UN CEMENTERIO ESTADOUNIDENSE EN LA CIUDAD DE MÉXICO

ada hay de extraño en contemplar una bandera que ondea. Sin lugar a dudas, esa debe de ser una de las visiones más comunes en cualquier parte del mundo, que sólo impacta el corazón de los medallistas olímpicos, de los cursis y de aquellos que tras sufrir persecución en un país hostil, sonríen al mirar esa tela de colores en el patio de su embajada. Lo sorprendente fue observar una bandera estadounidense que se agitaba al viento —no estaba en Washington ni en ninguna ciudad gringa, ni siquiera cerca de la embajada de Paseo de la Reforma—, detrás de una barda de piedra en un terreno entre el Circuito Interior y la calle Virginia Fábregas. A los pocos días regresé a averiguar por qué las barras y las estrellas ondeaban ahí, en la colonia San Rafael.

Héctor de Jesús es veterano de guerra. Nació en Puerto Rico y desde hace más de siete años es superintendente del Mexico City National Cemetery and Memorial, uno de los veinticuatro cementerios militares que administra la Comisión de los Monumentos de las Batallas Americanas (ABMC). Estos datos no me los dice a mi directamente sino a un grupo de méxico-americanos que no ocultan su sorpresa al enterarse de que entre 1846 y 1847 se suscitó una guerra entre Estados Unidos y México, misma que le costó a la nación la pérdida de más de la mitad de su territorio. Dentro de un pequeño salón adornado con retratos de Ulises Grant y Sam Houston, cuadros que reproducen los uniformes militares de la campaña y algunos carteles que dan cuenta de la Mexican-American War, Héctor de Jesús comenta, en un español un tanto cortado, que en 1851 se estableció el cementerio para enterrar los restos de 750 soldados norteamericanos que murieron durante la toma de la Ciudad de México.

La mayoría de ellos habían sido sepultados en las proximidades de los campos de batalla —Padierna, Churubusco, Molino del Rey, Chapultepec— dadas las prisas del ejército invasor, quedando como única forma de identificación la gorra del muerto sobre una cruz de madera. Al paso del tiempo las gorras y las cruces se perdieron, y en una labor que no se describe pero que debió de ser ardua, los cuerpos encontrados fueron llevados a un terreno de dos acres que un tal Manuel López vendió al gobierno de Estados Unidos por $3,000 dólares. Los cuerpos de estos soldados desconocidos reposan debajo de un obelisco blanco, coronado por una urna con una llama ficticia, y flanqueado por un par de banderas norteamericanas. Una inscripción en la base del obelisco dice: “To the honored memory of 750 americans, known but to god, whose bones, collected by their counstry’s order, are here buried.”

El cementerio funcionó hasta 1924; hasta entonces, fueron enterradas ahí 813 personas. En el salón en el que Héctor de Jesús deja boquiabiertos a sus escuchas, hay varios álbumes fotográficos. Si algo caracteriza al espíritu estadounidense es su deseo por estandarizarlo todo, desde los McDonalds hasta la muerte: en 1976 este cemetery memorial tenía la misma disposición de cruces que el de Arlignton o las playas de Normandía: todas perfectamente alineadas, un desfile mortuorio blanco, limpio, perfecto.

El gobierno de la ciudad compró la mitad del cementerio para construir el Circuito Interior y corrió con los gastos de dos extensos osarios donde ahora reposan miembros de la comunidad norteamericana. En total se pagaron $2,866,786 pesos, una cantidad superior a los kilómetros perdidos por México durante la guerra, pero insuficientes como para negociar una devolución.

“Eligieron este terreno porque quedaba a un lado del cementerio inglés”, dice el veterano de quién sabe cuál de todas las guerras yanquis. Dejo de ver las fotografías y lanzo una pregunta inquisitiva, similar a las que han formulado los mexico-americanos: “¿Cementerio inglés?”

La pequeña capilla ubicada en la esquina de San Cosme y Virginia Fábregas por lo general suele estar cerrada. Esa tarde de domingo tuve la suerte de encontrarla abierta. Me preparaba para entrar en silencio y soportar las miradas furtivas de las personas que se ofenden cuando alguien ajeno a la comunidad las distrae de la palabra de Dios. Nada de eso ocurrió. Si alguna vez hubieron bancas, éstas han desaparecido. Sólo queda el altar tallado en mármol rosa, con un Cristo crucificado custodiado por dos ángeles.

Al pie de la cruz lloran su madre, María, María Magdalena, la santa prostituta, y Juan, el apóstol consentido. Y no fue un templo católico sino anglicano. Se le conoce como Capilla inglesa y fue construida hacia 1824 en un terreno que el presidente Guadalupe Victoria donó a la corona inglesa en reconocimiento al apoyo económico que sumistró durante varios años a una nación que aun hoy depende del dinero extranjero para irla sobrellevando.

Por fuera, la capilla es bastante sobria. Destacan las cuatro estatuas que custodian cada una de sus esquinas. El tezontle de sus muros revela la influencia prehispánica que permeó en todas las construcciones eclesiásticas.

En libros exhaustivos como Guía de arquitectura de la Ciudad de México, Arquitectura religiosa de la Ciudad de México (Siglos XVI al XX) y Los retablos de la Ciudad de México (siglos XVI al XX) no aparece registro de esta capilla, lo que resulta lamentable porque su apertura, junto con la del cementerio, no fue un hecho cualquiera: se trató de la primera institución cívica inglesa fundada en México, resultado de una necesidad apremiante: la de poder enterrar protestantes en territorio nacional, dada la prohibición expresa de parte de la iglesia católica.

¿Qué ocurrió con las lápidas del cementerio inglés? En la colección de fotografías, que pueden verse libremente en el memorial estadounidense, existen unas cuantas. Se nota el cuidado de un jardinero inglés. Los árboles oscurecen la vista. Dan ganas de sentarse a contemplar las tumbas adornadas de musgo y moho.

Por la melancolía que se respira es un espacio eminentemente inglés.

Hacia 1970, los británicos devolvieron el terreno a México, mal asunto, y con la construcción del Circuito Interior el lugar selló su suerte. No hay mal que por bien no venga es una obra de Juan Ruiz de Alarcón, nombre que lleva el centro cultural construido encima del cementerio inglés. Héctor de Jesús dice que aunque algunos cuerpos fueron enviados a los panteones de la Calzada México-Tacuba, muchos otros fueron dejados ahí.

En este punto de la ciudad, el Circuito Interior se denomina, también, Calzada Melchor Ocampo. Esta calle, antes llamada Calzada de la Verónica, recibió el nombre de uno de los liberales más famosos de la Reforma porque estuvo enterrado, precisamente, en el cementerio inglés del que fue exhumado en 1961 para ser llevado a la Rotonda de las Personas Ilustres.

El cementerio inglés es uno de esos lugares en los que es posible percibir ciertas vibras, o si se prefiere, energías, como en la Plaza de las Tres Culturas, en Tlatelolco. Ante la desaparición forzada de nuestra propia historia, es interesante descubrir que el lugar donde sucedió el “Halconazo”, el 10 de junio de 1971, sea el mismo en el que soldados norteamericanos y mexicanos se enfrentaron durante la Guerra de 1846-1847, en la garita de San Cosme, cerca de las rejas del cementerio inglés.

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