadores no se puede comparar con las fallidas entregas de la saga Star Wars en su época Disney, y ni qué decir de los tropiezos de las sagas de los súper héroes (Marvel, DC), a excepción de los Batmans de Nolan, que podrían salvarse sin problema.

En contraparte, si bien las películas producidas primordialmente para pantalla grande siguen siendo un referente en la cultura, lo cierto es que los grandes estudios de Hollywood en sus Blockbusters apuestan menos a las historias y mucho más al espectáculo audiovisual. Basta ver en las carteleras de los complejos de cines el número de salas que ocupa un taquillazo, con versión 3D, 4D, Inglés, Subtitulada y… quizás en algunos años más, con casco de realidad virtual.

Aquellas buenas historias de antaño se han relegado entonces a los Festivales, las pequeñas salas independientes o a la renta/descarga/streaming en plataforma digital. Cosa curiosa, la gran historia que antaño sólo podía verse en pantalla grande, hoy ha sido sustituida por una especie de Viaje con su droga favorita, pero sin mayor contenido que el breve período de éxtasis. En tanto, esas historias contadas con responsabilidad y compromiso por parte de los cineastas, quedan relegadas a los circuitos de festival y a streamings por internet especializados. El buen cine afronta un desplazamiento que lo margina hacia una condición de pieza de museo; el otro, de ser un muchacho con aplomo, ahora cree que debe sentirse orgulloso por haberse convertido en golosina de centro comercial.

De aquello que no hace mucho conocimos como televisión abierta cada vez queda menos. Con ello no queremos decir que habrá de desaparecer. Con la aparición de cada plataforma nueva suele hablarse de amenazas para lo que ya existe. La realidad es menos amenazante. Cuando llegó de la radio no terminó con el Circo ni con los conciertos en vivo; la llegada del Televisor tampoco enterró a la Radio. La irrupción de la Internet con sus múltiples dispositivos de navegación hasta ahora no ha extinguido a sus antecesores. Los lenguajes y sus elementos correspondientes de manifestación sólo se reajustan conforme a las realidades.

De estos y más temas hablaremos de ahora en adelante en esta sección de Metrópoli Ficción. Tenemos tela de dónde cortar, simplemente en 2017 se estrenaron más de 400 series televisivas en EUA (y con su poder de penetración de mercado, en muchos más países), cada año en el mundo se producen 6, quizá 7 mil películas de largometraje, y esta cifra aumenta, entre otras cosas, gracias a las facilidades técnicas y el abaratamiento de los insumos para la producción.

La curaduría no será cosa menor, pero haremos el esfuerzo por elegir los casos más emblemáticos. Esperamos que las siguientes entregas sean de su agrado, aunque no se promete evitar las provocaciones que causan los puntos de vista de quienes nos dedicamos a crear historias para las pantallas.