En cuatro horas llegamos a Bogotá. Guatemala, Honduras, El Salvador, Nicaragua, Costa Rica y Panamá nos los mamamos en menos tiempo del requerido para ir de Acapulco al chilango. Desde el cielo la mancha urbana de Bogotá parecía una amalgama incrustada en la geografía accidentada de una muela. Otra vez la eterna sensación de no saber qué chingados hacía tan lejos de casa. Viniste a publicar un libro. Estaba tan inseguro de mí como de mi manuscrito, pero así he sido toda la vida y estaba harto de ser un hijo de puta chafa. A ver si Bogotá me quitaba lo cagón. Antes de salir del aeropuerto cambié pesos mexicanos por colombianos y la nena de la casa monetaria me trató suavemente y pensé qué bárbaro, bienvenido a Colombia. La indicación de mi amigo el escritor famoso fue coge un taxi y vete a casa de Esteban Hincapié, él te va a recibir, luego nos organizamos para que te vengas a mi departamento.
Fuimos a un barcito llamado Café Cinema, peñita donde parecía refugiarse cierta intelectualidad. El poeta anunció a las chicas de la barra que venía con un mexicano y no supe con qué finalidad. Conocí la Póker, mi primera cerveza colombiana. Luego nos movimos por la famosa avenida Séptima mientras Dufay recitaba fragmentos de poemas y referencias a Cervantes como si me hablara de los goles del Pibe Valderrama. Llegamos al Café Libro, un micro sitio donde saludamos a Jorgito, cantinero cansado pero bien trajeado, que al hablar tartajea como un tierno crío. Dufay le anunció que soy mexicano y pidió que nos vendiera una “champañita”. Parecía que advertir mi mexicanidad aflojaba ciertas tensiones del roce social colombiano. Al fondo había una salita íntima. Ahí estaba un sujeto lleno de rabia cuyo rostro era tan afilado como el de un águila y paraba la trompa como el gran picudo que es. Estaba acompañado de Ismaelito, un peligroso abogado que opera para el gobierno de la capital, bajito de estatura y contento de tener a un mexicano en la cosa nostra. Nos trajeron la champañita y comenzamos a darle kranky en presencia de esa gente. Inmediatamente sentí el fogonazo. Bienvenido a Colombia, me felicité, esto está fuerte. De la nada Aguilera increpó a Dufay alegando que él no necesitaba de droga para estar a toda chimba y que eso es para gente estúpida como nosotros. Aguilera gritoneaba como un director técnico, como si el drogado fuera él, todo lleno de ira. Dufay fue paciente para dejarlo expresarse y escucharlo atentamente mientras hacía equilibrio con la cabecita de la llave cargada de una montañita de polvo en una mano y la bolsita en la otra, para no esparcir la caspa del diablo. Zum, fosa uno, zum, fosa dos, y le responde: Bueno, oiga, pues listo, a mí sí me gusta la droga, ¿me permite drogarme a gusto? Gracias. Al ver que nos estábamos esnifando una champañita se arrimó un peruano idéntico a Evo Morales, ebrio hasta su cabello lacio como baba, para demandar a regañadientes que le compartiéramos del porfirizado. Aguilera reventó de tanta periquería y se lanzó contra el peruano gritándole que se largara a su país, que en Colombia sólo estaba robando lo que correspondía a los nacionales, y luego se fue contra mí y alardeó que a él le importaba un culo México y los mexicanos, que yo también podía largarme a mi país desde ayer. Nos fuimos. Andando en las calles intercambiamos los motes de la cois según nuestras naciones. Así resultó que en Colombia la apodan “pérez”. Uy, como mi apellido. Pues vamos a buscar otro, propuse. Traía unas saludables ganas de encontrar un pérez, es decir, de hallarme. Era una hora difícil para una empresa de tal calado, pero fuimos a buscarlo un motel sombrío donde unas rucas imaginaron que buscábamos consumar algún idilio homosexual y nos indicaron una habitación al fondo del pasillo pero el poeta se encabronó y ubicó a las pajarracas esas, buscamos perico, señoras, aclaró con autoridad. Las chimoltrufias se mostraron lastimadas moralmente y nos corrieron. Afuera el vigilante nos lo vendió sin prejuicios ni perjuicios. Fuimos a sentarnos frente a una iglesia de estilo arabesco y nos pusimos duro y dale con aquella polvareda mientras este Virgilio urbano me narraba por qué se había convertido en poeta. Por mi madre ciega, dijo, para hacerle ver el mundo con palabras. Vergazo, ahí había un artista en serio. Llegó el amanecer y preferí no regresar a casa de Esteban así de dañado y avergonzado como me sentía. Dufay dijo que no me preocupara porque poseía un amplio sistema de pensiones, las casas de sus amigos. Eran las seis de la mañana cuando tomamos un camión y cerramos la jornada con un elesedé que Dufay sacó y partió a la mitad como si departiera en un ágape. César, un pintor, nos abrió la puerta con cara de no jodan a esta maldita hora de la noche. Renuente sin embargo nos dejó alucinar en su casa mientras él fue a trabajar, nos quedamos en su estudio y nos regaló de su marihuana y de su música. Cuando la sustancia ultra sensibilizó nuestros sentidos Dufay me introdujo la poesía de Jan de Jager, seleccionó los versos más destructores esa mañana y los leyó con estro de Mío Cid y no pude creer la maravilla de lírica que estaba degustando. Primer camino del exceso en Bogotá, nada mal, pensé.
“Sucia mañana del lunes”
Al día siguiente acompañé a Dufay a cobrar un estipendio que le debía un man importante que trabajaba en un edificio pomadoso. El poeta se dirigió a la recepcionista con semejante osadía que pensé que pedía una cerveza en una barra, posee el garbo de un Huckleberry y la altivez de un Wilde. Caminamos como penitentes y volvimos de noche al departamento de Esteban porque Dufay via
Por la tarde del sábado Esteban me llamó para citarme en la librería Luvina a unas cuadras del depa de Efraim, en Chapinero. Estaba acompañado de Alejandro Rey, ex guerrillero y actual cineasta. De repente en esos días yo traía fifí como una dama carga afeites en su bolso. Con Esteban comenzamos a darle kranky en el baño de la librería cafetín. Luego nos fuimos con Alejandro a buscar a Doc Comparato, el máximo king de las telenovelas y las series de la televisión carioca, quien estaba hospedado en un hotel de lujo y quería ir a cenar. Doc es un tipo con apariencia de Danny Devito y con la misma actitud de hijodeputa. Habla bajito y en portugués así que a veces no se le entienda una chingada, uno nada más le respondía que sí o que no o que jajajá, quizá te está comprando el alma pero no puedes saberlo. Alejandro Rey nos llevó a un restaurante donde tenía cuatro botellas de vino tinto a crédito. Era la noche del 31 de octubre y en Colombia se celebraba el jalogüín y todo el mundo andaba disfrazado de dráculas y hombre lobos y súper héroes. Doc nos contó una historia siniestra como él. Es cardiólogo y tiene sobrepeso. Pues un buen día en Sao Paulo se puso los calzoncillos para ejercitarse en la banda corredora y de repente le vino una taquicardia. Cardiólogo como es supo que en cuarenta y cinco minutos sufriría un infarto, así que tranquilamente según su estilo criminal, tomó sus cosas y se fue al hospital donde apenas llegar repartió indicaciones para que lo instalaran en piso y lo preparasen para quirófano, él mismo se realizó una cirugía a corazón abierto, dirigiendo al equipo médico bajo instrucciones precisas. Al final Doc sólo pidió un whisky y que lo dejaran descansar y al paso de los días convaleció hasta salir por su pie de aquel hospital. Putsss. Qué historia tan alucinante, pensé, voy al baño a meterme más perico. Ahí le saqué el número de teléfono a Aleja, una tipa deliciosa que al día siguiente de coquetear me mandó a la gáber. Es más o menos el estilo bogotano, ya me había percatado de que las chicas primero te miran y luego se hacen las estrellas. Estaba fascinado con ese Doc así que le pedí una tarjeta de presentación para estar en contacto. Esteban Hincapié también quiso la suya pero sólo quedaba la última. El brasileño dijo que era para mí porque soy guapo. Luego nos tomamos fotos y vino a pararse junto a mí y me abrazó. Me dejé porque soy guapo. Pero pensaba que ello podía afectar la publicación de mi manuscrito. Aquella noche dormí en casa de Esteban y al día siguiente me despertó un concierto de rock que duró todo el maldito día. Me di cuenta de que los chavos bogotanos tocan buen indie pero no dejan dormir. A esas alturas cada mañana me sacaba una pasta de mocos sangrientos resultado de tanto pérez. Por la tarde cogí mis maletas y volví al departamento de Medina, se había ido a Medellín o Cartagena con la chica hermosa que se pregunta por qué la gente quiere ser escritor. Llegó el temible domingo y me encontré solo en el departamento de Efraim y me salí a vagar para mitigar la nostalgia. La cerveza no se me antojaba, no quería regresar a dar lata a casa de Esteban, no sabía cómo marcar el número de Watusi con clave internacional. Los domingos la avenida séptima, una vía peatonal, se convierte en un tianguis al estilo mexicano donde entre tanto collage la gente paga por cantar canciones de Juan Gabriel en kareokes móviles, tal como cualquiera que se detiene en la calle a beber un refresco. Ahí fundí mi soledad con el bochinche bogotano. Compré una lata de vodka Smirnoff en una promoción que hacía un par de edecanes, mi única intención era parlar con alguien. Las chicas se pusieron contentas de su cliente mexicano y se rieron de mi acento y de que siempre digo “pues” al final de cada frase. Les solté que andaba buscando una novia colombiana y una de ellas, Kelly, me dijo que sí, que la llamara. Sin embargo esto no me quitó la tristeza. Luego en un tenderete de libros pirata encontré el título Opio en las nubes, del bogotano Rafael Chaparro Madiedo. Vergazo, pensé, esto es una señal. Que lo compro. Así me inicié en una nueva religión, la de Pink Tomatoe.
Lunes. Leyendo Opio en las nubes comprendí lo que estaba haciendo en Bogotá. Resistiéndola. “Qué cosa tan seria.” Adoptaría la filosofía de Pink, uno de los gatos más chimba de la literatura, que a la letra reza: “Sólo existe el presente y punto. El presente es ya, un hecho, una calle, una lata de cerveza vacía, es la lluvia que cae en la noche (…) es una gata a la que le digo eres cosa seria y ella me responde sí, soy cosa seria, mierda, el presente es un poco de whisky con flores, es una canción con café negro, es ese ritmo con olor a tomates, ocho de la mañana, techos grises, teticas con pecas, nada que hacer I want a trip trip trip mierda, qué cosa tan seria”. Mierda, ese gato es un doctor, pensé. Me prohibí la tristeza. También el poeta Dufay había dicho que con la tristeza nada. Aquellas mañanas hice lo que me enseñaron Julián y Efraim, desayunar un caldito en el mercado del barrio, donde todas las doñas se despepitan cuando alguien pasa frente a sus fondas recitando “a la orden, a la orden”, con ese acento de Beti la fea. Allá los desayunos son sustanciales como una comida meridiana. Salía con la barriga llena canturreando “a la orden, a la orden”, con ese sonsonete colombiano que ya se me había metido a la sangre. Todo el día repetí “a la orden, a la orden”, como un mantra. Es difícil asimilar una nueva filosofía así que todavía pendejeaba con mi vieja y aferrada personalidad, quise hacerme el importante buscando actividades trascendentales para llenar mis días vacíos. Me puse a buscar obras de teatro y cosas de alta cultura, intenté volverme productivo, quise escribir algún artículo para revistas locales. Qué mal pupilo de Pink Tomeiro you are, me denuncié. Mejor llamé a Watusi con el nuevo número que Esteban guardó en mi celular. Qué gusto le dio. En cuarenta minutos nos encontramos en una coordenada de la Séptima, en una zona ejecutiva y pedorra del tipo de Insurgentes en la Ciudad de México. Nos metimos a un baño del edificio donde está la Universal Films e hicimos la transa. Otra vez andaba cargado con un par de rechonchas bolsuquis de pérez pink. Mierda. Con Kelly quedamos de vernos al día siguiente. Me citó en un lugar conocido como zona franca, hasta la madre de lejos de Chapinero. Cogí un taxi y el trayecto se me hizo como de aquí hasta donde viajan aquellas nubes. Claro que llegué tarde como a todo en la v
“and all the nobody people, and all the somebody people, never thought i´d need so many people”
Cuando Efraim volvió de donde andaba, aquel departamento de Chapinero cobró vida. Las y los fans del autor de Cinema Árbol y de Técnicas de Masturbación entre Batman y Robin volvieron a circular por el cubil. Medina citaba a sus admiradores y platicaba con ellos, les firmaba los libros y me mandaba por chelas y al final se cogía a la nena más disponible y guapa de las grupis. Aquel último sábado llegó una intelectual de doctorado en matemáticas y filosofía cuya única preocupación era expresar cuestiones so intríngulis que nadie comprendiera y luego ostentarse superior, solitaria y aburrida por no poder relacionarse con nadie por ser intelectualmente inferiores, su último novio había sido el plomero. También estaban Dani, una puberta con rechazo por su generación y afiliada a todos los clichés contestatarios. Alejandra Chapulín, medio hombre, con su novio Tal, medio mujer. La abogada X. Un man no sé quién ni cómo. Y Angie la activista, de regreso y empeñada en gobernar a Medina aunque faltara a sus principios feministas. La fanaticada se retiró y sólo quedó ella. Sacamos más vino, más cheves, tocamos a Nina Simón en el reproductor mientras en la computadora sonaba un cantante de bolero no recuerdo quién. Un espíritu de nostalgia llenó aquella sala, con la tarde gris fría asomada por la ventana pidiendo entrar. Medina me preguntó si había disfrutado a mi padre. Absolutamente, respondí, sólo que no lo sabía hasta que murió. Unas lágrimas. Unos tragos. Como de la nada y luego de evaluar mi presencia en su departamento, en esa Colombia, Medina me dijo que yo debería botar ese nombre mío, que no dice nada para ser escritor. ¿Édgar Pérez? ¿Qué diablos es eso? Deberías llamarte no sé, algo más electrizante. Algo como Mateo Estrómer. Déjate el Pérez pero sólo con la inicial. Mateo P. Nitroglicerina. Yo qué sé carajo. Mateo P. Rotten. Mateo Pe la Chingada Jodienda. Pensé que la P. podría significar Pink, como Tomeiro, mi nuevo gurú. Algo se detuvo en el tiempo y el espacio. Pilas, me advertí, comprendí que estaba siendo bautizando, que Bogotá me tomaba entre sus fríos brazos para decirme nene, aquí dejas de ser la mierda que has sido y te vuelves pa México con una attitud nueva y chingonsota. Llévatela con calma, me sugerí, debes escoger un nombre duro, algo que retumbe como bong universal. Hay religiones que no necesitan iglesia. Hay bautismos que no requieren agua. Aquellas eran mis últimas noches junto al Medina. Nos largamos a la rumba porque su amigo Julián nos esperaba en un restaurante fino en compañía de gente pomadosa y buena onda. Angie socialista tuvo que refugiarse en mi conversación aburrida porque se sentía fuera de lugar. No me importó porque acaba de renacer y me sentía como un amor chiquito. Ahora soy bogotano chapinero hijoeputano mexicano. No había ido a Colombia a publicar un libro (bueno, sí pues) pero sobre todo a botar mucho este espíritu viejo que me tiene hasta la puta madre de enfadado, de cuajado y hundido en la mierda. Luego nos fuimos a un congal de salsa dura, me absorbí el resto del pérez y me puse como Tom la locomotora, bailé salsa como un Andrés Caicedo, es decir con feeling de rocker. Llegaron unas amigas de Julián y me enamoré de una de ellas que tenía la actitud más libre del mundo. La tipa llegó jugando y se fue volando. Bailamos y luego de unas vueltas maravillosas me dijo vámonos a sentar porque usted me está abrazando mucho. Pero sus tetas me lo pedían secretamente. Por tercera vez le pregunté su nombre y me lo repitió y luego gritó que no, coño, que no me llamo Gabi, que me llamo Cati. Ok, Gabi, discúlpame, es que acabo de nacer. Sonreímos. ¿Y usted cómo se llama? Mateo, respondí, Mateo P. Skycraper ¿Su apellido es gringo? Es opiano. No le interesó mi bobada. La música estaba fuertísima y no se podía parlar, sólo beber y sacudir el esqueleto. Eso estaba bien porque Angie seguía cacareando de dolorosa política. Mientras yo fingía ponerle atención platicaba conmigo poniéndome de acuerdo en aquello del nuevo nombre. Qué tal Rudy Mateo, me propuse. Me respondí ok, es posible. Me gusta lo de Rudy, suena como un piano aporreado por un flaco greñudo y glamuroso. Ok, corte y queda. Pero faltaba algo más. Ten paciencia, me insistí, es apenas el comienzo. No hay esperanza pero no desespérez.
Días después despedí a Medina en un taxi al aeropuerto porque se volvía para Italia, donde radica. Me dejó instalado en su departamento mientras llegaba mi día de volver a México. Llamé al viejo Dufay y al joven Esteban y les dije que quería verlos antes de irme, que fifí, café y toda la cosa. Esa noche nos estábamos periqueando en el café cinema y ahí llegó Adrián, el hijo de Germán Espinosa. Adrián es pintor, es extravagante y se puso a tiburonearnos dando vueltas ansiosamente alrededor de nuestra mesa en lo que terminamos nuestro coloquio y al final nos abordó para invitarnos a su departamento en el mismo complejo donde vive Esteban. Antes de irnos la chica de la barra dejó saber a Dufay que le gustaba el collar con un colmillo que traía el mexicano y entonces se lo regalé y ambos nos hicimos felices. Llegamos al departamento donde vivió el excelso Germán Espinosa. El mexicano ignorante que soy no sabía que se encontraba en un sitio histórico, lleno de obras de arte, de memorias, de fundamentos y bienes de la cultu
La última noche la pasé con Dufay en una pocilga donde jornadas antes la esposa de un artista de renombre perdido de alcohol me pidió un besito luego de que nos presentaron, la complací porque a veces soy un total humanista. Dufay me dijo que le agradaba mi actitud tan despreocupada. Es que volví a nacer, le expliqué, pero creyó que seguíamos jugando al creacionismo, como desde la primera noche. Vino una tipa borracha y me echó cerveza encima porque escuchó mi acento mexicano y quiso llamar mi atención, así que le dije ven pues y platicamos y luego bailamos y se puso tranquila. Dijo tiene ritmo, tenía que ser mexicano. Pensé ah chingá, desde que tengo un espíritu nuevo eso del ritmo está aquí, me toqué el pecho a la altura del corazao. Cómo te llamas me preguntó la chama. Rudy, improvisé, Rudy Tolentino (como el segundo apellido de mi padre, como San Nicolás Tolentino, patrono de almas purgantes.) Me gusta, pensé. Ella dijo tienes nombre de artista. Lo soy, nena. Luego unos tequilas y más pérez y al final cenamos unas arepas con salchichón en la calle.
En mi última jornada de veras fui al Café Libro y saludé a Jorgito el cantinero ya como viejos camaradas, compré de veras mi último pérez porque ya mis narices pedían de veras una tregua. Mientras bebía una cervecita una morena de Venezuela hablaba como loca machacando con que un tipo en Venezuela la dejó y le robó la casa y ahora necesitaba un préstamo para comprarse otra pero le faltaba un documento y el banco no le daría el préstamo y una chingada verborrea que no le paraba. Nos tenía hartos. De repente cambió tema y dijo que un tipo en la plaza le echó piropos y que ella no creía porque esa faldita que llevaba no le favorecía tú crees, y que se la levanta y que me enseña el sexo todo aconchado y forrado de una telita naranja fluorescente. Y que le digo voy a hacer unas compras de suvenir y todo eso y aquí te veo a las cinco de la tarde porque vamos a ir a mi departamento en Chapinero. ¡Ah Chapinero, papi! Se ve que tienes plata. Sí pues. Y antes de irme al aeropuerto fui a Lima. Todavía iba entumido en el taxi al aeropuerto Eldorado, ordeñado, contento. Olvidé sacar la basura del departamento. Regresaba a mi país con mi nuevo espíritu todo chévere, mi nuevo nombre todo bacano, mi pintura valiosa con tema de la Segunda Guerra Mundial, mi religión Pink Tomatoe, mi biblia Chaparro Madiedo, mi nuevo hermano Dufay y mi nuevo editor Esteban, mi nueva nacionalidad híbrida y ecléctica, mi nuevo sentido de pertenencia a nada. Sobre todo, con un espíritu y un nombre profundos, Rudy, me dije, gusto en conocerlo, llámame Rudy M. Tolentino. Al fin tenía la respuesta para la amiga de Efraim: soy escritor porque me fascinan las causas perdidas. Subí al avión sin importar nada más que volar. Desde la ventanilla en pleno despegue dije chau, Bogotá querida, nos volveremos a ver.