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DISECCIONES

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MORIR DE AMOR

A todos nos han roto el corazón al menos una vez en la vida. Y duele. La gente dice que es temporal, que nadie se muere de eso, pero lo que pocos saben -o lo que pocos dicen- es que un corazón roto puede trascender el plano emocional y tener un impacto tangible en el cuerpo. La medicina estudia esos detrimentos y los engloba en un síndrome, el síndrome del corazón roto, el cual forma parte del grupo de innumerables padecimientos con nombres tan extraños como imaginativos, donde figuran, por ejemplo, el síndrome del restaurante de comida china, el síndrome de Alicia en el País de las Maravillas, el síndrome de París o la enfermedad de Kikuchi.

En lenguaje médico, el síndrome del corazón roto se conoce también como la Enfermedad de Takotsubo o, más rimbombante, discinesia transitoria del ventrículo izquierdo. Fue descrito en Japón durante la década de los noventa. Takotsubo es el nombre de una vasija de cerámica empleada tradicionalmente por los pescadores locales para cazar pulpos, la cual tiene una forma abombada, muy similar a la que adopta una de las cuatro cavidades del corazón -el ventrículo izquierdo- cuando se presenta este síndrome.

Se considera una enfermedad rara. Hay pocos casos reportados en la literatura, alrededor de 200, aunque el bajo diagnóstico se debe probablemente a que sus síntomas imitan a los de un infarto cardiaco: dolor opresivo en el pecho, acompañado o no por palpitaciones, sudoración profusa, dificultad para respirar, náusea, vómito y ansiedad. Sin embargo, a diferencia del infarto cardiaco, el cual ocurre más frecuentemente en hombres mayores de cuarenta años y se origina por una obstrucción de los vasos que llevan sangre llena de oxígeno al músculo del corazón, el síndrome de Takotsubo se presenta principalmente en mujeres sin evidencia de obstrucción en los vasos del corazón y con el antecedente inmediato de una vivencia estresante. Se desconoce su causa precisa, pero la teoría más aceptada dicta que es consecuencia de un bombardeo interno de las hormonas que el cuerpo produce como respuesta a estrés físico o emocional: las catecolaminas. Si bien un corazón roto da nombre al síndrome, no es el único factor desencadenante. También puede ocurrir como consecuencia de cualquier evento desagradable o sorpresivo, ya sea abuso doméstico, accidentes, un diagnóstico médico catastrófico, peleas, la muerte de una persona cercana, desastres naturales… También fiestas sorpresa.

Por suerte, la evolución de esta enfermedad suele ser benigna y, en general, se resuelve por completo y sin dejar secuelas al cabo de unas cuantas semanas. Sin embargo, casi el 20% de los casos presentan complicaciones, a veces más leves, a veces más severas; incluso puede resultar fatal en 1 al 3% de los pacientes, lo cual implica que, contrario a la opinión popular, unos pocos desafortunados sí mueren a causa de un corazón roto.

TERCIOPELO

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HUÉRFANOS

Cuidar a los padres en su vejez sigue siendo obligación de las mujeres de la familia: hijas, cuñadas, nueras, tías, hermanas. Se da por sentado. Un conocido incluso prefiere visitar a su hermana siempre y cuando no esté la mamá enferma, porque puede “arruinarle su estancia”, y una pensaría, que se refiere a que tendrá que cambiar pañales, limpiar sondas, mover un frágil cuerpo de una cama a una silla de ruedas, pero no, se refiere a que ver a su propia madre enferma lo pone mal… Ninguno de mis tíos ha cuidado un enfermo, de ningún tipo, ni siquiera a sus hijos, ni mis primos, los ancianos enfermos que he visto siempre son atendidos por mujeres. Ellas hallan el tiempo y la paciencia, el cariño para hacerlo aún cuando son empresas que ponen a prueba los nervios de cualquiera.

El caso que me hizo percatarme de esto fue la película Bota a mamá del tren (1987) con Danny DeVito y Bill Crystal, la vimos en la televisión mi mamá y yo, y lo primero que dijo fue “Sí, cómo no, ¿cuándo has visto tú a un señor cuidando a su mamá?”, con todo la película la hizo reír mucho, todas las de DeVito de esa época la hacían reír… Es en la fragilidad de la vejez en que los fantasmas de la infancia resurgen, los padres son débiles, obstinados algunos, quieren hablar con nosotros todo el tiempo cuando estamos cerca (como nosotros los acosábamos cuando niños). Si se ha vivido con ellos desde siempre, su vejez y nuestra vida se integran, cuidando nietos, colaborando, conozco algunos profesores universitarios que incluso pagan las costosas colegiaturas de sus nietos “porque a sus hijos nos les alcanza”, o regalan autos seminuevos a sus hijos adultos “porque no les alcanza para comprarse uno nuevo, y lo necesita”…, hubo un señor que dobleteaba beca a sus casi sesenta años porque le daba una a su hijo de cuarenta que no podía mantener a su familia… Otros ancianos, los más solos están en asilos, confiando en la bondad de extraños, otros simplemente deambulan en las calles…

¿Quién nos cuida cuando estamos enfermos?, ¿quién cuando además esperamos la muerte? Mis tías, mis amigas, las mujeres de las familias de amigos están al pendiente de los viejos de la comunidad, de los enfermos, se reúnen para tomar decisiones, ellos se apartan… Y los varones progres que son mis colegas dicen que “ayudarán con dinero”, pero “no sabrían cómo”, y que con tiempo y energía definitivamente no. Los cuidados de la vida y de la muerte siguen siendo evadidos por la mayoría masculina. “Entiéndelos, es que están asustados, no pueden manejarlo”, me dijo una amiga, y yo me quedé pensando en el personaje de DeVito, y me quedé pensando en que yo estaba aterrada mientras cuidaba a mi mamá en sus últimos meses de vida…, y que uno de mis hermanos se involucró por completo. Una revelación, ver a este hombre de casi 40 años –con quien yo apenas intercambiaba monosílabos–, cargando a nuestra madre, hablándole con suavidad y repitiendo las cosas sin exasperarse para que ella pudiera decidir si quería azúcar en su té o no, solícito, mandadero, lavando ampollas, sobando pies, acomodando almohadas todo el tiempo, escuchando, escuchando amorosamente. Cuando le pregunté por qué lo hacía, si no se sentía menos o asustado, respondió “Porque es mi mamá”. No se volvió todo abrazos y besos, se volvió presencia.

Mi amiga G cuidó a distancia del último esposo de su mamá, los hijos de ese hombre no sólo no apoyaban económicamente, sino que además no lo visitaban, ni se encargaban de sus medicamentos, nada… Ahora G cuida en casa a su mamá, es difícil porque la señora parece tener demencia senil y “se le va la onda”, pero G disfruta charlar con ella, alimentarla, discutir incluso. Ella como DeVito se quedó sola con su madre anciana y ambas se acompañan.

No somos ecosistemas, sin los cuidados la vida humana no prospera, cuidar no se reduce sólo a alimentar y vestir, cuidar es hacernos humanos con el otro, tener la vida del otro en nuestras manos… Eso nos impone un ritmo que no es productivo, donde todo se disuelve en un presente inmediato saturado de nuestras propias glorias y miserias.

ANARCRÓNICAS

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VIDAS PERRAS

Escribo esto el día en que Kivi, nuestra french poodle, murió luego de 19 años.

Por tal acontecimiento, hoy no hablaré de los temas habituales de esta columna. En lugar de table dances, tugurios apestosos, subempleos o de la supervivencia en la vida chilanga, me permitiré hacer una reflexión de esos bichos tan especiales que comparten nuestra vida, a los que nunca dejaremos de deberles: los perros.

Ellos, dicen los antropólogos, fueron antes lobos que, al ver al chango de dos patas que éramos, se acercaron para conformar una sociedad de mutuos beneficios. Así, cánidos y protohumanos, en algún momento del neolítico, salimos de caza juntos, dividiéndonos las tareas de acuerdo a nuestros distintos talentos: ellos hostigaban a las manadas de antílopes y búfalos, mordiéndoles las patas y dirigiéndolos hacia donde nosotros, animales sin pelo pero con ingenio, nos agazapábamos con lanzas y piedras. Al final, el producto de nuestras rapacerías se repartía a partes iguales: los huesos para ellos y la carne para nosotros. Esta asociación, que ha durado decenas de miles de años, dio como resultado las múltiples razas perrunas: cruzas artificiales, diversos climas, distintos tipos de alimentación hicieron posible el catálogo de animalejos que conocemos actualmente. Por ello, podemos decir que un Gran Danés, un Chihuahua y un Boxer pertenecen a la misma especie aunque no lo parezcan. También, de acuerdo a esa variedad, se fueron perfilando los diversos roles que los animalillos tendrían en nuestra vida: vigilantes, pastores, compañía, búsqueda, entre otros.

La unión entre los perros y el hombre, en inicio pragmática, de esclavo y amo, se convirtió en una sociedad en la que de cuando en cuando unos y otros nos confundimos.

Pienso en ello cuando recuerdo a Sombra, mi primer perro, un maltés negro. El creció conmigo y murió cuando tenía –teníamos– doce años. Pequeño, negro y lanudo, acostumbraba recibirme con una bola de papel en el hocico a modo de ofrenda. Un día, durante una mudanza, tuvimos la mala ocurrencia de encargarlo a unos tíos que viven en Toluca. Era invierno y el animal, acostumbrado a vivir dentro de un departamento, no aguantó los fríos de la región. Luego estuvo Poirot, hijo de Sombra, quien un día se escapó de la casa y al que ya no encontramos –quizá decidió ir a resolver casos criminales–. El Piraña, quien venía de un hogar en donde lo maltrataban y nunca se recuperó: hacía honor a su nombre regalándonos unas tarascadas épicas. Mi abuela, al ver que era incorregible, cuando nos cambiamos nuevamente de casa, decidió sacrificarlo bajo la lógica de que nadie que no fuéramos nosotros iba a soportar su mal carácter. El Narizón era un perro largo y manchado, como un dálmata del Doctor Simi, a quien mi familia le dio la ingrata labor de cuidar una casa sola: cada semana, mi madre iba a la casa, le renovaba agua y comida y limpiaba su heces. A pesar de estar siempre solo, nunca cambió su carácter dulce y juguetón. Murió como un fiel guardián, cuidando su puesto de vigilancia, una noche de invierno. Luego, cuando yo era estudiante y vivía con mi familia, se aparecieron El Negro y la Runa, dos callejeros que, de un día para otro, se avecindaron en nuestra puerta. Poco a poco, los dejamos integrarse a la familia, primero abriéndoles la puerta, luego regalándoles alguna colcha vieja, y al final, comprándoles sendas casas de perro. Cuando estaban ellos, llegó el Custer, un perro azafranado con vagas reminiscencias de Golden Retriver que fue el más fiel de los cánidos. Cuando mis padres se separaron, el también llamado Amarillo se fue con mi madre y mi hermana, y la Runa acompañó a mi padre en su soledad hasta que el corazón no le dio más. Murió obesa, resoplando bajo la aguja del veterinario. Layla fue la compañera de Custer: era una hermosa pastor alemán que murió de una embolia en el patio. Tenía nueve años. Amarillo, como también llamamos al Custer, la siguió al Otro Mundo dos años después.

Con Kivi, la recién muerta, siempre tuve una relación tensa: ella era la guardiana de mi esposa, por lo que, cuando iniciamos nuestra relación, acostumbraba ponerse ente los dos para luego empujarme con sus patas e impedir cualquier arrumaco. Al principio, con solo verme, resoplaba llena de celos y furia, como si delante de ella se hubiera manifestado el mismísimo Lucifer –y quizá para ella eso representaba yo–. Luego, cuando mi mujer y yo iniciamos nuestra vida juntos, la perrita se fue haciendo a la idea de que era parte de su manada. Con el tiempo, al darse cuenta que ambos queríamos por igual a su ama, me llegó a tolerar. Eso sí, nunca dejó su lugar en medio de los dos, desde donde vigilaba mis avances y se protegía del frío.

Y hoy, por primera vez, su lugar estará vacío.

En la vida de cualquier amante de los perros el ver morir a tus compañeros es algo a lo que te acostumbras desde joven. Primero observas su deterioro, te das cuenta del paso del tiempo: al principio, abandonan su carácter jocoso, se vuelven más lentos y gruñones. Un día, se quejan cuando les agarras la pata o les acaricias el lomo. Les aparecen bolas bajo la piel. De repente, comienzan a caminar en círculos, o a perderse en la casa; ves sus ojos, y los encuentras opacos: ellos ya te ven a través de una bruma espesa. Un día, amanecen agitados, con el corazón aleteando como un colibrí atrapado, o de plano, ya sumergidos en el sueño del que nadie despierta. Te das cuenta, se han ido: el corazón se te quiebra también. Los llevas a la funeraria para que te entreguen una urna con sus cenizas, o bien, los entierras a la sombra de un árbol de sombra acogedora. Intuyes, aunque nunca tendrás la certeza, de que el día de tu propia muerte los sentirás a tu lado, dispuestos a llevarte con ellos.

Incomprensibles se me hacen los hombres –uso el término solo para términos formales–, que los maltratan, que explotan en peleas, que los martirizan y matan. Finalmente, solo hay que ver los ojos de un perro para encontrar en él, si no todas las respuestas, sí las razones de la vida: la fidelidad, el cariño, la entrega. Se dice que nos ven como sus dioses; yo digo que más bien nos ven como esos seres imperfectos que somos, tan llenos de ambiciones y vanaglorias, y se compadecen de nosotros. Los perros solo necesitan estar a nuestro lado para ser plenos, y que al final de su vida, larga y feliz, lo único que buscan es que les tomemos la pata mientras inician el gran viaje.

Por que al final, les demos lo que les demos, jamás se compararán con el regalo que nos hacen a nosotros: el darnos cuenta de la futilidad del mundo, y de que estar con los seres que amamos debe ser nuestra única misión en la vida.

Buen viaje, querida Kivi.

IN THE SHIRE

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¿Y LOS BEATLES?

Para Rafa Reveles

Presley por parte de mi padre y Beatle por parte de mi madre. Varios años de mi vida experimenté esa conjunción como una disyuntiva irreconciliable. Ese antagonismo tiene fundamentada su explicación en la dictadura musical de mi padre; autodesignado dj, él escogió la música que se escuchaba en la casa —todavía lo hace— de entre su ecléctica colección, que lo mismo incluye música clásica, a Frank Sinatra, boleros, a María Dolores Pradera, corridos norteños y a José José, pero nunca a Los Beatles.

Aunque a mi madre aprecia a los cuatro fantásticos, nunca ha objetado las decisiones musicales mi padre, lo deja ser. Sin embargo, ninguno de los dos pudo prever que sus herederos ofrecerían resistencia y batallas que duraron meses, incluso años, no solo para contrarrestar esa opresión sonora y crearnos un espacio en la fonoteca familiar, o al menos apoderarnos por unas horas del tornamesas, casetera o reproductor de cedes (depende del año del que hablemos) y que nuestra música inundara la casa. No es lo mismo escuchar a Queen, Café Tacvba o Morrisey en el walkman, discman, grabadora de la recámara o iPod, que en el estéreo de la sala y (casi) a todo volumen.

La anglofilia es un resultado inesperado de la lucha contra nuestro tirano musical. No despreciamos la música de los gringos, a mí me gusta mucho Elvis Presley, pero los británicos lo han hecho mejor. Por permanencia y recurrencia Queen es mi banda, mientras que mi hermano ha preferido el brit pop. Ambos hemos seguimos caminos diferentes, que siempre se intersectan para ir juntos a conciertos e intercambiar música. Así que, propendiendo hacia los cantantes y bandas de origen británico, un día llegamos a Los Beatles y los instalamos en el lugar que les corresponde. Mi padre no ofreció resistencia, nuestra adolescencia lo dejó apaciguado.

Sería una mentira decir que el veto paterno evitó mi contacto con Los Beatles, ni que haya vivido yo en el castillo de la pureza musical. Es imposible. La vida en el DF no lo permite. Los Beatles son ubicuos, al menos en el centro del país.

La omnipresencia del cuarteto es tal que la bloqueamos. En cualquier puesto ambulante, tienda o cafetería de la Ciudad de México puede estar sonando sus canciones. Se les organizan homenajes a su legados organizados por grupos de admiradores, músicos profesionales o amateurs. Su música se escucha en la radio mexicana y —hasta donde me quedé— existen dos programas dedicados exclusivamente a Los Beatles, uno de ellos sale todos los días al aire y fue parte de la banda sonora de mis clases de natación por cinco años. Además, la parafernalia relacionada con el grupo (muñecos, camisetas y pósteres por ejemplo) se vende y circula por (casi) todos los sectores sociales del DF.

Contra lo que se podría esperar, proveniente del contexto defeño noté que en Inglaterra Los Beatles están y no están. Su ubicuidad está diluida. Se les reverencia de una manera moderada. Aunque se vende parafernalia con imágenes alusivas al grupo y se organizan tours en Liverpool y Londres para visitar sitios relevantes en su historia, su música y su imagen no es omnipresente. No recuerdo haber entrado a alguna tienda o cafetería y que Los Beatles se oyeran como parte del ambiente sonoro. Y tampoco existen programas de radios devotos al cuarteto (en particular revisé las 10 más populares).

Entonces, ¿dónde están los Beatles? Antes de responder advierto que mi respuesta es más un pergeño que una afirmación categórica, únicamente expresa mi opinión falible y limitada y retoma algunos documentales de la BBC (I’m in a boy band y When pop ruled my life). Los Beatles están en la radio, su música rota en la programación habitual de diferentes estaciones del Reino Unido, pero no existe la búsqueda especializada tras grabaciones raras o covers impensables como sucede en México.

Los Beatles han dejado su impronta, pero los británicos no están aferrados a ellos ni a ese momento de su historia musical. Nadie niega su carácter inigualable, su trascendencia musical e influencia cultural, pero el Reino Unido además de Los Beatles nos ha dado a: los Rolling Stones, The Kinks, The Who, Cream, Lead Zepelin, Deep Purple, Black Sabath, Queen, Sex Pistols, The Clash, Joy Division, Bauhaus, Depeche Mode, Police, Siouxie and the Banshees, Duran Duran, The Cure, New Order, Happy Mondays, The Smiths, Pulp, The Stone Roses, Oasis, Blur, Radiohead, Belle & Sebastian, Manic Street Preachers, Editors, más todas las banda que omití sin querer. En otras palabras, Los Beatles fueron los primeros, pero nos los únicos y las bandas que los han seguido han aportado, más que imitarlos.

Los Beatles se encuentran donde menos se espera. Si digo que Los Beatles guían la alienación de cualquier banda de rock se me criticará —y con razón— de descubrir el hilo negro. Sin embargo, su presencia también se halla en la base de un fenómeno pop, de forma sutil y soterrada informa la base de cada boy band. Cada uno de Los Beatles ha inspirado las personalidades de los integrantes que componen inventos tipo Take That y One Direction, así pues en una boy band encontramos: al líder, al lindo, al divertido y al tímido.

Preguntarme por Los Beatles me lleva a otra interrogante: ¿por qué nos gustan tanto en México? ¿Por qué los idolatramos? Una respuesta fácil y pedante sería: por ignorancia, otra sería el malinchismo, pero no creo en ese tipo de respuestas. De momento, creo que la omnipresencia y reverencia a los fab four se debe a que representan algo que en términos culturales no tuvimos en México por mucho tiempo: una banda de rock que iniciara un movimiento social y cultural que no fuera estigmatizado ni censurado. ¿Una forma de ser jóvenes? ¿De no ser como nuestros padres?

JUGUETE RABIOSO

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ASAMBLEAS: A CADA JUGUETE SU RABIA

El mismo día que publiqué por primera vez esta columna en Metrópoli Ficción, Adrián López, amigo y colaborador de Registromx, me escribió para contarme de la existencia del libro Política y subjetividad: asambleas barriales y fábricas recuperadas, de la argentina Ana María Fernández y otros autores. En este libro hay un capítulo titulado “Los juguetes rabiosos de los barrios: la lógica situacional de las asambleas” de la propia Fernández. Como expliqué en la primera entrega, esta columna le debe su nombre a la novela de Roberto Arlt, pero ¡ay!, cuando uno suelta su juguete rabioso, éste sigue su camino de furia (sí, vi Mad Max: Fury Road, y me enloqueció) y se encuentra con otros juguetes rabiosos, y como los Grémlins, se multiplican apenas les cae agua encima, y también con esa fugacidad se pueden deshacer. Así, el vértigo inicial, el vacío, pasa de ser un tirador solitario a convertirse en una potencia colectiva. Así, este angry toy (como lo llama Brenda Ríos, colaboradora también de MF) se encontró rizomando y comiendo pinole casi sin darse cuenta.

De eso se trata el artículo de Ana María Fernández, de cómo “la potencia de vacío”, “la brutal vertiginosidad”, “la radicalidad de la inmediatez” producen encuentros de personas o grupos de personas que además de reaccionar quieren accionar en el radio de un barrio. Fernández se centra en las asambleas vecinales, pero bien puede extrapolarse a asambleas de otro tipo, como las muchas que han surgido en México a raíz de la desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Isidro Burgos” de Ayotzinapa. No es que no hubiera asambleas antes, es que esta vez brotaron con la inercia del suceso, y además ahora tenemos redes sociales. No es que no hubiera asambleas antes, es que yo no las veía ni me importaban. Universitarias, interuniversitarias, barriales, de gremio, las asambleas aparecieron como un síntoma natural y urgente. Yo que nunca en mi vida estuve en una asamblea ni de muñecos, veía el fenómeno y pensaba que claro, tenemos que organizarnos; que, obvio, estamos reaccionando a la emergencia. Y sí, Ana María Fernández ve en las asambleas un ejercicio de recuperación no solo de espacios discursivos y públicos de los barrios, sino también de los espacios subjetivos tomados por los controles y poderes que rigen los sistemas económicos, de vigilancia, de coerción, etc., del mundo (microfascismos); las asambleas son el paso después de la rabia solitaria, la indignación inicial, si se activan, si resisten y se organizan le hacen frente a la devastación social y económica que vemos por todas partes. Transforman.

A la vez, comencé a ver que muchas comunidades del país se organizan en asamblea desde tiempos inmemoriales y discuten y piensan y deciden colectivamente, como el caso de los mixes en Oaxaca (igual que muchos otros pueblos indígenas). Ya sé, parezco nueva, pero es que de verdad, por muy rabioso que sea este juguete, la palabra asamblea me sonaba a cosa que hacen los sindicatos, cuando mucho. Hay rabias que son lobos solitarios.

Ana María Fernández denomina “juguetes rabiosos” a los dispositivos y “situaciones” que los vecinos instalan en un barrio para combatir la depredación. “Rabiosos no por acciones de violencia, por las que podría desplegarse la ira, sino rabia que aporta potencia de invención y afronta alternativas comunitarias al colapso. Juguetes, no por divertir en los desvíos del ocio sino como sitios de experimentación de nuevos modos de productividad económica, simbólica, organizacional, que, a su vez, establecen inéditos modos de subjetivación”.

El juguete rabioso tuvo un corto circuito. El encuentro con otros, de por sí difícil, de por sí complejo, se complejiza en el terreno de la asamblea: hay tensiones, enfrentamiento, desorganización, falta de consenso, caos, pero, según Ana María Fernández, en ese proceso de ajuste la asamblea ya gana de por sí en “la construcción plural de su autonomía”. “La intemperancia frente al que piensa de otro modo, la dificultad de escuchar no se diluyen de un día para otro”. Las asambleas son un juguete rabioso que debe vérselas con la paradójica relación de lo urgente y lo paulatino, el proceso y la intervención, la acción y la reacción, la discusión y la puesta de cuerpo. En hacerlo, en intentarlo, ya se habrá ganado, si la asamblea resiste y se transforma y transforma, entonces contagia, sale al encuentro de otros juguetes rabiosos para unir fuerzas, intercambiar experiencias. Sale al encuentro de lo que el psicoanalista Leonardo Leibson llama “la asamblea de los parlantes”, ahí donde el delirio tiene un lugar y existe un horizonte de salida saludable para la psicosis.