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PuebLONDON

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MUCHO BURRITO

Como inmigrante, soy sumamente sensible a los hechos y dichos acerca de la discriminación. Como estoy muy consciente de ello, procuro no saltar a la yugular del primero que hace un comentario con un ligero tinte despectivo. Primero, porque me pasaría el día brincando; segundo, porque en cuestiones de lenguaje y humor, estoy convencida de que no hay que reaccionar impulsivamente. Me parecen de una gran intolerancia las posturas radicales en las que se exige sacar palabras del vocabulario cotidiano con el afán de “no ofender” a un determinado grupo de personas. Una vez hecho este disclaimer, déjenme contarles sobre el relajo revolucionario que se armó esta semana en contra de la cadena de comida rápida (estilo mexicano, por supuesto) Mucho Burrito.

Pero, alto. Como en muchas de las controversias entre México y Canadá, no se puede contar el chiste sin dar un poco de contexto. Necesitamos explicar el uso de la palabra brownie respecto a los migrantes. Brownie es una especie de diminutivo para todo aquél que no sea blanco. Listo. Bueno, no tanto. La palabrita se aplica a latinoamericanos, incluidos mexicanos, pero también a hindúes, pakistaníes, iraníes y árabes, en general, a los que no son blancos. Pero tampoco negros. Más bien cafés. Pero no a los asiáticos, que son percibidos de otro color. En fin, al tema. La cadena de comida “mexicana” lanzó su postre de temporada: el Mexican Brownie. Ya alcanzo a ver algunos ojos que se dilatan ante la posible connotación racial de llamar así a un clásico pastelillo norteamericano. Un brownie en Norteamérica es un pedazo de pan cuadrado sabor chocolate, de textura más crocante que un bizcocho, generalmente adicionado con nuez. Y se llama así por su color, café, o sea brown, en inglés.

Creo que ya nos queda claro a todos que un Mexican brownie podría ser un niñito mexicano que va a la escuela del barrio en cualquier ciudad de Canadá. O el nuevo empleado a quienes sus compañeros internacionales pusieron un apodo. Para tratar de ser justos habría que decir que de las más de sesenta definiciones que da el Diccionario Urbano de la palabra brownie solamente unas diez se relacionan con lo racial. Otras diez quizá, con la pastelería, diez con la mariguana y treinta con cuestiones sexuales; la proporción no ayuda a relacionar la palabra con una inocente bromita, pero en fin. Hasta aquí la cosa es un poco incómoda, pero se traga saliva y se sigue con la vida.

Lo que de verdad molestó a la comunidad mexicana en Canadá fue la publicidad. El póster que anuncia la llegada del nuevo postre asemeja uno de esos carteles de “Se busca” que se usaban en el Lejano Oeste para hacer pública la cacería de algún criminal. El texto sobre el cartel deja leer: A Mexican Brownie that is Actually Legal (el pastelito mexicano que es de hecho legal). La relación directa entre lo mexicano y lo que no es legal va implícita en el juego de palabras. Es sorprendente que el pastel sea mexicano, no porque sea sabroso, o de chocolate, sino porque es legal.

Cabe señalar que, si bien el 59% de los trabajadores mexicanos en Estados Unidos es ilegal (no posee un permiso legal para trabajar), en Canadá ni siquiera hay una cifra oficial porque el número es muy bajo. Los programas por los cuales llegan trabajadores mexicanos a Canadá se negocian directamente en la embajada, donde los trabajadores pagan por su permiso una fracción de lo que pagan a los coyotes aquéllos que quieren pasar “al otro lado”. Se les asigna una granja y se les lleva en avión. En serio, en serio, ¿quién quiere atravesar los Estados Unidos sin papeles, arriesgándose a caer en manos de la “migra”, solo para llegar a congelarse el trasero a Ontario?

Las protestas no se hicieron esperar y la comunidad mexicana comenzó a exigir que se retirara la publicidad racista de inmediato. Después de todo, esto es Canadá, ¿no? La tierra de la tolerancia y el multiculturalismo, ¿o qué? Tardaron tres días. Mucho Burrito retiró los carteles de las tiendas y lanzó un comunicado diciendo que su intención no había sido ofender, sino divertir, hacer una broma con el lenguaje. Se justificaron diciendo que los mensajes se habían malentendido y que ellos no se habían percatado de lo ofensivo. La comunidad todavía espera una disculpa pública que todavía no cae. Ya llegará.

Esta humilde cafecita mexicana que todavía es legal opina que Mucho Burrito fue víctima de la propia cultura canadiense de la “buenaondez”. De no poder jugar con las palabras ni hacer énfasis en las diferencias, no señor; ni para bien, ni para mal. La cultura del arcoiris donde todo es felicidad, en donde nadie puede expresar una opinión sin miedo a ofender, que en la mayoría de los casos no está funcionando para eliminar el racismo y sí para dividir a un país por colores sin oportunidad de combinación. No nos respetamos. Nos evitamos.

Seguiremos opinando.

IN THE SHIRE

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NOSTALGIA DE LOS TENDEDEROS (Y DESPRECIO DE LA SECADORA DE ROPA)

Caminé incontables veces entre los pasillos iluminados, húmedos y fragantes de un laberinto efímero. Sus paredes se movían y desaparecían gradualmente. La racionalidad de su disposición me era ajena, pero no me preocupaba, ni siquiera pensaba en ella. El Minotauro no lo habitaba. Ninguna Ariadna me esperaba. Yo no usaba un hilo para encontrar la salida. Éramos el uno para el otro. Y antes de que terminara el día se borraba.

Durante mi niñez pasé mucho tiempo en casa de mis abuelos, al lado de ella había un terreno que replicaba la extensión de la casa. El terreno perteneció a mi familia varios años, debido a que estaba bardeado fue usado como jardín de fiestas y área de juego (para mi prima, mi hermano y yo). Era nuestro Edén privado. Sin embargo, en el día a día era el espacio de los tendederos. Colgada de los alambres, la ropa recién lavada pendulaba mientras le escurría el exceso de agua. Rodeada de la ropa chorreante y olorosa a detergente, me gustaba pasearme entre las frías sábanas mojadas y sentir cómo se pegaban a mi piel.

En Oxford hay tendederos, pero el tiempo y el clima no alcanzan para poner la ropa en ellos, porque el verano es corto y el resto del año llueve. Hay tendederos, pero están en las plantas bajas, en los jardines traseros (unos más grandes que otros) de las casas y departamentos. Así pues, hay tendederos en Oxford, pero no en las azoteas. Al mirar por alguna de las ventanas del departamento puedo ver techos de doble agua, sus tejas y el moho que crece en ellas. Veo árboles deshojados por el otoño, las ventanas de las casas vecinas, a veces puedo ver a alguno de mis vecinos en pijama sentado en su sala o acostado en su cama. Ellos también me pueden ver. Veo la neblina que se espesa conforme el invierno se acerca, pero no hay tendederos en las azoteas. De hecho, creo que en el edificio donde vivo no tenemos una escalera que conduzca a la azotea.

Mi Edén de ropa mojada fue vendido cuando yo tenía siete años. No recuerdo haberlo extrañado, creo que me resigné y archivé mis paseos por el laberinto conforme pasaron los años. Una vez que sorteé la adolescencia y enfilada hacia la adultez me separé de las labores domésticas, porque no estaba en casa el tiempo suficiente para ayudar, aunque de vez en cuando me tocaba hacer algo. Ahora, que en el extranjero soy la señora de la casa, extraño hasta las lágrimas poner la ropa recién lavada en un tendedero para que la seque el aire y el sol.

El clima no favorece mis anhelos y mis costumbres. El verano, o sea el buen clima, dura aproximadamente cuatro meses, de mayo a agosto. A partir de septiembre las horas de luz natural y la temperatura disminuyen acompasadamente. El remate lo da el cambio al horario de invierno. Este año el domingo 25 de octubre los relojes (al menos los electrónicos) se atrasaron una hora sin que nadie nos avisara (acá no hay recordatorios de ningún tipo, pasa y eventualmente alguien lo nota). Desde ese día hemos perdido, más o menos, media hora de luz cada semana. Y no es que el sol caliente mucho, mejor dicho, no calienta nada. La semana pasada, por ejemplo, amaneció a partir de las 7:40 y atardeció a ¡las 16:00! Por consiguiente, tuvimos sólo ocho horas de luz al día, las cuales siguen disminuyendo.

A falta ya no digamos de sol, sino de un día sin lluvia, se inventó la secadora de ropa. Mi desprecio por la secadora no obedece únicamente a mi nostalgia por un laberinto fragante y húmedo. No me gusta usarla por varias razones. En primer lugar, no usar la secadora implica un ahorro de energía eléctrica, por lo tanto, de dinero, lo cual es importante porque todo es muchísimo más caro en Inglaterra que en México. La segunda razón es que ese ahorro es ecológico. Al disminuir el consumo de electricidad se reduce la contaminación que la generación electricidad produce. Mi tercera razón es higiénica. Secar la ropa al aire libre y bajo la luz del sol es benéfico para la salud, pero con un sol menguado y con lluvia, o ante su inminencia, no me queda opción más que usar la secadora de ropa aunque la desprecie.

ANARCRÓNICAS

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PAYASITO, PAYASITO

Entre los múltiples oficios que tuve en mi juventud, estuvo el de ser payaso de fiestas infantiles.

Fiesta Tips se llamaba la agencia organizadora de eventos que me contrató cuando yo tenía apenas diecinueve años. Era comandada por un tipo al que todos conocíamos únicamente como “H”, serio, de lentes y moreno, que tenía actitudes de capo de tutti cappi, pero que en realidad parecía contador de la Secretaría de la Reforma Agraria. El personal lo conformábamos desde universitarios que querían ganar un poco de dinero –como era mi caso–, hasta cuarentones que habían fracasado en la vida y que no encontraron más opción que maquillarse todos los fines de semana, tomar un amplificador, una grabadora y un micrófono, e ir a decir chistoretes por dos horas frente a niños mal educados, papás borrachos y mamás de cuerpos de gimnasio.

Recuerdo a J, un biólogo bilioso al que corrieron de la preparatoria en donde impartía clases por embarazar a una de sus alumnas; a B, un multichambas flaco y lleno de cicatrices que sobrevivió a un accidente de motocicleta a 180 kilómetros por hora y al que todos apodábamos Mum-Ra por obvias razones; a G, un aspirante a ingeniero eléctrico que, a punto de graduarse, se cambió a Letras dentro de la misma universidad en la que estudiaba; a A, una guapa edecán de más que generosas curvas que un día me fajó en los vestidores de un centro comercial mientras nos preparábamos para el show, dejándome con una erección que me costó mucho disimular bajo el holgado traje de payaso.

Tres momentos recuerdo de mi incursión al mundo de la payasada:

1) La vez que a mi y a mi partner nos contrataron para llevarle un show a quien en ese momento era el presidente municipal de Naucalpan. Nos citaron en una enorme casa cercana al campo militar y nos salieron a recibir siete guardaespaldas armados hasta los dientes –uno traía incluso una AK-47–; luego de verificar nuestras identificaciones, llamar a Fiesta Tips, y catearnos hasta dentro de los zapatos de payaso –¡en serio!–, nos llevaron a un jardín en donde solamente se encontraba el festejado, sus dos hermanos, tres primos y los papás de todos. Un enorme pastel, desproporcionado para la magra concurrencia, presidía la reunión, y al lado, una torre de regalos esperaba el momento de que el festejado los abriera. Fue una fiesta muy triste, de un niño sin amigos, confinado por los miedos. Mi compañero y yo hicimos nuestro mejor esfuerzo en extraer alguna carcajada a un público malencarado y desdeñoso. Curiosamente, quienes más se rieron de nuestras improvisaciones fueron los guaruras. Al final, el presi nos agradeció con un apretón de manos nuestro número y ordenó a sus centuriones que nos dieran una generosa propina –el doble de lo que costaba el show–. Al salir, fueron ellos quienes hasta de abrazo nos despidieron, agradeciéndonos –así entre nos, carnalito–, un cambio en su rutina diaria.

2) Una llamada falsa para una fiesta en Cuautitlan. Mi compañero y yo llegamos conduciendo un Volkswagen, ya maquillados, a encontrarnos con miradas hostiles y gestos de miedo. Estuvimos por dos horas dando vueltas por las infinitas unidades habitacionales de la zona, perdidos entre los cientos de edificios color ladrillo, transitando entre calles solitarias. Un espíritu generoso nos explicó algo perturbador: “No, joven, lo que pasa es que han secuestrado varios niños y andan diciendo que los secuestradores vienen vestidos de payasos… Mejor váyanse, no sea que los vayan a balacear”, cabe decir que salimos como alma que lleva el diablo de la zona.

3) Una fiesta para adultos –que también las atendíamos–, en donde llevamos un show mucho más picante que el de niños. Era una fiesta de parejas y a medio show, algunas de ellas habían comenzado a besarse y abrazarse en dos, en tres, en cuatro… Miré a mi partner pidiéndole explicación. “Es una fiesta swinger”, me dijo. Al salir, cuando los ánimos ya estaban bastante caldeados, sentí una mano apretándome la nalga. Al volverme, me encontré al anfitrión guiñándome el ojo “Quiubo, payasitos, si quieren, quédense al desmadre”. “Perdone, señor”, contestó mi compañero, “pero se nos chorrea el maquillaje”.

Salí de Fiesta Tips hace veinte años. Lo último que supe fue que cambiaron de giro y actualmente, con otro nombre, se dedican a regentear strippers y edecanes que hacen, obviamente, otro tipo de payasadas.

CARIÑO COMPRADO

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EN DEFENSA DE LOS CROCS

Me voy enterando de que los Crocs están considerados como el método anticonceptivo más seguro, por encima de las pastillas y los condones: 100% de efectividad. En la red encontré cientos de memes que hacen escarnio de aquellos que como yo usamos Crocs. Nos llaman seres sin dignidad, perdedores, nacos… Uno de tantos memes dice, en inglés: “Si los usas y ella sigue saliendo contigo… ella te ama”. Para quienes se hagan la pregunta con cierto dejo de sarcasmo, permítanme responderles: desde la compra del par de Crocs no me ha ido mal en materia de amores, partidos nunca me han faltado.

En el fondo ya sospechaba de la actitud hostil de los censores de la moda, pero quizá preferí evadirme haciendo oídos sordos a sus provocaciones o burlas que resonaban a mi espalda. No me arrepiento de haber comprado el par de Crocs rojos que desde hace más de diez años me han acompañado y con los cuales salgo a caminar.

La época en que vivimos, gracias a las redes sociales, es tan permisible que cualquier persona puede exponer, en vivo y a todo color, su ideario político-religioso-cultural, y erigirse como juez, conciencia social, activista, promotor cultural, científico y hasta médico. Y en materia de moda, todos tienen a Coco Chanel en la cabeza, mezclada con una desvergonzada capacidad de dictar leyes y emitir condenas. Con sus Doc Martens bien puestos, o en su defecto un par de Converse mugrosos a más no poder, estos dioses de las pasarelas, la alta costura y las buenas conciencias, han decidido desterrar a estos zapatos del guardarropa, a través de una cruzada difamatoria que por medio del injuria y la humillación pretende atemorizar a quienes han optado por llevarlos bien puestos. En una metáfora cristiana, quienes se ponen Crocs se han convertido en una secta que debe usar este calzado lejos de miradas furtivas y acechantes, en la intimidad de su casa, con los suyos, so pena de perecer en las sangrientas arenas del Coliseo de la opinión pública.

Los Crocs son un híbrido que se obtiene de la cruza de un mocasín y un huarache. Elaborados con un polímero de alta resistencia que los hace casi indestructibles, aunque a sus más acérrimos críticos les cueste aceptarlo, su aparición sacudió un mercado repetitivo y gris en el que, en apariencia, no podían emprenderse más innovaciones que no fuera combinar colores o emplear materiales especiales y hasta espaciales. La industria del calzado le debe mucho a los Crocs.

Por otro lado, su limpieza no requiere de ningún esfuerzo, pues basta con colocarlos debajo del chorro de agua y aplicarles un poco de jabón para que luzcan como nuevos, ni tampoco hay que esperar a que el sol termine de secarlos: un trapo seco es más que suficiente. A quienes tanto preocupa el tema ecológico, quizá les interese saber que si se ponen Crocs dentro de la ducha, la misma agua que usan para bañarse limpiará su calzado, cosa que no pueden hacer con otros tenis o zapatos.

Desde el punto de vista económico, su alta resistencia los hace muy duraderos. Mis Crocs han visto desfilar hacia la decadencia a varios pares de Converse, Adidas y Flexi que ya reposan en algún relleno sanitario, lo que me ha permitido ahorrar mucho dinero para usarlo en otra cosa. ¿Más ventajas? Como no necesitan de agujetas, no se invierte ni tiempo ni esfuerzo en hacer nudos, ni tampoco se acarrea polvo o bacterias que viven felices en los cordones y que después causan enfermedades.

En los años ochenta se condenaba a la horca a quienes se atrevieran a usar calcetines blancos con zapatos negros, a pesar de que Michael Jackson, el rey de pop, lo hizo una y otra vez y nunca nadie lo tachó de naco. Por desgracia este tipo de prohibiciones se extiende hasta nuestros días. Sólo cambia el contexto y el chivo expiatorio: hoy son los Crocs, mañana será otra cosa.

En estos momentos hace falta que una figura relevante enarbole la bandera Croc para que todos aquellos que se esconden en sus casas salgan a la calle de una vez por todas, sin temor a ser ofendidos o criticados. Y no sólo se trata de desafiar a un sistema dogmático que nos mira como apestados o portadores del ébola, sino de hacerles ver a los puristas y a las buenas conciencias que cada quien puede hacer de su vida un papalote.

LA ÚLTIMA PREGUNTA

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EL ESCRITOR QUE NO CREÍA EN SU TRABAJO

No se me ocurre mejor forma de comenzar este texto, que recordar a Jack Abbot, el criminal-escritor o el escritor-criminal que fascinó a Mailer y logró que el gran innovador del periodismo literario cayera rendido ante sus letras. Tanto que el autor de La canción del verdugo lo ayudó a salir de la cárcel. “Nadie que tenga ese poder narrativo merece estar encerrado”, decía Mailer mientras movilizaba a un grupo de activistas, abogados y artistas a favor de Abbot, quien gracias a Mailer publicó En el vientre de la bestia, tomo que reúne la correspondencia que sostuvieron el preso y el escritor durante algunos años.

El libro, que trata sobre la vida en la cárcel, fue publicado parcialmente y por entregas en el New York Times; el crítico Terrence Des Pres escribió en ese mismo medio que la obra era “imponente, brillante y perversamente genial; su impacto es indeleble y como reconstrucción de la pesadilla penal es absolutamente obligatoria”.

Abbot logró salir de prisión en 1981, a pesar de haber cometido varios delitos, entre ellos, el de asesinato. Con el primer pago de sus regalías, la nada despreciables suma de 15,000 dólares, contrató a un bufete de abogados que, pronto, logró ponerlo en libertad. Mailer se sentía orgulloso de la hazaña que había realizado: el sujeto que lo sedujo con su prosa, el potencial gran escritor que fue confinado a la cárcel desde que tenía trece años, al fin, podía disfrutar del mundo y el mundo de él. Tenía tanto que hacer junto a Abbot. El futuro no podía ser más que prometedor.

La prensa enloqueció ante tan inverosímil historia. Jack ocupó varios titulares de los principales medios y fue invitado a los programas de entrevistas más populares de la televisión norteamericana. La revista People realizó un extenso reportaje sobre el escritor antes recluso, quien ⎯en poco tiempo⎯ se convirtió en una celebridad.

Pero el cuento ese del escritor que, casi por error, cometió algunos crímenes, se vino abajo cuando seis semanas después de estar en libertad, Abbot asesinó a un camarero que le prohibió usar el baño del personal del restaurante en el que compartía la cena junto a dos hermosas mujeres que se habían declarado fans del que, en ese momento, se consideró una gran promesa literaria.

El ex convicto regresó a su celda para nunca salir (se suicidó en el 2002). Aquello devastó a Mailer, quien embelesado por la prosa de Abbot, se negó a ver detrás de ella: alguien que podía urdir el lenguaje de esa forma, sin duda, no podía ser un delincuente. La ceguera del talento frente a la naturaleza homicida de un hombre que pasó más tiempo en la prisión que fuera de ella.

¿Qué hay tras las fascinación que ejercen este tipo de personajes? Al parecer, quienes vivimos convencidos de que se deben respetar las reglas del acuerdo social, encontramos en este tipo de perfiles la idea de que dichos personajes tienen una vida más interesante que la nuestra. O también se puede creer que son testigos de un modo de vida al que nunca tendremos acceso por lo pruritos morales y el temor a los castigos que se infringen al violar la ley.

No obstante, sobre la figura del escritor también pende una especie de halo divino en el que se le atribuyen características que están fuera de la norma: inteligencia, buen juicio, sabiduría. El mismo Mailer llegó a decir de Abbot: “Tiene todas las características de los escritores importantes y poderosos”. ¿De qué se trata eso de ser “un escritor importante y poderoso”? ¿Son acaso las dos particularidades que te convierten en alguien incapaz de delinquir? De pronto parece como si tener habilidades para narrar te convierte en ciudadano de primera categoría o, peor aún, ser escritor te provee de una vacuna para ser responsable de cualquier acción ilegal en la que incurras.

Hace tiempo fui a una fiesta en la que hubo un robo de celulares a seis de los asistentes. Entre ellos yo. Fue fácil que las afectadas, otro detalle peculiar el que solo hubiéramos sido mujeres las que sufrimos el hurto, nos pusiéramos en contacto. Primero hubo la sospecha de un tipo que solo fue reconocido por un par de nosotras. Luego se habló de que aquel sujeto iba acompañado de dos mujeres que le sirvieron de cómplices. Y, eventualmente, se llegó al nombre de cierto escritor norteño que, según se dice en los bajos fondos, vive de hurtar dineros públicos y privados, a pesar de que una editorial reconocida le publica sus textos postnorteños.

Lo interesante de aquel evento fueron las reacciones que se desencadenaron en distintos personajes después de que la noticia se reprodujo en ciertos círculos sociales. Hubo un grupo de las afectadas que proclamamos por levantar una denuncia pública en la que se acusara a “la supuesta” cadena de creadores-delincuentes. Hay quien hizo caso omiso y prefirió “llevarse el golpe completo a casa”. Hubo quien aprovechó la ocasión para hablar mal de los implicados y contar historias anteriores (que no me constan), de otros hurtos y otros comportamientos reprobables.

Sin embargo, lo que más llamó mi atención fue lo que dijeron algunos miembros de la editorial en la que publica el escritor en cuestión. Cabe aclarar que la obra de dicho autor es, en mucho sentidos, una especie de testimonio sobre lo que pasa en un mundo lado B norteño: crónicas o autobiografías noveladas sobre la vida pendenciera de cocainómanos y gomosos que, a costa de todo, consiguen sus rayas para poder surtir a empellones el culo de los travestis más folclórico de la cantina más under del pueblo más rascuacho que hay en, qué sé yo, lugares como Saltillo. Sitios que gente común y poco interesante jamás ha frecuentado.

Pues bien, ante la sospecha de que pudiera haber algún vínculo entre el autor y los actos delictivos, la editorial prefirió hacer caso omiso de acusaciones infundadas porque, bien a bien, lo único que se tenía como prueba de la participación de los supuestos amigos del escritor era el vago recuerdo de alguien en medio de una fiesta.

Hasta donde sé hubo real consternación de los miebros de la editorial ante los robos. Significó un golpe moral ante una celebración que debiera de haber terminado con grandes sonrisas y, a lo más, con grandes crudas.

No obstante, desde mi perspectiva, pienso que a estos editores le pasó lo que a Mailer: la ceguera ante la posibilidad de que ese otro no sea quien uno piensa. Las justificaciones racionales prevalecen para seguir con el día a día porque sé que ellos también son de los que piensan en la deseabilidad del verdadero Estado de derecho. Aunque lo más lamentable es esa nula capacidad de pensar que la realidad distinta.

En fin, aquel evento no cambia mi opinión sobre tan buena editorial ni sobre el mentado escritor, solo me deja una última pregunta: ¿por qué alguien que necesita lana paraquiénsabequé se roba un celular roto y amarrado con una liga (sí, en esas condiciones estaba mi teléfono)?