“El país estaba infestado de bandidos, de manera que no se podía salir ni a los caminos ni andar
en las ciudades pasadas ciertas horas de la noche sin ser atacado, robado y no pocas veces, asesinado”.
Manuel Payno circa 1860
Los estafadores son seres vanidosos, sujetos que necesitan sentir cierta superioridad intelectual frente a las demás personas. Hay algunos que son verdaderos genios del mal, que bien encausados acaban siendo productivos, como ha sucedido con Frank Abagnale Jr., que antes de tener 20 años ya había defraudado a instituciones bancarias, hoteles, líneas aéreas con casi 3 millones de dólares. Abagnale Jr. ahora trabaja como consultor para evitar fraudes bancarios.
Los de guante blanco
En la Ciudad de México muchos de los fraudes más comunes se han despojado de la finura de antes. Los más famosos se pueden rastrear hasta el siglo XIX e, incluso, como apunta Ed Bunker en sus memorias, se remontan al siglo XVIII, con defraudadores en parques de Paris o Londres. Si bien Bunker lo reporta en el mundo anglosajón, es el español Dimas D. Camándula en el Arte de robar, publicado circa 1850, quien hace un tratado de todas las triquiñuelas y transas de las que son capaces los fulleros, los bellacos, los tunos y demás peladaje en el Madrid de aquel tiempo y por supuesto de nuestra muy noble y muy leal Ciudad de México.
Los primeros de esta estirpe serían los piñeros, es decir, los que hacen la piña de que sucede algo para juntar gente y facilitar que sus compañeros roben las carteras.
El “merolico”, que hace las veces de piñero, habla sobre alguna cura milagrosa —antes implicaba una serpiente—, pero que hoy se ha ido modernizando a cremas milagrosas o pirámides limpiadoras de aura. También el juego de ¿dónde quedó la bolita?, el del cambio de los hules para el auto, el viejo engaño del billete de lotería ganador o el de la cartera caída con miles de pesos que resultan ser recortes de periódicos.
Esos viejos trucos van cayendo en desuso, pese a que existan personas que todavía puedan ser embaucados con ellos, principalmente gente de escasos recursos y poca educación; por lo que no es raro que sigan haciéndolos en centrales camioneras o estaciones de metro muy concurridas en donde suelen reunirse inmigrantes pobres huyendo de la miseria. Lo de hoy son las estafas telefónicas, la renta de departamentos inexistentes o la promesa de premios en concursos en los que nunca participamos.
Las estafas telefónicas consisten en hacerse pasar por alguien del banco para acabar recabando la información de la tarjeta del incauto. Lo insólito de este sistema es que, como lo han comprobado algunos reportajes, se hacen desde dentro de prisiones a través de centrales telefónicas ilegales.
Una modalidad de estafa que está a la alza, debido al alto precio de las rentas en la Ciudad de México, es la de poner en alquiler departamentos que no son nuestros. Por lo regular el estafador ve los departamentos que están en renta gracias a los anuncios que hay en ventanas o pendones. Él pone a su vez uno muy similar en periódicos o en internet, sólo que cambia el teléfono por el suyo. Cuando el incauto cae, el malandrín dice que el departamento está en una renta muy baja, por lo que el interesado se emociona. El tunante argumenta que vive en otro país o que es un hombre tan ocupado que no puede mostrárselo. Para apurar las cosas, ya que hay muchos otros interesados, el defraudador le dice al incauto que deposite meses de adelanto y el depósito a una cuenta y que él le dejará las llaves con alguien de confianza, casi siempre el vigilante del edificio. Cuando el depósito se hace el ladrón no vuelve a responder el teléfono.
Lo de los premios es otra modalidad que aprovecha, como siempre, la avaricia de la gente. Se recibe un correo electrónico o una llamada telefónica donde dice que ganaste, por alguna extraña razón, un premio. Te citan en una oficina a todo lujo, con recepcionistas y asesores trajeados, donde te convencen que si das una cantidad extra de dinero aumentarán tu premio. Casi siempre son jugosas recompensas: un auto, un tiempo compartido en Miami o un viaje todo pagado a una exótica playa. Pasa el tiempo y cuando regresas a reclamar lo prometido, la oficina es ahora un sito vacío. La empresa ha desaprecido.
Todos esos son esquemas se repiten alrededor del mundo y del tiempo, adaptándose a las nuevas circunstancias. Uno de ellos el llamado sistema “Ponzi”, nombrado en deshonor de su creador el italiano Carlo Ponzi: la clásica estafa piramidal. Se utiliza en perfumería, venta de zapatos o como sistema de préstamos. El más reciente brote de este sistema en nuestro país fue la flor de la abundancia, que causó estragos entre muchas amas de casa.
Una variante de este, mezclado con la idea de la secta religiosa, es el advenimiento de los grupos de coaching, que no son más que una gran estafa que mezcla a partes iguales la sensación de pertenencia a un grupo, el sistema piramidal y la culpa. La mayoría de estos fraudes empiezan en Facebook. Alguien te contacta y te pregunta si te puede hacer una pregunta. Si aceptas, esta te planteará un sistema en el que te prometen hacer rico solo con la fuerza de voluntad. Lo que tienes que hacer es tomar sus cursos. Con el tiempo, también tendrás que invitar a alguien más para poder subir de nivel. Al poco tiempo, tu dinero y vida está dedicado al grupo de coaching. Es como una especie de religión laica en la que el éxito es el dios a adorar.
Los estafadores aprovechan la avaricia de la gente, la poca instrucción o un momento bajo para actuar. Sin embargo, hay gente que desea ser estafada, aunque parezca una contradicción o un absurdo.
¿De qué otra manera podemos explicarnos que aceptemos dar dinero por un billete de lotería supuestamente ganador?, ¿qué compremos un amuleto “bendecido” que cuesta un dineral?, ¿qué creamos que ganaremos una fortuna con apenas invertir o que ganamos un premio de la nada?
Estafado y estafador se complementan.