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VIAJE AL FIN DE LA NOCHE. LA VIDA EN HOTELES DE PASO

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Viaje al fin de la noche, la vida en hoteles de paso

Todos los hoteles son de paso. La vida es un cuarto que un día tendremos que desalojar. Refugio para consumir nuestros vicios más secretos. Escondites para los que buscan la privacidad, el aislamiento. Los hoteles son el lugar ideal para apartarse de los otros, de los que no entienden nuestro modo de gozar. Hogares de un momento.

Franeleros, prostitutas y prostitutos, músicos, dílers, suicidas, vagoneros, secuestradores, carteristas, travestis, vienevienes, bailarinas, guarros, judas, sardos, rateros, vendedores ambulantes y poetas. Casi todo lo que se arrastra por esta tierra ha pasado por sus puertas. Por hoteles cochambrosos de pasillos estrechos y fachadas derruidas, alfombras quemadas, controles de la tele pegados al buró, letreros luminosos incompletos, toallas que han usado varios ciudadanos de la vida, y que han sobrevivido a varias generaciones.

Uno se refugia en cuartos de hoteles baratos lo mismo para el amor prohibido que para estar a solas con sus monstruos o suicidarse. Uno se refugia en los cuartos de hoteles baratos para escribir una carta o una novela. Para masturbarse a gusto. Para fumar crack, para emborracharse, para estar a solas con el maestreo fracaso. Algunos viven y trabajan en un hotel. Ante la falta de documentos para rentar un departamento, unos prefieren vivir en un hotel. No necesitan fiador.

 

Llámame Jack, Jack el mexicano

Son las once y treinta minutos de la noche del 19 de septiembre de 1962. Una pareja cruza las puertas del hotel Drigales. Desde la recepción se puede ver que por la calle de Álzate son pocos los autos que transitan a esta hora. Jack carga una maleta pequeña y ella una bolsa. Jack firma la liberta de registro con el nombre de Fernando García. Ella se llama Julia, Julia González Trejo. Ignora que no verá el amanecer. El recepcionista les da la llave del cuarto 216.

La pareja se acaba de conocer hoy y salieron juntos del mismo lugar, el cabaret Imperio, ubicado en las calles de Allende y Libertad. Jack tampoco sabe que esta noche lo volverá a hacer. Julia es madre de cuatro hijos y vecina de la colonia Agrícola Oriental. A Jack le será suficiente una mano para ahorcarla, y dejarla desnuda en la cama, dejando sólo las zapatillas y la bolsa. Al salir Jack le pedirá al recepcionista que despierte a la mujer como a las seis o siete de la mañana.

Antes de abandonar la habitación Jack buscará en la bolsa de Julia el lápiz labial para escribir en el espejo un mensaje para el jefe de la policía: “Jack mexicano, reto a Cueto.” Jack lo ha hecho antes, al menos en una docena de ocasiones. Unos días antes en la habitación número 21 del hotel Ámbar, ubicado en San Jerónimo e Isabel la Católica, se encontró el cuerpo de una mujer que nadie identificó, desnudo y en el baño. Sin vida y sin pertenencias. La autopsia fue clara, murió de fractura de laringe con tres costillas rotas.

Jack mandaba recados a la máxima autoridad policiaca del Distrito Federal por medio de los periódicos. “Cueto no es pieza, Jack.”

Julia aceptó salir del Imperio con Jack a cambio de cien pesos. Jack pagó doce pesos por la habitación. Era un hombre frustrado que había fracaso en su sueño por ser boxeador.

Jack pertenecía a la policía preventiva. Su número de placa era el 2301. El nombre que usaba en la institución era el de Fernando Ramírez Luna. Lo dieron de baja por abuso de autoridad. También fue parte de las Guardias Presidenciales, pero lo corrieron por ineptitud y mala conducta. Jack era una bomba explotando a cada rato.

Los cien pesos nunca llegaron a manos de Julia. Ella se los pidió y Jack se negó a entregarlos. Cuando fue atrapado declararía: “La sujeté para amedrentarla. Así, con la mano derecha, girando los dedos hacia la derecha de su cuello. Vi que se desmayaba (…) Salí sin correr y le dije al velador que la despertara a las cinco o seis de la mañana. Durante tres días seguí la parranda.

Jack se llamaba en realidad, Macario Alcalá Canchola. Su mujer declararía que Jack se sentía superior a cualquiera que lo rodera. Así era Jack.

 

El camino de San Pablo

Esta calle la han caminado los hombres y mujeres más tristes y solos de la ciudad. Son las cinco de la mañana. El flujo de gente no es el mismo que habrá en unas horas. A penas unas cuantas almas, los locales cerrados. Hace frío.

La soledad y la frustración siempre me arrastran por estos rumbos. Ya miro a la primera mujer. Una pequeña y con cara adormilada, enfundada en un vestido que no debe cubrirla nada del viento. A lo lejos se ve una fogata en donde varias mujeres se apretujan buscando calor. La miro bien, pero soy muy alto y me gustan las mujeres de cuerpos grandes. Hay mujeres aburridas recargadas de las cortinas de los negocios jugando con su teléfono. El hombre que arrastra el carrito de los plátanos y los camotes hace sonar su chicharra. Y parece una pequeña locomotora abriéndose paso por el círculo más miserable del infierno.

Las necesidades del cuerpo es difícil llenarlas. Es casi imposible encontrar placer en un cuerpo que no quiere darlo. Un camión que se acerca la Merced ruge como bestia en busca de una hembra en celo. Entre la piel parda de la madrugada miro un vestido fluorescente. Ella tiene una sonrisa cálida y cachonda. Dice que es de Veracruz. Su escote es provocador, generoso. Me dice que camine detrás de ella, y obediente como un cordero la sigo.

Vamos por Jesús María, atravesamos Regina, y antes de llegar a Mesones entramos al hotel Oviedo. Tiene un patio central en forma de herradura y alrededor unos cincuenta cuartos. Mi compañera paga la habitación del dinero que le di. El recepcionista le entrega una llave y un condón y vuelvo a caminar detrás de ella. Ese es mi destino. Ir detrás de unas nalgas femeninas. Eli pasa entre 12 y 20 veces al día a estos cuartos. Los conoce casi todos. A penas lleva un año trabajando en esto.

El cuerpo se entristece sin sexo. Y hay momentos en los que el sexo se vuelve muy difícil de conseguir. Sobre todo en esta ciudad. Y para no volverse loco uno debe pagar. A pesar de la hora su cuerpo contiene un aroma fresco y cursi que me produce ciertas náuseas. No soporto el perfume. Pero el tacto se impone sobre el olfato. Yo quiero ser paciente y tardarme. Ella quiere salir de aquí lo más pronto posible, quizá para buscar otro cliente, acaso porque no está a gusto del todo. A pesar de que ríe mucho.

Apenas se han desarreglado la colcha y las sábanas. Ella es veloz para vestirse. Yo lo hago con calma y mientras se lava el sexo me siento reconciliado con el mundo. Ella baja antes que yo y retoma su posición dentro de la formación. Me alejo caminando por San Pablo rumbo al metro Pino Suárez. Ya casi amanece.

 

La Güera y el Chacuas

El Chacuas es pequeño y gandaya. Tiene cara de camello. Apellido libanés y las manos pequeñas. Alguna vez ha usado los zapatos de la Güera. Ha vendido la ropa de su nieto afuera del metro Niños Héroes. Le pide dinero a su padre de casi ochenta años. Todas las tardes salen juntos a vender periódicos. Van por la Roma, La Condesa, la Juárez, taloneando. Y en cuanto juntan para una dosis de piedra van a la Doctores.

La Güera es como una leona de circo. Ya se encuentra deteriorado irremediablemente el cuerpo que una vez fue hermoso. La delgadez es casi agresiva. Sus ojos tienen un permanente cansancio. Las manchas en su rostro parecen nubes de humo. Su voz es rasposa, y algo de amor permanece en ella. Cada vez finge ser más dura, para salir adelante.

A veces duermen en el Hotel Imperio. A veces a la entrada del metro. Llevan más de treinta años juntos. Sus familias los han querido separar, pero nada es más adictivo que una persona que te ayuda a destruirte. El amor no puede competir con la complicidad.

Me he drogado varias veces con ellos. El Chacuas arma sus negros. Cigarros con piedra. Y se los fuma allá, arrinconado, solo. Y luego viene por la lata. Varias veces se han peleado por que se roban mutuamente. Ella tiene un hijo que estudió derecho. Casi no lo veía, creció en provincia, en el pueblo donde ella nació. Él es padre de una mujer que tiene un hijo mayor de edad. Un tiempo, en un famoso punto de la Doctores les llamaban Los últimos de los mohicanos.

Han estafado de todos los modos posibles. Se han parado afuera del Senado a decirle a los senadores, con un bote en la mano, “Por favor, un apoyo para la compañera que viene de provincia a hacer una demanda.” Comen tacos en los tianguis y aprovechan cualquier parpadeón para escaparse. Roban comida en las Bodegas Aurrerá. Ambos estás acostumbrados a sacar ventaja de cualquier situación.

Ella dice que prefiere la vida en un hotel a soportar un vecino mamón que los mire mal y se queje del aroma de todo lo que fuman. “En los hoteles vivimos gente que por lo regular estamos solos, alejados de la familia.” Es común que se mientan y se traicionen, pero no se separan. “Si andas en la calle, 10 baros los sacas en chinga. Sobre todo si trabajas, porque si te pones a atracar lo sacas en súper corto. Sacas para cuatro días. Pero no pagas cuarto de hotel, te lo fumas. Hay gente que sí es precavida. Andan de rateros, pero si les sale un buen bisne pagan una semana, quince días de hotel.”

Son nómadas en todos los sentidos de su vida. Luego de haberse fumado un departamento, con todo lo que había adentro, dos carros y toda la confianza de sus familiares y amigos, se vieron viviendo en hoteles. Sí, hubo un tiempo en que hasta tarjetas de crédito y regalos de navidad tenían. Todo se lo han fumado sobre retorcidas latas de aluminio.

Su récord de estabilidad es de siete meses en el hotel Virreyes. El Chelsea chilango.

 

Travestis en el horizonte

Hubo un tiempo en que sentí curiosidad por las vestidas. La neta es que ya no estaba a gusto con mi novia y ninguna de las mujeres que me gustaban me hacía caso. Las prostitutas rara vez tenían ganas de coger. Y ese sexo desangelado me deprimía más. También me deprime coger con mujeres que no me gustan. Pero lo sigo haciendo.

Todo mal y todo apuntando hacia la única salida que se miraba en el horizonte. Los travestis. Esos seres que han vertido su ser en un envase nuevo. Y allá fui una noche en la que N., que trabajaba con mi novia, me rechazó cuando la invité por unas chelas. Ya tenía pretexto para destruirme, para hacer algo que no me había atrevido a hacer jamás.

Cogerme un hombre no era nuevo para mí. Durante mi infancia, digamos entre los seis y los siete años cogí con varios de mis amigos. Al que comenzó todo se lo cogían su padre y sus hermanos, quienes tenían novias y se portaban muy machines. Así que todos, en aquella banda, acabamos pervertidos. Escondidos en los baños o en las azoteas. Debo decir que siempre preguntaba por qué no incluíamos mujeres en nuestro clan. Mis amigos decían que era muy difícil que una mujer quisiera coger con nosotros. Y les creí, y creo que fue el estigma que cargué durante años. Yo me cambié de casa, porque no podíamos seguir pagando la renta de ese lugar. Y nunca más supe de ninguno de ellos.

Bueno, ya estaba yo ebrio y caliente en busca de una vestida. A lo lejos las vi saliendo de un hotel cerca de Eje Central. Una de ellas llevaba falda de mezclilla. Eran dos que estaban a punto de tomar un taxi. La de la falda me preguntó si se me ofrecía algo. Nervioso dije que un servicio. Subimos a su cuarto y apurada me puso el condón. Pero enseguida se me comenzó a caer la verga. A acurrucarse, a hacerse chiquita. Me dijo que tenía prisa, le di unos billetes y salí de ahí tan triste y confundido como había entrado.

Quería tocar a N., quería que me apapachara con sus chichis que parecían bestias tiernas, quería verla sonreír con su sonrisa amplia y esplendorosa, quería despertar con ella, decirle que yo también amaba a los coker spaniel, quería verla en sus vestidos que le daban aspecto de niña y husmear en sus pantaletas. Quería que la mujer que me gustaba por una vez en su vida me hiciera caso. Eso quería, no estar con una pinche cabrón que se cree mujer. Golpee un poste.

Soy necio así que volví a intentarlo una noche en la que me acabé una botella de mezcal. El efecto propició que un montón de fantasmas en forma de complejos salieran de mí. Hablé mal de medio mundo sin necesidad de hacerlo. Sólo estaba parloteando. Tenía un ego enfermo que me arrastraba a decir cosas imbéciles y actuar del mismo modo. No sé dónde lo vi, pero parecía mujer. O eso pensé. Me hizo caminar detrás de él por la calle de Querétaro. Yo había vivido en esa calle con mis primeros cómplices nocturnos, Fito y Liz. Sabía que era posible encontrar algún conocido. Pasamos por Mamarumba. A lo lejos vi el puesto de tacos de la Tía y rogué porque no me viera. Pero es difícil, al menos en este país, pasar desapercibido si mides más de un metro ochenta. “¿Qué haces m’ijo?” Y algo en mi rostro me habrá delatado. Habrá recordado a la vestida que había visto pasar hace apenas unos instantes. Trató de ser discreta. A mí no me importó y me metí al hotel. Me estaba esperando la vestida en el loby.

El condón se rompió antes de que pudiera metérsela y ya no quiso. Era una vestida pequeña, que me exigió que le diera algo de dinero. Yo estaba tumbado en la cama, con la verga de fuera envuelta en un condón roto y carcajeándome. Al otro día no podía con los remordimientos.

Desistí de la misión. No era lo mío. En cuanto a mujeres la vida ha sido muy generosa conmigo. Todas parecen pasajeras, pero estoy seguro que un día dejaré de mentir y de cogerme mujeres que no me gustan.

 

Venimos todos a ponernos locos

La primera versión de este texto la escribí durante 2009 para la revista DEEP. Para ese entonces José Luis llevaba diez años viviendo en el mismo hotel, el Imperio, que se encuentra en la Doctores. Pagaba ochenta por la habitación con baño compartido y ciento veinte con baño propio. No es mucho lo que ha cambiado el precio en una década.

“Antes dormía en lotes baldíos. Era de esos adictos mortales al crack, pero adictos, no mamadas. Me empecé a dar cuenta de que fumaba y fumaba y al otro día amanecía sin billete. Sin nada. Todo pinche mugroso, apestoso”.

A veces José Luis dormía afuera del metro Niños Héroes. Hace mucho que no lo veo o no me fijo. “Un día vi un hotel, y ¡chingue su madre!, me metí. Fumé adentro. El ambiente estaba chido. Me gustó. Vivir en un hotel, es como vivir en una casa. Si te llevas bien con los dueños hasta te permiten tener tus propios muebles, tu ropa, tu televisión. Además de la seguridad de que ya tienes un techo para dormir. Y ya tienes donde bañarte, donde hacer tus necesidades. Sabes que si te pones hasta la madre, tienes un lugar que ya está asegurado. Es chida la vida.

Comencé a relacionarme con todos. Andaba de cuarto en cuarto, fumando aquí, fumando allá. Vivir en los hoteles es lo que hacemos muchos. ¿Dónde vamos a conseguir trabajo? Somos personas que no están educadas. Si somos expresidiarios. Si se quiere rentar, no se puede, te preguntan, “¿y usted quién es? Aceptamos al perro pero a usted y a sus hijos no”. Luego te dicen que en las noches tu esposa grita mucho. Que mejor le llegues a otro lado. Si llegas a pedir chamba, tú dices: no, pues yo soy trabajador, le chingo. Soy así, soy asá. Soy la santísima verga. Y te preguntan, ¿Y qué sabe hacer usted, joven? No pues sé ponchar, se hacer latas sé hacer pipas.”

José Luis cuidaba autos en la calle y era cargador. Me habla del dilema de los adictos y usa un ejemplo, “cuando ves que va a caer un aguacero perro. Que va a durar toda la noche y empiezas a dudar. ¡Vergas! Una chulapiedra me la voy a fumar y el efecto me va a durar quince minutos. ¿Me voy a quedar en la calle como perraflaca? Si pago la habitación me va a durar hasta mañana y el aguacero me la va a pelar.

José Luis andaba su rutina diaria entre puro personaje estrambótico. Parecía que José Luis protagonizaba la pesadilla de alguien más, sus alucinaciones. Una vez vio a una mujer que para esconder su robo se abrió el sexo, para mostrar que era absolutamente inocente. No le encontraron nada, aunque su cliente estaba seguro que había sido robado. “A ver, ¿qué te robé?”, lo confrontaba ella.

Otra noche llamaron a su puerta y era una mujer envuelta en una toalla dispuesta a acostarse con él a cambio de una piedra que curara su cruda. Otra noche el encargado del hotel le llamó a gritos. José Luis entró al cuarto y en la cama estaba un hombre regordete, recargado de la pared, ya sin vida, con una sonrisa permanente en el rostro, con un encendedor en una mano, y en la otra una lata que servía de pipa para fumar crack. José Luis se deshizo de las evidencias y llamó al servicio médico forense.

En cualquier infierno se puede sonreír y hasta sentirse querido. “La vida en el hotel es como la vida en familia. En la navidad todo mundo agarraba pa’ su lado y andaban solos, en la calle. Entonces que les propongo; vamos a comprar piedra a Tepito. Venimos todos a ponernos locos”.

José Luis no piensa en dejar de vivir en hoteles. Piensa que una casa es para tener hijos y mujer. Y a él lo que le gusta es andar en el rock and roll.

 

Porfirio Barba-Jacob

Una de las celebridades que vivieron en hoteles decadentes de la ciudad de México fue Porfirio Barba-Jacob. Un colombiano nacido en Santa Rosa de Osos, en 1883. Su verdadero nombre era Miguel Ángel Osorio. Exhibicionista, amante del alcohol, de la marihuana y predicador del amor por la libertad.

Vivió en el hotel Ambos Mundos que hoy es el MIDE. Fue poeta casi por dictado divino. De modo que no le importó nunca la fama ni ningún reconocimiento. Anduvo por Cuba, Guatemala, Honduras, Costa Rica, Perú, El Salvador. Vivió en el hotel Sevillano, en la calle de Ayuntamiento, y era un cliente reconocido en las cantinas de Bucareli. No se permitía las fachas. Sombrero Stetson, pañuelo bordado con sus iniciales, zapatos de charol. Murió en la miseria, escupiendo sus entrañas a consecuencia de la tuberculosis. Eligió llamarse Porfirio por la admiración que tuvo por el dictador mexicano Porfirio Díaz.

Anduvo por ahí, de país en país, rodando sin descanso y sin prisa. El Salvador, Puerto Rico, Guatemala, Honduras, Cuba, Perú y México. En México su benefactor se llamaba José Vasconcelos. Porfirio hablaba mal de él en una columna que firmaba como Ricardo Arenales. Vasconcelos llegó hasta la puerta del cuartucho donde vivía Porfirio. Entraron sin llamar a la puerta. Venían a reclamar y salieron huyendo ante la escena que encontraron en la sala. Porfirio estaba desnudo, ebrio, en ropa interior y jugueteando con un salvadoreño que era caricaturista y se llamaba Antonio Salazar. Vasconcelos se largó del lugar dejando insultos colgando del aire.

Estas son palabras de Porfirio Barba Jacob: “El acero de mi voluntad asesinó a mi propio yo… Lo formé como se forma el protagonista de una novela. Lo dediqué a nuevas actividades y hasta concebí para él nuevos vicios. La único que no pude dejar de ser fue poeta”.

 

Mi primer apañe

Debí tener 21 años o menos. No recuerdo. Casi no fumaba piedra en ese entonces. Fui a visitar a mi amigo Carlos y nos entusamos en un hotel a fumar. En uno cerca de su casa, en la calle de Pugibet.

Carlos salió por más, convencido de que volvería. Yo lo espere. No sé si quería más, seguro que sí. La neta todo se me olvidó. Los minutos de espera fueron largos. Yo encerrado con toda mi ansiedad. Con una lata y restos de piedra en unos pequeños papeles. Quizá esperé más de una hora. Como todo buen piedrozo esperaba no hacer mucho ruido.

De repente unos toquidos interrumpieron mi tranquilidad. Me asomé por la mirilla de la puerta. No habían tocado en forma violenta. Preguntaron por el señor Adrián. Yo era muy joven y me dio risa. Pero en chinga fui al baño a tirar los papeles, la ceniza y a esconder en la caja la lata donde habíamos fumado. Me dijeron los azules que mi amigo Carlos había sufrido un accidente. Sabía que era una trampa. Pero abrí la puerta, estaba seguro que ellos tenían a mi amigo. En cuanto abrí la puerta el cañón de una metra cayó sobre mi sien. El otro policía revisó la habitación por todos los rincones sin encontrar nada. Estaba enojado. Me miraba y el cabrón sabía que yo estaba drogado, no le quedaba duda. Pero no tenía cómo demostrarlo.

Me sacaron del hotel ante la mirada de algunos huéspedes y de los empleados. Me llevaron a la patrulla donde estaba Carlos. Nos torturaron un rato haciéndonos sentir culpables por ser unos jóvenes drogadictos y nos trataban de amedrentar con la amenaza de la cárcel. Porque esa cantidad ya no era de consumo personal. Creo que eran nueve papeles.

Sus padres fueron despertados por ahí de las tres de la madrugada y pagaron la fianza. Por supuesto nunca les devolví nada. Carlos se portó con mega madre ese día.

 

Chelsea, el hotel más famoso del mundo

Leonard Cohen no quería comer nada que hubiera estado en las manos de unos de los huéspedes de este lugar. Ni siquiera papa fritas. Leonard sospechaba que todo estaba bañado en LSD. El glamour de lo decadente, lo poético de lo cochambroso, para ser huésped parecía necesario saber que la única forma de conseguir perlas del infierno es ir por ellas.

Mark Twain iba y venía por estos pasillos. El edificio una vez fue el más alto de toda Nueva York, en 1902. Mark fue de los primeros huespédes célebres que tuvo este legendario armatoste. Hoy no es otra cosa que una nave encallada en el fracaso.

Arthur Miller escribe Después de la caída, en la habitación 614. “No hay aspiradoras, no hay reglas y la vergüenza… está en el punto más alto de lo surrealista”.

En este hotel se amaron Vidal y Kerouak. Burroughs escribió la mayor parte del Almuerzo desnudo. Burroughs intentaría aquí dos de sus experimentos más cercanos a la genialidad, La máquina de los sueños, la máquina que suplantaría las drogas, y la Tercera mente, una cosa que hablaba de la sinergía y la creatividad, ambos al lado del canandiense Brion Gysin.

Dylan Thomas estaba hospedado en este lugar cuando luego de beberse al menos 18 tragos de bourbon en el Caballo blanco. Un bar famosos cercano a este hotel. Moriría días después en el Hospital St. Vincent.

En la habitación número 100 apareció muerta y desnuda sobre el piso Nancy Spungen. La novia de Sid Viciuous, el más punk de los Sex Pistols. En la habitación 822 Madonna se tomaba las fotos más provocadoras de su momento, cuando ella era confesa adicta al sexo.

Y así podríamos seguir toda la noche.

 

Carne de presidio

Tití comenzó a prostituirse en noviembre de 2006. Su día comienza a las cuatro y media de la mañana. A esa hora comienza a arreglarse, sale a las seis a trabajar y no regresa sino hasta las once. A esa hora se desmaquilla y enseguida sube a dormirse con sus amigas, la Vika, la Chucha y Jessica, con ellas se duerme. En el tercer piso está su habitación, pero casi nunca duerme ahí. Por lo general duerme arriba. En la cómoda hay un espejo grande, aquí es donde todas se visten porque los otros cuartos no tienen un espejo como este. Como a las ocho de la noche vuelve a salir otro rato, y se mete a las once para dormirse y despertar a las cuatro y media.

Entre maquillajes, música, bromas y tragos se van transformando. De abril a junio de 2008 estuvo preso en el reclusorio Norte. No quiere hablar de eso. Salió golpeado, sin un peso y fue carne de presidio. “Si a un güey le lates y quiere cogerte a fuerzas, pues…”

Alma errante que llegó a la ciudad de México proveniente de Veracruz, el primer hotel en el que durmió fue en el Bremen, en la calle de Isabel la Católica. A veces cuando uno de nosotros no tiene dinero, el resto nos cooperamos para ayudarle a la comida y a pagar el hotel. Una vez intentó dejar de vivir en hoteles. En la noche que los caseros se dieron cuenta del oficio que Tití practicaba, le sacaron las cosas a la calle y no le devolvieron el mes de renta ni el depósito. “Pensaron que iba a meter a mis clientes a su casa”.

En el cuarto de Tití hay un altar a la Santa Muerte, una veladora y distintas imágenes en formato distinto. Un cenicero recibe los restos del incienso. Alrededor de la santa niña hay varios billetes de juguete. “Ella me salvó un jueves, a las cinco de la mañana. Me abordaron unos tipos, me amordazaron de pies a cabeza. Ya me iban a dar crank. Por eso ya no me gustan tanto las noches para trabajar, mejor de mañanita”.

Hubo un tiempo en que todos sus clientes eran adictos al crack, como él. Tití se considera niño de casa. En su tierra tienen una lana invertida en una pequeña tienda de abarrotes. Porque algún día piensa retirarse de la prostitución y llevar una vida tranquila.

Son casi las once de la noche, Carolina, la amiga regia de Tití que ha estado vistiéndose todo este tiempo aquí, está lista. Lleva su peluca negra y lacia, la que mejor vende según ella.

Los clientes de Tití son, por ejemplo un profesor universitario y el director de una secundaria. Tití gasta el 60% de sus ganancias en la renta del cuarto.

 

 

 

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