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ANARCRÓNICAS

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LA VIDA SECRETA DE SANTA CLAUS

I
El anuncio era muy claro: “Se solicitan hombres. 20-40 años, altos, robustos, tez clara, preferentemente, ojos de color”. Lo primero que viene a la mente es una agencia de prostitutos; escorts del tipo teddy bears o motociclistas. Necesito trabajo en ese momento, así que me apersono. Una señora, bastante robusta, vestida con impecable traje sastre de seda, maquillada como si fuera a salir en una obra de teatro kabuki, me entrevista. Yo la veo, y pienso que sería una excelente madrota –y quizá lo sea–. “Estás contratado. Preséntate a K-MART de Lomas Verdes el día de mañana”. Cuando le pregunto si necesito rasurarme o algo en especial, se ríe. “Es igual. De todos modos, te vamos a proporcionar barba”.

II
K-MART de Lomas Verdes, siete de la mañana. Inicia el mes de Diciembre y el frío baja con impudicia desde el bosque cercano. Calan los huesos a pesar de la chamarra. Pregunto al vigilante por Leticia. “Todavía no llega, ahí espérela”. Le pido me permita ingresar. “Es que no puedo… Órdenes”, dice el hombre con la sonrisa del resentido que de repente se ve con un gramo de poder en las manos. Leticia llega quince minutos después a bordo de un Thunderbird, se baja. Es una bajita de pelo castaño, dueña de uno de los culos más hermosos que haya visto. Quien maneja el vehículo también desciende: alto, gordo, y con rostro ajado como si fuera un metate muy viejo, pistola en el sobaco y placa de judicial en el cinto. La lleva hasta la puerta de su oficina, la persigna como si de una niña se tratara, y se va. Espero un buen rato hasta estar seguro que el Thunderbird no se dará la vuelta. Me acerco a la oficina y toco: Leticia me recibe con una sonrisa que me quita el frío.
–¡Bienvenido! ¿Eres el nuevo Santa, verdad? –me ve de arriba abajo–. ¡Eres perfecto, los niños estarán encantados contigo! –saca un voluminoso paquete bajo su escritorio–. Aquí está tu traje. Cámbiate pronto, pues va a comenzar tu turno.
–¿Y en dónde, le pregunto?
–Pues aquí… No tenemos vestidores.

III
El oficio de Santa es relativamente fácil.
Solo tienes que estar sentado en tu trono, rodeado de tus renos de plástico y de tus duendes –estos reales, si te va bien–, esperando a que los niños se sienten en tu regazo. Luego de besarte y constatar que tú sí eres tú –es decir, que sí eres Santa Claus–, tienes que escuchar sus peticiones para ese año. Luego, los despides muy amablemente y recibes al siguiente niño. Y así hasta las nueve o diez de la noche, cuando tienes que hacer mutis y reaparecer al mundo en tu personalidad deslavada y procaz.

Esto plantea ciertas cuestiones que nunca te dicen a la hora que te contratan.

IV
Necesitas tener experiencia en negociación con terroristas. Hay niños que son monstruos de ambición que se pasan media hora diciéndote que quieren los juguetes más caros bajo su arbolito. Tienes que convencerlos de que hay muchos niños en el mundo, que tienes que llevarles un regalo a todos y que se tendrá que conformar con, quizá, uno o dos regalos. Si logras convencer al pequeño, tendrás el eterno agradecimiento de un padre de familia que te ve con ojos de condenado a muerte desde el otro lado de la cadena.

V
Necesitas tener resistencia de yogui: el traje de Santa Claus casi nunca es nuevo, y por supuesto, no se lava en los veintitantos días de la temporada. Por ello, ya para el día doce, el terciopelo barato que lo forma ya huele a perro atropellado, y el día veinticuatro pareciera que lo sacaron de una narcofosa. Por otro lado, las barbas van acumulando los alientos diarios, lo cual no sería tan grave si no estuviera el hecho de que no eres el único Santa Claus de la tienda: si tu antecesor en el turno de la mañana tiene malos hábitos de higiene dental, pasas toda la tarde saboreando los chilaquiles con huevo o la pancita que desayunó mientras una nena está tratando de convencerte de que su Barbie necesita un coche nuevo.

VI
Necesitas control sobre tus impulsos. La mayoría de los niños con los que tratas son menores de diez años; sin embargo, no faltan aquellos –y sobre todo, aquellas–, jovencitas aniñadas que siguen pidiéndole a Santa cuando ya están a la pubertad. Créanlo, no es fácil que una chica de catorce años, perfectamente formada, se siente en tus piernas para pedirte juguetes sin que a ti no se te note la erección. Esto se complica debido a que hay mamás que –quizá por ingenuas o por perversas–, también se sientan sobre Santa Claus para sostener a su hijo de un año o menos. Por supuesto, ellas si notan el caramelo navideño que traes en el bolsillo, pero omiten comentar nada.

VII
Te das cuenta de cuántas, cuántas mujeres, tienen fantasías eróticas con Santa Claus (… Sin comentarios)

VIII
Tienes que tener una sensibilidad fuera de todo límite para las situaciones más delicadas. A mi compañero, el Santa del turno matutino, un día le llegó un chico de seis o siete años. “¿Qué quieres, pequeño?”. “Qué mi mamá deje de estar en el cielo y venga conmigo”. Mi compañero pareció no entender. “Es que murió de cáncer el año pasado”. Se amortajó el ambiente de la tienda. Mi compañero recordó que un chiquillo anterior le había regalado una canica. Se la tendió al pequeño. “Mira, esto me lo dio tu mamá para ti. Me dijo que no puede bajar, pero que siempre te está cuidando”. El niño se abrazó a Santa y lloró, y el padre del chiquillo, también.

IX
Sabes que Santa Claus tiene un terrible poder sobre los niños, y más, sobre sus papás, y más aun, sobre el aguinaldo de sus papás. Eso lo supo el policía que no me dejó pasar el día que me llevó a su niño. “Así que quieres un carrito, peque… ¿No te gustaría también una bicicleta? ¿Y un tren eléctrico, una autopista? ¿Unos muñecos de Transformers, un castillo Playmobil? Te has portado muy bien este año, tú pide”. El niño saltaba de alegría, mientras que el vigilante me veía con ojos anegados, quizá dándose cuenta que el karma viaja mejor en Diciembre, y que siempre llega con el niño Dios.

X
Cuando llega el 25 de diciembre y recoges tu cheque, descubres que, incluso las jefas de vendedoras bien crecidas, con maridos judiciales, pueden tener fantasías con el gordo barbón del Ártico.

Jo jo jo.

IN THE SHIRE

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NO POR MUCHO DECORAR SANTA LLEGA CLAUS MÁS TEMPRANO

Este año que he vivido en Oxford, una de mis mayores curiosidades era ver de qué manera la Navidad se manifestaba en la ciudad. Mi experiencia chilanga me ha enseñado que para los supermercados, las tiendas departamentales y todo su mecanismo mercadotécnico la Navidad convive perfectamente y sin fricciones con la conmemoración de la (a veces cuestionada) Independencia de México, con la celebración del Día de Muertos y la adoptada (aunque repudiada por algunos) fiesta de Halloween. A mí me rechoca esa supuesta coexistencia.

Me irrita la yuxtaposición y fárrago que generan las tiendas y sus anuncios, en primer lugar, porque desconciertan mi tendencia (ligeramente obsesiva) hacia el orden. Si antes de diciembre está noviembre y primeramente llega septiembre, ¿por qué demonios la decoración y parafernalia de esas fiestas debe cohabitar?. La única excepción que celebro, donde el Halloween y la Navidad se avienen exitosamente, se trata de The Night Before Christmas (o El extraño mundo de Jack).

Dicha proximidad y mezcla me crispa, en segundo lugar, porque son tácticas para inducir a la gente a que gaste su dinero. Si el Pan de Muerto se prepara para fechas específicas y conocidas por todos, ¿cómo explicar caer en la tentación de comerse uno a mediados de septiembre? ¿Cómo? Al hacerlo, así como al participar de la prematura exhibición y la compra precoz de arreglos navideños, ya no digamos de la Rosca de Reyes, siento que se merma la particularidad de las festividades; en otra palabras, estamos choteándolas, desgastándolas. ¿Cómo pueden conservar su carácter especial si, por ejemplo, sus platillos o postres característicos están disponibles meses antes? Hay un tiempo y un plato para el pozole, otro para el pan de muerto y uno más para los romeritos. ¿O no? ¿Será por eso que las personas en México decoran sus casas desde noviembre? ¿Será que estas festividades están a punto de reducirse a meros intercambios económicos? Espero que no.

Quizá soy una nostálgica. Cuando era niña, todo me parecía más compartimentado y la Navidad era una época que esperaba con ansia. Mi estancia en Oxford ha exacerbado mis preguntas y dudas. Acá no existe una yuxtaposición y mezcla tan evidente del lucro con las festividades, acaso desde mi perspectiva chilanga lo encuentro más discreto. El Halloween, por ejemplo, comenzó a anunciarse en las tiendas a finales de septiembre. En el supermercado que frecuento vendían dulces y decoración relacionada con el tema; mientras que en una de las papelerías de mi barrio tenían disfraces para niños y adultos; en Primark, una tienda departamental bastante baratita (que a mí recuerda a Suburbia) vi unas camisetas negras con esqueletos estampados que brillaban en la oscuridad. Tan pronto se acercaba el fin de octubre, los productos remanentes fueron puestos en rebaja, porque los productos navideños se asomaban en algunos anaqueles, pero el espacio que ocupaban ni siquiera era un tercio de las mercancías de Halloween, práctica imposible de imaginar en las cadenas de supermercado en México, se me ocurre.

En cuanto comenzó noviembre las mercancías navideñas fueron cada vez más visibles en las tiendas y los catálogos proliferaron, pero no la decoración alusiva a la festividad en esos establecimientos. Hasta que pasó la mitad de noviembre las tiendas y cafeterías se vistieron de navidad en sus aparadores así como en su interior. Este atavío coincidió (y no es fortuito) con The Christmas Light Festival (El Festival de las Luces Navideñas, del 21 al 23 de noviembre).

El festival se trata de una serie de eventos gratuitos, como la presentación de los coros de la ciudad o de un dj, en distintas sedes, por ejemplo una plaza, la sede de gobierno, los museos o las tiendas, para celebrar el encendido de la decoración en las calles en el centro de la ciudad. No sé si la decoración siempre es tan austera, pues consiste en luces blancas a manera de guirnaldas hechas de foquitos con una esfera compuesta por los mismos en medio. Las guirnaldas penden de un edificio a otro en las calles principales del centro de Oxford.

En contraste, para el 9 de diciembre pocas casas exhibían su decoración navideña. La mayor parte lucen un arbolito engalanado en sus salas, otras, las menos, adornaron con luces multicolores los árboles o arbustos de sus jardines. Eso sí, solo he visto una casa iluminada hasta al techo (al mejor estilo de mi barrio en Naucalpan) y lo que afortunadamente deslumbra por su ausencia son esos espantosos inflables con formas de arbolito de navidad, muñeco de nieve, reno, trineo o Santa Claus. A mí esta mesura en la ornamentación me hace pensar que entre los habitantes de Oxford no cunde la prematura exhibición navideña, así como la proximidad y fárrago con el Halloween no abunda en sus tiendas. No por mucho decorar llega Santa Claus más temprano.

Cierto es cuando la decoración en la ciudad se encendió parece que se enardeció el ánimo consumista. La cantidad de gente que anda en las tiendas comprando regalos ha aumentado constantemente. Según la BBC, en la Gran Bretaña los primeros picos de la temporada de compras fueron el Black Friday (práctica importada de Estados Unidos) y el primer lunes de diciembre, ese día las compras vía internet fueron las ganonas. La inercia culminará en Boxing Day, el 26 de diciembre, día cuando las tiendas ofrecen las mejores rebajas de todo el año.

No creo para nada que la celebración de la Navidad en Oxford sea más pura, ni menos manchada por el consumismo. Tampoco sé si la poca yuxtaposición con Halloween sea deliberada. Sin embrago, sí percibo menos espaviento, más contención en la anticipación de la fiesta navideña.

MUERTE Y RELIGIOSIDAD EN LA LUCHA LIBRE

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A pesar de lo que digan las nuevas generaciones o algún crítico sin conocimiento de causa, la Lucha Libre (LL) no está de moda; desde los años cuarenta, es decir, cuando se consolidó la Empresa Mexicana de Lucha Libre, ahora Consejo Mundial de Lucha Libre (CMLLL), ha estado presente en nuestro país. Por consecuencia la LL con toda su parafernalia ya es parte de nuestra cultura.

Para poner un ejemplo solo hay que remontarse a las épocas en que la revista del Santo no salía cada mes, ni siquiera cada quince o cada siete días, sino tres veces a la semana. Y Santo, el enmascarado de plata, una revista atómica competía con las del Médico Asesino, El Mil Máscaras, El Huracán Ramírez y otros superhéroes enmascarados. Cuando los seriales de luchadores en el cine eran moneda corriente y los rudos y técnicos se codeaban con las luminarias de la farándula nacional. A poco nadie recuerda cómo los domingos la familia se reunía frente al televisor para ver las luchas transmitidas por Telesistema Mexicano. Ahora por Televisa con retransmisión a todo a todo el país, Latinoamérica, sur de Estados Unidos y Europa, conservando altos niveles de audiencia.

En la LL mexicana, el encordado no es un campo de batalla, como sí lo es en el wrestling, donde el WASP defiende su supremacía blanca contra negros, latinos y árabes. En México es en realidad el sitio sagrado donde las fuerzas del bien y del mal se enfrentan. El sitio espiritual de encuentro entre las fuerzas celestiales e infernales. Los personajes de los luchadores en México tienen resonancias religiosas o de ultratumba. No es extraño que La Parka, el Santo, el Místico, Averno y Mefisto sean los que encabezan los carteles. No es tampoco de asombrase que las arenas en realidad sean iglesias. “La México Catedral”, rezan los locutores cada fin de semana.

Es de tomar en cuenta que La Parka no es el primer personaje que toma a la muerte como imagen. Ya desde los inicios de la LL había personajes que recordaban a infinidad de personajes venidos desde el Más Allá. El Murciélago Velázquez es tal vez el primer luchador que toma para sí las fuerzas del mal. Trayendo escondido en su capa víboras y coleópteros que hacían las delicias del público. Luego vendría el famosísimo Santo, quien se convertiría en el principal ajusticiador de entes del inframundo, acabando en su vejez como escapista, desafiando a la muerte.

Pero no sería hasta la llegada de El Espectro de Ultratumba que las referencias mortuorias se harían evidentes. Este peculiar luchador vestía una máscara de color verde, rematando el “casco” con una peluca color café. Se hacía ayudar por cuatro personas que cargaban un ataúd hasta el ring. Después de un rato de silencio, salía del féretro y comenzaba a luchar descalzo.

No es de extrañar que en estos tiempos de televisión y de grandes producciones cinematográficas de sorprendentes efectos especiales, El Espectro fuera uno más de estos cinematográficos gladiadores. Pero en los sesenta, con la población mexicana todavía cándida, a pesar de las crueldades de la Revolución y de la Guerra Cristera, la gente se asustaba y pensaba que El Espectro en verdad era una especie de muerto viviente.

Podría parecer sorprendente, pero en diarios de los sesenta se reporta que El Santo fue perseguido por una multitud enfurecida porque no volaba con su cohete, como lo hacía en sus revistas. El enmascarado le reclamó a José G. Cruz, guionista de la publicación y este tuvo que quitarle el aparato.

El Santo pelearía en sus cintas siempre como una encarnación del bien puro y sin concesiones. Casi como un personaje asexual. La bondad en pleno. Sus orígenes, se pueden rastrear de muchos maneras en sus cintas. Pero la más aceptada es que proviene de una extirpe de bienhechores coloniales, que evitan el uso de armas. Santo lucharía contra la magia vudú, contra vampiros y vampiresas, con científicos locos o asesinos en serie. Siempre enfrentándose a la Muerte.

Muchos otros luchadores no solo no pelearían contra ella, sino que la retomarían en sus personajes. Como los Hermanos Muerte I y II, atletas de la periferia que fueron pronto desenmascarados. O los boricuas Cripta, Sepulcro y el mexicano Lápida, que ofrecen una entrada a la arena que homenajea muy al Espectro: Cripta camina ataviado con un manto blanco mientras sus compañeros lo bordean con largos capuchones como de monjes. La luz baja y entre las penumbras ingresan al ring.

Otro personaje de las periferias es La Niña Blanca, clara alusión a como los devotos de la Santa Muerte la llaman; tal vez con la intención de hacer menos temible su culto. El luchador, obviamente es feligrés de esta santa y ha declarado que lleva el personaje “con mucho respeto y con el afán de difundir a la Niña” (Revista Box y Luchas).

Sin embargo, sería con la llegada de Antonio Peña que menudearían infinidad de atletas que abrevan de la Muerte o de los seres infernales. Peña vio la luz como luchador bajo el nombre del famoso Kahos. Personaje parecido a su tío El Espectro. Como él lucharía descalzo y retomaría la parafernalia gótica o terrorífica. Pronto Peña dejaría la LL en el encordado y se dedicaría a crear personajes para la Empresa Mexicana de Lucha Libre, y posteriormente para la suya, la AAA.

Peña engrosaría el universo del pancracio con personajes como Kalis, la Momia, La Parka, Gronda (especie de demonio italiano), El hijo del Diablo, Espíritu, El Cuervo, El Mesías, Ozz, Chessman (famoso asesino norteamericano), Averno y Mephisto, entre muchos otros.

El luchador mexicano, es decir el luchador enmascarado, con prominente barriga y viviendo su personaje hasta su deceso, es un icono bien enraizado y motivo de estudio en el mundo entero. Desde referencias en películas y documentales españoles, alemanes o argentinos, hasta libros dedicados al fenómeno y caricaturas norteamericanas.

En nuestro país, a pesar de la división entre rudos y técnicos, la gente se reparte entre ellos por igual. No importa su filiación mientras el luchador brinde espectáculo y se entregue al público. La gente pude ser ruda sin ningún tipo de remordimiento porque el mexicano es transa desde hace siglos, porque sabe que en el sistema no se puede ir por la derecha, sino que hay que torcer las reglas para obtener lo que se quiere. Cuando menos las reglas del hombre, porque indudablemente es guadalupano hasta la médula. Las reglas de Dios no se quebrantan.

El ring es un escaparate de la cultura popular de ese momento. Lo que esté sonando en la cabeza del mexicano es lo que se verá representado en los luchadores.

No es de extrañar que la Muerte y el inframundo siempre estén presentes.

Fotografía de La Parka tomada de: http://www.foxsportsla.com/columnistas/view/49736-lucha-soap-opera-dos-regresos-monumentales?country=mx

EL MONSTRUO DEL MAR DEL NORTE

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1942 era un año de contrastes en el país: por un lado, el 22 de Mayo el presidente Manuel Ávila Camacho había firmado la declaración de guerra en contra de los tres países del eje en represalia por el hundimiento de los barcos petroleros Potrero del llano y Faja de oro; sin embargo, en el país, poco a poco se respiraba un ambiente de tranquilidad luego de décadas de rebeliones, masacres y guerras religiosas. El proyecto político emanado de la revolución iba adquiriendo solidez, y las perspectivas económicas parecían ser las mejores luego de la nacionalización de la industria petrolera, decretada en 1936 por el presidente Lázaro Cárdenas. La Segunda Guerra Mundial trajo prosperidad al país en la medida en que los países confrontados requerían enormes cantidades de materias primas –hidrocarburos, minerales, metales, alimentos–, para seguir en la conflagración. En el aspecto cultural, México también parecía convertirse en una presencia de primer orden, pues en ese tiempo iniciaban su labor –o llegaban a su cúspide creativa–, autores de la talla de Juan Rulfo, Juan José Arreola, Salvador Novo, Efrain Huerta, José Revueltas, Octavio Paz o Alí Chumacero, al tiempo que se generaba una industria cinematográfica que llegó a rivalizar con el mismo Hollywood. De esta manera, México era una nación en vías de convertirse en una potencia de primer orden.

Justo en esta época surge el monstruo en el Mar del Norte.

EL PATIO DE MI CASA
Un día de Septiembre de 1942 el abogado y reconocido penalista Miguel Árias Córdoba se presentó a las oficinas del Servicio Secreto. Estaba desesperado, pues su hija Graciela, estudiante de veinte años, había desaparecido días atrás. Los agentes de inmediato iniciaron las pesquisas, y durante los interrogatorios a compañeros de la muchacha, se enteraron que esta tenía una estrecha amistad con un joven mayor que ella, de nombre Gregorio Cárdenas Hernández, cuya dirección se ubicaba en la calle Mar del Norte número 20, por el rumbo de Tacuba. Se dirigieron al lugar, y al no encontrar al joven, entraron al domicilio. Los vecinos de la colonia salieron conmocionados a ver a los uniformados, y refirieron que el inquilino, a quien todo el mundo llamaba cariñosamente Goyo, era un joven serio y estudioso que tenía un trabajo estable y automóvil propio. Los agentes encontraron tierra removida en el pequeño jardín de la casa; temieron lo peor. Comenzaron a escarbar para encontrarse con que su intuición no les había fallado: el cadáver de Graciela surgió de entre la tierra para horror de los presentes. Siguieron escarbando, y poco a poco surgieron más cuerpos en estado de putrefacción, todos de jovencitas de entre catorce y veinticinco años, con huellas de haber sido estranguladas y, algunas de ellas, cubiertas de polvo o pintura dorada.

La Policía Secreta de inmediato inició la búsqueda y captura de Gregorio Cárdenas Hernández, de quien fueron haciendo un retrato más completo: veintisiete años, oriundo de Orizaba, Veracruz, estudiante de excelencia en la facultad Ciencias Químicas la Universidad Nacional y empleado de la naciente Petróleos Mexicanos (PEMEX), en donde le habían ofrecido una beca completa de estudios en el extranjero, misma que declinó por no alejarse de su madre. Además, en la paraestatal, Gregorio fungía como líder sindical. El joven rentaba la casa en Mar del Norte como un pequeño estudio y laboratorio en donde pernoctaba, pero no vivía ahí, pues muchas veces se quedaba en casa de su adorada madre, Vicenta Hernández, ubicada en la calle Zarco, en la Colonia Guerrero. Los agentes de la secreta encontraron que Gregorio había sido internado en un hospital psiquátrico, ya que afirmaba que había inventado una pastilla que hacía invisible a quien se la tomara y que solo esperaba que esta hiciera los efectos para desaparecer. La policía no se creyó tan estrafalaria historia y lo llevaron a confrontarse con los restos de sus víctimas. Goyito, frente al cadáver de Graciela, ya no pudo continuar con la farsa y aceptó sus crímenes. En la estación de policía, haciendo gala de sus dotes de mecanógrafo, redactó el mismo su confesión, aceptando el asesinato de Graciela Árias –a la que mató de un golpe en la cabeza–, y de las prostitutas María de los Ángeles Moreno, Raquel Martínez y Rosa Reyes.

UN BUEN MUCHACHO
A pesar de la brutalidad de sus crímenes y de la profusa difusión que de sus terribles actos hizo la prensa, mucha de la gente que vivió en la época de Goyo habla con benevolencia del también llamado Estrangulador de Tacuba. Esto se debe, quizá, a su historial como ciudadano intachable –por supuesto, a excepción de sus asesinatos–, a su imagen de buen hijo –siempre hizo patente su adoración por doña Vicenta–, y a su poderoso encanto personal. En los primeros dos años de su condena fue recluido en el Manicomio de La Castañeda, –ubicado en lo que actualmente es la Unidad Plateros, en la Ciudad de México–, donde pudo gozar de un régimen bastante benigno: sostenía relaciones amorosas con las empleadas del lugar, tenía permiso de acudir a las ponencias que ahí se impartían, e incluso, de cuando en cuando le daban dispensa para acudir al cine en compañía de alguna de sus amigas. Goyo, sin embargo, abusó de estas condiciones y un día decidió tomarse unas vacaciones en Oaxaca, estado en donde fue recapturado e ingresado, esta vez, a la mucho menos tolerante prisión de Lecumberri. Fue en el Palacio Negro en donde Cárdenas pasó casi la mitad de su vida, y fue ahí en donde se volvió toda una celebridad. En el transcurso de su cautiverio, que se extendió hasta 1976, Goyito se convirtió en un penalista de prestigio, practicó su talento musical gracias a un órgano que le regaló su madre, en la que ejecutaba piezas de Brahms, Bach y Mozart, escribió cuatro libros que se convirtieron en best sellers, pintó cerca de ochenta lienzos y un mural, manejó una próspera tienda de abarrotes y se casó con una amiga de su madre, con la que procreó cuatro hijos.

EL HOMBRE Y EL MONSTRUO
Por la época en la que Goyo Cárdenas se hacía de fama gracias a sus crímenes, se encontraba en activo el más eminente de los criminalistas mexicanos: el doctor Alfonso Quiroz Cuarón. Originario de Jiménez, Chihuahua, y nacido en el mismo año del inicio de la revolución, el criminólogo trabajó por muchos años como director de investigaciones para el Banco de México, pues su especialidad era detectar fraudes, en especial, los relacionados con la falsificación de moneda. También como autor, escribió algunos de los textos que hoy son canónicos en el derecho y la investigación forenses en México, tales como Medicina Forense y El costo social del delito. Como analista de la conducta criminal hizo el perfil de algunos de los criminales más notorios de aquel tiempo, tales como el falsificador Enrico Samipetro, el spree killer Higinio El Pelón Sobera, y Ramón Mercader, el asesino material de León Trotsky. El doctor Quiroz logró encerrar a algunos de los criminales más famosos de la época y aunque no participó directamente en la captura de Gregorio Cárdenas, sus opiniones fueron fundamentales para develar el misterio detrás de la conducta del asesino en serie.

Quiróz Cuarón, junto con otros, fue convocado para analizar al Estrangulador de Tacuba con el fin de determinar si sus asesinatos se debieron a una secuela de la epilepsia, a la esquizofrenia, o por alguna otra razón desconocida. Cabe recordar que el caso de Goyo era inédito en México, pues aunque habían existido asesinatos de esta índole en el país, el hecho de que un joven decente, productivo y con un futuro promisorio de buenas a primeras se aficionara a estrangular mujeres era difícil de procesar médica o legalmente, y más aún, de explicar a la sociedad. La pregunta central era ¿Gregorio era responsable de sus actos, o no?

Las declaraciones del estrangulador eran ambiguas, pues aunque había confesado por escrito su responsabilidad en los asesinatos de Mar del Norte, se contradecía constantemente, entraba en estados de catatonia y alegaba no recordar muchos de los detalles de los hechos. Quiróz Cuarón rememora la ocasión en que conoció a Goyito:

[…] La primera entrevista profesional que tuvimos con Gregorio ocurrió en agosto de 1943. La actitud del paciente fue atenta y dócil, al paso que su lenguaje era lento y en voz baja. El doctor Gómez Robleda y yo pudimos efectuarle sinnúmero de exploraciones y en cada una de las sesiones encontramos colaboración amplia del sujeto. Su cara se movía con lentitud, dando la apariencia de que todo le era indiferente, aunque a veces, cuando se mostraba preocupado, el contraste surgía por medio de contracciones intensas de los músculos faciales, más pronunciadas del lado izquierdo. Su actitud general correspondía a movimientos lentos, que sugerían tranquilidad, y además de los tics, se le notaba un temblor rápido, poco amplio, de los dedos de las manos .

Sin embargo, los cambios en la conducta de Cárdenas eran constantes, pues en otro encuentro, ocurrido el 30 de septiembre del mismo año:

[…] observamos al homicida en actitud diferente: la mirada ahora era vaga y los rasgos faciales fijos, impasibles, con espasmos frecuentes en rostro y cuello. A nuestras preguntas respondía de modo incoherente y decía no reconocer a las personas. Se veía desorientado y se quejaba, además de dolores de cabeza.

Pero los cambios no acabaron ahí, pues unos años después, Quiróz Cuarón describe que en Lecumberri:

[…] Lo observamos en una actitud esterotipada, cortés, con amaneramientos, en los que a las cosas las llamaba con sus diminutivos. Su característica más notoria era la exhibición de una falsa modestia y sus respuestas a las preguntas pretendían ser sutiles. Con respecto a los crímenes cometidos, afirmaba no experimentar remordimiento alguno porque no se sentía culpable por ellos .

Cabe mencionar que el abogado defensor de Cárdenas Hernández, a petición expresa de su cliente, siempre sostuvo la versión de que los actos de Goyo habían sido consecuencia de la locura. También hay que señalar que durante su cautiverio el comportamiento del multihomicida cambió gradualmente a medida que aprendía acerca de psiquiatría y medicina. Otro detalle a destacar es que, durante sus dos primeros años de encierro en el sanatorio de La Castañeda fue sometido a diversos tratamientos, mismos que incluyeron electrochoques. Sin embargo, la prueba definitiva ocurrió cuando, a instancias del especialista Carlos Espeleta, se expuso al asesino a los objetos materiales de los crímenes. Luego de hacerle pruebas neurológicas, y de una sesión con pentonal sódico, a Gregorio Cárdenas se le aplicó un interrogatorio que hoy día sería catalogado de ilegal por su violencia sicológica:

[…] Se procedió primero a golpear con el canto de la pala el borde de la plancha de granito donde se había colocado a Gregorio Cárdenas Hernández mientras se le preguntaba si recordaba para que había servido esa pala. Cárdenas Hernández, entre gritos y llanto, respondió que él la había utilizado para cavar las fosas donde sepultó a las víctimas; sin embargo, lo más dramático fue cuando se le pasó la soga por el cuello, pues el sujeto, gritando con mayor intensidad (sus gritos podían escucharse a varios metros de distancia del cuarto de exploración), y entre gesticulaciones verdaderamente impresionantes y llanto incontenible, imploraba una y otra vez “Por favor, dejen de martirizarme con esa soga. ¿No ven que con ella martiricé a las criaturas?”. La prueba permitió concluir que el hombre recordaba a la perfección los detalles de los delitos perpetuados y su pretendida amnesia acerca de los mismos era buscada, querida, oportuna, defensiva y simulada.

Gracias a esta sesión, los diagnósticos iniciales que apuntaban hacia la esquizofrenia o la epilepsia –que hubieran podido ocasionar amnesia episódica–, fueron descartados. Alfonso Quiróz Cuarón indagó más profundamente, encontrando en una exploración física del asesino algunas marcas de color oliváceo a lo largo del pecho, la espalda y las extremidades; además, su lengua presentaba fisuras características de enfermedades del sistema nervioso central. Por otro lado, Goyito sufría de tics nerviosos y dormía periodos anormalmente largos, síntomas que indicaban la misma dirección.

Por medio de datos que recabó de doña Vicenta Hernández, el doctor Quiróz Cuarón supo que las manchas habían aparecido en su hijo a temprana edad, y que ella, cansada de que los médicos no acertaran en el diagnóstico, lo llevó con un curandero, quien lo hizo bañar en leche de cabra. Otros estudios le indicaron al criminólogo que durante la infancia de Cárdenas, en la región de donde era oriundo, se había desatado una epidemia de encefalitis. Por lo tanto, para el investigador, la conducta y crímenes de Cárdenas pudieron deberse a una enfermedad infantil no detectada, misma que le afectó el sistema nervioso central y lo hizo proclive al comportamiento violento.

EL RÉGIMEN REVOLUCIONARIO FUNCIONA
Goyo Cárdenas salió de su cautiverio, convertido en una celebridad, el 8 de septiembre de 1976. Lo esperaban su esposa y sus cuatros hijos, además de las regalías de sus libros y su carrera como abogado litigante. Pocos días despúes, fue invitado a la Cámara de Diputados de la República, durante un acto encabezado por Mario Moya Palencia, en ese momento, secretario de Gobernación. Cuando fue reconocido, el multihomicida fue ovacionado de pie por los representantes de la nación, quienes lo alabaron como un ejemplo de que el sistema penitenciario mexicano era eficaz en rehabilitar y reinsertar a los criminales a la sociedad. El doctor Quiróz Cuarón fue también invitado al acto, al cual no asistió. Sin embargo, reflexiona acerca del mismo en sus escritos:

[…] Por fortuna, no asistí al acto porque, de haberlo hecho, hubiera pasado un mal rato quedando como el villano de la película cuando los diputados, puestos de pie, como si se tratara de un héroe, ovacionaron de esa manera a Cárdenas Herández, al que yo había contribuido, mediante los exámenes realizados, a que permaneciera recluido por más de treinta años.

Luego del episodio, Gregorio Cárdenas vivió una vejez apacible, se mudó a California, en Estados Unidos, en donde murió el 2 de agosto de 1999.

CONCLUSIONES
Curiosamente, Gregorio Cárdenas cometió un terrible error a la hora de plantear su defensa, mismo que lo tuvo en cautiverio mucho más años de los que le hubieran correspondido: declararse insano mental. Si hubiera sostenido su declaración inicial, la misma que mecanografió él mismo, sólo habría pasado dos décadas en la cárcel, pues esa era la pena máxima que un juez podía imponer en 1942. Sin embargo, debido a todo el proceso, investigaciones, dictámenes y vaivenes en su caso, estuvo recluido por más de treinta años.

Se pueden elaborar varias hipótesis acerca de tal decisión: Quizá para Goyo declararse culpable hubiera sido muy vergonzoso, pues hubiera tenido que aceptar ante su madre que había matado a sus víctimas por placer; quizá por histrionismo, pues pronto se dio cuenta del revuelo que ocasionaba, y de la atención de la que era objeto, o quizá, porque ni él mismo aceptaba al monstruo que vivía dentro de él. Algo notable es que, sin ese error, su leyenda no se habría acrecentado de la manera en que lo hizo.

Y quizá jamás hubiera existido el estrangulador de Tacuba.

Para saber más:
GARMABELLA, José Ramón, El Criminólogo: los casos más impactantes del doctor Quiróz Cuarón. 2007, México. De Bolsillo
HAM, Ricardo, México y sus asesinos seriales, 2008, México, Stonehenge Books
Las citas fueron tomadas de GARMABELLA, El Criminólogo: los casos más impactantes del doctor Quiróz Cuarón, de José Ramón Garmabella 2007, México. De Bolsillo, p. 72

LA ÚLTIMA PREGUNTA

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PRETEXTO

Hace un par de días murió Chespirito y las redes sociales se inundaron de dos opiniones generalizadas: una que defiende el genio humorístico de dicho personaje y otra que da cuenta de cómo dicho cómico-escritor- productor (y demás oficios hipsterosos) abonó con su obra al control de masas impuesto por la caja idiota comandada por Televisa.

Me sorprendió ver las reacciones. Días después de que se anunciara la muerte del Chavo se sigue hablando al respecto. Como siempre me pasa, me enteré de “chistes que se cuentan solos” (por supuesto, me refiero a esas frases prehechas que ni son chistes ni se cuentan solos), sobre la relación entre Roberto Gómez Bolaños y Roberto Bolaño, dichos que ⎯al parecer⎯ han sido parte de la cultura popular durante años, pero que yo escucho por primera vez.

En realidad, lo que me recordó la partida de Gómez Bolaños a mejor mundo fue a mi padre. Un amigo preguntó en su muro por qué había papás que prohibían a sus hijos ver El chavo del ocho y demás ocurrencias del mal llamado Woody Allen mexicano. Mi papá fue uno de esos sujetos que sintió la necesidad de guiar la mente de sus hijos a parajes más intelectuales (a veces nos leí fragmentos de Ensoñaciones de un caminante solitario de Rousseau, lo recuerdo por la portada del libro, aunque no sé ⎯bien a bien⎯ de qué se trata y, a excepción de Carta a D´Alembert, lo bon vivant y la ingenuidad de este filósofo francés me desagradan, quizá porque lo envidio profundamente).

En mi casa estaba prohibido ver Chespirito, Chiquilladas, telenovelas, beber el agua negra del imperialismo yanqui y andar de consumista pidiendo juguetes como si no supiéramos que había mucha pobreza y necesidad en el mundo. Hubo contadas ocasiones en las que algo cambió en papá y decidió sintonizar el programa. No recuerdo más de diez veces. Y tampoco recuerdo que mis hermanos y yo nos hubiéramos interesado en lo que vimos. Creo que algo de culpa le hizo pensar que éramos los únicos niños que no veíamos tele los lunes por la noche y que eso nos iba a sentenciar como unos bichos raros. El asunto es que ya éramos así desde antes, y ver o no un programa de televisión no iba a cambiar aquella condición. No me hace más ni menos feliz haber visto las creaciones de Chespirito porque no creo que una cosa tan trivial defina la vida. Hoy, mi hijo de cinco años ve, de vez en cuando, la caricatura de El Chavo y, bueno, tampoco es algo que me importe mucho.

Mi papá fue militante del Partido Comunista; llegó tarde a Tlatelolco en el 68 y quizás ese retardo le permitió vivir otros 41 años y no ser parte de las víctimas. Odió al PRI hasta la náusea. Recuerdo una vez en la que un candidato a diputado local llegó a la calle en la que vivíamos. Venía con tambora, séquito de besamanos, papelería de sus promesas de campaña y hartas ganas de saludar mano a mano a su electorado. Mi padre salió de casa y le gritó una cantidad de improperios que me hicieron sonrojar. Escuché palabras que no conocía y lo vi amenazar con sacar el coche y atropellar a la comitiva si no se iban de inmediato de la cerrada en la que vivíamos.

Papá tenía el ímpetu de un monstruo lovecraftiano: era como si alguien invocara a un espíritu del más allá; una especie de Ghouls que está dispuesto a arrasar con todo. Así que aquel candidato priísta, al ver lo que le esperaba, salió corriendo de nuestras vidas, como muchas veces lo hicimos nosotros mismos al ver en la mirada de mi padre la violencia con la que tomaba la vida.

Con él nunca fue a medias tintas: infinitamente amoroso y feliz o colérico y a punto de destruir todo a su paso. Crédulo, honesto, siempre preocupado: preocupado por el país, por nosotros, por sus padres, por el rumbo de los pacientes a los que atendía en el Instituto Mexicano del Seguro Social. Preocupado por irse de casa y ansioso de marcharse al trabajo. Preocupado por salir del trabajo y ansioso de llegar a casa. Perpetuamente exaltado.

La primera vez que tuve conciencia de que mi padre era alguien más que mi padre fue cuando al entrar a la universidad le enseñé una foto de mi familia a un amigo gay: “Oye, tu papá es muy guapo”, me dijo. Jamás pensé en él como otro que no fuera ese que se encargaba de pagar la colegiatura y de hablar de política hasta que todos nos cansábamos de repetir los mismos argumentos que escuchábamos en el programa de Tomás Mojarro mientras leíamos el periódico. ¿Mi papá era guapo? Creo que sí, no estoy segura, pero me desconcertó aquella frase: frente a mí aparecieron una serie de adjetivos y de consideraciones que tenía para todos esos hombres que estaban allá afuera y que no eran mi padre.

Las separaciones dominaron nuestra vida: fui la primera en irse de casa desde muy joven y también fui la primera en muchas otras cosas. Las vicisitudes de ser la mayor y, por lo tanto, el primer gran dolor de huevos en la vida de tus padres. Durante años fuimos como dos gotas de nitroglicerina: exactamente igual de necios e imponentes. Nuestras peleas eran épicas; recuerdo la cara de mamá mientras pensaba que esa vez sí que iba a ser el fin del mundo. Nos abrazábamos profundamente en nuestras despedidas a la espera de que el nuevo encuentro fuera un poco más apacible. Nunca sucedió.

Hace poco un amigo me contó que, a veces, en medio del tráfico piensa en la muerte de su padre (quien aún vive) y las lágrimas se desbordan de las cornisas de sus ojos hasta casi impedirle seguir conduciendo. Yo también hice lo mismo: me sometí, una y otra vez, al hipotético escenario de su falta para no hundirme el día que realmente sucediera. Entonces vino el cáncer. Y todo aquello de imaginar su muerte fue en vano porque nunca supe del peso de la insignificancia de cada uno de nuestros actos hasta que llegó el momento en el que nuestra vida juntos y la de cada uno entró a una nueva etapa. Él moría mientras yo decía adiós al único mundo que había conocido hasta ese momento: el mundo a su lado.

Con la enfermedad, su voz profunda se hacía más profunda, tomaba conciencia de la gravedad de su estado. La penúltima vez que nos vimos pudo decirme, sin muchos aspavientos, que lo dejara solo, que me ocupara de mí. Y entendí que el amor es tan complejo que más vale dedicar la vida entera a saber de qué está hecho eso que hemos insistido encasillar en una versión de Disney.

Recuerdo la intensidad de la luz en el momento que murió y cómo, de pronto, al buscar señales de vida en su muñeca fue mi pulso un eco engañoso que me hizo pensar, varias veces, que todavía estaba con nosotros. Mi hermano ha dicho sobre ese instante que nunca nada será para él más triste ni más hermoso. Coincido con sus palabras.

No nos conocimos lo suficiente en lo más íntimo y, sin embargo, ahora creo que sé más de él que nunca antes. Haber sido su hija fue y será un acontecimiento extraordinario en el extenso significado que encierra la palabra extraordinario.

Es ridículo pensar que uno puede contemplar el exterior con los ojos de sus padres. Ahora puedo, puedo verlo a través de su tamiz y del mío. Un impulso donde el amor y la desolación lo cubre todo por siempre.

Mi última pregunta es que ¿si llego a vieja seré capaz de escuchar su voz tan nítida como lo puedo hacer ahora después de seis años?