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PuebLONDON

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AL MAL TIEMPO, BUENA CARA

Cuando me mudé a Canadá y mantenía comunicación con algunos conocidos en México que sentían curiosidad por mi nuevo ambiente, por las cosas emocionantes que hacía por acá, qué tan diferente era el país y cuestiones por el estilo, uno de ellos me dijo un día: “Pareces el servicio meteorológico. Cada vez que te pregunto cómo estás, me dices qué temperatura tienen allá”.

No puedo ocultar que en el momento me pareció bastante grosero e inoportuno su comentario, porque aquel primer invierno yo me enfrenté, también por primera vez, al shock físico de esperar un autobús en la parada a menos 20 grados centígrados y fue muy nuevo, y tal vez lo más emocionante que me había sucedido. Al verano siguiente tuve la experiencia de enfrentarme, también por primera vez, al encuentro de mi cuerpo con 40 grados centígrados y 80% de humedad. Quienes no han vivido en una región tropical no conocen la emoción de moverse sobre su silla y comenzar a sudar copiosamente por el efecto húmedo. Y por otro lado, como buena chilanga, no imaginaba las veleidades de un clima que cambia varias veces durante el día. Como me dijo una profesora durante mis primeros días de clase: “¿No le gusta el clima? ¡No se preocupe! ¡será otro dentro de 5 minutos!”. No es de extrañar que antes de salir a la calle todo el mundo consulte el Weather channel, porque la variación respecto a la hora anterior puede ser inexistente, de un par de grados o de 10 en sesenta minutos y hay que echarse encima una capa más de ropa. Lo firmo.

Además de que se trató en su momento de una experiencia personal que era difícil de imaginar antes de vivirla, el asunto del clima tenía también su parte social y cultural, que en su momento no supe explicar al camarada, ni interpretar en toda su importancia: en un país que es maestro de lo políticamente correcto, en el que el anhelo de sus habitantes es ser percibidos como amables y que se niegan a ser disruptivos, es muy difícil encontrar un tema de conversación que no lleve a la controversia. La máxima universal de que “en la mesa no se habla de religión ni de política” se extiende aquí al ámbito general. Los deportes son un tema disponible, por supuesto, pero como los canadienses se especializan en hockey y éste no es un deporte muy popular en el resto del mundo (a excepción de los Estados Unidos), la mayoría de los inmigrantes quedamos fuera del ámbito de la discusión.

El tema verdaderamente democrático para cualquiera que hable inglés (e incluso si no), es el del clima. Primero, porque a todos nos pega por igual. Segundo, porque cuando es shitty todo el mundo está de acuerdo en que lo es y nadie se ofende si uno lo declara. Mientras más baja la temperatura, mejor es la socialización, ya que uno puede ir por las calles mentándole la madre al clima y todos contentos. Por otro lado, si hace sol y el cielo luce azul, todo el mundo se pone contento y le desean a sus vecinos que disfruten el buen clima, así nomás, y nadie se enoja tampoco.

No es de dudar que las condiciones meteorológicas influyen en el ánimo de las personas. Está comprobadísimo que después de una semana de cielos grises, nevadas sin parar y temperaturas gélidas, uno se siente digamos, apachurrado. Tampoco es raro que con los amaneceres de sol radiante a las seis de la mañana y tardes-noches de sol hasta las nueve, uno ande más activo y no se quiera meter a su casa hasta que oscurezca. Esta influencia se cuela en el idioma, al igual que en español, en que tenemos nuestros dichos. En inglés, cuando alguien está malito, se dice que está under the weather (abajo del clima); cuando alguien es tu amigo nada más en las buenas, es un fair weather friend (amigo durante el buen clima); se dice que el clima está close (demasiado cerca, invasivo) cuando está muy húmedo y uno se siente pegajoso; cuando las cosas van muy bien, todo está as right as rain (correcto como la lluvia); cuando uno de plano tiene demasiado trabajo y se siente muy abrumado, está snowed under (enterrado en la nieve). Cuando uno está en extremo contento, anda en la cloud nine (en la nube nueve).

Canadá siempre se encuentra entre los récords de temperatura extrema del mundo. En 1947 se presentó la temperatura más fría en el Yukón, en un sitio llamado Snag, donde (sí) vive una pequeña comunidad de personas y una grande de perros Huskies. Se registraron entonces -63.9 grados, solamente superados por -68 en Oymyakon, Rusia y los -82 normales de un día de invierno en la Antártida donde (también) vive gente. Con respecto al calor, Canadá también posee registros de temperaturas muy altas, como los 45 grados centígrados que se sucedieron en Yellow Grass, Saskatchewan, en 1937. Pero es poco lo que esa temperatura tiene qué decir comparada con los 56.7 grados en el Valle de Muerte, en California, en 1913 o los 52 de San Luis Río Colorado, en Sonora, de 1966. En comparación es, digamos, “un veranito”.

Como ven, cuando hay una apuración y uno no sabe exactamente de qué hablar, no hay nada más útil que el clima, como hoy, en que el sol amaneció radiante, para las 12 del día estaba nublado y húmedo y la temperatura era de 32 grados, pero para las 5 ya había llovido tanto que la cifra descendió a 18. En mi opinión, es un día típico canadiense. ¡Que disfruten el buen clima!

TERCIOPELO

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Desde niña me he identificado con los superhéroes o villanos, desde el hermoso Superman -visto en la enorme sala de dos pisos del Cine México a mis once o doce años en que salí con la sensación fantástica de estar a punto de volar, o de derretir objetos-; hasta el Hulk de Ang Lee, y el Guasón (Joker) en la interpretación de Heath Ledger. Mi cuerpo femenino admiraba la fuerza y crueldad de esos seres masculinos. Las versiones femeninas (Superchica, Batichica, Gatúbela) nunca introdujeron su garra en mi corazón.

En el glorioso Cine Teresa se exhibió una versión pornográfica del Estrangulador de Boston (cuyo nombre no recuerdo). La trama era como todo el cine porno, predecible, y en eso entre otras cuestiones estriba su encanto. El estrangulador tocaba el timbre, una mujer en liguero o negligé abría la puerta y lo dejaba pasar con el pretexto de que debía arreglar algo en el departamento. El estrangulador procedía a tener sexo con la mujer, acto seguido la mataba. Esto sucedía una y otra vez, con una y otra mujer en negligé o menos ropa que abría confiadamente la puerta… y las piernas. En la sala irrumpe de pronto la voz de un espectador: “No abras, ira, va entrar, te va a coger y luego te va a matar”. Una vez que este dicho se corroboraba en la pantalla, el espectador en cuestión exclamaba “¡Te lo dije, pendeja!”. Y así la intervención de la voz anónima acompañó cada acto sexual y cada asesinato de la interesante trama. Cierto, esos personajes femeninos carecían de sentido común según se veía en la película, eran monigotes incapaces de defenderse. Yo coincidía con el señor aquel, eran pendejas… Cada vez que veo una película de drama o de acción, o un thriller, hay una escena crucial en la que el héroe instruye a la damisela en peligro, algo así como “No salgas del auto”, acto seguido -adivinaron- ella sale, y esa desobediencia acarrea problemas al héroe al que vitoreamos. Yo solía decir en voz alta frente al televisor “Ay, qué pendeja…” Sí, lo decía, ahora procuro no ver esas películas.

Llegó BB, Beatrix Kiddo, alias Black Mamba y todo cambió. Admiré y me identifiqué con la furia de esa rubia, alta, estilizada, con su fuerza física; su periplo de muerte se despliega en dos películas completas, a lo largo de las cuales estrangula, mutila, y libra batallas de ríos de sangre entre toques humorísticos y maternales… Mientras la cólera de Aquiles se desata por la pérdida de Patroclo, la de Beatrix arde por la muerte de su bebé nonato, sólo la visión epifánica de su hija viva la perturba y apacigua un tanto. Beatrix me reconcilió no sólo con la ira tan humana, sino con su fuerza, la cual Tarantino virtuosamente enmarcó con la maternidad. Allí estaba esa rubia (estereotipo de mujer sosa y complaciente a la Marilyn), guerrera y madre: una deidad primigenia, que con aplomo reta a Bill: You and I have unfinished business…

A mi pequeño panteón de personajes femeninos formidables se suma Imperator Furiosa de Mad Max: Fury Road. Ya se ha escrito mucho sobre que si la película es feminista, sobre el boicot de machistas al filme porque las mujeres son más protagónicas (otros dicen que fue un boicot de mercadotecnia), sobre que el personaje de Charlize es manco, sobre que la película pasa con creces el Test de Bechdel, a mí me interesa que Splendid, Toast, y casi todas las mujeres que aparecen junto con Furiosa sufren de una rabia que hacen explícita, como Beatrix, y esa furia que nombra al personaje de Charlize Theron es también su fortaleza. Ahí están las ancianas, la manca, las que son objetos de placer, las máquinas de hacer hijos; descartadas unas, explotadas las otras. En México una mujer enojada es objeto de burla, está malcogida, en sus días, o loca simplemente, además si te enojas “te ves fea” decían mis maestras de secundaria. Furiosa y sus acompañantes retan con sus cuerpos a sus perseguidores, hacen muecas (no hay sonrisas estúpidas), golpean, patean, disparan, gritan, en una frase: matan y mueren, dejan de lado en casi todo momento su fragilidad física, no se amedrentan ante el poder masculino: por un instante Splendid embarazada es la más poderosa.

En esta película estar enojada, colérica no sólo está bien, es indispensable. Salí del cine con esa sensación fantástica de la infancia: Furiosas dejamos de ser víctimas, de Immortan Joe o del Estrangulador porno de Boston. Podemos volar, derretir objetos, conducir camiones, atravesar cualquier tormenta.

IN THE SHIRE

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HÉROES Y DEMONIOS: EUROVISIÓN 2015

Eurovisión y el futbol impiden que los europeos se maten entre sí, y esto es más válido decirlo de los países en la parte occidental del continente. Ambos son formas de entretenimiento, concretizaciones del circo de la conocida expresión. Los dos eventos permiten manifestar el desdén o la desaprobación de la forma de vida y las decisiones de sus vecinos geográficos y culturales, así como abuchear al villano de la historia europea reciente, Vladimir Putin, y por extensión la representación de Rusia.

El sábado 23 de mayo se realizó el Concurso de la Canción Europea Eurovisión por sexagésima vez, o sea van sesenta años seguiditos que los europeos se unen frente al televisor para ver y oír cantar a los representantes del creciente número de países participantes. Este año incluyó a Australia, porque la invitaron. Israel también participó y su caso no me deja de intrigar. Ese derivado de la Segunda Guerra Mundial tiene 42 años mandando contendientes a Eurovisión, ha ganado el concurso tres veces y fue sede del mismo en 1979, y obviamente su ubicación geográfica no es europea.

Eurovisión se merece su fama de un evento kistch, cursi y exagerado. No hay manera de sobrevivir los 215 minutos que dura la Gran Final (no veo las dos semifinales previas) sin combinar el desdén y la desaprobación que provocan algunas de las presentaciones con juegos para beber alcohol. Se bebe cada vez que un concursante use agua, o aire o fuego en el escenario; cada vez que hay un cambio de vestuario durante la interpretación; cada vez que se atisba ropa interior. Este año, además, bebimos cada vez que alguien le daba los buenos días a Australia. Así pues, evitar la borrachera es la verdadera competencia.

Suecia ganó con Heroes, interpretada por Måns Zelmerlöw (aunque mi favorita era la representante de Serbia, Bojana Stamenov con Beauty Never Lies). La canción sueca —me parece— se refiere a la capacidad de todos de ser una persona decente al menos, pero que nuestros demonios nos lo impiden. Esas entidades pueden ser una personificación para algo tan común como la inseguridad, la envidia o la desconfianza, como también pueden serlo para el racismo, la xenofobia y los prejuicios por género, por orientación sexual, por creencia religiosa.

No sé si la canción ganó por sus buenas intenciones, lo cierto es que su interpretación estuvo acompañada por unos gnomos animados por computadora y Suecia es el país con mayor prestigio para producir ganadores de Eurovisión (aunque Irlanda es el país que más veces ha ganado la competencia, siete veces lo ha conseguido). ABBA es la prueba contundente de la pericia sueca, no ha existido un ganador del concurso que haya logrado un éxito similar, ni siquiera Céline Dion que ganó en 1988 representando a Suiza.

Aunque sea kistch, aunque sea un pretexto para beber y denostar a los participantes, entre broma y comentario la ardidez del perdedor se asoma. El Reino Unido tiene dieciocho años sin ganar el concurso. Los ingleses lo toman con su pesimismo usual, pero de repente sueltan unos comentarios ardidísimos. El principal, o que más resuena en mí, es que siendo ellos angloparlantes nativos, o sea su lengua materna es el inglés y siendo el inglés uno de los idiomas en el se pueden presentar las canciones, entonces, ellos estarían destinados a ganar puesto que ellos sí hablan a proper English, un inglés correcto, como debe ser pues. Esto no es sino una forma de prejuicio lingüístico, porque como Yasnaya Aguilar lo explica para otra situación: “No hay acentos neutros ni normales”, los errores al hablar una segunda lengua son comunes. Además, con el aumento del uso de ese idioma en el resto de Europa las “incorrecciones” en su uso han ido disminuyendo.

Podría argüir que a los ingleses les queda su celebradísima capacidad para darle al mundo bandas —The Beatles, Queen, Joy Division, The Smiths, Blur—, cantantes —Elton John, Morrisey, Robbie Williams, Adele— y compositores —Paul McCartney, John Lennon, Bernie Taupin, Andrew Lloyd Weber— capaces de cambiar la cultura musical a nivel mundial. Sin embargo, la ausencia de este súper poder o su ineficacia en Eurovisión parece un misterio. Este fracaso solo es parangonable con el desencanto que acompaña a la selección inglesa de futbol. Aunque Inglaterra tiene una de las mejores ligas de futbol soccer del planeta, no logra ganar el mundial desde hace cuarenta y nueve años. El futbol y Eurovisión les recuerdan a los ingleses que hace tiempo dejaron de ser un imperio.

ABBA en Eurovisión:

DE GRADUACIONES

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Llegan los solsticios y con ellos las graduaciones en la mayoría de las universidades. Y esto, los comerciantes lo saben. Lo mismo en tiendas como El Palacio de Hierro y Liverpool que en los expendios de vestidos de popelina de Salto del Agua, se colocan los consabidos letreros: GRADUACIONES 2014.

Y es que las graduaciones se han convertido en el nuevo rito de paso de la sociedad actual. Actualmente, a los jóvenes que alcanzan la madurez, ya no los colgamos de los pezones y los hacemos girar (como hacían los apaches); ya no los tatuamos con dientes de tiburón (como los polinesios); ya no los hacemos correr por días por el desierto de Arizona con piedritas en la boca (Como los Sioux). Ahora, hacemos algo peor: los vestimos como señoras gordas o como meseros del Barón Rojo, les ponemos un ridículo birrete, los ponemos a bailar salsa, rock and roll y chachachá con la abuelita y los llamamos “Licenciados”, “Ingenieros”, “doctores”, o “CP´s”.

En días pasados me tocó asistir a uno de estos ritos tribales de nuestra sociedad posmo. Como cuarentón con primos y sobrinos más jóvenes que yo, he asistido a muchos de estos numeritos, (incluyendo el mío) y en realidad, todos son iguales: a los chicos se les agasaja, se les felicita por convertirse en elementos productivos de la sociedad, se les permite emborracharse y se exhiben sus fotografías infantiles más embarazosas –esas de cuando se estaba sacando el moco, o de cuando su tía Ágata le lavaba el culo cagado. Una vez que termina el festejo, se chingaron: dejaron de ser jóvenes, se convirtieron en adultos que serán explotados por algún patrón durante los próximos treinta años; se casarán, tendrán hijos, buscarán departamento, casa o cuchitril; le buscarán escuela a sus niños, se divorciarán (probablemente), se volverán a casar para volverse a separar; así será hasta que, a los cincuenta o sesenta, se retirarán de la vida laboral para gozar de una holgada pensión (no se rían, cabrones).

Sí, la graduación es el inicio de la vida adulta. Sin embargo, como dice aquel dicho pueblerino, todos somos del mismo barro, pero no es lo mismo bacín que jarro: no es lo mismo un grupo de sociólogos de la UAM que unos refinados economistas del ITAM. Hay niveles, y en una sociedad tan clasista como la mexicana, el profesionista prácticamente no vale por su preparación, sino por la escuela de la que egresó. Las escuelas son, en realidad, para hacer networking –para hacer cuates, pues–. El aprendizaje es secundario.

Como siempre, ese sábado llegué tarde, ataviado de manera disonante con un saco beige y camisa azul en un lugar en donde todos llevaban traje oscuro. Definitivamente, un perro callejero como yo, se sintió inapropiado entre esos jóvenes egresados de la universidad Anáhuac y sus aún más finos parientes. En fin, todo sea por la familia. Llegaron los meseros y me comenzaron a atacar, alevosamente, con vasos de Chivas Regal en las rocas. Por supuesto, después de unos cuantos embates, terminé con la brújula descompuesta, bailando con algunas de las anoréxicas señoritas que pueblan nuestra clase media alta (no la clase alta: esa manda a sus hijos a Yale y a Oxford). Así pues, ya borracho, vi cómo bailaban los noveles ingenieros en sistemas (detalle que no importa), en la Universidad Anáhuac (detalle que SÍ importa). Estos jovenazos, todos con nombres compuestos (Ningún López, Pérez, Martínez: De menos un “Martinez del Valle”, un Shultz, algunos De la Garza; un Santiago), a diferencia de los otros graduados a los que he acompañado, tienen la chamba asegurada solo por el membrete de su casa de estudios. Aún así, en esa graduación de postín, había matices que permitían adivinar que no todos los chicos eran del mismo grupo social. A lado de los Martinez Corcuera se encontraban los Ramírez, ilustres caciques del pueblo de San Zarambato de las Canéforas, que se esmeraron en la educación de su primogénito; o, por allá, la familia del humilde becado de diez limpio que seguramente será empleado del burro que sacaba seises, pero cuyo padre es alto ejecutivo de una empresa global de software.

No pude evitar comparar esta graduación con la que viví, hace un año, con novissimos licenciados en psicología de la UNAM. En el caso de los unamitos, 99 de cada 100 tardarían meses en encontrar trabajo (si es que lo encuentran); en cambio, los miembros de la casta dorada de la Anáhuac salían ya con chamba asegurada (y el que no, era más bien por que se iba a ir de vacaciones a Europa que por falta de oportunidades). La diferencia básica entre unos y otros era evidente en la pista de baile: los egresados de Psicología eran legión: prácticamente abarrotaban la pista y los pasillos. Los señoritos de la Anáhuac eran unos pocos, y bailaban ataviados con diversos disfraces extraídos de los más rancios videos musicales de los ochentas: los sombreritos de Flans, los monos amarillos de Timbiriche, los copetes de Menudo. Por supuesto, lo fresa no quita lo de rancho: a las tres de la mañana, unos y otros berrearon junto con Balleny Ribera, Espinoza Paz y el Kommander.

Humm… bueno, por lo menos algo hermana a los miembros de ambos estratos sociales: el espantoso gusto musical.

Paradójico, pues la Universidad Nacional Autónoma de México es la mejor escuela de educación superior de Latinoamérica, mientras que instituciones como el TEC de Monterrey, el ITAM, La Salle y otras similares ni siquiera figuran entre las mejores quinientas del mundo. Parajódico que en cualquier periódico se pueden ver anuncios de selección de personal en donde viene la ignominiosa leyenda: “Egresados de la UNAM, absténganse”.

Algo memorable es que, ya sean de la UNAM, de la Anáhuac o de el ITAM, todos los graduados bailan las mismas canciones, se ponen igual de borrachos (aunque con distintos licores), y vomitan en los baños con igual intensidad; unos y otros se van de viaje a celebrar después de la fiesta, sólo que los pumitas se van a Acapulco y los anahuaquitos se van a Houston o a Cancún (in the VIP section, of course).

En fin, que salvo ciertos detalles de color de piel, hinchazón de cuentas bancarias y oportunidades desiguales, en el fondo, todos los graduados son lo mismo: carne para el molino.

AQUÍ ES LA FILA PARA LUCHAR

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Miro a José llegar. Se nota apurado, nervioso, aunque creo eso no es nada raro en él. Son las 6:15 y la clase se supone debe comenzar a las 6:00 en punto, no más, no menos. Trae, como es su costumbre, una bermuda de mezclilla -antes era pantalón- y unos tenis viejos y planos, que no cubren en nada el tobillo. Un día puede lesionarse.

¿No ha llegado nadie? Le contesto que no, que es raro. Nos miramos como esperando descubrir, uno en el rostro del otro, que tal vez nos equivocamos y en realidad es lunes, no martes. Se sube al ring por la esquina y parece querer entrar de bandera, pero otra vez, también como es su costumbre, le gana el miedo, suelta una sonrisa (más para sí mismo que para alguien más) y entra en medio de la segunda y tercera. Una vez arriba voltea para todos lados y comienza a estirar brazos y piernas, luego comienza a hacer juego de cuerdas y la tensión en su cara parecer desvanecerse. Estoy a punto de decirle que lo está haciendo mal, que hay que salir con el pie derecho y agarrar las dos cuerdas, la segunda y la tercera -con la mano izquierda y derecha, respectivamente- y no solo una, por si llegara a reventarse, digamos, la tercera, aún queda la segunda. No lo hago, no quiero que piense que alguien que apenas tiene dos días entrenando con ellos quiere mandar, hacerse el sabihondo.

El maestro es alivianado, es buena onda, ¿verdad? Le digo que sí, que eso siempre se agradece. Para eso venimos, le digo, para equivocarnos y que él nos corrija, que nos enseñe todo lo que sabe. Asiente y sigue haciendo juego de cuerdas, sólo se detiene cuando ve llegar Pedro; él ya ha luchado, ya debutó -con el nombre de Diablo- y hasta le pagaron: cien pesos, pero recibir un peso, uno solo, ya es algo que muchos quisiéramos, y más por luchar.

Pedro sube al ring y entra, él sí, de bandera. José y yo lo miramos, hasta con cierta envidia: a mí nunca me ha salido ese movimiento, ni en este ring ni en el otro que estaba. Debe ser que el miedo me sigue haciendo pesados los pies, debe ser eso: los que más avanzan son los que menos miedo tienen. Eso lo he visto y lo he comprobado.

Llega Andrés -él es mecánico- y sugiere que empecemos la clase, que tal vez el maestro no llegue. El carro del maestro andaba fallando, ¿sí te acuerdas que lo fuimos a recoger allá por la glorieta? Pedro asiente y yo, como es mi costumbre, me siento aislado, ajeno al grupo. Siempre me ha costado mucho incorporarme a los grupos ya formados, y muchos hasta han creído que lo hago por mala actitud, que me siento superior a ellos, pero de eso no hay ni un gramo de verdad.

Empezamos. Andrés lleva el entrenamiento. Maromas al frente, dos rondas, de esquina a esquina, en diagonal; luego maromas hacia atrás, también dos rondas, y después de tres cuartos, sobre el hombro. Luego, parece no saber qué más hacer. Pero más que no saber es una cierta timidez para traspasar la zona de las marometas; casi a cualquiera, después de dos o tres días, comienzan a salirle las marometas, pero ya lo demás, algunos ejercicios -tirar candados, o proyectar a alguien de yegua o de derribe japonés- es algo que, si bien logramos hacer, parece ya algo que solo le pertenece a los luchadores. Afortunadamente para él, y en realidad para todos los que estamos -llegaron dos más, a los que nadie parece apreciar mucho- vemos venir el carro del maestro. Nos detenemos, y algunos aprovechan para ir al baño. El maestro se toma diez, doce minutos en llegar, saludarnos de mano a cada uno, ir al baño, cambiarse y ponerse sus muñequeras y rodilleras.
Empezamos de nuevo. Como ya hemos calentado ya no nos hace dar diez vueltas al ring ni las cincuenta sentadillas que normalmente hacemos. Volvemos a maromear, esta vez detrás de él. El cómo nos acomode es un sistema de clasificación. Hasta delante de la fila, detrás de él, siempre va el más avanzado. Esta vez soy el tercero, después de Andrés y Pedro; detrás de mí los dos a quienes no conozco. En el último lugar, José, que no oculta -no quiere- ocultar que está molesto porque apenas llevo dos clases con ellos y ya lo rebasé. Quisiera decirle que no hay vergüenza en ello, que yo ya había entrenado antes, que cuando apenas empezaba me la vivía en la última parte de la fila. Pero no lo creo necesario, no veo el motivo.

Después de las marometas viene el juego de cuerdas en parejas: uno de nosotros hace juego de cuerdas y pasa por debajo del compañero, quien tiene que brincar lo más alto que pueda y abrir las piernas tanto como le sea posible; después cambiamos. La segunda etapa es hacer juego de cuerdas y pasar con salto del tigre, o maroma de tres cuartos, sobre el compañero, quien tiene que marcar la planchita, quedar tendido casi pegado a nosotros. La tercera es hacer, otra vez, juego de cuerdas, pero esta vez dejar que el compañero nos proyecte con derribe japonés, en el que él usa la cadera y nosotros tenemos que salir de tres cuartos. En todo esto, olvidé decirlo, es importantísimo el registro, esto es, golpear la lona con las palmas para que el impacto no se vaya al cuello o la espalda y, además, el sonido dé fuerza y presencia al movimiento.

Cuando terminamos, el maestro vuelve a acomodar la fila, con base en nuestro desarrollo en el ejercicio anterior. Soy el segundo de la fila, sólo detrás de Andrés. Pedro parece molestarse; José, por su parte, luce aliviado de no ser el único al que han “desplazado”. Ahora trabajo con Andrés, sumamente fuerte y alto, con un cuerpo que parece haber nacido para esto. Hacemos toma de réferi, rompemos el agarre y proyectamos al rival con látigo irlandés, lo seguimos y, cuando se levanta, ya lo estamos esperando con un derribe a una pierna. Finalizaremos, y esto el maestro nos lo deja a elección, con cruceta o la llave que ya nos sepamos. Me pregunta si ya me sé alguna, le digo que sí. Trabajamos a nuestro ritmo: el maestro ha bajado del ring para atender otra llamada y eso nos ha ayudado a estar menos tensos, y a hacer las cosas mejor. Los otros dos muchachos -de quienes ni siquiera conozco el nombre- trabajan en un extremo del ring; nosotros en el opuesto. Me gusta esta expresión, “nosotros” es la primera vez que estoy dentro de esta palabra y no fuera de ella. La soltura con la que hago las cosas es exactamente igual a la que me falta para reír de las cosas que ellos ríen, de poder hablar ya sin barreras. Pero vamos un paso a la vez, me digo.

Termina la clase; esta vez el maestro no nos permite entrenar más, dice que le han pedido cerrar temprano el salón de fiestas donde está el ring. Nos despedimos de mano de él, aprovechamos para pagar los 15 pesos de la clase. Nos vamos, Pedro viene en bicicleta y se va para el mismo lado que Andrés. José y yo caminamos al lado opuesto.

A veces sí están difíciles las cosas, ¿verdad? Le digo que sí, que hay días buenos y días malos. Tú ya habías entrenado antes, ¿verdad?, le confirmo lo que piensa, le digo que llevo más del doble del tiempo que me hubiera gustado tomarme para aprender lo que ahora sé, que, aunque poco, me permite desenvolverme en el ring y, por fin, gozar una clase en vez de sufrirla. Luce aliviado. Conozco esa expresión, es la que te deja el decirte a ti mismo “no estoy tan mal, a lo mejor, después de todo, sí podría llegar a ser luchador”. Creo que el chiste es divertirse, le digo, pero está muy distraído gozando el triunfo de saber que el que hoy lo “rebasó” en la fila es alguien que ya había entrenado, y que eso es como hacer trampa.

Nos despedimos frente al puesto de papas fritas de su familia, donde, desde antes de entrenar juntos, lo había visto. Ahí siguen los posters de luchadores, un tanto opacos detrás de la grasa de meses, años, de freír papas. Ray Mendoza, Rayo de Jalisco, Solitario, Fishman, Dr. Wagner: una cronología de la lucha libre en la pared de un negocio. Su papá lo recibe y alcanzo a escuchar que le pregunta cómo le fue. José sacude la cabeza, sonríe. No sé si sea casualidad, pero todos los que están en esas imágenes tienen un junior, o son los sucesores de alguien. A lo mejor José quiere avanzar rápido porque el ser luchador sería un gozo no sólo para él, sino para quien lo cubre en el puesto los martes y los jueves de 6:00 a 8:00 pm. Creo, aunque no estoy seguro, que a José le urge ser luchador porque es un sueño que está en su familia desde mucho antes que él naciera, y que por más delante de la fila que esté, siempre sentirá estar quince, veinte años tarde.