Cuando el gurú se sentaba a meditar, el gato del ashram se paseaba por ahí y jugaba, distrayendo a los devotos, por lo que el gurú decidió atarlo durante la oración. Después de la muerte del gurú, la costumbre de atar al gato persistió. Y cuando el gato murió, otro gato fue llevado al ashram y siguió siendo atado durante la meditación. Y cuando ese gato también murió, otro gato más fue llevado para, se decía, poder meditar.
Anthony de Mello, La canción del pájaro
1) El epígrafe es una advertencia, aunque a veces es inútil. El ritual es un asidero. Y bueno: si no me tomo al menos un café, no hay forma de que escriba. O hable, o me termine de despertar. El café es esencial, no sólo para escribir, sino para comprender la vida. He leído que Orwell tenía un método casi japonés, por lo estricto, para preparar su té, así que no me agobia admitir mi cafetomanía. Habrá quien beba o tome otras cosas. Graham Greene, a quien leo con devoción, bebía whisky y con él se ayudaba a tragar las benxedrinas. La sola idea hace que sienta que tengo chinches en los zapatos.
2) Antes descolgaba el teléfono, porque fui, supongo, de las últimas y testarudas personas que se aferraban a su teléfono de disco. Ahora, lo apago. Y trato de no hacer caso de la internet pues, aunque no soy usuaria de redes sociales, miro el Pinterest. El Pinterest es una forma de distracción que supone una multiplicación geométrica de imágenes en la que suelo abismarme como una lela. No uso la Wikipedia para averiguar cosas, la uso para confirmarlas y cuando terminé el trabajo del día.
3) Necesito tener mis diccionarios cerca. El María Moliner, un Larousse, un Cuyás, el Etimológico de la Lengua Española de Guido Gómez de Silva, etcétera. Sin ellos me siento muy inerme. Tengo un montón. Lo malo es que se me van las cabras porque me encanta leer el diccionario. Me encanta el castellano.
4) Tengo mi suéter de escribir, muy amado y muy feo, y por alguna razón, no tenerlo a la mano me importa un pepino. Pero cuando está recién sacado de la lavadora y huele a Suavitel soy un ser feliz. Tuve unas pantuflas que encontré azarosamente en una tienda de cosas orientales y que consideraba mágicas: eran del Hotel Mármara de Estambul —alguien fue de crucero y estaban vendiendo las pantuflas que regalan en los hoteles, qué bárbaros, que ímpetu comercial— y yo en esos meses estaba escribiendo un cuento que sucede en la antigua Constantinopla. Las compré y no escribía si no me las calzaba. Se perdieron en la lavandería y me costó lo indecible volver a escribir sin ellas, así que procuro no caer en esas trampas.
5) Me gusta escuchar música. La selección depende del texto. Mi colección de discos es muy ecléctica, así que no sé qué será lo que se ponga de moda en mi cerebro.
6) Escribo en las mañanas. En las tardes no asunto, pero puedo leer pasionalmente.
7) Cuando escribo no quiero ver a nadie excepto a mi marido, y eso cuando ya concluí el trabajo del día. No quiero hablar y no creo ser una buena escucha; seguro que cuando estoy inmersa en la trabajo tengo lo que en inglés se llama “the one million miles stare”. No quiero abrir la puerta, contestar el teléfono, leer correos. No quiero hacer nada que no sea trabajar o caminar por los Viveros. Casi nunca se puede, así que hay que improvisar y no esperar a que las cosas sean como queremos, porque si no, nunca podría armar ni un triste párrafo.
Verónica Murguía (Ciudad de México, 1960). Narradora e ilustradora de libros. Estudió historia en la FFyL de la UNAM. Ha sido conductora del programa “Desde acá los chilangos” de Radio Educación; participante de un programa de apoyo a los niños de comunidades indígenas de Oaxaca, Yucatán y Sonora; articulista de Etcétera, Laberinto Urbano, La Jornada Semanal (en la que, desde el año 2000, mantiene la columna titulada “Las rayas de la cebra”), y Origina; profesora de literatura para niños en la SOGEM. Su novela Auliya ha sido traducida al alemán y al portugués y El fuego verde al alemán. Becaria del FONCA, 1993. Miembro del SNCA desde 2001. Premio Nacional de Cuento para Niños Juan de la Cabada 1990 por Historia y aventuras de Taté el mago y Clarisel la cuentera. En 2005 el Banco del Libro de Venezuela declaró a Auliya como uno de los mejores libros del año; distinción para la traducción alemana entre los finalistas del Concurso Bianual de Literatura Fantástica en la ciudad de Hamelin. Premio de Literatura Juvenil Gran Angular en 2013, otorgado por Ediciones SM, por la novela Loba. (Fuente: Enciclopedia de la Literatura en México)