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FEOS, SUCIOS Y MALOS

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xiste la idealización de la pobreza en el arte; al otro lado está Feos, sucios y malos (Brutti, sporchi e cattivi), la comedia negra que Ettore Scola estrenó en 1976. Feos, sucios y malos es un paseo en ficción, grotesco y disparatado, por la podredumbre periférica de la metrópoli. Y hace unos 12 años fue mi primer aviso indirecto de que el mundo se escupe sobre un lienzo de grises expansivos.

El escenario es una cartolandia de Roma, a las afueras de un complejo de edificios residenciales. Allí Giacinto Mazzatella vive amontonado en una casucha con su madre, esposa, hijos, nietos, nueras, ratas y animales domésticos. En un accidente laboral con cal viva, perdió la visión de un ojo y la indemnización suma el millón de liras. El paquete de dinero es codiciado por toda la familia, por lo que Giacinto se dedica a esconderlo en una parte u otra del hogar, escopeta y vino en mano, mientras maldice día y noche a los de su sangre por lacras y mantenidos.

Todos lo odian y se odian, pero se mantienen unidos en pos de conseguir una parte de la marmaja del patriarca. Nadie quiere ni pretende salir de la covacha donde viven, fornican y pelean con la tribu familiar. Está la abuela, madre de Giacinto, vieja loca y bipolar obsesionada con la tv estadunidense, que en un segundo arremanga a Matilde, la esposa, para que acuchille a Giacinto; al siguiente dice lo contrario.

Los hijos, unas perlas. Están, entre otros, Plinio, peluquero de la barriada obsesionado con comprar un local; Camilio, ladrón de poca monta; Nando, travesti que se tira a su cuñada a la menor provocación; Lisseta, madre soltera, dejada y con ínfulas de monja que masturba ancianos convalecientes; Gaetana, maquiladora de cajas; Domizio, timador; Paride, el único hijo que no vive con todos; Romolo, ladrón en motocicleta en las colonias de moda, junto a su hermano cojo.

Pero hay momentos dulces. Cuando la familia se pone de acuerdo para llevar a la abuela y cobrar el cheque de su pensión. Los hermanos de reparten el motín y dejan a la vieja a la suerte de los más pequeños. El revés de la trama viene cuando Giacinto lleva a una prostituta, Iside, a vivir con él a la casa, para que duerma de su lado de la cama. Entonces las cosas se ponen serias y la madre trama un plan para frenar las humillaciones y exprimirle el millón de liras de una buena vez.

Feos, sucios y malos fue presentada en la 29ª edición del Festival de Cannes en 1976 y obtuvo el premio a mejor director (en la misma que Martin Scorsese se llevó la Palma de Oro con Taxi Driver y en la que Tennessee Williams fue presidente del jurado). La filmografía de Ettore, que nació en 1931, fue vasta, desde que incursionó en el cine como ghostwriter. Debutó en 1964 con Con su permiso, hablemos de mujeres (Se permettete parliamo di donne) y murió recién, en 2016.

Para alguno críticos, Feos, sucios y malos es la contraparte de la moral que enarboló el neorrealismo italiano durante la posguerra. Éste colocaba a los pobres en una condición pintoresca o víctimas de las circunstancias. Scola va al fondo, sin cortapisas ni correcciones políticas o estéticas; mira la maldad en estado puro del jodido —finalmente del ser humano— pero con un humor corrosivo. Es una pieza no apta para los tiempos que corren, de puritanismo en clics a la Change.org.

Pero Scola fue militante. Plasmó su visión frente al fascismo, por ejemplo, en la gran Un día muy particular (Una giornata particolare), del 77, que le valió el Globo de Oro y la nominación al Oscar como mejor cinta extranjera. Fue “el gran retratista de Italia”, amigo de Fellini y Ruggero Maccari. Su tipo de militancia bien se podría explicar con una de sus disertaciones: “el pesimismo es mucho más progresista que el optimismo, encierra más fe en el futuro. El optimismo es cosa de beatos”.

Estoy de acuerdo. Y sus Feos, sucios y malos siempre estarán allí para refrendarlo.

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