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JUGUETE RABIOSO

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EL RADICAL OTRO

A P, con respeto, aunque no vaya a leerlo.
A K por la colaboración para esta entrega.

P da vueltas al quiosco de la plaza una, dos, tres. Vueltas lentas, es mayor y los años de vida en la calle le han pasado factura ―F estima que P tiene 73 años, pero nadie lo sabe de cierto―, además cojea de la pierna derecha. Estira un poco los brazos mientras camina, algo de calistenia para contrarrestar el rato que ha pasado sentado leyendo contra una pared. P lee mucho, a veces en voz alta. Lo conozco desde que tengo memoria, ahora lo observo y pienso que en P hay un límite, una renuncia radical que estira la autonomía a un punto de inflexión donde no es ni subordinación ni soberanía. Su renuncia es absoluta, si cabe.

F le cuenta a mi amigo K (quien ha hecho la labor de entrevistador en campo) que P procede de una familia “acomodada”, que es ingeniero y abogado, e “iba a ser médico también”. Aparentemente no platica con nadie, con F sí, y según él P llegó a la situación en la que se encuentra porque “sus hermanos lo traicionaron”, al parecer lo perdió todo y se tiró a la calle. F asegura que P no tiene ningún trastorno mental, es lúcido y no ha perdido la memoria. No es un vagabundo propiamente dicho, vive en indigencia en un territorio que ha delimitado sistemáticamente luego de escaparse de un albergue, dice F.

Todos en el barrio conocen a P, no sale del zócalo, nunca. Cuando quiere cigarros, va a los portales, otea el perímetro, pide sin dejar que se los enciendan, él decide quién y en qué momento le encenderá uno de los muchos cigarrillos que ha colectado. ¿De qué vive? De lo que la gente le da, no hace chambitas ni mandados, tiene una dinámica bien establecida que no altera: ahora da vueltas alrededor del quiosco mientras la gente va y viene.

F tomaba fotos en la plaza, que iba a revelar no sé dónde y que vendía después, cuando no todo mundo traía una cámara en el teléfono; hoy la tecnología de los celulares lo ha relegado y es “franelero”. F y P habitan la calle y transitan sus márgenes de formas diferentes, la precarización los toca de modos distintos también. P hizo una fuga total desde el complejo entramado de los afectos y las decisiones personales, pero si “lo personal es político” como dijera Carol Hanisch, habría que ver su indigencia como el extremo de los alcances de la lógica del capital, de la competencia sin tregua, de la hiperproductividad y el hiperconsumo internalizados de una forma ominosa, difusa, difícil de delimitar: cuando perdió lo que poseía, lo que era y su lugar en las relaciones de poder de las que era alguna parte, se desposeyó él mismo. Ese temor de vacío frente al convencimiento de que producir, consumir, tener, dominar, acumular es la vida.

¿Por qué digo que P está parado en un vórtex donde no hay subordinación ni soberanía?, porque P ha salido no sólo del radar, sino de la vida social: no vive según las “reglas del juego” fijadas por eso que llamamos sistema, pero también se ha despojado de la voluntad de hacer o participar de la comunidad de un modo alternativo que incluya al otro. Él es una alteridad radical y es ahí justamente donde obliga a observar una ética para el resto, la de reconocerlo en esa otredad extrema, aun si él no devuelve ese reconocimiento. Aun si él ha decidido no pertenecer, no intercambiar, no jugar ni competir: se ha entregado a la vulnerabilidad de una presa sin resguardo ante sus depredadores.

P encarna, acaso, la contrahegemonía más pura y al mismo tiempo su agujero negro.

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