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DEALER CHRIST: EL EVANGELIO DEL CRIMEN

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La imagen de Baby presentado a la fiscalía me quemó el seso. A esas alturas habrían vaciado la información de su móvil y repasado mi epíteto entre su lista de contactos, “Profe”, como me conocían en cierto sector de jóvenes drugos de la ciudad, porque a varios impartí materias de reflexión ética y social en la universidad jesuita.

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La respuesta de Regis, una ex alumna con quien confirmé la noticia, zanjó el caso: “Ya salió, profe. Está en su casa.”

Quise ir a felicitarlo por su regreso a la libertad, porque es un tema que suelo tratar en clase, y pedí a la chica que me avisara cuando fuera pertinente darle una vuelta. “Dice que te jales.”

En lo individual, se había vuelto imposible disimular que rebasaba los cuarenta años y acumulaba buen récord en la carrera hedonista de las sustancias, motivo que me acercó a Baby, pues requería de un sugar man confiable y él necesitaba ser escuchado por alguien serio, ya que había comenzado a “reventar” drogas y cargaba resabios de conflicto moral.

Tengo una familia, se justificaba, quiero dar a mis hijos lo que me negaron. Se refería al invaluable tiempo y a las comodidades de una vida segura y ordenada.

Aquella primera noche en que nos entrevistamos lo insté a que le valiese verga la opinión de la gente. Entre jalón y jalón de cortesía lo concilié recordándole un par de preceptos fundamentales del mundo posmo.

Primero, la gente se piensa decente porque roba o vende sus nalguitas dentro del sistema. Segundo, las drogas son-el-Ca-pi-ta-lis-mo. Y los que están dentro del sistema somos tus hipócritas clientes.

Desde aquella ocasión Baby me tomó aprecio sincero (si es que la probidad cabe en ese mundo, Burroughs categoriza que en Yonquilandia nadie es compa).

Profe, me engalanó, yo sabía que usted tiene otro nivel de pensamiento.

Bien. No fui de sus mejores compradores pero comenzó a compartirme del mejor de sus productos, su amistad, y algo de cisne blanco a cuenta del vastísimo suministro general. Algunas noches de sábado lo acompañé a trabajar mientras recorríamos el derby consumidor del puerto, en jornadas en que constaté que el negocio arrea dinero.

En una ocasión ejemplar un chilanguito salió de una mansión empuñando cuarenta mil pesos destinados exclusivamente a la compra de la droga que se pilotaría con sus amigos aquella noche de acapulcazo. Yo me había chingado trabajando un año para un periódico queretano y ahorrar apenas la misma cantidad, mientras hay quien se la esnifa en seis horas de fiesta.

Observé a cuánta gente decente y de bien le encanta entumirse las aletas. Atestigüé que el mundo está en manos de don Porfirio Blanco. Vi lo relativamente sencillo que es hacerse de trescientos mil pesos en una noche. Y que el mundo es sensacional. De comprar sensaciones, pues.  

Llegué a casa de Baby y parecía que nada grave había ocurrido porque me recibió con su sonrisa de amplitud modulada. Me sentó a la mesa a departir con su familia. Me sirvió un whisky. Dedujimos que les pusieron un cuatro, si no, ¿por qué hubo un batallón de más de treinta soldados esperándolos en el camino de Pie de la Cuesta?

-Nos tuvieron parados al sol más de ocho horas, amedrentándonos y chuchándonos las costillas y el culo con el cañón de las metralletas, los ojetes.

Baby narraba los hechos como una aventura dominical; mientras Gabi, su mujer, no cesaba de clamar que durante todo aquel tiempo experimentó el humor siniestro de sentirse en una serie de Netflix, Las mujeres del narco, con detalles dignos de ficción, como que al reunirse con las angustiadas esposas del resto de los detenidos, una de ellas estropeó la cita con el juez al llegar impuntual, pues la señora despertó tarde y por nada del mundo se permite salir de casa sin maquillaje.

Al final pasamos al privado de Baby y hablamos en crudo. ¿Te cabreaste?, le pregunté insidioso. Baby, enérgico por naturaleza, inflamó bizarramente el pectoral y empezó a rebotar como calentándose para un tiro.

-¡¿Sabes qué, profe!? –amenazó como padeciendo arcadas de exorcizar algo, de hacer catarsis-, la neta, no sé si me creas, me vale verga si me crees o no, pero ¡nunca, nunca –rabió gélido con la dicción y la quijada enhiestas, como conteniendo trescientas toneladas emocionales-, nunca, te lo digo muy en serio, y escúchalo bien, jamás me vi encerrado en una puta cárcel!

Luego de gritarlo, la resonancia quedó expandiendo sus ondas gravitacionales mientras señalaba, insisto, cargadísimo de alta tensión, hacia allá, a lo lejos, en dirección al Centro de Reinserción Social de Acapulco.

Luego se precipitó para asomarse a mis ojos buscando confirmar que había comprendido aquella verdad, aquella sustancia absoluta y sublime; pero imposible de enunciar sin mediación de la poesía. Baby comenzó a grifarse de desesperación, de incomunicación.

-¡¿Tú crees que yo quiero ser esto?! -se indicaba el yo con la punta de los dedos.

Parecía hablar tan en serio, que volvió resueltamente para interpelarme a quemarropa.

-A ver. Tú –me encañonó con su pistola de índice, medio, y gatillo pulgar, clamando desesperado, incluso despectivamente, como diciendo a ver, ahí te tienes a ti mismo-, ¿eres lo que quieres ser, estás contento con eso que te tocó ser?

No esperó mi respuesta y fue echándose demostrativamente atrás, con la evidencia abstracta y el gesto facineroso del Ángel de la Historia benjaminiano, de Klee, a brazos abiertos como un Cristo ocasional. Luego continuó vociferando.

-¡Aquí los huevos no son al gusto, profe!

Entró al baño repitiendo trágicamente el proverbio a lo largo de una extensa micción. La luz del wáter cambiaba de color cada cinco segundos como el ambiente de una discoteca.

Aproveché el intervalo para defenestrar una mirada, invadido por el vértigo de precipitarme desde un edificio existencial de 42 años de vida dilapidada. Baby salió dejándose caer del escalón del baño, abstraído en un diálogo interno a voz alta en el que repetía ahíto de furor.

-Yo se lo dije al pinche Negro. No mames, Negro, esto va a valer verga, así no se hacen las cosas. Y al hijo de su puta madre a la mera hora los huevos se le hicieron chiquitos cuando preguntaron de quién era el arma -Baby se puso a renegar con repugnancia, cuando de repente abandonó su digresión para venir a asaltarme-, ¡Profe, yo no soy el pinche hombre de hierro! ¡Hay días en los que no quiero levantarme de esa puta cama!

Iba-venía con zozobra de recién enjaulado cuando de repente fue como si me descubriera ahí sentadito, y se puso a estudiarme como entomólogo, con el ceño torcido de curiosidad, o como midiéndome para soltar un puñete, o una embestida inquisitorial, no lo sé, la tentativa de algo, pero sólo continuó su discurso fractal.

-Cuando el pinche abogadito de mierda entró y nos dijo que para salir, alguno de nosotros tenía que echarse la culpa, para salvar al resto, sólo quedamos el puto Negro y yo, porque los demás eran el patrón y su oficial. ¡¿Tú crees que ese pendejo del Negro tiene los huevos para algo así?! (Yo ni siquiera sabía quién era el Negro.)

¡No mames, profe, no-ma-mes! –reclamaba más allá de la indignación, desde la injuria, como si hubiera estado con él en medio de aquella crisis-. ¡Ese güey vale pura verga!

Baby crepitaba fundiéndose en su propia pira y resurgiendo.

-En aquel momento me fui a una esquina de la celda y me puse a mirar hacia la pared.

Se tapó fatalmente el rostro para ir descubriéndoselo, estirándose la de piel como si fuera látex, deformando el dibujo de sus facciones de nene y reproduciendo la desesperación de Munch.

-Le pregunté al abogado cuántos años mínimo; no pues que entre quince y veinticinco.

Acentuó un aspaviento con que describió la angustia de jugarse la libertad en un tiro de dados a todo o nada.

-¡Vámonos a la verga, patrón, yo asumo el cargo!

(Bolos de saliva y gargantas dilatadas.)

-¡Vergas, profe! –Baby persistía en recriminarme, ahora con los ojos cristalizados- ¡¿tú crees que mis hijas, mi hijo y mi mujer no me pasaron por la cabeza?!

¡Pram! Aporreó la cómoda, a punto de combustión espontánea. Mesaba. Resollaba.  Sin encontrar recipiente en cuál verterse.

-¡¿Cómo le hago para abrirte los ojos?! ¡¿Cómo mierdas le hago, Profe, para que me comprendas?! ¡Yo -se golpeaba el pectoral tribalmente- no permito que se meta a mi cabeza un sólo pensamiento negativo! ¡Yo nunca, te repito, jamás me vi metido en cárcel alguna!

Respondí “sí” cuando me cuestionó si lo comprendía diáfanamente; pero él sabía que mentía, que asimilaba aquella verdad sin la mística requerida.

Necesitaba atravesar con mis dedos los huecos de los clavos y horadar el costillar abierto, como Tomás. “Pon aquí tu mano y métela en mi costado. Deja de negar y cree”, fue como el Mesías regañó al apóstol luego de aparecérseles resucitado, lo recordé por la canción de Losing my religión, no es cierto, ya me sabía la cita.

-¿Y qué ocurrió? –insistí negligentemente.

Baby extendió los brazos para obviar una puya tautológica.

-¿Dónde estoy? ¿Dónde me ves?

-Sí, pues -imposté morriña-, me refiero a qué respondió el patrón.

-No pus, el güey se me quedó mirando. Luego habló en secreto con el abogado. Cuando regresó dijo “vamos a salir todos juntos de aquí, van a venir a sacarnos, así que pónganse vergas”.

-Cuando se corrió la voz –ahora Baby sonreía- la pinche fiscalía comenzó a vaciarse, los putos comenzaron a inventar que tenían operativos y el maricón del fiscal no volvió a aparecerse, nada más dejaron a un custodio, al que mandamos por caguamas y cigarros, y rogaba que no lo mataran cuando llegara el comando, porque tenía familia. ¿No, puto? –Baby se desternilló, liberado al fin-.

Salieron sin necesidad de violencia.

-¡Ahora el patrón me tiene aquí! –Baby acuñó un botón de ternura.

Pude comprender lo que significaba aquella osadía de Baby, ascenso, más dinero, más poder, más todo. Baby no era precisamente un hombre valeroso como sí un creyente.

-¡Profe –me sacudió las reflexiones señalándose con su sonrisa de publicidad dental-, ahora soy un criminal, salí en las noticias, toda esta puta sociedad de mierda me vio, los papás de los amigos del colegio de mis hijos, todos! ¡Diosito –besó una cruz digital- me vale una verga! ¡Profe, en verdad te lo digo, siempre, siempre hay que mantenerse alegres! No niego que en cierto momento sentí miedo; pero todo el tiempo me decía nel, nel, nel, yo me veía feliz con mis hijas, nada más me concentraba en el momento en que las vería otra vez para abrazarlas, y de ahí nadie me sacó por más mierda que echaron. Hay que ser fuerte mentalmente, Profe.

Gabi entró para dejarnos un platón de sincronizadas.

Me zampé otro whisky y me despedí con mi compra habitual sin saber que sería la última. Al salir nos percatamos de que había una patrulla de la policía estacionada al pie del edificio.

Bajé con aplomo y candidez de ciudadano correcto y con la droga escondida entre los testículos. Días después busqué a Baby pero nadie dio razón. Le escribí pero jamás respondió. Debe encontrarse bien porque es un tipo astuto.

Por mi parte, a raíz de su desaparición dejé de atascarme, fui desamparado por mi dealer Christ pero heredé una verdad en la vida, algo más fuerte que cualquier droga, también quedé con una serie de temblores corporales y ansiedad de abstinencia, pero quién iba a pensar que la inspiración de la fe auténtica, que el mismísimo evangelio llegaría a mí por la voz profética de un sugar man.

Epílogo: Apagada la brillante luz evangélica comencé a sentirme, como dice Ciorán de “cuando uno ha superado la edad de la rebeldía y continúa desatándose”, como un “Lucifer lelo”. 

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