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IN THE SHIRE

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BAD HONNEF, O UN PEDACITO DE LA PROVINCIA ALEMANA

Ser la groupie de un Doctor en Física expande el mundo. Mi esposo es científico y de vez en cuando asiste a congresos en su área, esa particularidad de su profesión me ha llevado a Australia y Europa. Por eso vivo en Oxford, ya lo había dicho en una columna anterior.

A finales de junio de este año lo acompañé a un evento académico en Alemania. Por primera vez visité esa parte de Europa. El congreso tuvo lugar en Bad Honnef, una pequeñitita ciudad entre Bonn y Frankfurt. Un amigo alemán le dice “la parte menos excitante de Alemania”, yo replico que la experiencia me permitirá apreciar y disfrutar la parte más excitante, pongamos Berlín por ejemplo, cuando esté en ella.

Traducido a términos mexicanos, Bad Honnef forma parte de la provincia alemana. Llegar ahí toma, desde Frankfurt, dos trenes, el primero a Koblenz (sí, como las aspiradoras), mientras que el segundo va del destino homónimo del electrodoméstico hacia Bad Honnef. Además del avión si se viene del extranjero y, en mi caso, el camión que se toma para ir de Oxford al aeropuerto en Londres. El trayecto sumó en total diez horas, casi la misma cantidad de tiempo que tarda el vuelo directo de Londres al D.F.

Llegamos cansadísimos a la estación de tren de Bad Honnef, por levantarnos en la madrugada, por los varios cambios de medios transporte y las varias decenas de escaleras subidas y bajadas cargando equipaje. La fatiga física fue empequeñecida brevemente ante la necesidad de conseguir un taxi y no hablar alemán, pero la buena fortuna puso al tendero asiático en la estación de tren. Su inglés fue lo suficientemente bueno para entendernos y amablemente conseguirnos un taxi, por pura buena onda.

Bad Honnef es una ciudad chiquita pero linda, ubicada a la orilla del Rhin; es como La Marquesa, una zona boscosa, con caballos pero sin quesadillas. La mayoría de las construcciones o tienen techo a doble agua, o son casas muy grandes que conservan el estilo de la región. Aunque existen edificios de departamentos, estos no tienen más de cinco pisos. De entre las construcciones destaca la iglesia principal dedicada a San Juan Bautista. No recuerdo haber visto antes una que tuviera dos órganos, uno en la parte superior de la entrada principal, donde va el coro, y el otro a la altura del altar.

Tengo la impresión de que Bad Honnef es un destino de retiro para personas jubiladas. Durante mis paseos vi varios consultorios médicos, oferta de servicios quiroprácticos y muchas personas en edad de ser abuelos o hasta bisabuelos. Eso sí, todos muy activos. Una tarde estaba comiendo en una panadería y me enterneció ver entrar a una pareja de ancianos, cada uno usando una andadera de rueditas, que pasaron a tomarse un café y comer pan.

Viajar a lugares nuevos es más que una experiencia de cambio de paisaje o de clima (esta vez no tanto, porque en Bad Honnef llovió dos de los cinco días que duró la estancia), se trata, al menos, de comer otros tipos de comidas y de exponerse a otro idioma. Mi conocimiento del inglés y de otras lenguas me permite entender una que otra palabra del alemán, pero nada más, imposible hablarlo. Los días que estuve recorriendo sola la ciudad me producía ansiedad el momento de pedir comida o de pagar algo que había comprado, pero la necesidad se impone. A mí manera me hice entender, señalando con mi dedo índice el menú si quien me atendía no hablaba inglés o preguntando “Do you speak English?”.

A pesar de mis ansiedades lingüísticas, disfruté la ciudad y su comida. Mis amigos alemanes, sin importar si residen en México o en Reino Unido, siempre se quejan del pan producido en esos lugares y exaltan el pan alemán, como únicamente la nostalgia puede exigirlo. Comprobé tanto el fundamento de su lamento como de su apología. Todavía sigo sorprendida (escribo mientras viajo de Basel, Suiza, a Frankfurt, Alemania) y arrepentida (porque comí y mucho) de la variedad de panes y de su sabor en esta partecita del mundo: de trigo, o centeno o avena, preparados con granos, o mantequilla o frutos secos, dulce o salados. ¡En Bad Honnef hasta el pan del hotel estaba bueno!

Otro gran descubrimiento gastronómico fue la diversidad de quesos: para untar, jóvenes, olorosos, suaves, de sabor fuerte. Por consiguiente, combinar pan y queso es una consecuencia sensata. La única decepción fue que el café les gusta muy tostado a los alemanes y únicamente es bebible si se le pone leche (ellos prefieren la crema) y azúcar. Si omito mi discrepancia en relación al café, mi experiencia gastronómica fue tan gratificante que me da gusto no vivir en Alemania, no sé cómo podría moderarme.

PuebLONDON

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DE EDUCACIÓN Y COSAS PEORES

Advertencia. Esta es una opinión políticamente incorrecta, enojada e irracional. Ay de usted, si sigue leyendo.

En días pasados, la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en Canadá emitió una serie de recomendaciones acerca de las estrategias que se deben llevar a cabo para que los Pueblos Originarios se integren totalmente a la sociedad canadiense, como les corresponde por derecho. Entre esas recomendaciones sobresalen las que tienen que ver con un problema muy serio entre los pueblos indígenas y el resto de la sociedad de este país: las escuelas residenciales, que operaron en las reservaciones indias desde 1840 hasta nada menos que 1998, cuando cerró la última.

La misión de estas instituciones era la de “civilizar” a los indios (¿suena familiar?) apartando a los niños de sus padres para que no aprendieran las costumbres barbáricas de sus ancestros, educarlos en los modos progresistas británicos, en los valores cristianos y convertirlos en granjeros. Con esta intención, los niños nacidos en las reservaciones indias eran concentrados en un gran internado, donde no importaba si provenían de la Nación Cree, Omega, Inuit, o la que fuera, eran instruidos en el idioma inglés (lo menos que se pudiera en francés, por supuesto, pero como dijo la Nana, “esa es otra historia”) y aprendían los dogmas de la iglesia en sustitución de las “supersticiones” de sus padres. Aprendían también a trabajar la tierra y abandonar la recolección, la caza y la pesca como principales actividades de subsistencia.

La razón de que el cristianismo estuviera involucrado en la bonita experiencia era que las escuelas eran administradas por la iglesia (según el informe de la comisión, en aquel entonces había 60% de escuelas bajo el régimen de la iglesia católica, 30% de la anglicana y 10% de otras iglesias que más tarde se convertirían en la iglesia canadiense unida; se pueden adivinar las estrategias favoritas de los misioneros para evangelizar…)

(Estoy utilizando la palabra “indio” con toda la (mala) intención y conciencia. Como cuando utilizo la palabra “negro”. Estas se han tratado de erradicar del vocabulario políticamente correcto en todo el mundo, pero los sucesos recientes nos dicen que, no porque la gente no las use, ha dejado de sentir repugnancia y odio por el Otro, diferente en color y en origen, al que no se entiende y se le trata de borrar hasta en los términos. Entre las comunidades de pueblos originarios de Norteamérica hay quienes defienden el vocablo y a mí, obviamente, me viene muy a la mano porque, como todos sabemos, en México “no tiene la culpa el indio”, si uno parece “indio” porque se avergüenza ante el público, y en particular, parecemos “indias” las mujeres que no sabemos caminar con tacones. Indio es una palabra que duele, que se oye “fea” y que se ve mal impresa en papel. Porque no hemos aprendido a convivir con ellos, con los indios, aunque más de la mitad de nuestra herencia es eso, india.)

Volviendo al Norte de América del Norte, estas escuelas han sido consideradas una vergüenza en la historia canadiense. Ellos, que son paladines de la tolerancia y la integración, tuvieron que enterarse de la existencia de la Gradual Civilization Act (Ley de civilización gradual), una regulación del siglo XIX para exterminar los restos de culturas aborígenes en el entonces territorio canadiense y que dio paso a la creación de esa institución escolar, que ahora es considerada parte esencial de un genocidio cultural contra sus pueblos originarios.

Como decía, eran manejadas por misioneros, pero al inicio se establecieron en edificios provistos por el gobierno y con fondos públicos. Como sucede con muchas iniciativas de este tipo, problemas más urgentes desviaron la atención de las autoridades y los fondos fueron mermando. Para continuar en funciones, las escuelas se basaban en el trabajo forzado y, por supuesto, no pagado, de los niños que vivían en ellas. Como aun así los fondos no alcanzaban, la alimentación de los alumnos comenzó a sentir los efectos de los recortes. Mala nutrición y trabajo excesivo dieron como resultado (¡sorpresa!) una tasa de mortalidad que en algunas escuelas alcanzó el 60%. Hay fotografías de grupo de estos lugares, en las que posan los orgullosos seminaristas blancos y los niños y adolescentes que vivían allí. Me parece particularmente impresionante una de la escuela de Regina, Saskatchewan, en la que aparecen unos cincuenta alumnos, la mayoría niños, algunas niñas, con rostros sombríos y ojos sin vida. Una chica, sentada y casi al centro de la formación, mira algo que tiene entre las manos, parece un pañuelo. No se podría decir que llora, pero a juzgar por las miradas de los demás, no le faltaría razón. Ninguno sonríe (tampoco los adultos), pero en las miradas de algunos se puede ver una rabia de siglos. La foto data de 1908, tampoco es que hablemos de historia antigua.

Después de que cerró la última escuela residencial se han realizado investigaciones que arrojan resultados por demás repugnantes. Se sabe por testimonios de algunos supervivientes que en esos internados hubo abuso físico, sicológico y sexual. Se descubrió que en la década de los sesenta y los setenta se condujeron experimentos de nutrición con la población infantil, que constituían en privarlos de alimento para observar (¡ah, la ciencia!) cuál era el nivel mínimo de comida para subsistir y cuáles podrían ser los efectos en el cerebro de esta privación de nutrientes. O sea, y dicho como es, hasta donde se puede mantener a un ser humano en la inanición antes de que se vuelva idiota. Los testimonios de los ahora adultos que se vieron sometidos a estos experimentos son escalofriantes.

(Qué mal están los canadienses, ¿verdad? ¿Por qué no le damos una revisadita a nuestra historia patria, llena de héroes y nacionalismo, para recordar la inteligentísima iniciativa de don Porfirio Díaz que más o menos en la misma época (fin del siglo XIX, principio del XX) envió a los indios de los estados del norte del país a Yucatán, para pacificarlos? Más de 800 Yaquis, originarios de los ahora estados de Sonora y Sinaloa, fueron enviados en un viaje sin comida ni agua, para morir en el camino. Los que sobrevivieron trabajaron forzadamente en las haciendas henequeneras de la región y sufrieron abuso físico y sicológico tremendo. No hubo sobrevivientes para contar si hubo también abuso sexual para agravar la situación, pero no hay porque dudarlo: la saña de los mestizos contra los indios no es diferente. ¿Y qué de las matanzas recientes de personas pertenecientes a grupos indígenas que no hacen otra cosa que protestar por las condiciones en que se les ha mantenido por siglos y exigir (¡cómo se atreven!) un mejor nivel de vida?)

La situación global de los pueblos originarios me enferma. Las humillaciones y ataques que han tenido que vivir para evitar que sus culturas sean extintas, me dan rabia. Dicho en español antiguo, son chingaderas. Y el término aplica en América, desde Canadá hasta la Patagonia, en Australia, en Nueva Zelanda, en África. Donde quiera que hubo una etnia avasallada por un poder que llegó a instalarse en su territorio. Desde 1998, en Canadá, se han dado los llamados intentos de reconciliación y con ellos, las disculpas ofrecidas por el primer ministro y hasta por el Papa. Lo dicho, chingaderas. En mi humilde opinión.

JUGUETE RABIOSO

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LA “REPRESENTACIÓN PROHIBIDA”*

El pasado mes de mayo, un grupo de niñas presentó en Guadalajara una peculiar coreografía para un concurso de baile: usando trajes militares seudonazis desplegaron una bandera con una enorme esvástica al centro, mientras lo que parece un discurso de Hitler resonaba al inicio y al final del número, y dos “soldados” hacían el saludo romano. Un grupo de chicas vestidas de blanco representaron a los judíos asesinados durante el Tercer Reich. Como la polémica no se hizo esperar en redes sociales, el organizador explicó que la competencia consistía en presentar episodios históricos mediante coreografías, que no es una apología del nazismo sino una simple representación de “un episodio histórico”: el Holocausto.

Bien, la polémica no es un tema menor. El problema con la representación del nazismo es la delgada línea que la separa de la “reproducción del horror”, y aún más, el nacionalsocialismo plantea en sí mismo el conflicto de la representación, como apuntó Jean-Luc Nancy en “La representación en el dispositivo ideológico del nazismo”. El formato del concurso de baile es casi perfecto desde el punto de vista del propio nazismo:

“…el nazismo cultivó la representación en todos sus aspectos, los del arte monumental y del desfile así como los de la ‘representación del mundo’ […] a propósito de la cual, en el Mein Kampf, Hitler desarrolla la importancia política capital de una ‘visión’ presentable a las masas y que no queda confinada en un discurso filosófico. Se trata de eficacia mediática sin lugar a dudas: pero más aún, se trata de un mundo que se pueda poner ante los ojos y volver presente en su totalidad, su verdad y su destino, y por lo tanto de un mundo sin fallas, sin abismo, que no esté privado de visibilidad”.

Les he pedido a varias personas que vean el video: especialistas en genocidio, danza, derechos humanos, a judíos, descendientes de alemanes no judíos, amigos varios. Las reacciones varían, aunque hay un desconcierto común: el final. El despliegue de la bandera inmensa y los dos “soldados” haciendo el saludo romano en medio de aplausos. Es confuso, cuando no escandaloso. La doctora Ana Arzoumanian, experta en el tema de genocidios, me dice: “Esa bandera que se despliega al final y la derrota de las niñas en blanco hablan claramente de esa ‘victoria nazi’ […] siempre hay que ser cuidadoso con los modos de representación de los horrores y los delitos de este tipo”. La escritora Daniela Pasik comenta: “La música no es triste, es heroica, en un baile protagonizado por nazis. ¿Que otros temas eligieron? ¿Alguien eligió, por ejemplo, la esclavitud desde el punto de vista del esclavista? ¿O Hiroshima desde el punto de vista de los que deciden tirar la bomba?”. Para un amigo, el hecho de que pueda bailarse este tema es algo bueno, que no sea un tabú, y si no fuera por el desafortunado final, no ve que la intención sea glorificar al nazismo.

Si seguimos lo que la coreógrafa del grupo de niñas afirma, y apenas conocen el tema, entonces cayeron “en la reducción de la representación a la sola (aunque bienintencionada y casi siempre involuntaria) reproducción del horror” como dice Victoria Souto Carlevaro, y tampoco es menor. El asunto no es que no se hable del nazismo, el quid de la cuestión es el cómo; el problema es que se haya hecho por medio de la utilización de sus propios emblemas, con un despliegue corporal “típicamente nazi”: uniformes, pendones, insignias, desfile… y que los judíos representados aparezcan despersonalizados, inefables, consumidos por esa enorme esvástica que los devora al final. La sobrerrepresentación del nazismo gana en este pequeño baile colegial.

La dominancia nazi en el conjunto del número está latente: bandera desplegada, saludo romano, discurso de fondo, aplausos. La muerte queda del lado de los soldados nazis, la víctima es una representación que no alcanzamos a ver realizada, la puesta en escena del nazismo reproducida (involuntariamente, si se quiere) de nuevo. “Está contado como si fueran dos partes en conflicto (pelea entre pares) y no una parte que masacró a la otra (genocidio)”, me dice Pasik.

Dice Nancy:

“Por tanto, el exterminado es aquel al que, antes de morir y para morir como quiere el exterminador ―es decir, de acuerdo con su representación―, se le vacía de la posibilidad representativa, es decir en definitiva, de la posibilidad de sentido, y que de este modo llega a ser, más aun que un objeto (que habría dejado por completo de ser hombre y que sería un objeto para un sujeto), otra presencia amurallada en sí frente a la de su verdugo.”

¿Cómo representar la Shoah o las otras persecuciones sin caer en la trampa del dispositivo nazi? Un simple giro de la coreografía habría valido, “representar la irrepresentabilidad” que propone Nancy, “prohibir” el sentido de la puesta en escena del verdugo, su dominancia, su potencia aniquiladora, dentro de la propia puesta en escena.

Veo fotos de Dylann Storm Roof, el asesino de nueve personas en Charleston, Carolina del Sur. En una que tomaron de su perfil de Facebook se lo ve portando una chaqueta con dos banderas cosidas, la de la antigua Rhodesia (hoy Zimbabwe) y la bandera sudafricana bajo el régimen del apartheid, ambas consideradas símbolos de la “supremacía blanca” por los grupos de odio que siguen desplegando este dispositivo. Una representación de sí mismo como supremacista blanco vuelta materialidad. De la esvástica en un escenario al asesinato hay una distancia enorme, pero hacer aparecer los emblemas, su teatralidad, obviando el porqué y a costa de qué fueron construidos como símbolos, es banalizar el alcance de las prácticas genocidas vigentes en muchos lugares del mundo. O los actos de odio xenófobo. O los juegos macabros de niños que “representan” secuestros y violaciones.

“Es preciso: éste sería el primer axioma ético. El criterio de una representación de Auschwitz sólo se puede encontrar en semejante abertura ―intervalo o herida―, no mostrada como un objeto, sino inscrita directamente en la representación y como su propia nervadura, como la verdad sobre la verdad”.

PuebLONDON

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¡UBER ALLES!

En alemán, la expresión Uber Alles se puede encontrar en el himno nacional de Alemania (Deutchland Uber Alles) y significa, así nomás, humildemente, “Alemania sobre todos los demás”. Con la misma humildad, los geeks que inventaron la aplicación para encontrar un aventoncito denominaron a su creación Uber, prediciendo que, en el futuro, esta forma de transporte estaría por encima de todas las demás.

La concepción de la app sucedió en París, cuando sus creadores, Travis Kalanick y Garret Camp acudieron a una convención de desarrolladores y se encontraron a la puerta del hotel esperando un taxi durante veinte minutos. Garret dijo a Travis, “¿Por qué no podemos simplemente apretar un botón y tener un auto a la puerta?” El sueño dorado de muchos, solo que este par de tekkies decidieron llevarlo a cabo y pidieron fondos para su desarrollo a los ángeles de la Inversión de Silicon Valley, el mismo grupo de gente que financió a los fundadores de Facebook, Twitter, PayPal y un largo etcétera.

Travis y Garret iniciaron con una sencilla premisa: la mayoría de los norteamericanos tiene un coche en su garage que no se mueve durante el 95% del tiempo. Después de llevar a su dueño a la oficina permanece estacionado afuera de esta el resto del día, hasta que hay que volver a casa. ¿Por qué no rentar ese auto durante unas horas a alguien que no tiene (ni quiere) comprar uno pero necesita transporte? Es más, ¿por qué no rentarlo el fin de semana si lo que quiere el dueño es permanecer en casa y no saber nada del tráfico o de la ciudad? ¿O durante las vacaciones, si se va a pasar dos, tres o cuatro semanas fuera y el auto estará tan tranquilo en el garage, depreciándose?

Según especialistas en marketing, que ven el fenómeno al mismo tiempo con fascinación y tremenda angustia, esta posibilidad se abrió por la coincidencia de un cambio en la mentalidad de la llamada generación de los Millennials, quienes desde que nacieron han estado expuestos a la realidad del cambio climático, la posibilidad de un cataclismo natural debido al exceso de producción de bienes en el mundo y que aspira a usar todas las herramientas que la tecnología moderna desarrolla para ellos, pero que no se les da la gana afrontar la responsabilidad que implica el poseerlas. Los Millennials no quieren tener una casa que haya que cuidar, asegurar, pintar cada año. Prefieren rentar en las colonias trendy y cambiarse cuando así les plazca. Para transportarse, quieren ser llevados de puerta a puerta pero, al mismo tiempo, pretenden cuidar el ambiente. No quieren un coche, prefieren Uber. Un servicio que no implica la posesión de un auto hubiera sido imposible si los adultos jóvenes continuaran viendo la adquisición de objetos como símbolo de estatus. Lo de ellos, lo de ellos, según los sociólogos, es comodidad sin responsabilidad y una política “verde”.

Uber está disponible en 311 ciudades de 58 países en el mundo, y en casi todas ellas está armando tremendo lío pues las autoridades de transporte de estos lugares no acaban de decidir si la aplicación cae fuera de la legalidad o no. No se le puede exigir que cumpla con los requisitos de emplacamiento o licencias de una empresa de taxis, porque la particularidad de la empresa es que pone en contacto a particulares, no a taxistas. Pero tampoco la pueden dejar operar a su aire porque dejan de percibir una cantidad importante en impuestos, no especialmente porque les interese la legalidad. A los que no les gusta la idea de Uber, por supuesto, es a los taxistas y con toda razón, porque así como el correo tradicional, las líneas de teléfono de tierra y otros servicios de comunicación, la era digital está borrando su negocio.

En todas partes es lo mismo: los taxistas se levantan en contra del peligro potencial y los usuarios defienden su nuevo juguete porque les da comodidad. Y sin embargo, las diferencias culturales se cuelan entre el comportamiento estándar de la comunidad digital. En Toronto, donde las tarifas de los taxis comienzan en los 8 dólares, lo que en el DF llamaríamos “banderazo”, la gente prefiere Uber porque es barato, mucho más barato que tomar un taxi de cualquier línea. Además, en esa ciudad uno no sale a la puerta a “parar” un taxi. Hay que llamar por teléfono y darles una dirección específica para que lo recojan. Uno no puede pedir un taxi en la esquina de tal con tal, hay que dar una calle y un número determinado, o pedirlo a la puerta de un centro comercial o edificio público de dirección conocida. Es decir, para tomar un taxi, cualquier tipo de taxi en Toronto después de, digamos, salir de un antro, se necesita tener un teléfono celular. Las compañías de celulares dan grandes facilidades para que la gente cambie sus teléfonos móviles por teléfonos inteligentes y ¡kaboom! las condiciones están dadas para que los torontonianos accedan a Uber.

En la Ciudad de México, aunque el uso de los teléfonos inteligentes se ha generalizado de una forma espectacular (se ve a la gente jugando Candy Crush en sus teléfonos mientras viajan en el metro), poseer un iPhone o un Samsung no-se-qué generación es visto todavía como un signo de estatus. Lo que es caro aún es el acceso al servicio de datos, y con ello a las aplicaciones. Los taxis a-bun-dan y son ridículamente baratos en comparación con las ciudades del interior del país: mientras que un taxi te puede cobrar, por ejemplo, 80 pesos de la Zona Rosa a la Condesa por un trayecto de 25 minutos (si la Virgen del Tráfico lo permite) en Villahermosa, por ejemplo, donde los taxis son colectivos, pedir el servicio exclusivo eleva el precio hasta 120 pesos por la misma distancia aunque el tiempo requerido sea de la mitad. No hay que comparar las tarifas con otras metrópolis del mundo. Basta salir del Valle para asustarse con el precio real de un viaje en taxi. Sin embargo, la depauperada clase media de la ciudad percibe la tarifa de Uber como excesiva respecto a la competencia.

En Toronto, Londres y Nueva York, los taxistas han contratado abogados para llevar a Uber a los tribunales, y se concentran en los propios códigos de tránsito, que conocen al dedillo, para encontrar el preciso recurso legal que no dejará duda que han ganado la batalla contra el nuevo fenómeno. Los taxistas en la Ciudad de México se están organizando para “cazar” Ubers. No hay confianza en el sistema legal y se opta por usar la fuerza: espejos rotos, carrocerías rayadas y conductores que esconden sus teléfonos y tratan de pasar desapercibidos ante la no disparatada posibilidad de recibir una golpiza un días de estos.

Por otro lado, en Estados Unidos, donde se generan estas ideas, la gente espera tener acceso a ellas. Los pleitos se han generado no porque sea o no legal, o porque los taxistas estén en contra. El problema ha sido que no está disponible para todos. En California los conductores se han negado en ocasiones a recoger pasajeros ciegos con sus perros. Recordemos que no son una empresa prestadora de servicios, sino que conducen autos particulares. A muchos dueños de autos no les gusta que los asientos se llenen de pelo de perro, ergo, no perro guía, luego, no pasajero ciego. La asociación californiana de personas ciegas está a punto de iniciar un proceso legal contra ellos.

Para los estadounidenses es importante que, en cuanto se desarrolla un servicio, la mayoría tenga acceso. Para los torontonianos (que no es necesariamente la realidad para todos los canadienses) el asunto es que sea portátil, no requiera demasiado trabajo y sea barata. Para los mexicanos, es que se detenga el mayor tiempo posible para que todo en nuestras vidas siga siendo exactamente igual. No cabe duda de que la tecnología exhibe las características de cada generación, se me ocurre opinar.