Caí a Los Monjo en El Mundano, con Dog y Alex, luego de beber en una cantina del Centro como dipsómanos subnormales presos de la abstemia forzada de un milenio.
Los Monjo, se dice, son uno de los mejores secretos del punk mexa. Oriundos de Guadalajara, héroes under en España y otras partes de Europa, se trata de tres hermanos y un primo —Tucho (vocal), luego reemplazado por Eddie, René (bajo), César (batería) y Peter (guitarra)— que hace más de 15 años tomaron su apellido para nombrar su punkie a la ochentera Ibérica, pero con raigambre nopalera. Un clan de estirpe proletaria que sabe rockear duro en vivo. Son crudos, directos y potentes.
Nada mejor para aflojar los sesos que una sesión de slam en una oscura covacha. El foro Mundano, en el segundo piso del 130 del Eje Central Lázaro Cárdenas. El pretexto de la visita de Los Monjo a la Ciudad de México fue el quinto aniversario de Carcoma Records, una tienda de vinilos que, de acuerdo con Javier Ibarra, periodista del tema e iniciado en esa escena chilanga-regia, funge como un santuario para los que gustan del punk y sus subgéneros a 33 y 45 revoluciones por minuto. Dog y Alex me instaron: “Ya verás qué pedo con Los Monjo”.
Arribamos al sitio escupiendo gasolina. De pronto nos vimos engullidos por una espiral de carne molida y sudor. Decenas de rockers, chicas entalladas y otros engendros presenciaban a las primeras bandas. Mi distorsión etílica no me permitió apreciar los acordes. Ni cuando Dog y Alex me intentaron comunicar que Nick Zinner, guitarrista de los Yeah Yeah Yeahs, estaba a nuestro lado. Entendí que tocaba arriba, en el escenario, o algo así. O que debatían con alguien que hablaba de la impronta de los Yeah en la música. Necesitaba serenarme. O de plano besar a una monosa de Resistol para ponerme (como Dog hizo alguna vez, según me contaron después), bajar en drugs o vomitar hasta que Los Monjo salieran.
Cuando Eddie estaba arriba con sus lentes oscuros y la banda lista entramos al pogo para ya no salir hasta el final de los días. Los capítulos de la saga fueron, entre otros, “Mexicanos al grito de mierda”, “Esclavos”, “Sólo en este país”, “Rock basura”, “Malas noticias”, “La vida que todos envidian” y la rompedora “Cobardes”, en la que se dislocaron las humanidades que nos rompíamos el hocico en un estira y afloja de velocidad, gargajos y coros apocalípticos. Una hora y cacho de putazos.
Greil Marcus dijo hace poco que el punk es, sobre todo, una experiencia intelectual. “Y a partir de las ideas se desencadenan la agresividad, el miedo, el caos, la alegría y las paradojas”. Una exposición que encaja con Los Monjo. Parte de sus bríos proviene de sus letras; además, claro, de su sonido: experiencias cotidianas, ciudades perdidas, la vida en la deriva. Ese grito inherente del punk que se sigue escupiendo en los micrófonos de los rincones urbanos.
De acuerdo con Dog y Alex, quienes han seguido a Los Monjo desde hace unos años, se trató de una de sus mejores presentaciones. “Se te advirtió”, me dijeron mientras me recostaba en la banqueta luego de salir del Mundano. Me quedé dormido como teporocho en la calle, mientras los dos se reían desde la esquina y decidían con un par de amigas a dónde seguir la noche. Pero me despertaron, me subieron a un taxi como res muerta del rastro y luego me arrastraron a un cálido departamento en la colonia Doctores.
Si el zeitgeist de nuestros días cabalga mefistofélico hacía el neo oscurantismo, aún tenemos al punk, a Los Monjo y a los amigos. Pogo or die.