EN POS DE UN FANTASMA

ace algunos veranos visité Acapulco bajo un pretexto literario que ahora no recuerdo. La primera noche, a bordo de un viejo Chevy, el ya legendario Federico Vite nos ofreció a un par de atolondrados pasajeros un recorrido por algunos de los rincones más turbios del Puerto, una o varias vueltas —digamos— por el lado salvaje. En esos días repuntaba la violencia y el crimen en la ciudad, los asesinatos y las balaceras terciaban por doquier; la gente en los taxis, en los restaurantes y en la calle hablaba con espanto y voz entrecortada del mismo asunto: la guerra, los cadáveres, las extorsiones, la lucha intestina de los demasiados cuerpos policiacos, la Marina y el Ejército. La maña. Sobre todo la maña, decía Vite. Armas poderosas se ostentaban en cada esquina. La belleza y el horror aparecían en un mismo sitio como en la portada de cualquier tabloide de la prensa amarilla. Una suerte de alegoría nada grata de un país entero.

De ese breve tour por la noche antiturística de Acapulco en la que por mala suerte o afortunada desgracia no vimos nada espeluznante más allá de calles cuasi vacías, penumbrosas, y las miradas desconfiadas de los pocos aventurados peatones, de ese breve viaje, repito, no recuerdo la nomenclatura de las colonias ni las avenidas que cruzamos, sino aquellos espacios donde el guía se empeñaba en recordar lo que fue: su propia niñez y su juventud en un contexto más amable, la felicidad y el bullicio miserable de los infames años noventa, el pueblo tropical de hace más de medio siglo, la bonanza guerrerense, las escuelas y los compañeros perdidos, los días mejores de una época no muy lejana.

Quizá por la experiencia de ese tour no me pareció ajeno el paisaje que describe Federico Vite en Carácter, ni siquiera el abrumador relato del centro de la Ciudad de México, donde yo mismo vivo, y donde se inicia esta novela, en sus cantinas y tugurios, sus plazas centenarias, sus tables, allí donde anida una peculiar fauna. Y dada esa identidad con el espacio, con el lenguaje de las mismas personas que yo frecuento, me es imposible una lectura desprejuiciada e imparcial. Aunque creo que por la naturaleza de su prosa es posible para un lector ajeno a ambas geografías, la acapulqueña y la chilanga, recrear mediante la lectura los espacios peculiares que se narran.

Y aquello que Carácter narra es la historia de una fuga perpetua, la vida a salto de mata de Federico, un hombre oprimido pero sobreviviente, alcohólico fulminante, damnificado, huérfano, siempre divorciado, siempre viudo, siempre a punto de matar o cometer suicidio; pero Carácter también cuenta el largo proceso de un duelo, como si el protagonista asistiera a —o acaso volviera de— un funeral masivo, y de allí la amargura que trasluce su lenguaje incomodo, ofensivo, de negro humor, violencia y cariño rampantes. Sin embargo alguien leerá en esta novela sobre todo el relato de una torpe búsqueda, el rastreo de un fantasma: el fantasma de Soledad. (“Vine a la Ciudad de México porque me dijeron que acá vivía Soledad”. Pudo escribir.) Un espectro que engloba a su progenie, el fantasma de sus padres muertos, su hermana, sus amigos, su juventud perdida, la confusa vocación de la escritura.

¿Pero cómo leer una novela de este tipo, donde los géneros se entrecruzan en su denso lenguaje?

Hay una recomendación recurrente del escritor argentino Ricardo Piglia: leer un libro como si perteneciese a un género distinto. La Ilíada como una novela rosa. El discurso del método no como un tratado filosófico, sino como una novela policial. Y en la literatura de hoy parece que la novela negra lo abarca todo, no sólo la literatura sino la historia, la cotidianidad. (¿Y alguien puede negar que la historia de los últimos años en México es una enorme novela negra donde son tantos los crímenes y tantos los asesinos que nadie sabe ya quién mató a quién y tampoco importa demasiado? La historia del México de hoy es una novela noir donde el misterio múltiple llega al extremo de parecernos banal, y su esclarecimiento, secundario.)

Cómo leer, por tanto, Carácter, me preguntaba. ¿Acaso como una novela de autoayuda, o de la más cara derrota, una novela nostálgica y romántica, una novela sobre el narcotráfico, la historia de un puerto, una guía de cantinas y giros negros, un método para integrarse al crimen organizado, una guía turística alternativa del Centro Histórico, unas instrucciones para el amor, un método para perderlo todo? No atino a responderme a cabalidad.

Joseph Conrad, uno de los narradores cuyos relatos son celebrados sobre todo por su ingenio, sostenía que le era imposible escribir una historia que no hubiese vivido en carne propia o acaso escuchado de viva voz; le resultaba imposible —vaya paradoja— imaginar situaciones, inventar una historia completa desde la nada. Sin embargo, si recordamos que el viejo Conrad era un hombre que se retiró de la marina mercante a los cuarenta años —luego de conocer medio mundo— para dedicarse por completo a la escritura, ese hecho podría darnos una pista sobre lo que aquí discutimos; y si recapitulamos con mayor empeño y nos apuran, podría parecernos obligatorio, incluso natural su extraña aseveración. La conclusión guarda un signo maniqueo pero obvio: un hombre que lo ha visto todo —concluiríamos—, un hombre que ha padecido y gozado, probado y emprendido las mayores y las mas abyectas empresas sería capaz de relatar sin problema cualquier anécdota o leyenda, acaso cualquier suceso humano del que haya sido testigo sin necesidad de recurrir a la fantasía. Cobrarían —pensaríamos enseguida— aún mayor viveza los hechos que narrara pues conocería cabalmente los procesos, los lenguajes, las relaciones que se forjan, los ambientes y las temperaturas que se ciñen para levantar con mayor viveza simple y sencillamente lo que nos reúne en este texto: literatura.

Y una literatura de la vivencia es lo que seguramente más se nombra y se define acerca de los libros de Federico Vite. Nadie podría eludirlo pues él también se ha empeñado en construir consciente o inconscientemente un mito, una leyenda oscura de sí mismo. Federico —el personaje, quien ha dejado la escritura y en su ciudad natal ha ejercido los más disímbolos oficios, taxista, albañil, banquero, corrector de pruebas— llega a la Ciudad de México huyendo de una tragedia, un huracán, la muerte de los suyos, una muerte por aire y por agua. ¿Coincidencia? ¿Falso desdoblamiento? ¿Mentira redonda?

Habría que leer también esta novela como un testimonio —pienso—, en todo caso una confidencia honestamente ficticia, pues al darnos cuenta que nuestro narrador conoce de lo que habla —las mujeres y los hombres de variada condición, los códigos de las minorías y los anchos corredores de la podredumbre— nuestra tibia alma nos inspira a tenderle un lazo cómplice como el que se tiende hacia un amigo en confesión.

¿Dije confesión, autobiografía? Para la historia de la literatura esto no importa sino aquella cosa inmaterial que permanece girando en la cabeza o los sentidos del lector cuando la novela termina. Pues de un libro no recordamos sus miles de palabras o sentencias, a veces ni siquiera su trama, de las grandes novelas nos queda sobre todo una sensación o una imagen, acaso una especie de secuencia cinematográfica entrañable o lúgubre, incómoda o satisfactoria.

De Carácter me queda, por tanto, la secuencia oscura de un hombre que arriba a su vieja ciudad portuaria aprovechándose y huyendo al mismo tiempo del crimen sólo para descubrir que, tal vez, esa ciudad de su infancia, la de su formación y su delirio, se ha transformado en la representación de su vida interior, su peor desvarío, una ciudad fantasmal y asesina donde todos están por convertirse en cadáveres. Cuestión de tiempo.

Si esta no es una representación del país que nos ha tocado vivir no sé cuál pueda ser.

En la vida literaria de Norteamérica se juega demasiado con una noción rara que a mí me seduce secretamente, la búsqueda de la Gran Novela Americana. Y entre ellas, se pueden contar obras de William Faulkner, Philip Roth, Saul Below o David Foster Wallace. Si eso lo trasladáramos a nuestro contexto podríamos enumerar algunas obras que fungiesen como el resumen de una época, la fotografía de nuestro país, novelas que poseen el no siempre grato honor de representar un lugar y un tiempo determinados. Cada quién podría elegir las suyas. ¿Crimen y Castigo representa a la Rusia zarista? ¿Grandes esperanzas a la Inglaterra victoriana? ¿Pedro Páramo al México posrevolucionario?

Vislumbro en el proyecto de Federico Vite la construcción de la misma idea, la ambición quizá inconsciente de contar la historia de un personaje anónimo extraviado en un contexto general adverso pero cuyo destino se halla en consonancia con los problemas grandes o pequeños que aquejan a todo un país, un esbozo de lo que podría ser —o ya es— la Gran Novela Mexicana.

Federico Vite, Carácter. Ediciones Monte Carmelo, 2015, 142 pp.

 

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