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COMO CHAPULÍN ON THE GRILL

Para mi hermana, que siempre me recibe con generosidad

Vivir a caballo entre dos países implica una gran cantidad de diferencias culturales, choques, “caídas de veinte” que suelen ser casi tan satisfactorias como intimidantes y requiere de muchas estrategias para intentar mantener la comunicación en el lugar de origen y, al mismo tiempo, tratar de entablar nuevos vínculos en donde se reside de momento. Esto es más o menos de lo que se habla en blogs, revistas como ésta, o en las conversaciones del día a día con otros inmigrantes (porque siempre, siempre siempre, nos las arreglaremos para reunirnos donde quiera que estemos), porque la diferencia cultural es, sin duda, importante, intrigante, fundacional.

Sin embargo, ¿a alguien le han hablado de los efectos físicos que tiene inmigrar y volver al lugar de origen, digamos, un par de veces al año? Existen, están de la patada, y te traen like a grasshoper en el comal. Ni más ni menos esto me ha sucedido en los últimos días, cuando por motivos de trabajo viajé a México por un mes y regresé a PuebLondon con dolor en el termostato (Cecilia dixit).

Dejé el Pueblo en los primeros días de marzo, con una temperatura promedio de -5 grados C, armada de chamarra y bufanda (mientras no se llegue a -10, el gorro y las botas son lo de menos).

Llegar a la Gran Tenochtitlán llena siempre de calidez el corazón, hasta un poco antes de tocar tierra en el avión y sentir de un trancazo los 2 mil metros sobre el nivel del mar a los que el mismo corazón se opone con brincos dentro del pecho y la sensación de que se va a parar en cualquier momento. Esto no dura demasiado, quizá una hora corta, que pasa rápidamente entre migración y aduana, carrusel del equipaje y espera del taxi. Para cuando el vehículo acomete el Circuito Interior, la maquinaria cardiaca ya ha recordado que no hay pex, sí se siente altito, pero igual, de aquí soy. Poco a poco se va recuperando el ritmo al caminar, que se había vuelto pesado por la falta de oxígeno y para el final del día 1 la sangre chilanga ya palpita a todo lo que da.

Pasé dos semanas en el D.F. bendecida por los “días santos” que hacen el milagro de desaparecer a los defeños del lugar y dar paso a la transformación de la urbe en bosque. No queda sino imaginarse qué sería de la ciudad de México sin la voracidad de sus gobernantes, que tiran árboles como si a éstos les costara una semana volver a crecer. Desde los edificios altos, o alguna terraza cómoda, se reconoce cómo el asfalto le va ganando espacio a los jardines y, sin embargo, como una maravilla de la resiliente naturaleza, las copas de los que quedan aún dominan el escenario y dan sombra a quien los respete. Los 22 grados centígrados de temperatura en la ciudad de México son, sin duda, lo que en otras partes del mundo se conoce como El Cielo. No se suda, no se tiembla, uno no se cansa. Es una maravilla.

De ahí, a Tabasco que, no señores, no es un Edén. No se dejen engañar cuando les digan “ven, ven, ven”. Ahí hace menos calor que en Mérida (Carmen dixit), pero su ciudad capital ha adoptado los usos y costumbres del D.F.: tirado árboles, construido edificios de concreto que conservan la temperatura en el interior y refractan los rayos del sol al exterior aumentando exponencialmente la temperatura. Esos días de 38 (sí, 38 grados centígrados) con sensación térmica de 42 cayeron sobre mi organismo como una colonia de abejas, hinchando mi cuerpo y doblegando mi espíritu. Lo único que yo quería era dormir.

Sin embargo, cerca de ahí está la selva y las pirámides de Palenque y los ríos y la vegetación. Uno se pregunta cómo es que los estados del sur de México son tan pobres teniéndolo todo; en primer lugar de la lista, el agua que corre hasta con violencia y el también violento verde de la vida. Para el tercer día en Villahermosa mi cerebro se había licuado.

De vuelta al D.F. durante un día y después de regreso a un PuebLondon que me recibió con los brazos abiertos y 23 grados de primaveral temperatura, solo para hacer lo que siempre hace: atacarme dos o tres días después con la “ocasional” nevada de abril. Una tarde, recién llegada, vi granizo. Unos momentos después ya era nieve, el termómetro marcaba -5 grados y yo no supe si habíamos regresado en el tiempo hasta noviembre o si simplemente, como canta Sabina, alguien me había robado el mes de abril. A la mañana siguiente, la capa de nieve cubría el jardín, la temperatura se acercaba a -10 y ya había hinchado mi cuerpo y doblegado mi espíritu. Lo único que yo quería era dormir.

Aun así, esto debe ser como lo que dicen sobre los embarazos: inmediatamente después de dar a luz, cuentan, uno olvida el dolor. Yo ya espero la próxima ocasión para volver a México, comer mariscos (aunque me hinchen los labios y parezca recién iniciada en las artes del botox), abrazar a la gente y hablar en mi lengua. Y también viajar al sur, donde vive la selva… o lo que queda de ella.

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