omo una ocurrencia de bar —refiere Paola Tinoco— comenzó el proyecto de Tríos. Es decir, de la forma más circunstancial y cotidiana.
Es cierto.
Toda obra literaria —o cualquier producto editorial— nace de una ocurrencia. Ya sea una novela, un libro de relatos o un poemario; también una antología. Sin embargo, las ocurrencias deben trabajarse, acompañarse de otras ocurrencias y, más tarde, de maduraciones para conformar el texto final. Digamos, por tanto, que toda obra debería ser, en teoría, un conjunto de “ocurrencias maduradas”. Por supuesto, no toda ocurrencia habrá de madurar ni de toda maduración resultará una gran obra.
Imagino al menos tres maneras de proyectar una antología literaria. La canónica, la personal y la restrictiva.
La canónica es, quizá, la más común. Luego de la lectura de una serie de textos, en este caso relatos, el antólogo halla en ellos un tema común o recurrente —la tristeza, la muerte o el amor desaforado—, una obsesión, una situación geográfica, una época peculiar, una herramienta retórica o un personaje distintivo, y reúne esos textos a la manera de un manual o un mapa, en todo caso a manera de una ruta de lectura o un plan de exploración. Otro método sería simplemente reunir los mejores relatos de un autor o aquellos que un antólogo considere entre lo rescatable de un subgénero (fantástico, policial, histórico). Sobraría enumerar los ejemplos célebres de esta vasta tradición pues quizá todos guardamos algún título notable entre nuestras preferencias. Habría incuso que considerar esas maniobras del tipo Los mejores cuentos según… tan manidos en el comercio editorial pero que también trazan válidos itinerarios de lectura.
La antología personal es sencilla de exponer pero, tal vez, de difícil ejecución para los autores. Se trata de la reunión de los textos que un autor considera esenciales en su producción o aquellos que mejor lo representan, o al menos los que cree que mejor lo representan. Como es evidente, las opiniones de un autor sobre su obra no serán las que determinen al final la predilección de sus lectores; sin embargo, será de gran valor para esos mismos lectores, especializados o no, reconocer lo que un autor discriminó como su “esencia”.
Y en tercer lugar nos queda la antología restrictiva. Esa es la apuesta de la antóloga de Tríos: convocar a un grupo de narradores y proponerles un tema a desarrollar o acaso hallar entre sus relatos ya escritos los que coincidan con los términos del proyecto.
Se le pidió, pues, a los once narradores de este volumen trabajar bajo la idea de tríos, triadas o ternas de cualquier índole donde sin embargo y ante el pensamiento común, según palabas del mismo prólogo, un número abrumador de autores se decantó por el lado sexual o “sensual” de la propuesta. Por tanto, ocho de los once relatos urden su trama alrededor de un triángulo sexual enfermizo, común, condicionado por las series o los filmes televisivos más predecibles o la novela rosa de los quioscos.
Aunque podría ser una ardua y tediosa tarea, reproduzco mi breve nota de lectura de cada uno de los relatos.
“Escarabajos”, de Sara Mesa, cuenta la historia de dos adolescentes en un camping español donde una de ellas experimenta deseo sexual por uno de sus instructores y lo transmite poco a poco a su compañera más pequeña. Cuando finalmente traman quedarse solas con el chico para que las atienda de fingidas dolencias y consumar sus deseos, aparece la pluma moral y maniquea de la autora que produce, más que una sorpresiva salida, un aparatoso bostezo. (Su estilo se acerca a la más demagógica literatura de consumo y a un uso del lenguaje que mediante una artificiosa sencillez expresa más bien franca pobreza).
En “Los parcos”, de Alberto Chimal, tres empleados de una funeraria —quienes son de manera velada los cancerberos del país de los muertos— generan una curiosidad superlativa entre la gente de su barrio. Existe también un interés apremiante por congraciarse con ellos para adentrarse sin grandes trámites al más allá. (Siempre me ha parecido que los relatos de Chimal son el guión de una historieta de los años ochenta contada con cierto candor).
“Tres”, de Alberto Barrera Tyszka. A una aburrida pareja heterosexual se le mete en la cabeza la idea de organizar un trío. Él se lo imagina con dos mujeres; ella, con dos hombres. El tipo le confía esa obsesión a un amigo quien a su vez le relata el acuerdo al que llegaron su novia y él con su paralítico jefe para recibir dinero a cuenta de permitirle espiarlos mientras cogen. Con la sucesión de actos, la novia del amigo se entusiasma e involucra al paralítico en la relación. El amigo, por su lado, comienza a desarrollar una fascinación enferma y halla tríos y triadas por doquier. Finalmente comienza a sospechar de su novia y la espía. La triangulación final no será la deseada en un principio ni la más satisfactoria. (La manera en que está tramado el relato es facilista y artificial, se asemeja al guión de una película de soft porno. Más literatura de consumo).
“Amor con subtítulos”, de Isabel Mellado. Una chilena casada con un alemán repasa su vida matrimonial —atravesada de una supuesta infidelidad— mediante un texto que pretende ser sagaz pero resulta más bien ocurrente en la peor de sus acepciones. Frases desafortunadas terminan de echar por la borda el texto. Un ejemplo: “Nos confiamos el currículum de nuestro dolor y el suyo era sobresaliente”. Otro: “al llegar a casa las sillas estaban cruzadas de piernas del aburrimiento”.
“Súper para uno”, de Mariana H, es un relato fragmentario que pretende contar la historia de sobrevivencia frívola de una mujer solitaria en el viejo y ahora deshabitado departamento familiar. (La estrategia de la autora es que el lector, mediante el armado del rompecabezas, infiera la trama que mantiene a la protagonista en su crisis presente. Esa pretensión, sin embargo, deja sin efectividad el texto).
“Isósceles”, de Luisgé Martín. Parece el relato mejor construido de todos y quizá lo sea, abordado con un lenguaje fluido y frases “conscientes de su lugar en el discurso”. Posee una historia que se antoja interesante: un hombre joven, Gastón, encuentra una tarde a otro joven masturbándose, Leonardo, en los vestidores de un gimnasio, e inicia con él una relación sexual esporádica que se torna constante en poco tiempo, justo hasta que Gastón concluye que debe volver a sus “intentos” hetero. Pronto conoce a una mujer excepcional, Remedios, con quien se muda y comienza una nueva relación. A pesar de todo, Gastón continúa disfrutando encuentros homosexuales con distintos sujetos hasta que, una tarde, Remedios lo encuentra en plena faena con un muchacho. La separación resulta inevitable. Tras un largo periodo de recomposición —y he aquí la desgracia primera para el relato— Gastón concluye que la bisexualidad es lo suyo. Prueba entonces con varias parejas hasta que descubre que con quienes podría armar una triada perfecta es con Leonardo y Remedios. La segunda desgracia del relato y su fatal desenlace involucran armas y balazos que nos ahorramos por pudor y desánimo.
“Trío en Super 8”, de Andrés Barba. Mediante la descripción del contenido de cintas caseras en Super 8, donde aparecen unos padres jóvenes y su pequeño hijo, se cuenta lo que en ocasiones parece una vida insustancial y, en otros, la posible comisión de un crimen o el terrible abuso del niño. (Un relato que demanda más de lo que ofrece. A veces críptico sin necesidad).
“El lúser”, de Yuri Herrera. Tres sicarios confundidos por el código establecido para permitir que ocurra un hecho de sangre o intervenir para impedirlo se enfrascan en un divertida escaramuza. (Es el relato más desenfadado y el mejor resuelto. Breve y eficaz.)
En “Carita de Jeanne Moreau”, de Marta Sanz, dos mujeres se cuentan su vida y sus deseos, la pretensión de una de ellas de cogerse a una tercera. (Un relato de oficio y palabrería que intercala frases desafortunadas como esta: “‘Hay triángulos y triángulos’, pongo la frase encima del velador para que la realidad regrese”).
En “Intimidad”, de Eduardo Antonio Parra, dos hombres hablan en un bar mientras consumen tragos y tragos de tequila. El narrador es un hombre viejo y derrotado quien hace poco tiempo se hizo amante de una joven mujer casada. El otro es el marido quien se enfrascó en una ardua pesquisa para encontrar al viejo y hablar con él, reclamarle, preguntar y confiarle cosas de su esposa. (Resulta un cuento lineal sin sorpresas destacables. Las descripciones de los hechos, los lugares y los personajes parecen bloques prefabricados de manual o de catálogo).
“Dios compensa”, de Juan Villoro. Dos burócratas sesentones charlan alternativamente en un bar. El que sostiene las riendas del relato lleva una vida rutinaria con una mujer en casa y sin grandes aspiraciones. El otro es un hombre separado, enredado apenas con una bella jovencita de ideas progresistas que le provocan sentimientos de culpa por su pasado inconsciente. Bajo los consejos de su compañero, quien cuestiona desde ese momento su propia circunstancia, el hombre divorciado descubre la falsedad de la progresista y encuentra el amor con un viejo prospecto de su amigo, una bella terapeuta que atiende a ambos. (Es sin duda el relato más trabajado —además de extenso— pero donde, según yo, asoman los vicios y se engloban los síntomas del volumen. Por momentos el relato se asemeja a un artículo de enciclopedia donde se abunda sobre algún tópico, y en otros, un catálogo de clichés para tornar jocosa la conversación entre los amigos. Tal como sucede con el relato anterior, la descripción de las relaciones sexuales cuando no aparece autocensurada por una extraña especie de moral extraliteraria, acude al lugar común y al relato pornográfico o acaso cinematográfico cuando no viene al caso).
Un amigo me confiaba hace algún tiempo que un tutor de narrativa solía desmenuzar las malas tramas de alguna novel cuentista —tramas en las que aparecía de continuo un triangulo sexual inverosímil, y un uso del lenguaje realmente pobre— con una frase irónica pero demoledora: “esto parece una película del Golden Choice”.
Eso mismo pensé casi al final de mi lectura de Tríos. Sentí como si hubiese concurrido a la exhibición de una serie televisiva de soft porno, con la interferencia de ciertos episodios comerciales de franca intención literaria, amueblada de todos los lugares comunes que conlleva el género y aderezada de una sexualidad encorbatada y prejuiciosa, demagógica, cercana al malabar y lejos, muy lejos del erotismo.
Una buena lección podemos aprender de este intento. La presente es una prueba de que no siempre una antología restrictiva conducirá a un grato resultado, así se alimente de certificadas plumas, quizá porque su corpus se conformará de una serie de textos la mayoría de las veces apresurados, coyunturales y encorsetados por el tema. Más aún, la prisa, el pensamiento uniforme y las condiciones que impone el mercantilismo editorial son un trío cuya interacción no conduce necesariamente al placer sino —nos consta— a una simple ocurrencia de la que más valdría evadirse.
AA. VV. Tríos. Edición y prólogo de Paola Tinoco. Anagrama, 2017.