SEGUNDA PARTE
Para el año 2001 la empresa familiar atendió un proyecto para Coca-Cola Femsa, que en ese entonces era un cliente importante. Cabe resaltar que mi familia y el nuevo régimen político no guardaban vínculo alguno, de no ser por una prima lejana que vivió una temporada en Celaya y años atrás había llevado a su mascota a la veterinaria del primer marido de Martha Sahagún. Ella cuenta que la otrora primera dama era muy buena bañando perros y, quien lo iba a decir, más tarde compartiría lecho en la residencia oficial con el hombre que sacó de a mentiritas al PRI de Los Pinos.
Dado el parque de frigoríficos que Coca Cola posee, la relación comercial con el negocio familiar tenía un poco de historia. El proyecto que encabecé tras volver al país implicaba trabajo de campo para visitar gran parte de los miles de comercios en los que la refresquera tuviese un refrigerador como punto de venta. Para efectos de control de calidad, mediante un muestreo estadístico, elegía puntos de la Zona Metropolitana para supervisar personalmente el trabajo de los técnicos. Un día a la semana dejaba el trabajo de oficina a fin de recorrer unos 15 o 20 negocios. Elegí visitar de nuevo Chimalhuacán. Al llegar a uno de los comercios en la parte baja del Cerro de las Palomas, venía de regreso un camión de reparto, resguardado por un hombre armado con un rifle como los que utiliza la policía federal. El chofer se detuvo frente a la tienda en la que yo conversaba con el propietario. Los cargadores y el chofer vieron que llevaba papelería con el logotipo Coca-Cola, y me preguntaron sobre lo que hacía. Les entusiasmaba que su empresa al fin pusiera atención a la zona que ellos cubrían, un tanto abandonada, salvo por los vendedores que levantaban los pedidos y a veces llevaban carteles de propaganda. El siguiente negocio que me tocaba visitar estaba calle arriba. Les pregunté cómo llegar pero en vez de responder guardaron silencio, intercambiaron miradas y su recomendación fue que mejor no subiera. “Hay apaches allá arriba”, me dijeron, luego señalaron al guardia armado que estaba en el camión; entendí. Se despidieron con amabilidad para seguir su jornada de reparto. El propietario del negocio reiteró que, en efecto, ese era el último punto más o menos seguro de la zona, y que era mejor no avanzar las 4 o 5 cuadras de la empinada calle. Poco antes de abordar el auto me percaté de un perrito junto a la banqueta: estaba muerto. El dueño de la tienda me dijo sin complejo que luego así se quedaban, por el hambre. Sopló un terregal y salí de ahí, quizás rumbo a Chicoloapan o Texcoco.
Luego de aquella segunda ronda de visitas fui una vez más al municipio, casi al final de aquel proyecto para la refresquera. El improvisado puente por el que pasé para evitar el Cerro de las Palomas estaba inundado de basura, principalmente botellas de refresco y bolsas de frituras. Un desagüe que hasta el momento no he visto ni en la película realista más asquerosa (las de Reygadas o Amat Escalante no cuentan, son bastante fresas ante el Chimalhuacán de aquellos años). El destino era “Ciudad Alegre”, una colonia cuyas calles están bautizadas en homenaje a licores: Bobadilla 103, Viejo Vergel, Don Pedro. Los domicilios en la documentación oficial deben despertar al menos una mueca burlona cuando los ve por vez primera algún burócrata de reciente ingreso. Tras la visita al comercio no hubo mayores incidencias, de no ser por la originalidad de los nombres, el asco que me duró varios días y la normalidad con la que vi a más niños desnutridos. Ahora que lo pienso, tan pronto se asimila un evento apocalíptico, la conciencia lo neutraliza y por ello deja de conmover. Aquella vez, en lugar de perrito, el cadáver era de un gato al que habían atacado las ratas.
Por distintas circunstancias durante los años siguientes recorrí en numerosas ocasiones la carretera México-Puebla. Al dejar atrás la Calzada Ignacio Zaragoza para incorporarme a la autopista siempre miraba hacia la izquierda, desde donde podía contemplar en la lejanía el Cerro de las Palomas, la sede de los “apaches”. No sé exactamente a qué se refería el dueño de la tiendita que reafirmó la advertencia de los hombres del camión repartidor, pero puedo imaginar muchas historias de terror. Durante alguno de esos viajes inicié un relato que poco a poco fue ocupando más y más cuartillas. En esa ficción un chico asiste a la misma facultad en la que estudié algunos semestres. Sólo que él se inscribió para Administración Pública, pues confía en que podrá cambiar algo de su realidad. La novela iba tomando forma hasta que me cayó una cubetada de agua fría, vía el hombre de las esculturas de fierro pintado.
Para 2014 Chimalhuacán volvió a ocupar un lugar en la memoria colectiva. De nuevo con algo nada grato: El Guerrero, ese objeto metálico de intención escultórica y nula estética que llega como bofetada: más de 30 millones pagados sin menoscabo del nulo criterio ético de Sebastián como proveedor de pedidos “artísticos” para la clase política. La funcionaria pública de turismo municipal se enorgullece de su corredor turístico tras inaugurar algo espantoso. Habrá que volver de nuevo al municipio, verificar que a casi 20 años de aquella primera visita a esa zona las calles estén pavimentadas, las alcantarillas sin basura, el desagüe sin botellas de PET, los perritos con dueño, pero principalmente, los niños sin desnutrición. De otra manera, quizá valga la pena pensar en desmontar la enorme mole de fierro y vender el acero por tonelada para iniciar un fondo de ayuda que propicie el desarrollo regional. Luego dar seguimiento a un verdadero proceso de crecimiento sin fines electoreros. Tras el planteamiento de la utopía, y una vez resueltas las necesidades básicas quizá se puedan considerar factores de cosmética urbana en una población que desde tiempos inmemoriales ha sido dejada al olvido. Tal vez su cercanía con el proyecto del nuevo aeropuerto sea un buen pretexto para pedir auxilio, pues buena falta le hace a esa zona de la mancha urbana. Imagino desde ahora cuando los aviones desciendan hacia alguna de las pistas y los visitantes deban conservar como primera imagen de este país una escultura monumental que bajo sus pies tiene un suelo plagado de miseria, eso sí, bien escondido con un plan de turismo municipal e inundado de botellas de PET, bolsas de frituras y cadáveres de animalitos domésticos que murieron de hambre