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LA ÚLTIMA PREGUNTA

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SOBRE DEL SHANNON Y TRUE DETECTIVE

Para este momento he leído varios textos sobre la muerte de Jaime Almeida. Para muchos fue absolutamente irrelevante que este periodista hubiera pasado a mejor vida, pero a mí sí me trajo muchos recuerdos su partida. ¿Por qué? Bueno, porque el señor Almeida y Don Tomás Mojarro cerraban e iniciaban la mayoría de los domingos que viví en casa de mis papás.

Mi papá (y he pensado que esta columna bien podría titularse “Oda a Abraham Colín”), los domingos abría la puerta de su recámara a mis hermanos, quienes entusiasmados, llegaban a las siete de la mañana en punto para ver a Chabelo (a pesar de tratarse de un lugar común, debo mencionar que mi padre nos contaba que él había participado en un concurso con Chabelo en el que los perdedores recibían de premio de consolación una concha. Por un tiempo llegué a pensar que el animador televisivo y el tipo clavado en la cruz que habitaba arriba de la cabecera de la recámara de mis padres podían haberse conocido porque al referirse a la vida de estos dos personajes, papá siempre utilizaba la frase: “Uf, hace mucho tiempo”).

Pues bien, yo siempre llegaba por ahí de las 8:20 de la mañana con una clara descomposición en el peinado y las comisuras babeadas. Desde entonces eso de levantarme temprano no ha sido lo mío. Mi único interés en el programa era el concurso donde construían Gansitos gigantes y la Escalera temblorosa. Fuera de eso, odiaba los números musicales; las chicas en sus shortsitos y sus escotes me producían cierto repelús (nota mental: tratar este punto en mi sesión de análisis), y el concurso de la Catafixia me parecía la peor idea del mundo: ¿Cambiar algo seguro por una opción incierta?, ¿que acaso los concursantes estaban locos? (por supuesto, mi aversión a la incertidumbre del futuro, que —casualmente— es siempre incierto, ha causado estragos en todas las decisiones que he tomado en mi vida, pero ese es tema de otro texto).

A las diez de la mañana, mi mamá nos llamaba a desayunar e “Hijo e su”, un son jarocho que contenía muchas peladeces, manaba de las bocinas del estéreo de mi casa mientras papá iba por el periódico. Entonces Mojarro, opinador profesional que odiaba a Salinas, al sistema político y a todo lo que pasara en el mundo, hablaba de los temas de siempre en la política nacional: la corrupción, la tomada de pelo del sistema electoral, el abuso de poder, etc. etc. etc.

Desayunábamos hot cakes y después teníamos que leer un pedacito de noticias para que don Abraham nos prestara la sección de monitos que se publicaba en El Universal. Llegaba el medio día y veíamos películas piratas mientras nos empacábamos un bote enorme de palomitas. Cuando nos aburríamos, mis hermanos y yo jugábamos a construir ciudades en las que la Barbie Malibú se enamoraba de algún soldado anónimo de la gama de los G.I. Joe mientras la Rana René amenizaba con chistes la fiesta en la piscina de la inconsciente capitalista de Stacy Malibú.

Así daban las ocho de la noche y empezaba Estudio 54 (originalísimo nombre), show que tenía un intro con imágenes que representaban la evolución de la música hasta llegar a la canción de “The Girl Is Mine”, de Michael Jackson y Paul McCartney. Entonces aparecía Almeida con su peinado de pistola y un elegante atuendo dándonos las buenas noches mientras narraba de qué se iba a tratar el capítulo de esa noche.

Mi papá siempre añadía explicaciones a los relatos del presentador y, cuando pensaba que el material que se iba a exponer era invaluable, grababa el programa en su videocasetera Beta (esa que anunciaba Hugol).

Pues bien, en uno de los especiales de música de los sesenta, ahí estaba yo disfrutando varios clásicos que, a pesar de mi corta edad, identificaba con claridad: The Everly Brothers, The Cascades, Las Shirelles. Un episodio genial. Entonces Jaime, algo emocionado y enfatizando de más una parte de su monólogo, comenzó a hablar de un joven que se introdujo en la lista de popularidad con una fuerza inusitada. Un tema oscuro, novedoso. El sonido que a todos hipnotizaba era el de un rudimentario sintetizador al que Shannon y su, durante muchos años, inseparable compañero de composición, Max Crook, bautizaron como el musitrón.

Comenzó el video: una imagen en blanco y negro de un sujeto en medio de una tarima redonda. La guitarra se ve enorme, de inmediato se puede uno dar cuenta de que el tipo es de una estatura cortísima. Un grupo de chicas a gogo o yeyé (no las sé distinguir) corren a su alrededor como si el sujeto estuviera cantando una balada tipo David Bisbal. Pero lo que realmente nos cuenta es un desencuentro amoroso: una chica que él amaba, huye de su lado y a él no le queda más que caminar bajo la lluvia preguntándose por qué las cosas valieron madres (¿les suena parecido?).

El video terminó y, aunque yo no entendía nada en inglés, me quedé con una sensación de tristeza que hasta el momento puedo reconocer cuando las cosas me están saliendo realmente mal. La pista: “Runaway”, el interprete: Del Shannon.

Desde entonces, esa canción se convirtió en una de mis canciones favoritas para siempre jamás (ya había dos lugares ocupados: “El sapito” y “Mírame, siénteme”. Sí, a Del Shannon le debo más que la vida). Mi papá sabía mucho de la biografía de aquel cantante: un tipo que se dedicó a vender cosas por catálogo, a intentar incorporarse a la difícil vida de la lucha libre y a tocar en un grupo bastante pinche de country.

Como casi todos en esa época (y en esta también, a pesar de lo orgánico y de los vegetarianos), Del ⎯quien en realidad se llamaba Charles⎯ era aficionado a la bebida. Alcanzó la fama de inmediato con ese falsete tan característico y con el acompañamiento del ya multicitado musitrón.

Vinieron más éxitos. Más fama. Más alcohol. El retiro de varios años. El regreso a la vida pública. La muerte de Roy Orbison y la consideración de que él lo sustituyera en la insufrible-nunca-debió-de-haber-existido banda de los Traveling Wilburys. Una escopeta. El 1.52 de estatura. Los estragos del alcohol y los medicamentos. Una bala. Shannon se suicidó a principios de febrero de 1990 y con él terminó una época importante de solistas gringos que no se vieron amenazados por la invasión inglesa debido a lo profundo y personal de su trabajo.

En el caso de Del, “Runaway”, a diferencia de muchos canciones de esa época, no es el recuerdo de otro tiempo. Shannon creó una pieza mítica que se define por sí misma en el pasado, en el presente y en la neutralidad. Te transporta a un estado de conciencia, a un lugar específico. Los highways que corren por ciudades como Los Ángeles, esos caminos que nos hacen recordar que somos futilidad absoluta. Un punto en movimiento que a nadie importa. Y entonces pienso en Lynch y en su asombrosa manera de entender el espíritu de la generación de los músicos como Shannon y traerlos al presente acompañados de la estética de sus películas. Escenas que nos comunican, las muchas de las veces, esa soledad absoluta de la que hablaba Deleuze, “esa soledad extremadamente poblada. No poblada de sueños, fantasmas o proyectos, sino de encuentros (…)*”.

“Runaway”, Los Ángeles, David Lynch: inevitable no pensar en True Detective.

En esta nueva temporada, Pizzolato ha demostrado que lo suyo es una necesidad por contar historias y que lo primordial no está en la satisfacción que el público ha de recibir con la suma de detalles de esa realidad específica que ahora nos resulta tan conocida (el buen Cohle hablando de Schopenhauer y Hart evitando que los dedos de la mano le huelan a vagina).

Ahora tenemos a los detectives Ray Velcoro (Colin Farrell) y Any Bezzerides (Rachel McAdams), así como al patrullero Paul Woodrugh (Taylor Kitsch) encargados de resolver el asesinato de Ben Caspar, socio del mafioso Frank Semyon (Vince Vaughn). Todo ambientado en la ficticia ciudad de Vinci, que está basada en la ciudad de Vernon, sitio ⎯al parecer⎯ creado por el PRI de los setenta porque durante cincuenta años, Leonis Malburg fungió como alcalde sin que nadie dijera o hiciera nada.

Con este escenario es con el que True Detective arranca y no puedo evitar pensar en los arpegios del principio de “Hats of The Larry”, también, de Shannon: parece que no va a pasar nada importante y, de pronto, todo es traición y mierda.

Pizzolato ha sido capaz de crear universos que contribuyen a esa idea que nos encanta explorar de vez en cuando: visitar un mundo que jamás nos atreveríamos a reconocer como nuestro. Me parece genial el escándalo que generan las creaciones de este escritor porque les hayan o no gustado los primeros dos capítulos de la temporada, lo cierto es que no han dejado de hablar de ellos.

La mitología que existe en True Detective es sólo posible si la propia serie es su mitóloga, así que cualquier cosa que tengan que decir, por el momento, es un ejercicio bizantino. Finalmente, lo mejor de esta temporada es que acaba de empezar y, por lo tanto, todavía está en espera del descubrimiento.

Mi última pregunta es ¿cuántos de ustedes siguen a la espera de que Mathew McConaughey haga una afirmación sobre la desustancialización del sujeto?

*Deleuze, Gilles, Parnet, Claire. Diálogos. Ed. Pre-textos, España, 2013.

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