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“Nostalgia de castas” (parte II)
Crónica de castas

La serie Crónica de castas (Canal Once/Ojo de hacha, 2014), dirigida por Daniel Giménez Cacho con idea original y guión de Jimena Gallardo ha logrado abrir la caja de Pandora de las exclusiones de nuestra ciudad, y poner en tensión la idea de “identidad mexicana”. Me ha dejado la sensación de que vivimos en una casa que no conocemos. Además de evidenciar todo lo que no vemos aunque lo vemos, esta serie ha conseguido hilar muy bien las diversas y complejas relaciones de clasismo y discriminación en prácticamente todos sus niveles: lingüístico, económico, étnico, religioso, de género, educativo, etcétera. La línea argumental central es la relación entre Lucía, una chica de clase alta que llega a vivir a Tepito huyendo del abuso sexual del amante de su madre, y Raúl, un tepiteño hijo de una española avecindada en el “barrio bravo”, y que busca conocer el oscuro pasado de su madre y saber quién es su padre. De la trinidad que rige el sistema de castas colonial: española, mestizo y criolla, se ramifican las otras historias.

Ramón Grosfoguel explica en estos videos [https://www.youtube.com/watch?v=5-tKb086d5A] la complejidad del racismo ―basado en Fanon―, habla de las zonas de ser y no-ser, del concepto “Sur” como un espacio y una narrativa oprimida, en contraposición con el “Norte”, superior, industrializado, dominante. Y explica asimismo la existencia de sures dentro del Norte y nortes dentro del Sur. Y todo esto puede verse desplegado en Crónica de castas a lo largo de sus escasos nueve capítulos.

Dice Boaventura de Sousa Santos en Una epistemología del sur, “…el Sur global geográfico contiene en sí mismo, no sólo el sufrimiento sistemático causado por el colonialismo y por el capitalismo globales, sino también las prácticas locales de complicidad con aquéllos. Tales prácticas constituyen el Sur imperial. El Sur de la epistemología del Sur es el Sur antiimperial.” Cada personaje de esta serie mexicana se ubica en el Sur que constituye Tepito, el centro periférico donde sucede 90% de la acción, y de ahí tironean hacia el Norte (El Pedregal, Polanco…). Una zona de no-ser, Tepito, se transforma en una zona de ser donde se crean otras de no-ser (las bodegas donde viven los indígenas dentro del Hotel Galicia, por ejemplo), y frente a cada personaje se ubican los demás en distintas relaciones de poder, afinidad o disonancia, configurando una compleja red de sures y nortes/ser y no-ser que opera de muy diversos modos, y que se entrelaza por medio de los afectos, el dinero, la tecnología, la violencia y a ratos la ideología. El guión no permite que las historias que se cuentan sometan a los personajes ni a la idealización sin más ni a la satanización. Enorme logro de sus escritores.

Cada capítulo es un ejemplo de esto; el ocho, por ejemplo, “El igualado”, retrata muy bien la estratificación social, el blanqueamiento ligado a la legitimidad de la movilidad social, y las discriminaciones internas. “El igualado”, Miguel, es un tepiteño acaudalado que ha formado una fortuna considerable por medio de la venta de piratería (de ropa y accesorios deportivos). Tiene un socio, argentino, blanco, atractivo, “trajeado”, que se encarga de colocar la mercancía en almacenes de prestigio. El lugar al que por su origen y rasgos nuestro igualado no puede entrar. De pronto, Berta, la madre del igualado ―interpretada por María Rojo―, se entera de que sus antiguos patrones venderán su casa del Pedregal porque los negocios “del señor” quebraron. El igualado decide comprar la casa, “Ay, Dios mío, ¿qué tarugada estás diciendo?, “¿qué?”, “es la casa de los señores”, “¿y?”, ¿cómo quieres tener la casa de ellos?, de veras que andas de un igualado”, dice una indignada Berta: “cada quien debe saber cuál es su lugar”…

Colonialismo interno. Los señores deciden no venderle, porque ¡cómo el hijo de la sirvienta va a vivir en su casa!, ¡y de dónde habrá sacado el dinero! Y entonces aparece la carta, el as bajo la manga de nuestro igualado: poner a su socio por delante. A un blanco, elegante, bienhablado, empresario no le niegan la casa. Del origen de su dinero no se duda. La llave de acceso del lugar al que por su origen y rasgos nuestro igualado no puede entrar.

El guión está lleno de matices importantísimos que dotan de sentido este despliegue de jerarquías y poderes. Luego de indignarse y de jurar que nada la sacaría del barrio, Berta asume, en la intimidad del Hotel Galicia, que vivirá en una casa del Pedregal, no sin presumir veladamente su nuevo estatus. A su ex patrona la trata de “señora”, en el barrio ella es “la señora”. Allá baja la cabeza, acá la alza. Máscaras, que diría Fanon.

Sobre el manejo de los clichés y el romanticismo en esta serie, el capítulo “El zapoteco” es muy ilustrativo; un comentario solo del protagonista, el zapoteco que vive en el mercado, basta para dislocar la lectura que vamos haciendo de él. En una llamada que hace a su pueblo para contar que tiene novia, el abuelo le recrimina que no sea de su comunidad y le pregunta si ya dio dote, “Ni que fuera triqui, ésos las compran”… ¡pum! Adiós a la idea de que todos los indígenas son un conjunto homogéneo, casto y puro, sin nortes y sures internos. Una opresión estratificada con opresiones mayores pesándoles en los hombros. Sin observar estas diferencias es prácticamente imposible entender los conflictos sociales más pequeños, pero también los grandes problemas de desigualdad.

Crónica de castas se trata no sólo del racismo en México, sino de los racismos y los clasismos. Mezcla lenguas (hebreo, euzkera, mazahua, zapoteco, inglés…), estratos sociales, actores y no actores… Importa quién habla y desde dónde. En esa diversidad finca su representatividad. Algo para mí valiosísimo y poco visto en la televisión mexicana con este prurito crítico y anticliché.

*Pueden ver Crónica de castas en Netflix.

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